Rod Stewart

Rod Stewart

Fragmento

Introducción

Donde el héroe triunfal de esta historia está a punto de palmar.

Lo llamamos «salir a la carrera», y es la mejor manera que existe de evitar el tráfico después de un concierto. Al terminar el último bis, empapado en sudor, hago mi reverencia definitiva al público que aúlla y aplaude, y salgo trotando del escenario… y sigo trotando entre bastidores, donde alguien me envuelve con una toalla al pasar. En el recinto, las luces permanecen apagadas y el público sigue pidiendo a gritos un tercer bis. Pero yo ya estoy en los pasillos de los camerinos, iluminados con fluorescentes, donde el aire resulta repentinamente fresco después del calor del escenario, y salgo por la puerta de servicio, por detrás del estadio, y me monto en un coche que está esperándome. El ruido de las palmas y el pataleo en el suelo va amortiguándose detrás de mí, hasta que el chasquido de la puerta de la limusina lo acalla por completo y el coche me lleva lejos de allí.

En esta noche particular de julio de 1995, «lejos» es un aeródromo cerca de Gotemburgo, donde me espera un avión privado. En la limusina encuentro una muda de ropa preparada para mí, y me escurro dentro de ella sobre la marcha. A mi espalda, treinta mil fans suecos chillando. Delante de mí, un corto vuelo a Londres, en compañía de unos cuantos miembros de mi equipo que también tenían instrucciones de «salir a la carrera» al final del concierto. La gira Spanner in the Works empezó en junio y está previsto que dure hasta mayo del año próximo, pero hay un hueco en el calendario y aprovecho para escaparme a casa.

Y este es justamente el momento, con las piernas estiradas mientras el avión coge velocidad y despega de la pista, cuando por fin me relajo, dejo que se asiente la adrenalina de las dos últimas horas, disfruto de la idea de pasar una noche en mi propia cama e imagino la comida que pronto preparará el personal de la cabina, la copa del frío vino blanco que la acompañará y la satisfacción al final de una jornada de trabajo.

Solo que esta vez…

¡Plam!

¿Qué demonios ha sido eso?

Apenas estamos empezando el ascenso cuando se oye un tremendo golpetazo en el lado izquierdo.

¿Ha sido el ala?

El avión se ladea bruscamente y después se nivela poco a poco.

¿Qué está pasando?

Rígido y asustado, examino los rostros de las personas que me acompañan en la cabina para que me reconforten. A mi lado, mi gran amigo Alan Sewell —el fuerte y siempre fiable Big Al, vendedor de coches de segunda mano y un caballero de enormes proporciones al que muchas veces confunden con un guardaespaldas al verlo a mi lado— se ha puesto blanco y está temblando como un flan.

Enfrente, Annie Challis, de mi equipo de representantes, me dirige una mirada tranquilizadora y dice: «Seguro que no es nada, cariño». Pero parece que esa mirada de consuelo le está costando cierto esfuerzo, lo cual diluye todo el efecto de apaciguamiento.

Cerca de Annie se sienta mi querido y omnisciente mánager, Arnold Stiefel, absorto mientras tanto en el último número del Architectural Digest. Arnold continúa pasando páginas y es el único que parece imperturbable, aunque me fijo en que está comenzando a olfatear el aire inquisitivamente. Unos segundos después, declara animado: «Huele como en el día de Acción de Gracias».

Es verdad. Un olor a ave asada extrañamente apetitoso empieza a impregnar la cabina. Qué momento más raro para calentarme la comida, me digo.

No hay tiempo para preocuparse por eso. El piloto nos habla desde su puesto de mando. Estamos regresando al aeropuerto. Suena bastante tranquilo. Pero siempre suenan así, ¿verdad? Para eso les pagan.

Los minutos siguientes, en los que el avión da la vuelta con dificultad y se prepara para descender, se hacen eternos. Big Al sigue temblando. Annie sigue pareciendo intranquilizadoramente tranquilizadora. Arnold ha descartado para entonces tanto su revista como su actitud confiada, y estudia atentamente la tarjeta plastificada de «en-caso-de-emergencia», para estar preparado.

Entonces, en un ataque de pánico puro, empiezo a preguntarme: ¿es esto el final? ¿Es aquí donde termina mi función? Vale, he tenido una vida plena, más espectacular y privilegiada y colorista de lo que me hubiera atrevido a soñar, con más aventuras, riqueza y amor de los que me correspondían. Pero aun así, ¿es de esta forma como terminará, en los brazos de Big Al, en un campo de Suecia?

A través de la ventanilla del avión, que para entonces cae en picado, me fijo en que la pista de aterrizaje está cubierta de espuma y el perímetro del aeródromo palpita con las luces parpadeantes de vehículos de emergencia.

Pero de alguna manera consigo mantenerme entero. Me domino y permanezco tranquilo y controlado. Si tiene que ser, que así sea. «No pasa nada», digo con voz calmada. Después lo digo casi gritando: «¡No pasa nada!». Por último, es un alarido chirriante e in crescendo: «¡No pasa nada!».

No pasaba nada. Por lo visto habíamos chocado con un ave. Un desdichado miembro de una bandada de gansos fue absorbido por el motor. El ganso quedó hecho polvo, y el motor también. Menos mal que el avión tenía otro motor y pudo aterrizar. No habría sido la primera vez en mi larga e ilustre carrera en que proporcionaba a la prensa sensacionalista un titular envuelto para regalo: «Gansada fatal de Rod».

Y hablando de suerte: cuando volvimos al hotel donde se alojaba la banda y nos reunimos con ellos en el bar para tomar varias copas fuertes y contar unas cuantas veces el dramático incidente, me entero de que, justo el día anterior, nuestro piloto había asistido a un cursillo de repaso sobre cómo controlar un avión en caso de perder un motor.

La verdad, esto es casi un resumen de mi vida. Una gran parte de ella ha sido un largo viaje en un avión de lujo. Pero de vez en cuando, el avión se cruzaba con un ganso.

Y de alguna manera, cada vez que eso pasaba, tuve a la suerte de mi lado y viví para contarlo.

1

En el que nace nuestro héroe y, poco después, termina un conflicto global que duró casi seis años, durante el cual va a la escuela y desarrolla, de forma muy peculiar, un intenso rechazo a cantar en público.

Desde luego, fui un error. Una especie de descuido en el departamento de planificación familiar. Un «error no forzado», como lo llaman en tenis. En cualquier caso, explica por qué a Bob y a Elsie Stewart, de cuarenta y dos y treinta y nueve años respectivamente, con cuatro hijos que alimentar, el más pequeño co

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