Tormenta (Jeremy Logan 1)

Lincoln Child

Fragmento

1

Parecía una cigüeña, pensó Peter Crane, una enorme y blanca cigüeña posada en el mar, de patas ridículamente finas. La semejanza, sin embargo, fue desapareciendo a medida que se acercaba el helicóptero y la silueta se recortaba más nítida en el horizonte. Las patas engordaron hasta convertirse en grandes torres tubulares de acero y hormigón. El cuerpo se convirtió en una superestructura de varios niveles erizada de quemadores y turbinas, y entrecruzada de cables y vigas. En cuanto al objeto alargado de la parte superior, el que parecía el cuello, lo definió como una mezcla de grúa y torre de perforación que dominaba la superestructura desde una altura de un par de centenares de metros.

Cuando estuvieron cerca de la plataforma, el piloto la señaló y levantó dos dedos. Crane asintió con la cabeza.

Era un día luminoso y sin nubes. Crane entornó los ojos para observar el mar a su alrededor. Estaba cansado y desorientado por el viaje. Primero el vuelo regular desde Miami a Nueva York, después el viaje a Reikiavik en un Gulfstream G150 privado, y ahora el helicóptero. Lo único que no se dejaba embotar por el cansancio era su curiosidad, que iba en aumento.

Más que el hecho de que a Amalgamated Shale le interesara tenerle de asesor (aspecto que podía entender), le sorprendían las prisas de la empresa por que lo dejara todo y se desplazara cuanto antes a la plataforma Storm King, por no hablar de un detalle tan extraño como la abundancia de técnicos e ingenieros que había en la delegación islandesa de AmShale, en vez de los habituales perforadores y operarios.

A todo ello se añadía otro detalle: que el piloto del helicóptero no era empleado de AmShale. Llevaba uniforme del ejército, e iba armado.

Cuando empezaron a bajar al helipuerto, dando un giro cerrado por alrededor de la plataforma, Crane se dio cuenta por primera vez de la magnitud de la instalación. Solo la subestructura era como un edificio de ocho pisos. La plataforma superior estaba cubierta por un laberinto de unidades modulares en el que la vista se perdía. Algunos hombres con uniformes amarillos de seguridad comprobaban el estado de las juntas o manipulaban los equipos de bombeo, apenas visibles entre la enorme maquinaria. Abajo, muy abajo, el océano acumulaba espuma alrededor de los pilares de la subestructura, donde esta desaparecía para iniciar su recorrido de miles de metros hasta el fondo marino.

El helicóptero voló más despacio, giró y se posó en el hexágono verde de la zona de aterrizaje. Al recoger su equipaje, Crane vio que alguien les esperaba al borde del helipuerto; era una mujer alta y delgada, con una chaqueta impermeable. Crane dio las gracias al piloto, abrió la puerta y se agachó instintivamente al pasar bajo las palas; lo recibió un aire frío y tonificante.

Cuando lo vio llegar, la mujer tendió un brazo.
—¿El doctor Crane?

Se dieron la mano.
—Sí.
—Por aquí, por favor.

Se llevó a Crane del helipuerto hacia una escalerilla y una pasarela de metal, que acababa en una escotilla como de submarino. No había dicho su nombre.

Un marinero con uniforme y rifle los saludó con la cabeza, abrió la escotilla y la atrancó a su paso.

Al otro lado había un pasillo muy iluminado, con puertas abiertas a ambos lados. No se oía el zumbido imparable de las turbinas, ni el retumbar de los instrumentos de perforación. El olor a petróleo era tan débil que parecía que se hubieran esforzado por eliminarlo.

Con el equipaje al hombro, Crane siguió a la mujer mientras lanzaba miradas de curiosidad a las puertas. Vio laboratorios llenos de pizarras blancas y ordenadores, salas de informática y centros de comunicación.

Decidió aventurar unas preguntas.
—¿Los buzos están en una cámara hiperbárica? ¿Ya puedo verlos?

—Por aquí, por favor —repitió ella.

A la vuelta de la siguiente esquina, una escalera bajaba a otro pasillo más ancho y largo. Las habitaciones de los lados, talleres y almacenes de instrumentos de alta tecnología que Crane no identificó también eran más grandes. Frunció el entrecejo. Aunque Storm King tuviera todo el aspecto de una plataforma petrolífera, evidentemente ya no se dedicaba a la extracción de crudo.

¿Qué narices pasaba allí dentro?
—¿Han traído de Islandia a algún especialista vascular o de pulmón? —preguntó.

Se encogió de hombros por la falta de respuesta. Después de un viaje tan largo, no le costaba nada esperar unos minutos.

Ella se paró ante una puerta gris metálica.
—Le está esperando el señor Lassiter.
¿Lassiter? No le sonaba de nada. La persona que había hablado por teléfono con él para informarle del problema de la plataforma se llamaba Simon. Miró la puerta. Había una placa de plástico negro con letras blancas donde ponía: e. lassiter, relaciones externas.

Se volvió hacia la mujer de la chaqueta impermeable, pero ya se iba por el pasillo. Se acomodó el equipaje y llamó a la puerta.

—Adelante —dijo una voz escueta.

Lassiter era un hombre alto y delgado, con el pelo rubio muy corto. Al ver a Crane se levantó, salió de detrás del escritorio y le dio la mano. La falta de uniforme no impedía que su estampa fuera muy militar, por el corte de pelo pero también por la economía y precisión de sus gestos. La desnudez de la mesa parecía exagerada, voluntaria. Solo había un sobre cerrado y una grabadora digital.

—Si quiere, puede dejar el equipaje al fondo —dijo Lassiter, señalando un rincón—. Siéntese, por favor.

—Gracias. —Crane ocupó el asiento que le ofrecía—. Estoy impaciente por saber algo más de la emergencia. Mi acompañante no me ha dado muchas explicaciones.

—Yo tampoco se las voy a dar. —La sonrisa de Lassiter fue un visto y no visto—. Mi cometido es hacerle unas preguntas.

Crane digirió sus palabras.
—Adelante —dijo al cabo de un momento.

Lassiter pulsó un botón de la grabadora.
—Grabación correspondiente al 2 de junio, en presencia de quien habla, Edward Lassiter, y del doctor Peter Crane. Se realiza en la Base Auxiliar de Suministros. —Miró a Crane desde el otro lado del escritorio—. Doctor Crane, ¿es consciente de que su misión no tiene una duración determinada?

—Sí.
—¿Y de que se le prohíbe rigurosamente divulgar lo que vea o referir lo que haga en estas instalaciones?

—Sí.
—¿Está dispuesto a comprometerse a ello por escrito? —Sí.
—¿Tiene antecedentes penales?
—No.
—¿Es estadounidense de nacimiento o nacionalizado? —Nací en Nueva York.
—¿Actualmente se medica por algún problema de salud? —No.
—¿Consume alcohol o drogas de forma abusiva?

La sorpresa de Crane crecía con cada pregunta.
—No, a menos que considere «abusivo» tomarse unas cuantas latas de cerveza el fin de semana.

Lassiter no sonrió.
—¿Es claustrofóbico, doctor Crane?
—No.

Lassiter paró la grabación, cogió el sobre, lo abrió con un dedo y sacó media docena de hojas que deslizó por la mesa hacia Crane.

Crane las cogió; su lectura le hizo pasar de la sorpresa a la incredulidad. Había tres compromisos distintos de confidencialidad, una declaración que se acogía a la ley de secretos oficiales y algo que recibía el nombre de «iniciativa vinculante de cooperación». Todos los documentos llevaban el sello del gobierno, todos requerían su firma y todos amenazaban con graves consecuencias en caso de infracción de alguna de sus cláusulas.

Dejó los documentos sobre la mesa, bajo la atenta mirada de Lassiter. Se estaban pasando. Quizá lo mejor fuera dar amablemente las gracias y decir que

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