Prólogo
Universidad Femenina de Mississippi,
Columbus, Mississippi
Iba a morir.
La descarga de adrenalina había acelerado el corazón de Melissa mientras intentaba alcanzar la seguridad de Grossnickle Hall. Hacía dos horas que había cometido la estupidez de decirles a sus amigas que la dejaran sola en la biblioteca porque quería acabar el trabajo de literatura inglesa.
Se le había ido el santo al cielo mientras leía sobre las aventuras y desventuras de Christopher Marlowe. De repente, se dio cuenta de que era muy tarde y debía volver al apartamento que ocupaba en la residencia de estudiantes. Se le pasó por la cabeza la idea de llamar a su novio para que fuera a buscarla, pero como esa noche le tocaba hacer inventario en la tienda, decidió no hacerlo.
Sin pararse a pensar en el riesgo que corría una chica de veintiún años sola por la calle a esas horas, recogió sus cosas y salió de la biblioteca. Sin embargo, mientras atravesaba el campus a la carrera, perseguida por cuatro desconocidos, comprendió lo imbécil que había sido.
¿Cómo podía la gente perder la vida por culpa de una mala decisión?
Ese era el pan de cada día en el mundo.
«¡Pero no tenía que pasarme a mí!», protestó para sus adentros.
—¡Que alguien me ayude! —gritó sin dejar de correr. ¿No había nadie en ningún sitio? Alguien que llamara a los vigilantes de seguridad para que la ayudaran…
Rodeó un seto y se dio de bruces con algo. Alzó la cabeza y vio que era un hombre.
—Por favor… —dejó la frase en el aire al darse cuenta de que era uno de los cuatro tíos rubios que la perseguían.
El desconocido soltó una siniestra risotada, dejando a la vista unos colmillos enormes.
Intentó zafarse de sus manos mientras chillaba a pleno pulmón. Le arrojó los libros y forcejeó hasta liberarse.
Corrió hacia la calzada, pero descubrió que otro la esperaba allí. Se detuvo en seco y recorrió con mirada frenética los alrededores en busca de algún lugar hacia donde huir.
No había ningún sitio donde ocultarse de ellos.
El tipo de la calzada iba vestido de negro de los pies a la cabeza y parecía totalmente indiferente al pánico que la embargaba. Tenía el pelo rubio y largo, y lo llevaba recogido en una coleta. Al fijarse en las gafas de sol negras que ocultaban por completo sus ojos se preguntó si vería algo.
Lo rodeaba un aura intemporal. Peligrosa y aterradora. Era calcadito a sus perseguidores, pero había algo que lo diferenciaba de ellos. Una especie de poder antiquísimo.
Aterrador.
—¿Eres uno de ellos? —le preguntó sin aliento.
Lo vio esbozar una sonrisa torcida.
—No, preciosa.
Escuchó que los demás se acercaban. Giró la cabeza y los vio detenerse a cierta distancia, con los ojos clavados en el tipo con el que hablaba.
El pánico demudó sus apuestos rostros y escuchó a uno de ellos susurrar «Cazador Oscuro».
Se mantuvieron a distancia como si estuvieran debatiendo qué hacer tras el inesperado encuentro.
El desconocido le tendió la mano.
Agradecida por el hecho de que su pesadilla hubiera acabado, ya que ese hombre había evitado que la mataran o le hicieran daño, Melissa la aceptó. Él tiró de ella al tiempo que hacía una mueca desdeñosa a sus cuatro perseguidores.
El alivio de saberse a salvo hizo que se echara a temblar como una hoja.
—Gracias.
El tipo le sonrió.
—No, preciosa. Soy yo quien debe estarte agradecido.
Antes de que pudiera hacer o decir nada, la abrazó con fuerza y le clavó los colmillos en el cuello.
El Cazador Oscuro saboreó la vida y las emociones de la estudiante mientras bebía su sangre. Era pura e inmaculada… Una universitaria que había ganado una beca completa y que tenía un brillante futuro por delante.
C’est la vie.
Paladeó su sabor hasta que escuchó y sintió los últimos latidos de su corazón. Murió entre sus brazos. Pobrecita. Claro que no había nada más delicioso que el sabor de la inocencia.
Nada.
Alzó su cuerpo inerte en brazos y se acercó muy despacio a los daimons que la habían perseguido.
Se la tendió al que parecía liderar el grupo.
—Aquí tenéis, chicos. No le queda mucha sangre, pero el alma sigue intacta. Bon appétit.
1
Katoteros
La muerte siempre estaba presente en los salones que conformaban esa dimensión inalcanzable para el ser humano. No acechaba. Vivía allí. De hecho, la muerte era el estado natural en Katoteros. Y él, en su condición de Alexion, hacía mucho que se había acostumbrado a su constante presencia. Al sabor, al olor y al sonido de la muerte.
Porque todo ser mortal acababa muriendo.
Dicho fuera de paso, él mismo había muerto en dos ocasiones antes de renacer en su estado actual. Sin embargo, mientras observaba la misteriosa neblina rojiza que giraba en el interior de la esfora (un antiguo orbe atlante donde se podía vislumbrar el pasado, el presente y el futuro), sintió una emoción desconocida.
Esa pobre chica… Su vida había sido tan breve… Nadie merecía morir a manos de los daimons que se alimentaban de almas humanas para prolongar sus cortas vidas de forma artificial. Y mucho menos a manos de un Cazador Oscuro, cuyo único fin era matar a los daimons antes de que dichas almas desaparecieran para siempre del universo.
El trabajo de los Cazadores Oscuros era proteger la vida, no sesgarla.
Sentado en la penumbra de su habitación, Alexion deseaba que la muerte de esa chica lo enfureciera. Lo indignara.
Sin embargo, no sentía nada. Como de costumbre. Solo esa fría y horrible lógica que no conllevaba ninguna emoción. Solo podía observar la vida, no formar parte de ella.
El tiempo seguiría su curso, pero nada cambiaría.
Así eran las cosas.
No obstante, la muerte de esa chica había sido el catalizador de algo mucho más importante. Marco había dictado su sentencia de muerte con sus acciones, al igual que lo había hecho la chica cuando decidió quedarse a estudiar hasta tan tarde.
Y, al igual que ella, Marco no sería consciente de que iba a morir hasta que fuera