Índice
El guardián de los arcanos
Prólogo
PRIMERA PARTE. El presente
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
SEGUNDA PARTE. Una semana después
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
TERCERA PARTE. Tres días después
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Glosario
Agradecimientos
Biografía
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
Prólogo
Templo de Jerusalén.
Agosto, año 70 de la Era Cristiana
Las cabezas volaron sobre la muralla del templo con un siseo, docenas de ellas, como una bandada de aves desmañadas, los ojos y la boca abiertos de par en par, con flecos de carne colgando del punto del cuello por donde se lo habían cercenado. Algunas cayeron en el Patio de las Mujeres; golpearon las losas ennegrecidas de hollín con un tamborileo rítmico, provocando que viejos y niños huyeran a la desbandada. Otras llegaron más lejos, pasaron sobre la puerta de Nicanor y aterrizaron en el Patio de Israel, donde diluviaron alrededor del gran Altar de los Holocaustos como gigantescas piedras de granizo. Unas pocas se estrellaron contra los muros y el techo del mismísimo Mishkan, el santuario situado en el corazón del complejo del templo, que dio la impresión de gemir y gruñir bajo el ataque, como víctima de un dolor físico.
—Miserables —gritó el niño con voz estrangulada, mientras lágrimas de desesperación se agolpaban en sus ojos azul zafiro—. ¡Malditos miserables romanos!
Desde el privilegiado lugar que ocupaba en lo alto de las murallas del templo, contempló la masa de legionarios que se movían como hormigas bajo él. Sus armas y sus corazas brillaban a la luz de los incendios. Sus gritos resonaban en la noche y se mezclaban con el silbido de las catapultas, el batir de los tambores, los chillidos de los agonizantes y, por encima de todo ello, el tronar sordo de los arietes, de modo que el niño tuvo la impresión de que el mundo se estaba partiendo en dos poco a poco.
—Ten piedad de mí, mi Señor —susurró, citando el salmo—, pues estoy angustiado. Mis ojos están devastados por el dolor, y también mi cuerpo y mi alma.
Durante seis meses, el cerco se había cerrado en torno a la ciudad hasta arrebatarle la vida. Desde sus posiciones iniciales en el monte de los Olivos y el monte Scopus, las cuatro legiones romanas, formadas por miles de soldados, habían avanzado de manera inexorable hacia el interior, derribando cada línea defensiva, repeliendo a los judíos, empujándolos hacia el centro. Habían muerto incontables defensores, aniquilados cuando intentaban contener los ataques, crucificados a lo largo de los muros de la ciudad y en todo el valle del Cedrón, donde se habían congregado tantos buitres que ocultaban el sol. El olor de la muerte lo dominaba todo: un hedor corrosivo y omnipresente que quemaba las ventanas de la nariz como una llama.
Nueve días antes había caído la fortaleza Antonia. Seis días después, los patios exteriores y las columnatas del recinto del templo. Ahora solo permanecía en pie la parte interior fortificada, donde se apretujaban como peces en un barril los que quedaban de la en otro tiempo orgullosa población: sucios, famélicos, forzados a comer ratas y cuero, y a beber su propia orina, tan grande era su sed. Aun así seguían luchando frenéticamente, sin esperanza, arrojando piedras y vigas de madera ardiendo contra los atacantes; en ocasiones hacían una salida para expulsar a los romanos de los patios exteriores y eran rechazados con pérdidas terribles. Los dos hermanos mayores del muchacho habían muerto en la última intentona, despedazados cuando intentaban derribar una máquina de asedio romana. Sus cabezas mutiladas bien podían contarse entre las que eran catapultadas sobre las murallas.
—Vivat Titus! Vincet Roma! Vivat Titus!
Las voces de los romanos ascendieron como una ola sonora, aclamando a su general, Tito, hijo del emperador Vespasiano. A lo largo de los parapetos, los defensores intentaron contrarrestar los cánticos, proclamando a voz en grito los nombres de sus líderes, Juan de Gischala y Simón Bar-Giora. No obstante, sus voces apenas se oían, porque tenían la boca seca y los pulmones, débiles: en todo caso, les costaba vitorear con entusiasmo a unos hombres que, según se rumoreaba, ya habían cerrado un trato con los romanos para salvar la vida. Se mantuvieron firmes medio minuto, y después sus voces se fueron apagando poco a poco.
El muchacho extrajo una piedra del bolsillo de su túnica y empezó a chuparla para intentar olvidar la sed. Se llamaba David y era hijo de Judá el vinatero. Antes de la gran revuelta, su familia poseía unos viñedos en las colinas con bancales de las afueras de Belén. Sus uvas de color rubí producían el vino más ligero y dulce jamás saboreado, como la luz del sol en una mañana de primavera, como la brisa fresca que soplaba en los bosquecillos de tamarindos. Cuando llegaba el verano, el muchacho ayudaba en la cosecha y pisaba las uvas; reía al sentir la fruta aplastada bajo sus pies, el zumo que manchaba de rojo sangre sus piernas. Ahora que habían destrozado las prensas de uva, quemado las viñas y matado a su familia, estaba solo en el mundo. Con doce años, ya se sentía embargado por el dolor de un hombre que le quintuplicara la edad.
—¡Ya vuelven! ¡Preparados! ¡Preparados!
El grito recorrió las murallas cuando una nueva oleada de legionarios se precipitó hacia los muros del templo, con escaleras sobre sus cabezas, de manera que, a la luz infernal de los incendios, dio la impresión de que docenas de ciempiés gigantes correteaban por el suelo. Una lluvia desesperada de piedras cayó sobre ellos; la ofensiva vaciló un momento antes de seguir adelante, llegar a las murallas y alzar las escaleras, cada una sujeta por dos hombres en el suelo, mientras una docena más utilizaban pértigas para izarlas y apoyarlas contra las murallas. Enjambres de soldados empezaron a trepar por ellas, cubriendo los costados del templo como una marea de tinta negra.
El muchacho escupió el guijarro, agarró una piedra de una pila que descansaba a sus pies, la colocó en su honda de cuero y se inclinó hacia las murallas, indiferente a la lluvia de flechas que lanzaban los asaltantes. A su lado, una mujer, una de las muchas que contribuían a la defensa de las murallas, se tambaleó hacia atrás, con la garganta atravesada por un pilum* con punta de arpón, mientras la sangre resbalaba entre sus manos. El muchacho no hizo caso y continuó examinando las hileras enemigas, hasta localizar a un legionario con la insignia de Apollinaris, la decimoquinta legión. Apretó los dientes y empezó a dar vueltas a la honda sobre su cabeza, con los ojos clavados en el objetivo.
Un círculo, dos, tres.
Alguien le agarró del brazo por detrás. Giró en redondo, lanzó hacia delante el puño libre y pataleó.
—¡Soy yo, David! Eleazar. ¡Eleazar el orfebre!
Había un hombre grande y barbudo detrás de él, con un pesado martillo de hierro encajado dentro del cinturón y la cabeza envuelta en un vendaje ensangrentado. El niño dejó de agitar los puños.
—¡Eleazar! Creía que eras un...
—¿Romano? —El hombre rió sin alegría y soltó el brazo del muchacho—. No huelo tan mal, ¿verdad?
—Habría alcanzado al legionario —le reprendió el muchacho—. Era un tiro fácil. ¡Le habría destrozado la cabeza a ese canalla!
El hombre rió de nuevo, esta vez con más entusiasmo.
—Estoy seguro. Todo el mundo sabe que David Bar-Judá es el mejor hondero del país. Pero ahora hay cosas más importantes.
Miró a su alrededor y bajó la voz.
—Matías te quiere ver.
—¡Matías! —Los ojos del niño se abrieron de par en par—. El sumo...
El hombre le tapó la boca con la mano y volvió a pasear la vista en derredor.
—¡Silencio! —masculló—. Hay cosas secretas... A Simón y Juan no les haría ninguna gracia saber que esto se ha hecho sin su consentimiento.
Una mirada de desconcierto apareció en los ojos del niño, pues ignoraba de qué estaba hablando el hombre. El orfebre no hizo el menor esfuerzo por explicarse, sino que se limitó a mirarle para comprobar que sus palabras habían surtido efecto, le tomó del brazo y le condujo por una estrecha escalera hasta el Patio de las Mujeres. La cantería resonó bajo sus pies debido a que los arietes estaban atacando las puertas del templo con renovados bríos.
—Deprisa —le apremió—. Las murallas no resistirán mucho tiempo.
Cruzaron el patio a toda velocidad, esquivando las cabezas diseminadas sobre las losas, mientras las flechas caían a su alrededor. Al llegar al otro lado subieron los quince escalones que conducían a la puerta de Nicanor y entraron en un segundo espacio, donde multitudes de kohenim estaban celebrando frenéticos sacrificios en el gran Altar de los Holocaustos, con las túnicas sucias de hollín. Sus voces atronadoras casi lograban apagar el fragor de la batalla.
Oh, Dios, Tú que nos has rechazado, roto nuestras defensas;
Tú que estás enojado,
¡ten piedad de nosotros!
Tú que has hecho temblar la tierra, que la has desgarrado,
¡cierra sus grietas, pues se tambalea!
Cruzaron también este patio y subieron los doce escalones que daban acceso al soportal del Mishkan. Su enorme fachada se erguía ante ellos como un risco, cien codos de altura con una magnífica enredadera labrada en oro puro. Eleazar paró y se acuclilló ante el chico para que sus ojos estuvieran a la misma altura.
—No puedo pasar de aquí. Solo los kohenim y el sumo sacerdote pueden entrar en el santuario.
—¿Y yo?
La voz del muchacho era vacilante.
—Tú tienes permiso. En este momento, ante esta calamidad. Así lo ha dicho Matías. El Señor lo comprenderá.
Posó las manos sobre los hombros del niño y le dio un apretón.
—No temas, David. Tu corazón es puro. No sufrirás mal alguno.
Escudriñó los ojos del niño y después le empujó hacia el gran portal, con sus columnas de plata gemelas y la cortina bordada de seda roja, azul y púrpura.
—Ve. Que Dios sea contigo.
El chico miró al orfebre, una enorme figura recortada contra el cielo flamígero, se volvió, apartó a un lado la cortina y entró en una sala larga adornada con columnas, con el suelo de mármol pulido y un techo tan alto que se perdía en las sombras. El lugar era fresco y silencioso, y una fragancia dulzona y embriagadora impregnaba el aire. La batalla dio la impresión de desvanecerse, como si ocurriera en otro mundo.
—Shema Yisrael, adonai elohenu, adonai ehud —susurró—. Escucha, oh, Israel, el Señor es nuestro Dios, y solo hay un Señor.
Hizo una pausa, sobrecogido. Después caminó despacio hacia el fondo de la sala. Sus pies no despertaron ningún sonido en el suelo de mármol. Ante él se alzaban los sagrados objetos del templo, la mesa del pan de proposición, el altar dorado del incienso, la gran Menorah de siete brazos, y detrás de todo ello un diáfano velo de seda, la entrada al debir, el sanctasanctórum, donde ningún hombre podía entrar salvo el sumo sacerdote, y tan solo una vez al año, el Día de la Expiación.
—Bienvenido, David —dijo una voz—. Te estaba esperando.
Matías, el sumo sacerdote, salió de las sombras a la izquierda del muchacho. Llevaba una vestidura azul cielo ceñida con un mandil rojo y dorado, una delgada diadema en la cabeza y sobre el pecho el efod, el pectoral sagrado, con sus doce piedras preciosas, cada una de las cuales representa a una tribu de Israel. Tenía profundas arrugas en la cara y la barba blanca.
—Por fin nos conocemos, hijo de Judá —dijo sin alzar la voz, al tiempo que se acercaba al muchacho y le miraba, el movimiento acompañado por el tintineo de las docenas de campanillas cosidas alrededor del dobladillo de la vestidura—. Eleazar el orfebre me ha hablado mucho de ti. De todos los que defienden los santos lugares, dice, tú eres de los más osados. Y el de más confianza. Como el David de los viejos tiempos. Eso dice él.
Miró al muchacho, le cogió de la mano y le condujo hacia el fondo de la sala, donde se detuvieron ante la Menorah dorada, con sus brazos curvos y el tallo ornamentado, hecha en un solo bloque de oro puro siguiendo un diseño del Todopoderoso. El muchacho contempló sobrecogido sus lamparillas parpadeantes, con los ojos brillando como agua bañada por el sol.
—Es hermosa, ¿verdad? —dijo el anciano al reparar en el asombro que expresaba el rostro del chico, y apoyó una mano sobre su hombro—. No existe ningún objeto en la tierra más sagrado para nosotros, más preciado para nuestro pueblo, pues la luz de la sagrada Menorah es la luz del propio Dios. Si alguna vez la perdiéramos...
Suspiró y se tocó el pectoral.
—Eleazar es un buen hombre —añadió, como si se le hubiera ocurrido de repente—. Un segundo Bezalel.
Durante un largo momento siguieron en silencio, contemplando el gran candelabro. Su resplandor los rodeaba y envolvía. Después, el sumo sacerdote asintió con la cabeza y se volvió hacia el niño.
—Hoy el Señor ha decretado que su sagrado templo caerá —dijo en voz baja—. Como ocurrió antes, tal día como hoy, el Tish B’Av, hace más de seiscientos años, cuando los babilonios acabaron con la casa de Salomón. Las piedras sagradas se convertirán en polvo, las vigas del techo quedarán reducidas a astillas y nuestro pueblo será empujado al exilio y se dispersará a los cuatro vientos.
Escudriñó los ojos del chico.
—Solo nos queda una esperanza, David, solo una. Un secreto, un gran secreto, que solo conocemos unos pocos. Ahora, en esta hora final, tú también lo conocerás.
Se inclinó hacia el chico, bajó la voz y habló con rapidez, como temeroso de que alguien le oyera, aunque estaban solos. Los ojos del muchacho se abrieron de par en par mientras escuchaba, paseando la vista entre el suelo y la Menorah, con los hombros temblorosos. Cuando el sacerdote terminó, se enderezó y retrocedió un paso.
—¿Entiendes? —dijo, y una pálida sonrisa se insinuó en sus labios—. Aun en la derrota habrá victoria. Aun en la oscuridad habrá luz.
El chico no dijo nada, desgarrado entre el asombro y la incredulidad. El sacerdote le acarició el pelo.
—Ya ha salido de la ciudad, más allá de las empalizadas romanas. Ahora ha de abandonar esta tierra, pues nuestro final se acerca y ya no podemos garantizar su seguridad. Todo ha sido planificado. Solo queda una cosa, y es nombrar a un guardián, el que llevará el objeto hasta su destino final, donde deberá aguardar hasta que lleguen tiempos mejores. Se te ha encomendado esta tarea, David hijo de Judá. ¿Aceptarás la responsabilidad?
El niño sintió que su mirada se alzaba hacia el sacerdote, como si cuerdas invisibles tiraran de ella. Los ojos del anciano eran grises, pero con una extraña luminosidad hipnótica al fondo de ellos, como nubes que flotaran en un inmenso cielo despejado. Intuyó una enorme carga en su interior, pero también cierta levedad, como si estuviera volando.
—¿Qué debo hacer? —preguntó con voz ronca.
El anciano le miró, escudriñó su rostro, estudió sus facciones como si fueran palabras de un libro. Después asintió, introdujo la mano en la vestidura y sacó un rollo de pergamino que entregó al chico.
—Esto te guiará —dijo—. Haz lo que dice y todo saldrá bien.
Tomó la cara del niño entre sus manos.
—Eres nuestra última esperanza, David hijo de Judá. Solo contigo la llama arderá. No cuentes este secreto a nadie. Defiéndelo con tu vida. Transmítelo a tus hijos, y a los hijos de tus hijos, y a sus hijos después, hasta que llegue el día de la revelación.
El niño le miró.
—Pero ¿cuándo, maestro? —susurró—. ¿Cómo sabré que ha llegado el momento?
El sacerdote sostuvo su mirada un momento más, luego se enderezó y se volvió hacia la Menorah. Contempló las lamparillas parpadeantes, y sus ojos se cerraron poco a poco, como si hubiera caído en trance. El silencio se espesó a su alrededor. Dio la impresión de que las gemas de su pectoral ardían con una luz interior.
—Tres señales te guiarán —dijo con voz repentinamente distante, como si estuviera hablando desde una gran altura—. La primera, el menor de los doce vendrá con un halcón en la mano; la segunda, un hijo de Ismael y un hijo de Isaac entrarán como amigos en la Casa de Dios; la tercera, el león y el pastor serán uno, y una lámpara colgará de su cuello. Cuando estas cosas ocurran, habrá llegado el momento.
Pareció que, delante de ellos, el velo del sanctasanctórum se agitaba un poco, y el muchacho sintió que una brisa fresca le acariciaba la cara. Tuvo la impresión de que voces extrañas resonaban en sus oídos, notó un hormigueo en la piel, percibió un olor peculiar, húmedo e intenso, como el mismísimo Tiempo, si el Tiempo oliera. Duró apenas un momento; de repente, se oyó un gran estrépito en el exterior, junto al grito de un millar de voces preñadas de terror y desesperación. El sacerdote abrió los ojos al instante.
—Es el fin —dijo—. ¡Repíteme las señales!
El niño obedeció, tartamudeando. El anciano le obligó a repetirlas dos veces más, hasta quedar satisfecho. El fragor de la batalla estaba penetrando en el santuario como una inundación: chillidos de dolor, el ruido metálico de las armas, el estruendo de los escombros al caer. Matías atravesó corriendo la sala, se asomó a la entrada y volvió a retroceder.
—¡Han atravesado la puerta de Nicanor! —gritó—. No puedes volver por ahí. ¡Ven a ayudarme!
Aferró el tallo de la Menorah y empezó a tirar hasta que se movió. El chico le ayudó, y ambos la movieron un metro a la izquierda, hasta dejar al descubierto una losa de mármol cuadrada con dos asas. El sacerdote las agarró y alzó la losa; quedó a la vista una cavidad oscura, en cuyo interior descendía hacia las tinieblas una estrecha escalera de piedra.
—El templo posee muchos pasadizos secretos —dijo, al tiempo que tomaba al niño del brazo y le guiaba hacia la abertura—. Y este es el más secreto de todos. Baja por la escalera y sigue el túnel. No te desvíes ni a la izquierda ni a la derecha. Te conducirá lejos de la ciudad, al sur, mucho más allá de las empalizadas romanas.
—Pero ¿qué hay de...?
—¡No hay tiempo! ¡Márchate! Eres la única esperanza de nuestro pueblo. Te pongo por nombre Shomer Ha-Or. Acepta este nombre. Consérvalo. Llévalo con orgullo. Transmítelo. Dios te protegerá. Y también te juzgará.
Se inclinó y besó al niño en cada mejilla; después apoyó las manos sobre su cabeza y le empujó hacia abajo. Encajó la losa de mármol en la abertura, aferró la Menorah y la arrastró sobre el suelo, gruñendo a causa del esfuerzo. Apenas había tenido tiempo de colocarla en su sitio cuando sonaron gritos al final de la sala y se oyó el estrépito metálico de las espadas al entrechocar. Eleazar el orfebre se tambaleó hacia atrás, con un brazo caído al costado y un muñón sanguinolento donde había tenido la mano, mientras con la otra sujetaba el martillo, que hacía remolinear como enloquecido ante la muralla de legionarios que le acosaban. Por un momento, consiguió mantenerlos a raya. Después se abalanzaron sobre él con un rugido y cayó al suelo, donde le cercenaron los miembros y pisotearon su cuerpo.
—¡Yahvé! —chilló—. ¡Yahvé!
El sumo sacerdote contempló la escena con semblante inexpresivo, dio media vuelta, tomó un puñado de incienso y lo arrojó a los carbones del altar dorado. Una nube de vapor perfumado ascendió hacia el techo. Oyó que los romanos se acercaban por detrás; sus botas con suela de hierro repiquetearon sobre el suelo y el ruido metálico de sus armaduras despertó ecos en las paredes.
—El Señor se ha convertido en nuestro enemigo —susurró, repitiendo las palabras del profeta Jeremías—. Ha destruido a Israel. Ha destruido todos sus palacios, reducido a escombros sus fortalezas.
Los romanos se habían detenido detrás de él. Cerró los ojos. Se oyeron risas y el siseo de una espada que se alzaba en el aire. Por un momento, dio la impresión de que el tiempo se detenía. Después, la espada descendió, se clavó entre los omóplatos del sumo sacerdote y atravesó su cuerpo. Se tambaleó hacia delante y cayó de rodillas.
—¡Que descanse en Babilonia! —Tosió y brotó sangre por las comisuras de su boca—. En Babilonia, en la casa de Abner.
Inmediatamente cayó de bruces al pie de la gran Menorah, muerto. Los legionarios apartaron a patadas su cadáver, cargaron a hombros los tesoros del templo y los sacaron del santuario.
—Vicerunt romani! Victi iudaei! Vivat Titus! —gritaron—. ¡Los romanos han vencido! ¡Los judíos han sido derrotados! ¡Viva Tito!
Sur de Alemania, diciembre de 1944
Yitzhak Edelstein se ciñó al cuerpo su uniforme de trabajo a rayas y se sopló en las manos, amoratadas a causa del frío. Se inclinó para atisbar por la parte posterior del camión, pero poco logró ver tras el faldón de lona, aparte del asfalto húmedo, troncos de árboles y el parachoques del camión que estaba detrás. Se volvió y apretó la cara contra un desgarrón lateral de la lona; vislumbró pendientes empinadas cubiertas de árboles, blancas de nieve, antes de que la culata de un fusil le golpeara el tobillo.
—Mira al frente. Estate quieto.
Se enderezó y clavó la vista en sus pies sin calcetines embutidos en botas destrozadas, escasa protección contra el frío del invierno. A su lado, el rabino se puso a toser de nuevo, y su cuerpo frágil tembló como si alguien lo estuviera sacudiendo. Yitzhak tomó las manos del anciano entre las suyas y las frotó con la intención de proporcionarle un poco de calor.
—Déjalo —ordenó el guardia.
—Pero es que...
—¿Estás sordo? He dicho que pares.
Apuntó a Yitzhak con el fusil. El anciano retiró las manos.
—No te preocupes por mí, mi joven amigo. —Volvió a toser—. Los rabinos somos mucho más duros de lo que imaginas.
Sonrió débilmente y se sumieron en el silencio, con la vista fija en el suelo, entrechocando cuando el camión tomaba las curvas.
Eran seis, sin contar a los guardias: cuatro judíos, un homosexual y un comunista. Los habían sacado del campo y obligado a subir al camión al amanecer; desde entonces no habían parado de viajar, en dirección sudeste, creía Yitzhak, aunque no estaba seguro. Al principio, el terreno había sido liso y húmedo, y la carretera recta. Sin embargo, durante la última hora, habían ido ascendiendo por un camino sinuoso, y los pastos y bosques se habían ido cubriendo de nieve. Los seguía otro camión, con un conductor y otro hombre en la cabina. No había prisioneros en la parte de atrás, creía Yitzhak.
Se pasó la mano por la cabeza afeitada (ni siquiera después de cuatro años se había acostumbrado al tacto), entrelazó los dedos entre las piernas y hundió los hombros. Dejó vagar sus pensamientos, para combatir el frío y el hambre con imágenes de tiempos mejores. Cenas familiares en su casa de Dresde. Estudios de Mishná en la vieja yeshiva. La alegría de los días santos, sobre todo Hannukah, la festividad de las luces, su favorita de todas las fiestas conmemorativas. Y, por supuesto, Rivka, la hermosa Rivka, su hermana pequeña.
«Yitzi, schmitzy, itzy bitzy! —cantaba mientras le daba un capirotazo en la barba y tiraba de las borlas de su tallit katan—. Yitzi, witzy, mitzy, ditzy!»
¡Qué simpática estaba con su pelo negro como el carbón alborotado y los ojos llameantes! ¡Qué terca y traviesa era!
«¡Cerdos! —había gritado cuando sacaron a su padre a la calle y le cortaron los tirabuzones de las patillas—. ¡Sucios cerdos!» Por lo cual le habían arrancado el pelo a puñados, empujado contra una pared y acabado con su vida a tiros. Trece años, y tan bonita. Pobre Rivka. Pobre pequeña Rivka.
El camión pisó una rodada y traqueteó con violencia, lo que le devolvió al presente. Vio por la parte de atrás que estaban atravesando una población grande. Estiró el cuello y, a través del desgarrón de la lona, vio un letrero junto a la carretera: Berchtesgaden. El nombre le sonaba vagamente, pero no pudo identificarlo.
—Mira al frente —gruñó el guardia—. No te lo volveré a repetir.
Siguieron viajando durante media hora más por una carretera cada vez más empinada y de curvas más cerradas, hasta que el camión de atrás tocó la bocina y se detuvieron.
—¡Fuera! —gritaron los guardias al tiempo que los golpeaban con los fusiles.
Cuando bajaron del vehículo, les salió vapor de la boca. Estaban en medio de un espeso bosque de pinos, junto a un edificio antiguo de ventanas sin vidrios y techo hundido. Muy abajo, entre ramas cargadas de nieve, se veían manchas de hierba verde y algunas casas diseminadas, pequeñas como juguetes, de cuyas chimeneas escapaban columnas de humo. Arriba, las abruptas laderas arboladas desaparecían en un manto de niebla y nubes, en cuyo interior una oscuridad más pronunciada insinuaba altas montañas. Reinaba el silencio y hacía mucho frío. Yitzhak pateó el suelo para impedir que los pies se le entumecieran.
El segundo camión había aparcado detrás del suyo. El hombre que ocupaba el asiento del acompañante, vestido con una chaqueta de cuero de cuello alto, y que parecía llevar la voz cantante, se asomó por la ventanilla y dijo algo a uno de los guardias, al tiempo que hacía un ademán.
—Muy bien —gritó el guardia—. Venid aquí.
Los condujeron a la parte posterior del segundo camión. Levantaron el faldón de lona y dejaron al descubierto una enorme caja de madera.
—¡Sacadla! ¡Vamos! ¡Daos prisa!
Yitzhak y el comunista, un hombre demacrado de mediana edad, con un triángulo rojo cosido en la pernera de sus pantalones (Yitzhak llevaba un triángulo amarillo rematado por uno verde, lo cual quería decir «delincuente judío»), subieron al camión y agarraron los lados de la caja. Pesaba mucho, y tuvieron que arrastrarla por el suelo metálico hasta la compuerta posterior. Los otros la sujetaron desde fuera y la depositaron despacio sobre la carretera helada.
—¡No, no, no! —gritó el hombre de la chaqueta—. Que la lleven allí. —Señaló al otro lado del edificio, donde un camino de nieve virgen se internaba entre los árboles. Era una especie de pista forestal—. ¡Y que vayan con cuidado!
Los prisioneros se miraron entre sí, para comunicarse en silencio su miedo y agotamiento; se situaron uno en cada esquina y dos en el centro y luego se agacharon y levantaron de nuevo la caja, gruñendo a causa del esfuerzo.
—Esto tiene mala pinta —murmuró el comunista—. Esto tiene muy mala pinta.
Se adentraron en el bosque y se hundieron en la nieve hasta los tobillos. Los guardias y el hombre de la chaqueta los siguieron, aunque Yitzhak no se atrevió a mirar atrás por temor a perder el equilibrio. Delante de él, el rabino tosía con violencia.
—Deje que cargue con un poco del peso —susurró Yitzhak—. Soy fuerte. A mí no me cuesta.
—Eres un mentiroso, Yitzhak —dijo el viejo con voz ronca—. Y muy malo.
—¡Silencio! —gritó uno de los guardias desde atrás—. No habléis.
Siguieron avanzando a duras penas entre gruñidos, con la piel abrasada por el frío. El camino, que al principio ascendía suavemente siguiendo un pliegue del terreno, se volvió más abrupto mientras serpenteaba entre los árboles y la nieve era cada vez más profunda. En un tramo muy empinado, el homosexual perdió pie y se tambaleó, de modo que la caja se deslizó hacia delante y se estrelló contra el tronco de un árbol. La esquina superior izquierda se astilló.
—¡Idiota! —gritó el hombre de la chaqueta de cuero—. ¡Levantadle!
Los guardias pusieron al hombre en pie y le obligaron a apoyar la caja sobre sus hombros.
—Mi zapato —suplicó, al tiempo que indicaba la bota izquierda, que se había soltado y estaba medio enterrada en la nieve. Los guardias rieron, dieron una patada a la bota y les ordenaron que continuaran.
—Que Dios le ayude —susurró el rabino—. Que Dios ayude al pobre muchacho.
Continuaron la ascensión, entre jadeos y gruñidos. Cada paso que daban parecía arrebatarles un poco más de vida, hasta que al fin, en un momento en que Yitzhak pensaba que iba a derrumbarse y morir, el camino se aplanó y dejó atrás los árboles para entrar en lo que parecía una cantera abandonada, excavada en la ladera de la colina. En ese instante las nubes se abrieron y revelaron una gigantesca montaña que se alzaba ante ellos; muy lejos, a la derecha, había un pequeño edificio encaramado en el borde de un risco. La visión duró apenas unos segundos y volvió a desaparecer tras una espesa cortina de niebla, con tal rapidez que Yitzhak se preguntó si lo habría imaginado a causa del agotamiento y la desesperación.
—Allí —gritó el hombre de la chaqueta de cuero—. ¡Al interior de la mina!
Al fondo de la cantera se elevaba una pared vertical, en el centro de la cual se abría una puerta, ancha y negra, como una boca gritando. Se encaminaron hacia ella dando tumbos; dejaron atrás montones de rocas cubiertos de nieve y escoria, un torno roto, un carro volcado con una sola rueda, oxidada, y avanzaron con cautela por el terreno irregular. Cuando llegaron a la abertura, Yitzhak reparó en las palabras glück auf grabadas toscamente en la roca sobre el dintel; al lado, garabateada con pintura blanca, de un tamaño aproximado de medio pulgar, la leyenda sw16.
—¡Adentro! ¡Llevadla dentro!
Obedecieron, doblaron rodillas y espaldas para que la caja no chocara con el bajo techo. Un guardia sacó una linterna y la apuntó a la oscuridad; la luz reveló un largo corredor que se adentraba en la ladera, sostenido a intervalos regulares por puntales de madera. Raíles de hierro corrían por el suelo de piedra, las paredes eran ásperas e irregulares, cortadas en la roca gris desnuda, con gruesas venas de cristal rosa anaranjado que estallaban en la piedra como rayos en un cielo oscuro. Había herramientas diseminadas por el suelo (una lámpara de aceite oxidada, una cabeza de hacha, un viejo cubo de hojalata), que daban al lugar una siniestra apariencia de abandono.
Avanzaron unos cincuenta metros, hasta el punto donde se bifurcaban los raíles: una vía seguía recta y la otra se desviaba a la derecha, hasta entrar en otro túnel que corría perpendicular al pozo principal y contra cuyas paredes se alineaban pilas de cajas. Había una carreta cerca de la entrada, sobre la que les ordenaron que depositaran su carga.
—Ya está —dijo una voz en la oscuridad, a su espalda—. Fuera. ¡Que salgan!
Volvieron sobre sus pasos, con la respiración entrecortada, aliviados de que su odisea hubiera terminado. Un judío sostenía al homosexual, cuyo pie descalzo se había teñido de negro. Oyeron una conversación sostenida en voz baja a su espalda, y después salieron los guardias. El hombre de la chaqueta de cuero se quedó en el interior de la mina.
—Id hacia allí —ordenó un guardia cuando salieron al aire libre—. Paraos junto a ese montón de rocas.
Obedecieron y dieron media vuelta. Los guardias les apuntaron con sus fusiles.
—Oy vey —susurró Yitzhak cuando comprendió lo que iba a pasar—. Oh, Dios.
Los guardias rieron y el sonido de los disparos rompió el silencio invernal.
PRIMERA PARTE
El presente
1
Valle de los Reyes, Luxor, Egipto
—¿Volveremos pronto a casa, papá? Ponen Alim al-Simsin en la tele.
El inspector Yusuf Ezz el-Din Jalifa aplastó el cigarrillo y suspiró. Miró a su hijo Ali, que estaba a su lado hurgándose la nariz. El policía, un hombre delgado y nervudo, de pómulos pronunciados, pelo cepillado con pulcritud y grandes ojos brillantes, proyectaba un aura de serena fuerza teñida de humor: un hombre serio al que le gusta reír.
—No tienes cada día la suerte de conseguir una visita privada al yacimiento arqueológico más importante de Egipto, Ali —le reprendió.
—Pero ya había venido con el colegio —gruñó su hijo—. Dos veces. La señora Wadud nos lo enseñó todo.
—Apuesto a que no os enseñó la tumba de Ramsés II que hemos visto hoy, además de Yuya y Tjuyu —dijo Jalifa.
—En esa no había nada —protestó Ali—. Solo montones de murciélagos y vendas viejas.
—Ha sido una suerte que nos dejaran entrar —insistió su padre—. No se ha abierto al público desde que fue descubierta, en 1905. Para tu información, esas viejas vendas eran las que envolvían a la momia, tal como las dejaron los ladrones de tumbas en tiempos antiguos, después de arrancarlas de los cuerpos.
El niño levantó la vista, sin sacarse el dedo de la nariz, con un brillo de interés en los ojos.
—¿Por qué lo hicieron?
—Bien —explicó Jalifa—, cuando los sacerdotes envolvían las momias, metían joyas y amuletos preciosos entre los vendajes, y los ladrones intentaban apoderarse de ellos.
El rostro del niño se iluminó.
—¿Y también les sacaban los ojos?
—No, que yo sepa. —Jalifa sonrió—. Aunque a veces les rompían un dedo o una mano. Justo lo que voy a hacer contigo si no dejas de meterte el dedo en la nariz.
Agarró la muñeca de su hijo y fingió que iba a romperle los dedos. Ali se revolvió y luchó riendo a carcajadas.
—¡Soy más fuerte que tú, papá! —gritó.
—No lo creo —dijo Jalifa, al tiempo que agarraba al niño por la cintura y lo ponía cabeza abajo—. No creo que seas ni la mitad de fuerte.
Se encontraban en el Valle de los Reyes, cerca de la entrada de la tumba de Ramsés VI. Atardecía, y la muchedumbre de turistas que habían invadido el valle durante casi todo el día había desaparecido, de manera que el valle estaba siniestramente vacío. Cerca, un grupo de obreros se dedicaba a sacar escombros de una zanja de excavación, mientras canturreaban sin afinar y tiraban pedazos de piedra caliza en cubos de goma. Más abajo del valle, un grupo de turistas estaba entrando en la tumba de Ramsés IX. Por lo demás, el valle se hallaría desierto si no fuera por algunos policías encargados de la protección de los turistas, Ahmed el basurero y, en las pendientes que dominaban el valle, acuclillados en la escasa sombra que podían encontrar, un vendedor de postales y otro de refrescos, a la espera de atraer a algún cliente tardío.
—Te diré lo que vamos a hacer. —Jalifa bajó a su hijo y le alborotó el pelo—. Echaremos un rápido vistazo a Amenhotep III y daremos por terminado el día. ¿Qué te parece? Sería una grosería irnos ahora, después de que Said se ha tomado tantas molestias para encontrar la llave.
En aquel momento se oyó un grito desde la oficina del inspector, situada a unos cincuenta metros, y una figura alta y desgarbada corrió hacia ellos.
—¡La tengo! —gritó la figura, al tiempo que agitaba una llave—. Estaba colgada en otro gancho.
Said Ibn Bassat (a quien todos llamaban Pelirrojo por el color de su pelo) era un viejo amigo de Jalifa. Se habían conocido años antes, en la Universidad de El Cairo, donde ambos estudiaban historia antigua. Problemas económicos habían obligado a Jalifa a abandonar sus estudios e ingresar en la policía. Said, por su parte, había terminado el curso, después se licenció con sobresaliente y encontró un empleo en el Servicio de Antigüedades, donde había ascendido al cargo de subdirector del Valle de los Reyes. Aunque nunca lo había reconocido, era la vida que Jalifa habría elegido si la necesidad no le hubiera empujado en otra dirección. Amaba el pasado antiguo y habría hecho cualquier cosa por poder dedicar su tiempo a trabajar con sus restos. No guardaba el menor rencor a su amigo, por supuesto. Además, Pelirrojo no tenía familia como él, algo a lo que no habría renunciado ni por todos los monumentos de Egipto.
Los tres empezaron a ascender por el valle. Dejaron atrás las tumbas de Ramsés III y Horemheb, antes de desviarse a la derecha y seguir un sendero que conducía a la puerta de la tumba de Amenhotep II, situada al pie de una escalinata y protegida con una pesada puerta de hierro. Pelirrojo empezó a forcejear con el candado.
—¿Cuánto tiempo estará cerrada? —preguntó Jalifa.
—Otro mes o así. La restauración está casi terminada.
Ali pasó entre ellos de puntillas y miró a través de una reja la oscuridad que se extendía al otro lado.
—¿Hay algún tesoro?
—Me temo que no —respondió Pelirrojo. Apartó al niño y abrió la puerta—. Lo saquearon todo en los tiempos antiguos.
Accionó un interruptor y se encendieron las luces, que iluminaron un largo y empinado pasillo excavado en la roca. En las paredes y el techo aún se veían las señales de antiguos cinceles. Ali las miró.
—¿Sabéis lo que habría hecho de ser rey de Egipto? —gritó, y su voz resonó en los confines de la tumba—. Habría hecho construir una cámara secreta para esconder mi tesoro, y otra habitación con algunos tesoros para engañar a los ladrones. Como el hombre del que me hablaste, papá. El horrible Orangután.
—Hor-anj-amun —le corrigió Jalifa, sonriente.
—Sí, eso, y pondría trampas explosivas para sorprender a los ladrones. Y después los metería en la cárcel.
—Qué suerte tendrían —comentó Pelirrojo entre risas—. El castigo habitual reservado a los ladrones de tumbas en el antiguo Egipto era cortarles la nariz y enviarlos a las minas de sal de Libia. Eso, o empalarlos.
Guiñó un ojo a Jalifa, y los dos hombres siguieron a Ali entre risitas. Apenas habían recorrido unos pocos metros cuando oyeron pasos presurosos a su espalda. Un hombre con chilaba apareció en la entrada de la tumba, casi sin aliento, una figura recortada en el rectángulo brillante del cielo de la tarde.
—¿Está aquí el inspector Jalifa? —preguntó, jadeante.
El detective miró a su amigo y después se acercó a la entrada.
—Soy yo.
—Ha de ir enseguida... al otro lado... Han encontrado...
El hombre hizo una pausa, mientras intentaba recuperar el aliento.
—¿Qué? —preguntó Jalifa—. ¿Qué han encontrado?
El hombre le miró con ojos desorbitados.
—¡Un cadáver!
La voz de Ali llegó flotando hasta ellos.
—¡Qué guay! ¿Puedo ir yo también, papá?
Habían descubierto el cuerpo en Malqata, un yacimiento arqueológico situado en el extremo sur del macizo tebano, en otro tiempo palacio del faraón Amenhotep III, ahora una desolada extensión de ruinas azotadas por el viento que solo visitaban los egiptólogos más empedernidos. Un polvoriento Daewoo de la policía esperaba a Jalifa ante la oficina del valle. Dejó a su hijo con Pelirrojo, que prometió acompañarle a casa, subió al asiento del pasajero y el coche se puso en marcha, mientras los gritos de protesta de Ali resonaban a su espalda.
—¡No quiero ir a casa, papá! ¡Quiero ver el cadáver!
Tardaron veinte minutos en llegar al yacimiento. El conductor de la policía, un joven hosco con pecas en la cara y dientes en mal estado, no dejó de pisar el acelerador mientras descendía serpenteando entre las colinas hasta la llanura del Nilo, y luego se desviaba al sur a lo largo del borde del macizo. Jalifa miraba por la ventanilla los campos de caña de azúcar y molochia, mientras fumaba un Cleopatra y oía en el baqueteado estéreo del coche, sin prestar mucha atención, un reportaje sobre la espiral de violencia entre israelíes y palestinos: otro atentado suicida, otra venganza israelí, más muerte y desdicha.
—Habrá guerra —dijo el chófer.
—Ya hay guerra. —Jalifa suspiró. Dio una última calada al cigarrillo y lo tiró por la ventanilla—. Desde hace cincuenta años.
El chófer cogió un paquete de chicles que había sobre el salpicadero, se metió dos en la boca y masticó vigorosamente.
—¿Cree que habrá paz alguna vez?
—No, tal como van las cosas. Cuidado con el carro.
El conductor esquivó un carro tirado por un asno, cargado con caña de azúcar, y frenó a continuación justo a tiempo de evitar una colisión frontal con un autocar de turistas.
—Que Alá me proteja —murmuró el detective, aferrado al salpicadero—. Que Alá tenga misericordia.
Dejaron atrás Deir el-Bahri, el Rammasseum y los restos dispersos del templo mortuorio de Merenptah, hasta llegar a un punto en el que la carretera se bifurcaba. Un ramal giraba hacia el este, en dirección al Nilo, y el otro al oeste, hacia el antiguo pueblo obrero de Deir el-Medina y el Valle de las Reinas. Siguieron recto y pasaron del pavimento liso a una pista polvorienta que los condujo hasta el gran templo de Medinet Habu y luego a una extensión ondulante de desierto salpicado de rocas, cuya superficie estaba cubierta de basura y manojos de espinos. Continuaron un par de kilómetros más, entre sacudidas y giros bruscos, pasando de vez en cuando ante las ruinas de antiguas paredes de ladrillo de barro, marrones e informes como chocolate fundido, antes de parar junto a cuatro coches de la policía y una ambulancia, aparcados al lado de una torre de telefonía oxidada; más allá vieron un quinto coche, un Mercedes azul cubierto de polvo, algo apartado. Jalifa bajó.
—No sé por qué no se compra un móvil —gruñó Mohammed Sariya, el ayudante de Jalifa, que se alejó de un grupo de paramédicos y salió a su encuentro—. Nos ha costado más de una hora localizarle.
—Durante ese tiempo he tenido el placer de visitar dos de las tumbas más interesantes del Wadi Biban el-Muluk —repuso Jalifa—. Una excelente razón para no tenerlo. Además, los móviles producen cáncer. —Sacó los cigarrillos y encendió uno—. ¿Qué tenemos?
Sariya meneó la cabeza de manera exagerada.
—Un cadáver —dijo—. Varón. Caucásico. Se llama Jansen. Piet Jansen.
Buscó en el bolsillo de la chaqueta y extrajo una bolsa de plástico que contenía un gastado billetero de piel, el cual entregó a Jalifa.
—Nacionalidad egipcia —dijo—, aunque nadie lo diría por el nombre. Era propietario de un hotel en Gezira. El Menna-Ra.
—¿Junto al lago? Sí, lo conozco.
Jalifa sacó la cartera de la bolsa y examinó su contenido. Se fijó en el carnet de identidad egipcio.
—Nacido en 1925. ¿Estás seguro de que no murió de viejo?
—Sí, a juzgar por el estado del cuerpo —contestó Sariya.
El detective extrajo una tarjeta de crédito del Banco Egipcio y un fajo de billetes de veinte libras egipcias. En un bolsillo lateral encontró la tarjeta de miembro de la Sociedad Egipcia de Horticultura, y detrás, una foto arrugada en blanco y negro de un enorme perro lobo de aspecto feroz. En el dorso había escrito a lápiz «Arminius, 1930», aunque era casi ilegible. Lo miró un momento, pues el nombre le sonaba, aunque era incapaz de identificarlo. Puso la tarjeta en su sitio, devolvió el billetero a la bolsa y miró a su ayudante.
—¿Has informado a la familia?
—No tiene parientes vivos —dijo Sariya—. Nos hemos puesto en contacto con el hotel.
—¿Era suyo el Mercedes?
Sariya asintió.
—Encontramos las llaves en su bolsillo.
Sacó otra bolsa, la cual contenía un llavero de proporciones gigantescas.
—Lo hemos registrado. Dentro no había nada especial.
Se acercaron al Mercedes y miraron a través de la ventanilla. El interior (tapizado con piel agrietada, salpicadero de nogal pulido, ambientador colgado del retrovisor) estaba vacío, salvo un al-Ahram de dos días antes en el asiento del acompañante y, en el suelo de la parte de atrás, una cámara Nikkon que parecía cara.
—¿Quién lo encontró? —preguntó Jalifa.
—Una chica francesa. Estaba tomando fotos entre las ruinas y topó con el cuerpo por casualidad. —Sariya abrió su libreta y la examinó—. Claudia Champollion —leyó, con un esfuerzo por intentar pronunciar las vocales poco familiares—. Veintinueve años. Arqueóloga. Se aloja allí.
Movió la cabeza en dirección al complejo arbolado que había más abajo, rodeado por un muro de ladrillos de barro. La sede de la misión francesa arqueológica en Tebas.
—Supongo que no tendrá ninguna relación con Champollion, ¿verdad? —dijo Jalifa.
—¿Ummm?
—Jean-François Champollion.
Sariya le miró desconcertado.
—El hombre que descifró los jeroglíficos. —Jalifa suspiró con fingida exasperación—. Dios Todopoderoso, Mohammed, ¿no sabes nada de la historia de este país?
Su ayudante se encogió de hombros.
—Era muy atractiva, eso sí que lo sé. Grandes... Ya sabe... —Hizo un gesto con las manos—. Firmes.
Jalifa meneó la cabeza y dio una calada al cigarrillo.
—Si el trabajo de la policía consistiera en desnudar a mujeres con la mirada, Mohammed, ya serías jefe del cuerpo. ¿Conseguiste una declaración de la chica?
Sariya alzó su libreta para indicar que sí.
—¿Y?
—Nada. No vio ni oyó nada. Simplemente encontró el cuerpo, regresó al complejo y llamó al ciento veintidós.
Jalifa terminó el Cleopatra y lo aplastó en el suelo con el tacón de su zapato.
—Supongo que deberíamos echarle un vistazo. ¿Has avisado a Anwar?
—Cuando termine su trabajo burocrático vendrá. Dijo que no permitiéramos que el cadáver se fuera de paseo.
El detective chasqueó la lengua en señal de desaprobación, acostumbrado al desagradable sentido del humor de Anwar, y los dos atravesaron el yacimiento aplastando los fragmentos de cerámica que sembraban la superficie del desierto como galletas desechadas. A su derecha vieron unos niños sentados sobre una montaña de escombros. Uno sujetaba una pelota de fútbol mientras observaba las hileras de policías que peinaban el desierto en busca de pistas. El sol se estaba poniendo tras las cúpulas en forma de huevo del monasterio de Deir el-Muharab, y su luz viraba de un amarillo pálido a un naranja intenso. Remates de muros de adobe asomaban en la arena por doquier, como criaturas primigenias que emergieran de las profundidades del desierto. Por lo demás, nada indicaba que estuvieran cruzando lo que había sido uno de los palacios más espléndidos del antiguo Egipto.
—Cuesta creer que esto fuera un palacio, ¿verdad? —Jalifa suspiró mientras levantaba un fragmento de cerámica con rastros de pintura azul claro—. En su momento, Amenhotep III gobernó la mitad del mundo conocido. Y ahora...
Dio vueltas al fragmento entre los dedos y frotó el pigmento con el pulgar. Sariya no dijo nada, solo hizo un gesto cortante con la mano para indicar que debían desviarse a la derecha.
—Allí —dijo—. Al otro lado de ese muro.
Cruzaron un tramo de pavimento de adoquines de barro, agrietado y roto, y atravesaron lo que había sido una puerta enorme, reducida ahora a dos montañas de cascotes con un peldaño de piedra caliza entre ambas. Al otro lado había un policía acuclillado a la sombra de un muro y, unos metros más allá, una gruesa sábana de lona con un bulto en forma de cadáver debajo. Sariya se adelantó, aferró una punta de la sábana y la levantó.
—Allahu akbar! —exclamó Jalifa—. ¡Dios Todopoderoso!
Delante de él yacía un hombre muy viejo, de cuerpo frágil y demacrado, la piel cetrina, arrugada y sembrada de manchas de la edad. Estaba tendido de bruces, con un brazo debajo del cuerpo y el otro extendido a un lado. Llevaba un traje de safari caqui, y su cabeza, calva salvo unos mechones de pelo entre amarillo y blanco, estaba echada hacia atrás y un tanto inclinada, como un nadador que tomara aire antes de hundir la cara en el agua, una postura anormal causada por la varilla de hierro oxidado que surgía del suelo y le atravesaba el ojo izquierdo. Tenía las mejillas, los labios y la barbilla salpicados de sangre seca, y un corte poco profundo en un lado de la cabeza, justo encima de la oreja derecha.
Jalifa examinó el cuerpo, reparó en el polvo que cubría ropas y manos, el pequeño desgarrón en la rodilla de los pantalones, la herida de la cabeza sucia de arena y polvo; después se acuclilló y movió con suavidad la varilla de hierro, en el punto donde surgía de la arena. Estaba clavada con firmeza en el suelo.
—¿De una tienda de campaña? —preguntó Sariya, inseguro.
Jalifa meneó la cabeza.
—Parte de una mira taquimétrica. Debieron de dejársela en una excavación. A juzgar por su aspecto, lleva años aquí.
Se incorporó, agitó la mano para alejar las moscas que ya habían empezado a zumbar alrededor del cadáver y caminó unos metros, hasta un lugar en que la arena estaba removida. Distinguió al menos tres pares diferentes de pisadas, pertenecientes tal vez a los policías que habían peinado la zona, o tal vez no. Se acuclilló de nuevo, extrajo el pañuelo del bolsillo y recogió un fragmento afilado de pedernal manchado de sangre.
—Parece que alguien le golpeó en la cabeza —dijo Sariya—. Después, cayó sobre la varilla. O le empujaron.
Jalifa dio vueltas a la piedra en la mano y examinó las manchas rojizas.
—Es raro que el atacante dejara una cartera llena de dinero en su bolsillo —dijo—. Y las llaves del coche.
—Tal vez le interrumpieron —aventuró Sariya—. O quizá el móvil no fuera el robo.
Antes de que Jalifa pudiera darle su opinión, se oyó un grito al otro lado del campo. A doscientos metros de distancia, un policía se hallaba de pie sobre una loma arenosa y agitaba los brazos.
—Parece que ha encontrado algo —dijo Sariya.
Jalifa dejó la piedra tal como la había encontrado y los dos se encaminaron hacia el hombre. Cuando llegaron, había descendido de la loma y se encontraba de pie junto a una parte del muro derruido, a lo largo de cuya base, sobre el agrietado revoque de barro, había pintada una hilera de lotos azules, descoloridos pero todavía visibles. En el centro de la hilera había un hueco, como si hubieran quitado un trozo de yeso. Cerca, en el suelo, había una mochila de lona, un martillo y un cincel, y un bastón negro con puño de plata. Sariya se acuclilló al lado de la mochila y la abrió.
—Vaya, vaya, vaya —dijo, al tiempo que extraía un ladrillo con yeso pintado—. Alguien ha sido travieso.
Entregó el ladrillo a Jalifa. El detective no le estaba mirando. Se había agachado y cogido el bastón; estaba examinando el puño, a cuyo alrededor había grabada una cenefa de rosas en miniatura, intercaladas con el signo del anj.
—¿Señor?
Jalifa no contestó.
—¿Señor? —repitió Sariya, en voz más alta.
—Lo siento, Mohammed.
El detective dejó a un lado el bastón y se volvió hacia su ayudante.
—¿Qué has descubierto?
Sariya le entregó el ladrillo de barro. Jalifa lo sostuvo frente a él y examinó los dibujos. Al mismo tiempo, su vista no cesaba de volver hacia el bastón, con el ceño fruncido como si intentara recordar algo.
—¿Qué? —preguntó Sariya.
—No, nada. Nada. Una extraña coincidencia, nada más.
Meneó la cabeza y sonrió. No obstante, había aparecido una sombra de inquietud en sus ojos, como el débil eco de una preocupación más profunda. A la derecha, un cuervo de gran tamaño se posó sobre el muro y los miró, mientras agitaba las alas y graznaba de manera estentórea.
2
Tel Aviv, Israel
Tras ponerse el uniforme de policía, el joven atravesó con paso rígido Independence Park, en dirección al enorme rectángulo de cemento del hotel Hilton. Familias y parejas jóvenes paseaban al aire fresco de la noche, charlando y riendo, pero no se fijó en ellos, sino que mantuvo la vista clavada en el edificio, con la frente perlada de sudor, mientras sus labios se movían al murmurar oraciones inaudibles.
Llegó a la entrada del hotel y se internó en el vestíbulo, donde un par de guardias de seguridad le dirigieron una mirada superficial y, al reparar en su uniforme, desviaron la vista. Alzó una mano temblorosa para secarse el sudor de la frente y después, como una prolongación del mismo movimiento, la introdujo en la chaqueta y tiró del primer cable para armar el explosivo. Terror, odio, náuseas, nerviosismo... Todo eso sintió. No obstante, envolviendo todo lo demás, como la capa externa de una muñeca rusa, había una euforia sin igual, una dicha infinita que flotaba en el mismo borde de su conciencia como una llama. Venganza, gloria, paraíso y una eternidad en brazos de las hermosas huríes.
Gracias por elegirme, Alá. Gracias por permitir que sea el vehículo de tu venganza.
Cruzó el vestíbulo, atravesó unas puertas dobles y entró en una amplia sala muy bien iluminada donde se estaba celebrando el banquete de bodas. La música y las risas le envolvieron, y una niña corrió a preguntarle si quería bailar. Él se encogió de hombros y se abrió paso entre los invitados. Tuvo la impresión de que el mundo que le rodeaba se evaporaba como niebla de colores. Alguien le preguntó qué estaba haciendo allí, si había algún problema, pero siguió adelante, mascullando para sí, mientras pensaba en su anciano abuelo, en su primita asesinada por una bala israelí, en su propia vida, vacía, desesperada, asfixiada por la vergüenza y una ira impotente. De repente, se encontró al lado de los novios. Con un grito de frenesí y júbilo tiró del segundo cable, que desencadenó un remolino de calor, luz y metralla que le redujo a él, a los recién casados y a todos los que se hallaban en un radio de tres metros a poco más que vapor ensangrentado.
Casi en el mismo momento, se recibieron tres faxes en rapidísima sucesión, uno en las oficinas de Jerusalén del Congreso Mundial Judío, otro en la redacción del Haaretz, y un tercero en la policía de Tel Aviv. Todos fueron enviados mediante una red móvil, con lo cual fue imposible localizar su origen. Todos transmitieron el mismo mensaje: el atentado era obra de al-Mulatham y la Hermandad Palestina, y era una respuesta a la continuada ocupación sionista de la patria palestina; mientras persistiera dicha ocupación, todos los israelíes, de cualquier edad o sexo, se considerarían responsables de las atrocidades infligidas al pueblo palestino.
3
Luxor
Se quedaron en Malqata hasta casi las siete de la tarde, pero Anwar, el forense, aún no había llegado. En lugar de esperar más, Jalifa ordenó a un grupo de agentes que vigilaran el yacimiento y se fue a ver el hotel del fallecido en compañía de Sariya.
—Conociendo a Anwar, podríamos estar ahí hasta la medianoche —gruñó—. Aprovecharemos el tiempo.
El Menna-Ra ocupaba un lugar privilegiado en el corazón del pueblo de Gezira, una amplia acumulación de tiendas y casas destartaladas en la orilla oeste del río Nilo, frente al templo de Luxor. Se trataba de un edificio encalado de dos plantas, al que se accedía por un estrecho camino de tierra, flanqueado por un batiburrillo de viviendas de ladrillo de barro que se aferraban a él como afloraciones de hongos marrones. Jalifa y Sariya llegaron al anochecer. Los recibió una esbelta inglesa de mediana edad que hablaba árabe con fluidez, aunque con un fuerte acento, y que se presentó como Carla Shaw, la directora del hotel. Pidió que les sirvieran té y los acompañó a una terraza de grava situada en la parte posterior del edificio, donde se sentaron en sillas de mimbre bajo un dosel de fragantes hibiscos rojos. Un lago estrecho y largo se extendía de izquierda a derecha frente a ellos, negro y cenagoso, con aguas que ondulaban cuando pasaba algún banco de percas del Nilo. Las orillas erizadas de palmeras estaban atestadas de pontones cargados de botellas de agua de Baraka desechadas. Al otro lado, se atisbaba entre los árboles un anuncio de Viajes en Globo Hod Hod Suleiman pintado en la pared de una casa. Se oían ladridos de perros, la bocina de los taxis ocupados y, a lo lejos, el rítmico sonido de una bomba de riego.
—No me ha sorprendido —dijo la mujer. Dobló una pierna enfundada en tejanos sobre la otra y encendió un cigarrillo Merit—. No gozaba de buena salud. Cáncer, creo, aunque nunca hablaba de eso.
Jalifa encendió uno de sus cigarrillos y miró de reojo a Sariya.
—Sabremos más cuando le practiquen la autopsia —dijo—, pero puede que el señor Jansen fuera...
Se interrumpió y dio una calada al cigarrillo, sin saber cómo expresar lo que quería decir.
—Existen ciertas irregularidades en relación con su muerte —dijo por fin.
La mujer le miró con ojos algo desorbitados. El perfilador negro con que se los había pintado acentuaba su expresión de sorpresa.
—¿Qué significa eso? ¿Está diciendo que le...?
—Aún no estoy diciendo nada —contestó Jalifa con diplomacia—. Hay que examinar a fondo el cadáver. La muerte del señor Jansen presenta aspectos inusuales y hemos de hacer algunas preguntas. Pura rutina.
La mujer dio otra calada al cigarrillo; con la mano libre acarició el pendiente en forma de media luna de su oreja izquierda. Su pelo era negro como ala de cuervo, pero poco natural, como si se tiñera. Poseía cierto atractivo, aunque un tanto marchito.
—Pregunte —dijo—, aunque no sé en qué podré ayudarle. Piet era muy reservado.
Jalifa hizo un gesto con la cabeza a Sariya, que sacó libreta y bolígrafo.
—¿Desde cuándo trabaja para el señor Jansen? —preguntó.
—Hará casi tres años. —La mujer inclinó un poco la cabeza y tironeó del pendiente—. Es una larga historia pero, en pocas palabras, vine aquí de vacaciones, hice algunos amigos en el pueblo, me dijeron que Piet estaba buscando alguien que dirigiera el hotel (era demasiado viejo para ocuparse del día a día del negocio), y me dije, qué demonios. Acababa de divorciarme. Nada me retenía en Inglaterra.
—¿Piet no tenía familia próxima?
—No que yo sepa.
—¿Nunca estuvo casado?
La mujer dio otra calada al cigarrillo.
—Yo diría que a Piet no le interesaban las mujeres.
Jalifa y Sariya intercambiaron una mirada.
—¿Hombres? —preguntó el detective.
La mujer hizo un gesto vago con la mano, sin comprometerse.
—Me dijeron que le gustaba ir a Banana Island. Nunca hablaba de eso, y yo no le pregunté. Era asunto suyo.
Se oyó un crujido sobre la grava cuando apareció un joven con una bandeja en la que había tres vasos de té y una lamparita con una vela. La dejó sobre la mesa y desapareció. Jalifa cogió un vaso.
—Jansen no es un nombre egipcio —dijo, y sorbió la bebida.
—Creo que procedía de Holanda. Vino a Egipto hace cincuenta o sesenta años. No estoy segura de cuándo. Fue hace mucho tiempo.
—¿Siempre vivió en Luxor?
—Compró el hotel en los setenta, por lo que yo sé. Después de jubilarse. Creo que antes vivía en Alejandría. Nunca hablaba de su pasado.
Dio una última calada al Merit y lo apagó en el cenicero de latón con forma de escarabajo que había a su lado. Las primeras estrellas aparecieron en el cielo, grandes y azules, como luciérnagas.
—No vivía aquí, por cierto —añadió. Se estiró hacia atrás y enlazó las manos en la nuca, de modo que sus pechos tensaron la tela de su camisa—. En el hotel. Tiene una casa en la orilla este. Cerca de Karnak. Venía en coche cada mañana.
Jalifa frunció el ceño y después indicó a su ayudante que apuntara la dirección.
—¿Cuándo vio por última vez al señor Jansen? —preguntó Sariya en cuanto terminó de escribir, con la vista clavada en el punto donde la camisa de la mujer se abría un poco y revelaba un sujetador rosa.
—A las nueve de esta mañana. Vino a las siete, como de costumbre, se ocupó del papeleo en la oficina y se fue un par de horas después. Dijo que tenía que atender unos asuntos.
—¿Dijo qué clase de asuntos?
Fue Jalifa quien preguntó.
—No dio muchas explicaciones, pero creo que iba a ver los monumentos. Dedicaba casi todo su tiempo a eso. Siempre los iba a ver. Parecía saber más sobre ellos que muchos expertos.
Un gatito gris se acercó por el borde de la terraza, se detuvo un momento para observarlos, y por fin saltó al regazo de la mujer. Ella le pasó la mano por el lomo y le rascó detrás de las orejas.
—Encontramos ciertos objetos cerca de su cuerpo —dijo Jalifa—. Un bastón, una bolsa de lona.
—Sí, eran de él. Siempre los llevaba cuando iba a explorar. El bastón era por su pierna. Una herida antigua. Un accidente de coche, me parece.
Se oyó un chapoteo en la otra orilla del lago cuando una pequeña barca surcó el agua, con un hombre que remaba y otro de pie en la proa sujetando una red. Sus figuras apenas se veían en la oscuridad. Jalifa dio la última calada a su cigarrillo y lo apagó en el cenicero.
—¿Sabe si el señor Jansen tenía enemigos? —preguntó a la mujer—. Alguien que quisiera hacerle daño.
Ella se encogió de hombros.
—No que yo sepa pero, como ya le he dicho, era un hombre muy reservado. No hablaba mucho.
—¿Amigos? —preguntó Jalifa—. ¿Alguien íntimo?
La mujer volvió a encogerse de hombros.
—En Luxor no, que yo sepa. Había una pareja a la que visitaba con frecuencia en El Cairo. Estuvo allí la semana pasada. Creo que el marido se llamaba Anton. Anton, Anders o algo por el estilo. Suizo. O alemán. Tal vez holandés. —Levantó las manos en un gesto de disculpa—. Lo siento. No les he sido de mucha ayuda.
—En absoluto —repuso Jalifa—. Todo lo contrario.
—La verdad es que Piet era un solitario. No hablaba jamás de su vida. En tres años, nunca fui a su casa. Era casi... hermético. Yo me ocupaba del hotel y punto. No nos relacionábamos demasiado, aparte del negocio.
El joven que les había llevado el té volvió, se inclinó y murmuró algo en el oído de la mujer.
—De acuerdo, Taib —dijo—. Iré dentro de un momento.
Se volvió hacia Jalifa.
—Lo siento, inspector. Esta noche celebramos una fiesta privada y he de empezar a organizar la cena.
—Por supuesto —dijo Jalifa—. Creo que hemos averiguado todo lo que necesitábamos.
Los tres se levantaron y regresaron al vestíbulo del hotel, un amplio espacio encalado con un mostrador de recepción en un extremo y una angosta escalera en la esquina, que conducía a los pisos de arriba. Un anciano vestido con una chilaba sucia estaba pasando una fregona por el suelo de losas, mientras canturreaba para sí.
—Había una foto en el billetero del señor Jansen —explicó Jalifa, mientras paraba para admirar una fila de grabados de Gaddis colgados en la pared—. De un perro.
—Arminius —dijo la mujer, sonriente—. Un animal de cuando era niño. Piet siempre hablaba de él. Decía con frecuencia que era el único amigo de verdad que había tenido. La única persona en la que había confiado. Hablaba de él como si fuera humano. —Hizo una pausa—. Creo que era un hombre solitario —añadió—. Desdichado. Muchos demonios.
Contemplaron los grabados un momento más (dos hombres accionando un shaduf junto al Nilo; un grupo de mujeres vendiendo verduras en la puerta de Bab Zuwela, en el barrio islámico de El Cairo; un muchacho con tarbush, o fez, que miraba a la cámara y reía), se encaminaron hac