Próxima estación, Cataluña

Manuel Medina

Fragmento

PRÓLOGO

Una y otra vez, día tras día, nuestro entorno nos recuerda que vivimos en una sociedad tensa, dominada por tecnologías y supuestos avances que, años atrás, resultaban impensables. Los jóvenes de hoy crecen abocados al ordenador, al teléfono móvil y a productos de consumo cultural creados a miles de kilómetros de sus hogares. Es la sociedad global de este recién estrenado milenio.

Sin embargo, cincuenta años atrás nada era así. Muchas de las páginas de este libro reflejan un mundo que ya no existe, desaparecido bajo el fragor de hipotéticos progresos que, aunque nos hayan dotado de casi todo, nos han alejado de esas cañadas y esos campos en los que nació y creció Manuel Medina. Esa Cañada de buena gente que se sentaba cerca del hogar después de una jornada extenuante, esas dificultades para lograr el mínimo sustento, ese compartir fraterno, ese lento y recio madurar de los jóvenes, todo forma parte de una historia que ha ido fluyendo igual que las aguas del Guadalquivir, río abajo, hacia nuevos tiempos.

Todo ha cambiado desde los años cincuenta del siglo pasado. Y este libro, en cierto modo, es un compendio de esos cambios, una simbiosis entre la historia personal que ha vivido el autor y la historia colectiva que ha vivido nuestra sociedad. La Cañada de la Fuensanta tal vez ya no es lo que era, pero tampoco lo somos nosotros. Sus gentes hace décadas que se marcharon hacia otros territorios en busca de un futuro más confortable para ellos y sus hijos, y todo ello no era sólo un cambio, sino el nacimiento de algo nuevo.

He aquí uno de los atractivos de estas páginas. Escritas sin duda desde la añoranza de lo que fue, pero también desde la gratitud por cada día que, entre dificultades y temores, nos ofrece nuevas oportunidades y motivos para la esperanza. Marcharse del hogar paterno hacia el servicio militar, cuando se conocía poco más que las calles del pueblo, podía ser una dura experiencia, pero sabían que más allá el destino les reservaba otra estación de llegada. Y luego otra, y otra, a las cuales sólo se llegaba a base de esfuerzo y de trabajo serio y de horas sin dormir…

Podríamos limitarnos a seguir en este libro la experiencia vital de su autor, pero hay mucho más. Hoy en día resulta muy sencillo idealizar nuestra infancia, evocar ejemplos que formaron nuestra personalidad y rememorar las experiencias que nos acompañaron a lo largo de los años. Sin embargo lo difícil, lo digno de elogio, es hallar siempre aquella grandeza de espíritu que convierte cada nueva experiencia en un don. El pasado nos formó, pero a medida que crecemos también vamos perfilando nuestros propios días futuros. Somos responsables de nosotros mismos y, en cierto modo, también de nuestros allegados y de la comunidad que nos acoge. Y en estas páginas hallamos esperanza, agradecimiento y fuerza de voluntad. Todos los cambios que experimenta el joven Manuel Medina los vive como una oportunidad que se esfuerza siempre en aprovechar. Para un joven jienense de los años sesenta, desplazarse a Cataluña podría entenderse como la pérdida de aquel mundo duro pero limpio de la infancia, sin embargo, Medina nos demuestra que no sólo no era así; al contrario, todo ello suponía abrirse a una sociedad nueva, con otras costumbres y modos de actuar, pero que también albergaba y alberga enormes dosis de fraternidad y afecto. El encuentro con Cataluña no supone una experiencia traumática, sino la apertura de otros horizontes para quien desea abrirse camino a lo largo de las sucesivas estaciones de la vida. No existe contraposición entre la infancia y la madurez; no son parajes de la memoria en conflicto, sino áreas que se comunican, lugares y tiempos por los que discurre la existencia.

Y de la misma manera, esa nueva estación de destino, Cataluña, fue convirtiéndose en el hogar de quienes acudían allí. Entre unos y otros se impulsó una sociedad abierta, en la que se creaba riqueza y trabajo, en la que se reconocía el esfuerzo. Una sociedad que también, en los momentos más trágicos, daba muestras de solidaridad. Se percibe, en estas páginas, el eco sobrecogedor de las inundaciones del Vallés de 1962, en que la desgracia segó la vida de más de un millar de personas, y que demostró que en Cataluña no convivían dos sociedades distintas sino una única comunidad, de lo cual Manuel Medina nos da fe cumplida.

Cataluña fue y es para muchas personas una estación de destino. Lo ha sido durante siglos y siglos y está en su forma de ser. Y es bueno que quienes vivieron ese tránsito entre una estación y otra den testimonio de su experiencia. En estos tiempos en que a menudo se busca crear conflicto allí donde no existe, es bueno, justo y noble que aparezcan páginas como las que ha escrito mi entrañable amigo Manuel Medina, que testifican que Cataluña es una estación que acoge siempre con los brazos abiertos.

JOSEP A. DURAN I LLEIDA

Presidente del Comité de Gobierno de Unió Democràtica de

Catalunya, secretario general de CiU y presidente-portavoz

del Grupo Parlamentario CiU del Congreso de los Diputados

Esta historia es verdadera y sucede, como tantas otras, en una comarca andaluza de la provincia de Jaén, en un lugar conocido como la Cañada de la Fuensanta, en el término de Villanueva del Arzobispo, en una zona de aldeas próximas a las riberas del Guadalquivir. No se cuenta para reivindicar nada, ni para manifestar éxito o fracaso, resentimiento o pena. Se escribe para que pueda conocerse un poco el ambiente donde se desenvuelve, y las circunstancias del lugar y las costumbres en que se desarrollan las historias que conforman este libro.

Para entrar en el relato hay que remontarse a los años treinta del siglo XX, una época en la que la vida en el sur se hacía muy difícil porque, en la mayoría de los pueblos y comarcas, la pobreza era tan habitual como la salida del sol cada mañana. En aquella época de miseria se carecía de casi todo y las enfermedades se cebaban con las gentes más humildes y más débiles; nada tenían y, por supuesto, no contaban con los medios mínimos para acudir a un médico; tampoco su economía les permitía comprar las medicinas, escasas y costosas, sólo al alcance de las poquísimas familias con un nivel de vida muy superior al de los protagonistas de nuestra historia. La miseria, que no es más que la carencia de todo, hasta del menor conocimiento para saber lo que otros pueden llegar a tener, era tan generalizada que se podría decir que siempre estaba presente en las historias de cada pueblo.

El nuestro, Villanueva del Arzobispo, tiene un nombre propio que lo diferencia de los demás, pero unas circunstancias que hacen que su vida particular sea común a la del resto de poblaciones del campo. Villanueva del Arzobispo, como el resto de los pueblos vecinos, contaba las batallas del hambre, los enfrentamientos entre los pobres y los todavía más pobres, y el olvido de los ricos y de los muy ricos.

En los años treinta se desconocía casi todo en el ambiente rural, sólo se sabía trabajar como las bestias, de sol a sol, y aquellos que podían hacerlo se sentían honrados y bendecidos por Dios, al que le pedían que nunca les faltara ese milagro del sudor diario; algo que actualmente algunos definirían como sacrificio, y otros incluso considerarían tan abnegado esfuerzo una forma de esclavitud. Aquellas generaciones se apuntaban a la guerra para trabajar y participar en algo importante en sus vidas, pues eran tan sencillas y humildes que apenas se les echaba de menos cuando morían. Y cuando esto ocurría tan sólo los lloraban los familiares más próximos y los vecinos del lugar, con los que habían convivido toda su vida. También los lloraban los familiares que habían emigrado por las circunstancias del hambre, aunque éstos lo hacían pasado un tiempo, normalmente varios meses después de que hubiesen sido enterrados. Lo hacían cuando se enteraban de la muerte de un allegado o familiar, y de las demás cosas que habían ocurrido en los últimos meses o a lo largo del último año, y de las que se enteraban por esa especie de crónica familiar que constituían las cartas-resumen que se enviaban de tarde en tarde.

Estos relatos de los aconteceres de la familia se contaban como una historia llena de faltas de ortografía, en la que se entremezclaban la desaparición de alguien, las tragedias de la época y las buenas o malas cosechas. Los pocos que sabían escribir y leer, transmitían y releían una y otra vez la crónica anual de la zona a sus receptores que, como es lógico, las recibían cuando ya había transcurrido tiempo suficiente para que el dolor que producían las noticias desagradables hubiera prescrito con la soledad y la distancia. No hay que olvidar que a las personas se las echaba de menos cuando morían, pero la vida exigía esfuerzo y trabajo para hacer frente a la pérdida. La necesidad de seguir adelante no permitía un luto demasiado prolongado, y por esto mismo en muchas ocasiones se lloraba tanto la muerte del mulo, el burro o la cabra, como la de un familiar anciano, pues todos eran queridos, de una forma diferente pero queridos; por eso el cariño del familiar se hacía extensivo a los animales, con los que se compartía vivienda, trabajo y necesidad, y que eran tan indispensables como necesarios para la subsistencia de la familia.

En el día a día, hombres y bestias vivían y trabajaban juntos. Para comer se repartían lo poco que había en aquella época cercana a la Guerra Civil, y así permanecieron durante los años de la carestía que siguieron a la contienda nacional. El nivel cultural era bajo; a la mayoría lo único que les habían enseñado era a trabajar de sol a sol sin derecho a reivindicar otra cosa que no fuera más trabajo. Las costumbres de los lugares marcaban a aquellas personas, que no tenían otra opción que aguantar trabajando, sin descanso, durante la mayor cantidad de horas posible y, como si fuera una virtud, por no decir un premio, presumían de ello ante los demás trabajadores, que en esa comparación aparentaban ser más débiles o con menos oportunidades para demostrarlo.

Levántate y anda,

abraza los vientos

de la madrugada.

Inicia el camino,

labra tus besanas.

Cultiva la tierra

y atiende la casa.

Espera la tarde

mirando las ramas

del olivo verde

que el invierno aguarda.

Duerme en el cortijo,

la noche es muy larga

y la luna espera

que regrese el alba.

El gallo del tiempo

en el corral canta,

y el sol le repite

¡levántate y anda!

Todos los habitantes de aquellos pueblos de la provincia de Jaén, con sus aldeas, cañadas o cortijadas, formaban su día a día alrededor del trabajo, junto a las yuntas, los aperos de labranza o las azadas, y los picos con los que removían la tierra para después hacer de ella su medio de vida con las siembras y plantaciones que cultivaban y cuidaban a lo largo del año. Y encima los agricultores y los hortelanos eran unos privilegiados porque, en su condición de arrendatarios, disponían de una propiedad a cambio de mucho trabajo, de esfuerzo y de dejarse la vida en la tierra. Sólo así podían pagar la renta del arriendo, que muchas veces no únicamente era de dinero sino que tenían que completarla con un porcentaje de los productos que consiguieran, y en ocasiones con la realización de algún trabajo para los amos, por el que no recibían contraprestación alguna más allá que desprecio y malas palabras.

La diferencia entre estos agricultores y hortelanos con el resto de los trabajadores por cuenta ajena era muy importante, pues mientras que los primeros tenían el trabajo asegurado, aunque su rentabilidad fuera muy reducida, los segundos aguardaban a que alguien les diera trabajo en algún tajo, en los que no abundaban las oportunidades, sobre todo cuando acababa la aceituna o concluían las tareas de la siembra o la siega. En esos momentos los únicos que tenían una ocupación eran los hortelanos, que cuidaban los huertos y los mimaban para conseguir las mejores frutas y hortalizas.

Eran tiempos en los que nadie tenía nada, y quien tenía algo, por muy poco que fuera, tenía mucho más que el que estaba a su lado. Por no haber casi no había ni agua, por eso todos los hortelanos tenían un gran sentido de la austeridad y el ahorro cuando guiaban las aguas de las acequias para regar sus modestos hortales. Cualquier esfuerzo era poco para hacer posible el aprovechamiento del preciado líquido. Ahora, en una época en que la mayoría de los jóvenes piensan que el agua mana del grifo, y los mayores que hemos carreteado el agua de pozos y fuentes creemos que eso nunca existió, no se puede olvidar que hubo muchos años de sequía antes del ecuador del siglo XX, en los que se aprendió a controlar el agua como el mayor tesoro de la época. En aquellos años, que no son tan lejanos como nos parece, quien tenía un arroyo próximo, una fuente cercana, un poco de tierra y un burro, y encima disponía de un cortijo donde poder cobijarse, además de contar con la felicidad de querer y sentirse querido por la familia, tenía la mayor fortuna entre los modestos. Hombres de bien de aquella comarca, donde lo poco alumbraba la vida y lo mucho, además de ser desconocido, se apagaba en la memoria por imposible, para un hortelano no había nada que se pudiera comparar con el aroma de los mastranzos, la frondosidad de las berrazas y la aparición de centenares de luciérnagas al anochecer en los lugares más húmedos, y que siempre daban al paisaje un aire de misterio y colorido. En los ambientes rurales nadie se explicaba cómo un insecto podía ser portador de luz propia cuando había oscurecido.

Todo este misterio transcurría en un campo en el que tampoco se puede olvidar el ir y venir de los grillos, que en muchos casos acababan como comida de los pájaros de perdiz, que picoteaban y canturreaban cuando se les ofrecía tan suculento manjar, acompañado de algunos berros y hojas de amapola, en el comedero de la jaula. Aunque clamaban el himno de su libertad perdida, a cambio gozaban de la seguridad del alpiste y del trigo; la única contraprestación era vivir en la monotonía de cantar para el dueño y llenar la casa con los insistentes trinos de sus reclamos. Este tipo de vida la describe perfectamente Ricardo Cantalapiedra en su Balada a un canario prisionero, en la que canta cómo, a pesar de que era prisionero, nunca más pasaría hambre porque alegraba los días a su dueño a cambio de unos granos de alpiste y un recipiente lleno de agua. Extendiéndose en su pensamiento llegaba incluso a considerar que tampoco los muertos tenían hambre.

Esta historia de miseria existencial pero de estómago algo lleno era igual para casi todos los habitantes de aquellos predios sencillos y humildes de las cañadas próximas al río Guadalquivir. En aquellos años, los trabajos sólo se conseguían en épocas muy concretas, y el hambre era fácil de localizar en la mayoría de los hogares en todas las épocas del año. El hambre siempre abundaba más que el trabajo, llegaba sin avisar y era más fiel que el mejor de los amigos, nunca faltaba a su cita, acudía siempre, sin que nadie la llamase. Me parece que fue Quevedo quien dijo: «El amigo ha de ser como la sangre, que acude a la herida sin esperar a que la llamen»; aunque como añadió Ramón y Cajal: «A los amigos, como los dientes, los vamos perdiendo con los años, no siempre sin dolor».

Los habitantes del campo, las gentes de nuestra Cañada, tenían una sensibilidad muy especial. Al recordarlos me viene a la memoria mi madre el día que instalamos un aparato de radio en el cortijo; ese día, en cierta manera, la modernidad entró en nuestra casa, y con ella la canción «Camino al Don», interpretada por Juan Carlos Barbará, con letra de Mario Battistella. Posiblemente los dos eran argentinos, aunque nosotros desconocíamos su nacionalidad, y su música fue la que, con la ayuda de mi madre, nos enseñó un poco a bailar, aunque más bien sólo dábamos saltos. En homenaje a ella, a mi madre, si alguien quiere saber lo hermosa que fue su vida no tiene más que buscar en internet «Camino al Don» de Juan Carlos Barbará. Basta con cerrar los ojos mientras se escucha su música y letra y, cuando acabe la canción, quizá se entienda por qué la quise y la quiero tanto, y por qué fue una mujer excepcional con una biografía de la que tan sólo disfrutamos los más íntimos. Su vida y su recuerdo nos animan a prolongar la ilusión en las cosas, la ilusión por vivir, por sentir y por amar… Con esta melodía, cuando alguien me vea llorar, entenderá cuánto amé y amo a mi madre. Ella, que supo vivir y morir abrazada al afán de soñar cada momento, disfrutó de todo lo simple y bello que nos rodeaba en aquel modesto cortijo de la Cañada de la Fuensanta. Nadie podía imaginar que en un lugar tan olvidado por la civilización soñáramos con la troika en la noche glaciar de la Ciudad del Don, pueblo que no sabíamos ni por aproximación dónde se encontraba, y mucho menos qué era una troika con la que poder llegar hasta él en medio de la nieve.

Cuando cuento las historias del campo, de la lumbre, de la humildad y de todo lo bello, con frecuencia me permito la licencia de contar cómo mi madre siempre conjugó todos los tiempos del verbo amar, e hizo de la constancia, de la sencillez y del buen humor su condición diaria de vivir y servir a todos los que la rodeábamos, ya fuésemos o no familiares, ofreciendo una sonrisa, una palabra de ánimo y un consejo a todo aquel que lo necesitaba. Mi madre tenía la virtud de disfrutar con la felicidad de los demás, al tiempo que proclamaba la suya por todos los rincones del aire. Seguro que aquel que pueda abrazar a su madre porque aún la tenga viva, se sentirá feliz de imaginar que hubo otras mujeres como ella, y mucho más me entenderán aquellos que la perdieron para siempre, ya que por mucho que la mencionen o la recuerden, jamás podrán volver a abrazarla. Todos merecemos sentir en la imaginación la fuerza de una mujer como mi madre, evidentemente sin desmerecer a todas las demás, pero madre sólo hay una, y para cada uno la suya es la mejor. Por eso nunca desaprovecho la ocasión de tributar el justo reconocimiento hacia una mujer que trabajó de sol a sol, cuidó de ocho hijos y nunca le faltó tiempo para abrazarlos a todos muchas veces al día, y permanecer en sus modestas habitaciones hasta que se quedaban dormidos y bien tapados, momento en el que depositaba en sus frentes el último beso de la noche. Después, antes de permitirse acostarse, continuaba con las tareas de la casa sin hacer ruido para no despertar a nadie.

El trabajo de una madre es el más abnegado y generoso de todos cuantos existen. Nunca consigo hablar de mi madre sin emocionarme, y eso que ya he contado en otros libros (La conquista de la vida, Plaza & Janés, 2005) que además de todo el trabajo que tenía en el campo, en el mercado de abastos, en la huerta y en la propia casa, además de todo eso lavaba la ropa de los amos del cortijo donde vivíamos como arrendatarios. Muchos de sus días se desgastaban pasando largas horas lavando en la alberca, principalmente los días de lluvia, que era cuando no se podía trabajar en el campo. Y las noches las dedicaba a planchar la ropa que, al día siguiente, preparaba en un gran lío y lo llevaba a cuestas hasta el pueblo, donde tenían la casa los amos de la huerta y el cortijo. Mi madre, como diría Unamuno, fue una mujer que siempre trabajó a las órdenes del sol; su misión era estar siempre ocupada mientras quedara luz del día, y después, durante la noche, continuaba haciendo aquello que había dejado para repasar y hacer a la luz del candil.

La que tanto fue mía por siempre ser de todos

se me fue como a tantos sin poderlo evitar,

nunca sentí en mi vida más ganas de llorar

y me quedó un consuelo: llorar de todos modos.

Por mucho que se sufra, se comparta y se quiera

hay algo que es más grande que no olvidas jamás,

los sollozos del alma que no ven los demás

y el grito del silencio y el dolor de la espera.

Gracias al recuerdo de mi madre amo sobre todas las cosas la modestia, la humildad y las formas sensatas de respetar al ser humano. Al reconocer estos valores agradezco a la vida haber tenido una familia como la mía, haber disfrutado de ella tanto tiempo y poder seguir haciéndolo con todos los que aún quedan. Ésa fue, es y será mi gran fortuna, por la que siempre he apostado y apostaré. Y los que siguen naciendo justifican, cada día que sale el sol, la fuerza de mi lucha y sentirme el hombre más rico del mundo por contar con ellos, los que ya se han ido y los que ahora se hacen fuertes ante las adversidades. Todos esos hermanos, hijos y nietos que corren también buscando el «Camino al Don», lo encuentran sólo con cerrar los ojos y pensar que su familia fue humilde, pero llenó los caminos de ilusión y fuerza para darle sentido y esplendor a la vida. En esa promesa de la nieve aparecía siempre el alba, para devolver la vida al campo y la ilusión a las gentes que se empezaban a mover por los caminos de los olivos, a la velocidad de la luz, pues para la mujer y el hombre del campo no hay pereza que los detenga cuando hay que formar el hato y recomponer la cuadrilla en plena recolección de la aceituna. Los caminos del alba siempre eran frecuentados por cientos de aceituneros que buscaban en los tajos, a veces lejanos, el jornal diario de la recogida del fruto. Sus caras ateridas y sus manos heladas retaban al frío y a la lluvia para conseguir el merecido jornal que, aunque a veces se les resistía, al final siempre lograban completar aprovechando cada escampada y cada rayo de sol, hasta llenar el saco de aceitunas, tal como les había exigido el dueño del olivar.

Ante el escenario, ya descrito, de falta de trabajo y abundancia de hambre, y dejando un poco de lado el impulso de los recuerdos de la infancia, no se puede esperar más que un desolador desenlace de la vida misma. Nada como el hambre aviva los sentidos para buscar la forma de combatirla, y cuando por fin se consigue vencer, aparecen las envidias de aquellos que no lo lograron, quizá porque la suerte les favoreció un poco menos o quizá porque siempre necesitaban un poco más de lo que les era posible conseguir. En estos casos la desesperanza siempre venía acompañada de ejemplos reales, fundados en dichos y costumbres que le daban fuerza, y así, cuando una oportunidad se perdía, no había que quejarse y se empezaba a luchar por la siguiente. Mi padre nos enseñó un dicho: «Después de la liebre ida no des palos al cubil, no sirve de nada»; con esta lección intentaba mostrarnos cómo era la venganza de los inútiles, pues de nada sirve pegar al cubil cuando la liebre se ha escapado, porque crees que con eso vas a cazarla; es como el que toma veneno creyendo que así va a matar a su enemigo.

Pero en la mayoría de los casos que conocí de primera mano, que no fueron pocos, diría que más que desesperanzas florecían las envidias entre los que no encontraban el medio para aplacar las necesidades mínimas que provocaban el hambre y el frío. En contraposición a ellos, podían considerarse héroes aquellos que lograban remediarlas con todo tipo de esfuerzos, pues la vida de estas personas estaba hecha de suspiros, de sollozos y de una fe inquebrantable en aquellos que daban un trabajo o regalaban un pedazo de pan aunque fuera por lástima. En todo caso, siempre está justificada cualquier situación que se puede crear cuando falta lo básico para consolar el llanto del niño que llora por hambre, o cuando no hay suficiente leña para encender la lumbre que ayuda a soportar las largas noches de invierno.

Este escena

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