La fuente de la autoestima

Toni Morrison

Fragmento

cap-1

Riesgos

Los regímenes autoritarios, los dictadores y los déspotas se caracterizan a menudo, aunque no siempre, por su insensatez, pero ninguno es tan insensato para dar a escritores perspicaces y disidentes carta blanca a fin de que publiquen sus opiniones o sigan sus instintos creativos. Saben que con ello correrían un riesgo. No son tan tontos para ceder el control (manifiesto o artero) de los medios de comunicación. Entre sus métodos están la vigilancia, la censura, la detención e incluso el asesinato de los escritores que informan o agitan a la ciudadanía. Escritores que desestabilizan, que ponen en tela de juicio, que observan de otro modo, con mayor detenimiento. Los escritores (periodistas, ensayistas, blogueros, poetas, dramaturgos) pueden trastornar la opresión social que funciona como una especie de coma en la población, un coma que los déspotas llaman «paz», y restañar la hemorragia de la guerra que excita a halcones y especuladores.

Ese es el riesgo que corren los déspotas.

El nuestro es de otro tipo.

Qué desapacible, invivible e insufrible resulta la existencia cuando se nos priva del arte. Es urgente proteger la vida y la obra de los escritores en situación de riesgo, pero además de esa urgencia tenemos que recordar que su ausencia, el enmudecimiento de la obra de un escritor, su cruel amputación, supone para nosotros un peligro igual de importante. El auxilio que les ofrecemos equivale a ser generosos con nosotros mismos.

Todos hemos oído hablar de países que destacan por la huida de escritores de su territorio. Existen regímenes cuyo miedo a la escritura no sujeta a un control se justifica en el hecho de que la verdad es conflictiva. Es conflictiva para el belicista, el torturador, el ladrón empresarial, el mercenario de la política, el sistema judicial corrupto y para una ciudadanía comatosa. Los escritores que quedan sin perseguir, encarcelar u hostigar son conflictivos para el matón ignorante, el racista taimado y los depredadores que se alimentan de los recursos del planeta. La alarma y la desazón que suscitan los escritores resultan instructivas por ser claras y vulnerables, porque si no se vigilan se vuelven amenazadoras. En consecuencia, la histórica supresión de los escritores es el primer presagio del despojo continuado de otros derechos y libertades que se producirá a continuación. La historia de los escritores perseguidos es tan larga como la de la literatura en sí. Y los intentos de censurarnos, desposeernos, regularnos y aniquilarnos son síntomas claros de que se ha producido algo importante. Las fuerzas culturales y políticas pueden arrasar con todo menos con lo «inofensivo», con todo menos con el arte sancionado por el Estado.

Alguien me dijo en una ocasión que existen dos reacciones humanas frente a la percepción del caos: ponerle un nombre y recurrir a la violencia. Cuando el caos es sencillamente lo desconocido, se le puede poner un nombre sin dificultad: una nueva especie, una nueva estrella, una nueva fórmula, una nueva ecuación, un nuevo pronóstico. También pueden trazarse mapas o inventarse nombres propios cuando elementos geográficos o paisajísticos o poblaciones no los han recibido anteriormente o se les han arrebatado. Si el caos resiste, bien porque se reforma o bien porque se rebela contra el orden impuesto, la violencia se considera la respuesta más frecuente y más racional para enfrentarse a lo desconocido, lo catastrófico, lo salvaje, desenfrenado o incorregible. Las reacciones racionales pueden ser la censura, el encierro en campos de reclusión o cárceles, o la muerte, de forma individual o en una guerra. Existe, no obstante, una tercera respuesta al caos, de la que no he oído hablar: el silencio. Ese silencio puede equivaler a pasividad y estupefacción; o bien a un miedo paralizante. Pero asimismo puede centrarse en el arte. Hay que cuidar y proteger a los escritores que ejercen su oficio cerca o lejos del trono del poder más puro, del poder militar, de la construcción de imperios y de las contadurías, los escritores que construyen significado frente al caos. Y es justo que dicha protección surja de otros escritores. Resulta imprescindible no solo salvar a los escritores asediados, sino salvarnos a nosotros mismos. Si me paro a contemplar, con pavor, la supresión de otras voces, de novelas por escribir, de poemas susurrados o engullidos por miedo a que lleguen a oídos desaconsejados, de lenguas proscritas que perviven en la clandestinidad, de preguntas de ensayistas que cuestionan la autoridad y nunca llegan a plantearse, de obras de teatro que no se montan o de películas que no se ruedan veo ante mí una pesadilla. Como si todo un universo se dibujara con tinta invisible.

Algunos traumas sufridos por determinados pueblos son tan profundos, tan crueles, que, a diferencia del dinero, a diferencia de la venganza, incluso a diferencia de la justicia, o de los derechos, o de la buena voluntad de los demás, solo los escritores logran traducirlos y transformar el dolor en significado para aguzar la imaginación moral.

Para la humanidad, la vida y la obra de un escritor no son un regalo, sino una necesidad.

cap-2

PRIMERA PARTE

La patria del forastero

cap-3

Los muertos del 11 de septiembre

Hay quien tiene la palabra de Dios y quien tiene canciones de consuelo para quienes han perdido a un ser querido. A mí, si consigo reunir el valor necesario, me gustaría dirigirme directamente a los muertos, a los muertos de septiembre. A esos hijos de antepasados nacidos en todos los continentes del planeta: Asia, Europa, África, América; nacidos de antepasados que llevaban falda escocesa, obi, sari, guelé, sombrero de paja de ala ancha, kipá, pieles de cabra, calzado de madera, plumas y pañuelos para cubrirse el pelo. Pero no me gustaría decir una sola palabra hasta haber dejado a un lado todo lo que sé o pienso sobre los países, la guerra, los dirigentes, los gobernados y los ingobernables; todo lo que sospecho sobre las corazas y las entrañas. Primero me gustaría refrescar la lengua, abandonar recursos forjados para conocer el mal: gratuito o estudiado; explosivo o siniestro aunque discreto; da igual que surja de un apetito o un hambre saciados; de la venganza o de la mera compulsión que lleva a ponerse en pie antes de derrumbarse. Me gustaría purgar mi lenguaje de hipérboles, de su impaciencia por analizar los niveles de crueldad; por clasificarlos, por calcular su categoría superior o inferior entre otros de su especie.

Hablar con los destrozados y los muertos resulta demasiado difícil con la boca llena de sangre. Es un acto demasiado sagrado para pensamientos impuros. Y es que los muertos son libres, absolutos; no se dejan seducir por el bombardeo.

Para dirigirme a vosotros, a los muertos de septiembre, no debo acogerme a una falsa intimidad ni hacer gala de un corazón tumultuoso, apaciguado justo a tiempo para las cámaras. Debo ser firme y debo ser clara, consciente en todo momento de que no tengo nada que decir: no hay palabras con más garra que el acero que os comprimió contra sí, no hay escrituras más antiguas ni más elegantes que los átomos añejos en que os habéis convertido.

Y tampoco tengo nada que ofrecer, más que este gesto, este hilo tendido entre vuestra humanidad y la mía: quiero abrazaros con todas mis fuerzas y comprender, como comprendisteis vosotros cuando vuestra alma fue expulsada de su receptáculo carnal, la inteligencia de la eternidad: el don de una liberación sin cortapisas que desgarra las tinieblas de su toque de difuntos.

cap-4

La patria del forastero

Dejando a un lado el momento de máximo apogeo de la trata de esclavos en el siglo XIX, en ningún momento de la historia han sido tan intensos los desplazamientos generalizados de población como en la segunda mitad del siglo XX y el inicio del XXI. Son movimientos de trabajadores, intelectuales, refugiados y ejércitos que cruzan mares y continentes, que llegan por pasos fronterizos o rutas ocultas, y que hablan en lenguajes muy variados de comercio, de intervención política, de persecución, exilio, violencia y pobreza. Cabe poca duda de que la redistribución (voluntaria o involuntaria) de población por todo el planeta figura en primer lugar en el orden del día del Estado, las salas de juntas, los barrios, la calle. Las maniobras políticas para controlar esos desplazamientos no se limitan a la vigilancia de los desposeídos. Mientras que en gran medida ese éxodo puede describirse como el viaje de los colonizados hasta la sede de los colonizadores (como si, por así decirlo, los esclavos se trasladaran de la hacienda a la casa de los hacendados), y en mayor medida aún consiste en la huida de refugiados de guerra, lo cierto es que la reubicación y el traslado de la clase administradora y diplomática a puestos de avanzada de la globalización, así como el despliegue de nuevas unidades y bases militares, desempeñan un papel destacado en los intentos legislativos de controlar el flujo constante de personas.

Inevitablemente, el espectáculo de esos desplazamientos generalizados llama la atención sobre las fronteras, los lugares permeables, los puntos vulnerables donde el concepto de patria se considera amenazado por los forasteros. En gran medida, la alarma que planea sobre las fronteras, las puertas, se atiza, en mi opinión, (1) debido a la amenaza y al mismo tiempo la promesa de la globalización y (2) debido a una relación difícil con nuestra propia condición de forasteros, con un sentimiento de pertenencia que se desmorona a toda velocidad.

Permítanme empezar por la globalización. Tal como la entendemos en la actualidad, no es una versión del modelo imperialista de Gran Bretaña del siglo XIX, si bien la agitación poscolonial refleja y recuerda el dominio que una sola nación ejercía a la sazón sobre la mayoría de las demás. El término «globalización» no encierra la máxima «Trabajadores del mundo, uníos» del viejo internacionalismo, pese a que esa fue precisamente la palabra que el presidente de la Federación Estadounidense del Trabajo-Congreso de Organizaciones Industriales (AFL-CIO, por sus siglas en inglés) empleó en el Consejo Ejecutivo de Presidentes Sindicales. Y tampoco es la globalización el deseo de «un solo mundo» existente en la posguerra mundial, una retórica que dio lugar a la creación de las Naciones Unidas y agitó y hostigó los años cincuenta. Ni es el «universalismo» de los sesenta y los setenta, ya fuera como llamamiento a la paz mundial o como reiteración de la hegemonía cultural. «Imperio», «internacionalismo», «un solo mundo», «universal»: todo eso se antoja más bien una serie de anhelos y no categorías de tendencias históricas. Anhelos de confinar la Tierra en cierta apariencia de unidad y cierto grado de control, de concebir el destino humano del planeta como el fruto de la ideología de una única constelación de naciones. La globalización tiene los mismos deseos y anhelos que sus predecesores. También se considera progresista, perfeccionadora, predestinada, unificadora y utópica desde un punto de vista histórico. En el sentido más limitado del término, aspira a ser equivalente a la circulación instantánea de capitales y a la rápida distribución de datos y productos dentro de un entorno políticamente neutral, determinado por las exigencias de las multinacionales. Sin embargo, sus connotaciones más amplias son menos inocentes, dado que abarcan no solo la demonización de Estados sometidos a embargos o la banalización de los señores de la guerra y los políticos corruptos para luego negociar con ellos, sino también el hundimiento de Estados nación bajo el peso de la economía, el capital y la mano de obra transnacionales; la supremacía de la cultura y la economía occidentales; la americanización del mundo desarrollado y en vías de desarrollo mediante la penetración de la cultura estadounidense en otras culturas, y la comercialización de las del Tercer Mundo en Occidente en forma de moda, escenarios cinematográficos y gastronomía.

La globalización, aclamada con el mismo entusiasmo que en su día el destino manifiesto, el internacionalismo, etcétera, ha alcanzado cierto nivel de grandeza en nuestra imaginación. A pesar de esas pretensiones suyas de fomentar la libertad, sus repartos son dignos de un rey, ya que puede otorgar mucho. En lo relativo al acceso (al cruzar fronteras), en lo referente a la cantidad (de personas afectadas e implicadas) y en términos de riqueza (campos ilimitados que explotar en busca de recursos y servicios que ofrecer). No obstante, por mucho que se adore la globalización como fenómeno casi mesiánico, también se vilipendia en cuanto mal instigador de una peligrosa distopía. Por su menosprecio de las fronteras, de las infraestructuras nacionales, de las burocracias locales, de los censores de internet, de los aranceles, de las leyes y de los idiomas; por su indiferencia ante los márgenes y los marginales que viven en ellos; por sus propiedades extraordinarias y fagocitadoras, que aceleran el borrado, un allanamiento de la diferencia, de la particularidad, con fines comerciales. Una aversión a la diversidad. Nos imaginamos la imposibilidad de distinguir, la eliminación con su avance de las culturas minoritarias, de las lenguas minoritarias. Horrorizados, especulamos sobre lo que podría ser la alteración irrevocable y debilitadora de lenguas y culturas más destacadas ante su paso. Aunque esas funestas consecuencias no se manifiesten por completo, lo cierto es que acaban con las garantías de que la globalización vaya a traer aparejada una vida mejor y suponen advertencias alarmantes frente a una muerte cultural prematura.

Otros peligros que plantea la globalización son la distorsión de lo público y la destrucción de lo privado. Aprehendemos lo que es público principalmente, aunque no de manera exclusiva, de los medios de comunicación. Se nos pide que abandonemos el grueso de lo que era antes privado en aras de los requisitos de recopilación de datos impuestos por necesidades gubernamentales, políticas, comerciales y, ahora, de seguridad. Parte de la ansiedad que genera la división permeable entre los dominios público y privado surge sin duda de un empleo temerario de esos términos. Pensemos en la privatización de las prisiones, esto es, el control por parte de empresas privadas de unas instalaciones públicas. Pensemos en la privatización de los colegios públicos. Y también en el control de la vida privada, que puede cederse libremente en programas televisivos de entrevistas o negociarse en tribunales cuando se trata de personajes famosos, de figuras «públicas», y en casos relacionados con el derecho a la intimidad. Pensemos en un espacio privado (atrios, jardines, etcétera) abierto al público. Y en un espacio público (parques, patios de recreo y playas de algunos vecindarios) limitado al uso privado. Pensemos en el fenómeno especular del «juego» de lo público en nuestras vidas privadas, interiores. De hecho, el interior de nuestra casa parece el espacio de exposición de una tienda (con sus estantes y más estantes de «colecciones») y el espacio de exposición de las tiendas imita el interior de las casas; se dice que la conducta de los jóvenes es un reflejo de lo que ofrece la pantalla; se dice que la pantalla refleja, representa, los intereses y las conductas juveniles, que no los crea. Dado que el espacio en que se viven tanto la vida cívica como la privada ha acabado siendo tan indistinguible de lo de dentro y lo de fuera, del interior/exterior, esos dos ámbitos se han comprimido en algo difuminado y omnipresente, un batiburrillo de nuestra concepción del hogar.

En mi opinión, ese batiburrillo repercute en el segundo punto: el desasosiego provocado por la sensación de ser forasteros, por ese sentimiento de pertenencia que se deshilacha a gran velocidad. ¿A qué debemos mayor lealtad? ¿A nuestra familia, a nuestro grupo lingüístico, a nuestra cultura, a nuestro país, a nuestro sexo? ¿A nuestra religión, a nuestra raza? Y, si nada de eso tiene importancia, ¿somos urbanos o cosmopolitas o simplemente estamos solos? En otras palabras, ¿cómo decidimos esa pertenencia? ¿Qué nos convence de que hemos acertado? O, dicho de otro modo, ¿qué pasa con la condición de forastero?

Me he decantado por comentar una novela escrita en los años cincuenta por un autor guineano para abordar el siguiente dilema: la difuminación del interior/exterior que puede consagrar límites y fronteras reales, metafóricas y psicológicas mientras forcejeamos con las definiciones del nacionalismo, la ciudadanía, la raza, la ideología y el llamado «choque de culturas» en nuestra búsqueda de la pertenencia.

Los escritores africanos y afroamericanos no son los únicos que asumen esos problemas, pero destacan por su historia larga y singular de resistencia ante ellos. De no sentirse en casa en su propia patria, de estar exiliados en el lugar que les corresponde.

Antes de adentrarme en la novela en cuestión, me gustaría contar algo anterior a mis lecturas de literatura africana que forzó mi incursión en lo que dificulta las definiciones contemporáneas de lo extranjero.

Los domingos se pasaban por la iglesia, a modo de cepillo, unas bandejas forradas de terciopelo. La de los últimos bancos era la más pequeña y la que tenía más posibilidades de quedar vacía. Su ubicación y su tamaño reflejaban las expectativas leales pero restringidas que lo caracterizaban prácticamente todo en los años treinta. Las monedas, nunca billetes, que salpicaban aquella bandeja procedían en su mayoría de niños a los que se animaba a entregar uno o cinco centavos para las obras de beneficencia tan necesarias para la redención de África. Si bien aquella palabra, «África», resultaba hermosa, estaba desgarrada por las complejas emociones a las que se la vinculaba. A diferencia de China, donde también se pasaba hambre, África era nuestra a la vez que suya; tenía un vínculo íntimo con nosotros y era profundamente foránea. Era una madre patria enorme y necesitada a la que, según nos decían, pertenecíamos, pero que ninguno de nosotros había visto ni tenía ganas de ver, habitada por gente con la que manteníamos una relación difícil de desconocimiento y desdén mutuos, y con la que compartíamos una mitología de otredad pasiva y traumatizada, cultivada por los libros de texto, el cine, los dibujos animados y los insultos hostiles que los niños aprenden a adorar.

Más adelante, cuando empecé a leer literatura ambientada en África, descubrí que, sin excepción aparente, todos los relatos sucesivos desarrollaban y realzaban la mismísima mitología que acompañaba aquellas bandejas de terciopelo que pasaban flotando entre los bancos. Para Joyce Cary, Elspeth Huxley o H. Rider Haggard, África era precisamente lo que daba a entender la colecta misionera: un continente oscuro con una necesidad desesperada de luz. La de la cristiandad, la civilización, el desarrollo. La luz de la caridad, encendida a golpe de simple generosidad. Era una concepción de África cargada de suposiciones de una intimidad compleja asociada al reconocimiento de un alejamiento sin mediación. El enigma de la propiedad extranjera que alienaba a la población autóctona, del desahucio de los hablantes nativos de su patria y del exilio de los pueblos autóctonos dentro de su propia casa aportaba a esos relatos un aire surrealista e incitaba a los escritores a proyectar un África metafísicamente nula, lista para que alguien la inventara. Con una o dos excepciones, el África literaria era un terreno de juego inagotable para turistas y extranjeros. En las obras de Joseph Conrad, Isak Dinesen, Saul Bellow y Ernest Hemingway, con independencia de que estuvieran imbuidas de la perspectiva convencional de Occidente sobre un África sumida en la ignorancia o de que lucharan contra ella, los protagonistas se encontraban con un continente tan vacío como aquella bandeja forrada de terciopelo; un recipiente a la espera del cobre y la plata que la imaginación tuviera a bien echar en su interior. Como leña para fuegos occidentales, complacientemente muda y convenientemente virgen, África podía moldearse a fin de satisfacer una amplia variedad de exigencias literarias e ideológicas. Podía retirarse para servir de escenario a cualquier hazaña o dar un gran paso adelante y obsesionarse con las tribulaciones de cualquier forastero; podía retorcerse para dar lugar a formas perversas y aterradoras en que los occidentales contemplaran el mal o también postrarse de hinojos y aceptar lecciones elementales de sus superiores. A quienes emprendían ese viaje real o imaginario, el contacto con África les ofrecía oportunidades emocionantes de experimentar la vida en su estado primitivo, en formación, rudimentario, lo cual conducía a conocerse mejor a uno mismo, una sabiduría que confirmaba las ventajas del derecho de propiedad europeo sin la responsabilidad de tener que reunir demasiada información real sobre la cultura africana que estimulaba ese descubrimiento. Era tan grande el corazón de aquella África literaria que bastaba con algo de geografía, mucho de climatología y un puñado de costumbres y anécdotas como lienzo donde pintar el retrato de un yo más sabio, más triste o completamente reconciliado consigo mismo. En las novelas occidentales publicadas antes de los años cincuenta y a lo largo de toda esa década, África fue el extranjero de Camus, siempre ofreciendo una oportunidad de conocimiento, pero manteniendo intacta su naturaleza incognoscible. Y así Marlow la describe como un «espacio en blanco [...] sobre el que un niño podía tejer magníficos sueños», un territorio que se había llenado desde su infancia de «ríos, lagos y nombres [y h]abía dejado de ser un misterioso [y precioso] espacio en blanco. [...] Se había convertido en un lugar de tinieblas».[1] Lo poco que podía saberse era enigmático, repugnante o irremisiblemente contradictorio. El África imaginaria era un cuerno de la abundancia rebosante de imponderables que, como el monstruoso Gréndel de Beowulf, se resistía a toda explicación. En consecuencia, esa literatura ofrece una plétora de metáforas incompatibles. Como epicentro original de la raza humana, África es muy antigua, si bien, al estar bajo control colonial, también es infantil. Una especie de feto viejo siempre a la espera de nacer que desconcierta a todas las comadronas. En una novela tras otra, en un cuento tras otro, África es a un tiempo inocente y corrupta, salvaje y pura, irracional y sabia.

En ese contexto literario racialmente cargado, el descubrimiento de Le Regard du roi [‘La mirada del rey’] de Camara Laye, publicado en inglés con el título de The Radiance of the King, resultó sobrecogedor. De repente, alguien reinventaba el viaje estereotipado a las tinieblas africanas de cuento de hadas, ya fuera para llevar luz, ya fuera para buscarla reimaginada. En la novela no solo se recurre a un vocabulario imagista complejo y netamente africano para emprender una negociación discursiva con Occidente, sino que también se explotan las imágenes de desamparo que el conquistador impone a la población autóctona: el desorden de Míster Johnson de Joyce Cary, la obsesión por los olores que encontramos en Los flamboyanes de Thika de Elspeth Huxley y la fijación europea con el significado de la desnudez que vemos en H. Rider Haggard, en Joseph Conrad o en prácticamente toda la literatura de viajes occidental.

El argumento de la obra de Camara Laye es, en pocas palabras, el siguiente: Clarence, un europeo, se ha trasladado a África por motivos que es incapaz de expresar. Desde su llegada, ha jugado, ha perdido y ha contraído deudas cuantiosas con sus compatriotas blancos. Y se esconde entre la población autóctona en una posada cochambrosa. Ya lo han echado del hotel de los colonialistas y el posadero africano también está a punto de expulsarlo. Entonces Clarence decide que la solución a su miseria es entrar al servicio del rey. Una densa multitud de aldeanos le impide acercarse al monarca y su propósito se recibe con desdén. Conoce a una pareja de granujas adolescentes y a un mendigo astuto que acceden a echarle una mano. Siguiendo sus consejos, se dirige al sur, donde se espera que vuelva a aparecer el rey. Su viaje, que no difiere demasiado de una peregrinación, permite al autor exponer y parodiar las sensibilidades paralelas de Europa y África.

Los tropos literarios de África son réplicas exactas de las percepciones de la condición de forastero: (1) la amenaza, (2) la depravación y (3) la incomprensibilidad. Y resulta fascinante observar el diestro manejo de esas percepciones por parte de Camara Laye.

1. La amenaza. Clarence, su protagonista, está aturdido por el miedo. A pesar de que señala que «las abundantes palmeras» están «destinadas [...] a la industria vinícola», el campo está «magníficamente ordenado» y la gente que vive en él le brinda «un buen recibimiento», ve tan solo inaccesibilidad, «hostilidad compartida». El orden y la claridad del paisaje no casan con la jungla amenazadora que tiene en la cabeza.

2. La depravación. Es Clarence quien sucumbe a la depravación al representar todo el horror de lo que los occidentales se imaginan como «la adopción del modo de vida indígena», el «sopor repugnante» que pone en peligro la masculinidad. Su disfrute flagrante de la cohabitación continuada y la sumisión con que reaccionan las mujeres son un reflejo de los apetitos de Clarence y de su ignorancia deliberada. Cuando los niños mulatos van poblando la aldea, Clarence, el único blanco de la zona, sigue preguntándose de dónde han salido. Se niega a creer lo evidente: que lo han vendido como semental para el harén.

3. La incomprensibilidad. El África de Camara Laye no es tenebrosa, está bañada de luz: la luz verde y acuosa del bosque, los matices rojo rubí de las casas y el terreno, el azul «insoportable» del cielo e incluso las escamas de las mujeres pez, que cabrillean «como túnicas de luna». Comprender los motivos, las sensibilidades diversas de los africanos (tanto los malvados como los benévolos), solo requiere dejar en suspenso la creencia en una diferencia insalvable entre los seres humanos.

La novela, que descifra el lenguaje renqueante de la usurpación de una patria por parte del extranjero, de la deslegitimación del indígena, de la inversión de demandas de pertenencia, nos permite vivir la experiencia de un blanco que emigra a África, solo, sin trabajo, sin autoridad, sin recursos e incluso sin apellido. No obstante, Clarence cuenta con una baza que siempre surte efecto en los países del Tercer Mundo, que no puede dejar de surtir efecto. Es blanco, dice, y, en consecuencia, válido por algún motivo inefable para ser consejero del rey, al que jamás ha visto, en un país que no conoce, entre gente a la que ni comprende ni desea comprender. Lo que empieza como la búsqueda de una posición de autoridad, como la huida del desdén de sus compatriotas, acaba siendo un intenso proceso de reeducación. Entre esos africanos, lo que se considera inteligencia no es el prejuicio, sino la sagacidad y la capacidad y la voluntad de ver, de suponer. El rechazo del europeo a reflexionar de manera coherente sobre hecho alguno, a excepción de los que atañen a su bienestar o su supervivencia, lo condena. Cuando por fin aflora la comprensión, lo deja destrozado. Esa investigación ficticia nos permite asistir a la desracialización de un occidental que vive la experiencia de África sin apoyo, protección ni consignas de Europa. Nos permite redescubrir o imaginar de nuevo lo que supone ser marginal, ninguneado, superfluo, extranjero; jamás oír pronunciar el propio nombre; verse despojado de historia o representación; ser mano de obra vendida o explotada para beneficio de una familia dominante, un empresario astuto, un régimen local.

Es un encuentro perturbador que puede ayudarnos a afrontar las presiones y fuerzas desestabilizadoras del recorrido de los pueblos por todo el planeta; presiones que pueden hacer que nos aferremos a otras culturas, a otras lenguas, o que las despreciemos; que clasifiquemos el mal según la moda del momento; que legislemos, expulsemos, adecuemos, depuremos y juremos lealtad a fantasmas y fantasías. Y, sobre todo, esas presiones pueden empujarnos a negar al forastero que llevamos dentro y a oponer una férrea resistencia a la condición universal de la humanidad.

Después de muchas tribulaciones, la luz acaba por aflorar poco a poco en el occidental de Camara Laye. Clarence hace realidad el deseo de conocer al rey, pero a esas alturas tanto él como su objetivo han cambiado. En contra del consejo de la gente del lugar, se arrastra desnudo hasta el trono. Cuando por fin ve al soberano, que no es más que un niño cubierto de oro, el «vacío aterrador» que hay en su interior, el vacío que lo ha protegido de la revelación, se abre para recibir la mirada real. Y esa apertura, ese desmoronamiento del blindaje cultural mantenido por miedo, ese acto de valor sin precedentes, es el principio de la salvación de Clarence, su éxtasis y su libertad. Envuelto en el abrazo del niño rey, sintiendo el latido de su joven corazón, Clarence lo oye murmurar estas exquisitas palabras de auténtica pertenencia, palabras que le dan la bienvenida a la raza humana: «¿Acaso no sabías que te esperaba?».

cap-5

El racismo y el fascismo

No debemos olvidar que, antes de que haya una solución final, tiene que haber una primera, una segunda e incluso una tercera. El proceso que lleva a una solución final no es un salto. Hace falta un paso, después otro y luego otro. Algo, tal vez, como esto:

1. Construir un enemigo interno que sirva para focalizar la atención y de distracción.

2. Aislar y demonizar a ese enemigo lanzando y defendiendo el empleo de insultos e improperios explícitos o velados. Utilizar ataques personales a modo de acusaciones legítimas contra dicho enemigo.

3. Buscar y crear fuentes y distribuidores de información dispuestos a reafirmar el proceso demonizador porque resulta rentable, otorga poder y funciona.

4. Contener toda expresión artística; controlar, desacreditar o expulsar a quienes cuestionen o desestabilicen los procesos de demonización y deificación.

5. Minar y difamar a todos los representantes o simpatizantes del enemigo creado.

6. Reclutar entre el enemigo a colaboradores que aprueben el proceso de desposeimiento y puedan hacerle un lavado de cara.

7. Conferir un carácter patológico al enemigo en ambientes académicos y medios de masas; por ejemplo, reciclar el racismo científico y los mitos de la superioridad racial con el objetivo de dar carta de naturaleza a esa patología.

8. Criminalizar al enemigo. A continuación, preparar, presupuestar y racionalizar la construcción de espacios de confinamiento para el enemigo, en especial los hombres y a toda costa los niños.

9. Premiar la simpleza y la apatía con espectáculos monumentalizados y con pequeños placeres, breves seducciones: unos cuantos minutos en la televisión, unas pocas líneas en la prensa; cierto seudoéxito; la ilusión de poder e influencia; un poco de diversión, un poco de estilo, un poco de trascendencia.

10. Mantener el silencio a toda costa.

En 1995 el racismo puede ponerse un traje nuevo, comprarse unas botas nuevas, pero ni él ni su súcubo gemelo, el fascismo, son nuevos ni capaces de nada nuevo. Solo puede reproducir el entorno que respalda su propia condición: el miedo, el rechazo y una atmósfera en que sus víctimas han perdido las ganas de luchar.

Las fuerzas interesadas en soluciones fascistas a los problemas nacionales no se encuentran en un partido político u otro, ni en ninguna facción concreta de uno de esos partidos. Los demócratas no tienen un historial inmaculado en lo que al igualitarismo respecta. Y tampoco pueden los liberales alardear de no haber buscado la dominación. Entre los republicanos ha habido tanto abolicionistas como supremacistas blancos. Conservadores, moderados liberales; derecha, izquierda, extrema izquierda, extrema derecha; religiosos, laicos, socialistas: no debemos dejar que tales etiquetas al estilo Pepsi-Cola y Coca-Cola nos engañen, ya que la genialidad del fascismo consiste en que cualquier estructura política es capaz de albergar su virus y casi cualquier país desarrollado puede ser un terreno abonado. El fascismo habla de ideología, pero en realidad no es más que marketing, marketing en busca de poder.

Se reconoce por su necesidad de purgar, por las estrategias que emplea para conseguirlo y por su horror a los planteamientos realmente democráticos. Se reconoce por su empeño en transformar todos los servicios públicos en sociedades privadas, en instigar el ánimo de lucro en todas las organizaciones que no lo tienen, de modo que desaparezca la fosa estrecha pero protectora entre gobierno y empresa. Convierte a los ciudadanos en contribuyentes, con lo que los individuos se enfurecen con solo oír hablar del bien común. Convierte a los vecinos en consumidores, con lo que la medida de nuestro valor como seres humanos no estriba en nuestra humanidad, nuestra compasión o nuestra generosidad, sino en lo que poseemos. Convierte la paternidad en pánico, con lo que votamos contra los intereses de nuestros hijos; contra su propia asistencia sanitaria, su propia educación y su propia seguridad frente a las armas. Y al efectuar esas transformaciones, engendra al capitalista perfecto, dispuesto a matar a un ser humano por un producto (unas deportivas, una chaqueta, un coche) o a generaciones enteras por el control de determinados productos (el petróleo, la droga, la fruta, el oro).

Cuando nuestros miedos estén prácticamente serializados, nuestra creatividad censurada, nuestras ideas comercializadas, nuestros derechos vendidos, nuestra inteligencia transformada en eslóganes, nuestra fuerza reducida, nuestra intimidad subastada; cuando la teatralización, el valor en términos de espectáculo y la mercantilización de la vida se hayan completado, nos descubriremos viviendo no en un país, sino en un consorcio de industrias que nos resultará del todo ininteligible, excepto lo que veamos por una pantalla, oscuramente.

cap-6

La patria

El año pasado, una colega me preguntó dónde había ido al colegio de niña. Le contesté que en Lorain, en el estado de Ohio.

—¿Y en aquellos colegios ya se había abolido la segregación? —me dijo entonces.

—¿Cómo, disculpa? En los años treinta y cuarenta no estaban segregados, no hacía falta abolir nada —le respondí—. Además, teníamos un instituto y cuatro centros de secundaria.

Entonces me di cuenta de que, en realidad, ella tendría unos cuarenta años cuando se hablaba de manera generalizada de la abolición de la segregación. Me di cuenta de que había vivido en una burbuja y de que la temprana diversidad de la población donde me había criado no era habitual en el resto del país. Antes de marcharme de Lorain para ir a Washington, DC, luego a Texas, después a Ithaca y más tarde a Nueva York, tenía la impresión de que todos los sitios eran más o menos así y solo cambiaba el tamaño. No podría haber estado más equivocada. Fuera como fuese, las preguntas de mi colega me llevaron a pensar de nuevo en esta parte de Ohio y en lo que recordaba de mi lugar de origen, en cierto sentido de mi patria. Esta zona (Lorain, Elyria, Oberlin) no es igual que cuando yo vivía allí, pero de algún modo da igual, porque la patria es el recuerdo y los compañeros o amigos que comparten ese recuerdo. Y tan importantes como el recuerdo, el lugar y la gente del lugar de origen de cada cual es el concepto de patria en sí. ¿A qué no referimos cuando hablamos de «patria»?

La pregunta es relativa, puesto que el destino del siglo XXI estará determinado por la viabilidad o el fracaso de un mundo compartible. La cuestión del apartheid cultural o la integración cultural es crucial para todos los gobiernos y determina nuestra percepción de las distintas formas en que la intervención política y la cultura provocan el éxodo de poblaciones enteras (voluntario o impuesto); asimismo, plantea complejas cuestiones relativas al desposeimiento, la recuperación y el refuerzo de mentalidades de asedio. ¿Cómo pueden los individuos ser opositores o cómplices del proceso de alienación que supone la demonización de los demás, un proceso que puede infectar el santuario geográfico del forastero con la xenofobia del país? Acogiendo a inmigrantes o importando esclavos por motivos económicos y relegando a sus hijos a una versión moderna de los «muertos vivientes». O dejando a toda una población autóctona, en algunos casos con una historia de cientos o incluso miles de años, reducida a forasteros despreciados en su propio país. O aplicando la indiferencia privilegiada de un gobierno mientras una inundación de proporciones casi bíblicas destruye una ciudad entera, ya que sus habitantes constituían un excedente de negros o pobres sin medios de transporte, agua, alimentos o ayuda, abandonados a su propia suerte y obligados a nadar, caminar trabajosamente o morir en aguas fétidas o en desvanes, hospitales, cárceles, avenidas y centros de confinamiento. Esas son las consecuencias de una demonización constante; esa es la cosecha de la vergüenza.

Sin duda, el desplazamiento de poblaciones amenazadas que implica recorrer y cruzar fronteras no es nada nuevo. El éxodo forzado o entusiasta a un territorio extraño (psicológico o geográfico) está grabado a fuego en la historia de todos los cuadrantes del mundo conocido, desde las expediciones de africanos por China y Australia hasta las intervenciones militares de romanos, otomanos y pueblos de otras partes de Europa, pasando por incursiones comerciales para satisfacer los deseos de toda una serie de regímenes, monarquías y repúblicas. De Venecia a Virginia, de Liverpool a Hong Kong. Todos ellos y otros muchos trasladaron las riquezas y el arte que encontraron a otros territorios. Y todos ellos dejaron ese suelo extranjero manchado con su sangre o la trasplantaron a las venas de los conquistados, o ambas cosas. Asimismo, a su paso, las lenguas de conquistados y conquistadores fueron llenándose de palabras de condena mutua.

La reconfiguración de alianzas políticas y económicas y la redistribución casi instantánea de los Estados nación fomentan o impiden la reubicación de grandes poblaciones. Dejando a un lado el momento de máximo apogeo del comercio de esclavos, en ningún momento de la historia han sido tan intensos como ahora los desplazamientos generalizados de población. Implican la reubicación de trabajadores, intelectuales, refugiados, comerciantes, inmigrantes y ejércitos que cruzan mares y continentes, que llegan por pasos fronterizos o rutas ocultas, con historias muy variadas contadas en lenguajes muy variados de comercio, de intervención militar, persecución política, exilio, violencia, pobreza, muerte y humillación. Cabe poca duda de que la redistribución voluntaria o involuntaria de población por todo el planeta figura en primer lugar en el orden del día del Estado, las salas de juntas, los barrios, las calles. Las maniobras políticas para controlar esos desplazamientos no se limitan a la vigilancia de los desposeídos. El traslado de la clase administradora y diplomática a puestos de avanzada de la globalización, así como el despliegue de unidades y bases militares, desempeñan un papel destacado en los intentos legislativos de ejercer autoridad ante el flujo constante de personas. Esa avalancha humana ha transfigurado el concepto de ciudadanía y alterado la percepción que tenemos del espacio tanto público como privado. La tensión se ha hecho evidente en toda una serie de designaciones híbridas de la identidad nacional. En las descripciones de la prensa, el lugar de origen ha acabado siendo más revelador que la nacionalidad, y se identifica a alguien como «ciudadano alemán de origen tal y tal» o «ciudadano británico de origen tal y tal». Y eso mientras se ensalza un nuevo cosmopolitismo, una especie de ciudadanía cultural muy estratificada. La reubicación de poblaciones ha exacerbado y perturbado el concepto de la patria y ampliado el espectro de la identidad más allá de las definiciones de la ciudadanía para incluir aclaraciones sobre la condición de forastero. La pregunta «¿Quién es el forastero?» nos conduce a percibir una amenaza implícita e intensificada dentro de «la diferencia». Lo constatamos en la defensa del autóctono frente al forastero, en la incomodidad ante la sensación personal de ser de un lugar o de otro («¿Soy yo el forastero en mi propia casa?»), en la intimidad no deseada en vez de la distancia de seguridad. Quizá la característica más definitoria de nuestra época sea que los muros y las armas vuelven a tener una presencia tan destacada como en la Edad Media. Las fronteras permeables se consideran en determinados ambientes zonas de amenaza y de cierto caos, de modo que, se trate de algo real o imaginario, la separación forzosa se postula como la solución. Los muros y la munición funcionan, en efecto. Durante un tiempo. Pero al final acaban siendo fracasos estrepitosos, y los ocupantes de tumbas improvisadas o sin nombre y de fosas comunes son un recordatorio constante de ello a lo largo de toda la historia de la humanidad.

Analicemos otra consecuencia de la utilización flagrante y violenta de la condición de forastero: la limpieza étnica. No solo seríamos negligentes, sino irrelevantes, si no abordáramos la condena a la que se enfrentan en la actualidad millones de personas reducidas a la categoría de animal, insecto o elemento contaminador por parte de países con un poder absoluto e impenitente para decidir quién es forastero y si vive o muere en su patria o lejos de ella. Ya he mencionado que la expulsión y la matanza de «enemigos» son tan viejas como la historia, pero hay algo nuevo y desmoralizador en el siglo pasado y en este. En ningún otro período histórico hemos sido testigos de tal profusión de agresiones contra gente designada «distinta a nosotros». Ahora, como han visto en los dos últimos años, la pregunta política fundamental es: «¿Quién o qué es un estadounidense?».

Por lo que he deducido del trabajo de quienes han estudiado la historia del genocidio (su definición y su aplicación), parece existir un patrón. Los Estados nación, los gobiernos en busca de legitimidad e identidad, por lo visto son capaces de y están decididos a definirse mediante la destrucción de un «otro» colectivo. Cuando los países europeos estaban sometidos al fortalecimiento del poder real, podían consumar esa matanza en otros territorios, ya fuera en África, América del Sur o Asia. Australia y Estados Unidos, que se autoproclamaron repúblicas, tuvieron que recurrir a la aniquilación de todos los pueblos autóctonos, o a la usurpación de sus tierras, para crear nuevos Estados democráticos. La caída del comunismo dio lugar a un amplio abanico de países nuevos o reinventados que establecieron su condición de Estados mediante la «limpieza» de comunidades. Daba exactamente igual que sus objetivos pertenecieran a otra religión, raza o cultura: se encontraban motivos primero para demonizarlos y luego para expulsarlos o asesinarlos. En aras de una supuesta seguridad, de la hegemonía o de la simple apropiación de tierras, se concibió a los forasteros como la suma total de los males del país putativo. Si los expertos están en lo cierto, vamos a asistir a oleadas bélicas más frecuentes y más ilógicas, concebidas por los dirigentes de los países en cuestión para afianzar su control. Las leyes no pueden detenerlos y tampoco cantidad alguna de oro. Las intervenciones solo sirven para provocar.

cap-7

El lenguaje bélico

Al intentar aprehender las ventajas y dificultades que plantea la globalización, se ha hecho necesario reconocer que el término se resiente de su propia historia. No es lo mismo que el imperialismo, ni que el internacionalismo, ni tampoco que el universalismo. Sin duda, una distinción fundamental entre la globalización y sus predecesores es que en gran medida se caracteriza por su velocidad: pensemos en la rápida reconfiguración de las alianzas políticas y económicas, así como en la recomposición casi instantánea de Estados nación. Esas dos redefiniciones fomentan o impiden la reubicación de grandes cantidades de personas. Dejando a un lado el momento de máximo apogeo de la trata de esclavos, en ningún momento de la historia han sido tan intensos como ahora los desplazamientos generalizados de población. Implican la distribución de trabajadores, intelectuales, refugiados, comerciantes, inmigrantes y ejércitos que cruzan mares y continentes, que llegan por pasos fronterizos o rutas ocultas, y que hablan en lenguajes muy variados de comercio, de intervención política, de persecución, exilio, violencia y pobreza. Cabe poca duda de que el desplazamiento voluntario o involuntario de población por todo el planeta figura en primer lugar en el orden del día del Estado, las salas de juntas, los barrios, las calles. Las maniobras políticas para controlar esos desplazamientos no se limitan a la vigilancia de los desposeídos. El traslado de las clases administradoras y diplomáticas al puesto de avanzada de la globalización, así como el despliegue de nuevas unidades y bases militares, desempeñan un papel destacado en los intentos legislativos de ejercer autoridad sobre el flujo constante de personas.

Esa avalancha humana a escala planetaria ha alterado y transfigurado el concepto de ciudadanía. La tensión se ha hecho evidente en toda una serie de designaciones híbridas de la identidad nacional aparecidas en Estados Unidos, en descripciones de la prensa en que el lugar de origen es más significativo que la nacionalidad. Se describe a alguien como «ciudadano alemán de tal origen» o «ciudadano británico de tal origen», y todo eso mientras se ensalza un nuevo cosmopolitismo, una especie de ciudadanía cultural. La reubicación de poblaciones exacerbada por la globalización ha perturbado y «mancillado» el concepto de la patria y ampliado el espectro de la identidad más allá de las definiciones de la ciudadanía para incluir aclaraciones sobre la condición de forastero. La pregunta «¿Quién es el forastero?» nos lleva a percibir una amenaza implícita dentro de «la diferencia». Sin embargo, los intereses de los mercados internacionales pueden absorber todas esas preguntas y, de hecho, prosperan gracias a una gran variedad de diferencias, cuanto más sutiles y excepcionales, mejor, dado que cada «diferencia» equivale a un segmento de consumidores más específico e identificable. Esos mercados pueden reconstituirse hasta la saciedad en función de cualquier definición ampliada de la ciudadanía, de identidades proliferantes y cada vez más reducidas, y también de las perturbaciones de una guerra planetaria. No obstante, el desasosiego se cuela sigilosamente en el debate sobre esa beneficiosa capacidad de transformación cuando se aborda la otra cara de la moneda de la ciudadanía. La naturaleza camaleónica de la economía internacional provoca la defensa de lo local y plantea nuevas preguntas con respecto a la condición de forastero, una condición que en este caso hace pensar en la intimidad, más que en la distancia («¿Es mi vecino?») y provoca una profunda incomodidad personal con la propia sensación de ser de un lugar o de otro («¿Es de los nuestros? ¿Soy yo el forastero?»). Esas preguntas complican el concepto de pertenencia, de patria, y son reveladoras de la alarma evidente en muchos lugares ante las lenguas oficiales, prohibidas, no controladas, protegidas y subversivas.

Hay cierta consternación ante lo que han hecho o pueden llegar a hacer los norteafricanos con el francés, ante lo que han hecho con el alemán los turcos o ante la negativa de algunos catalanohablantes a leer o incluso hablar en español. Ante el empeño en enseñar el gaélico en los colegios, el estudio universitario del ojibwa, la evolución poética del nuyorriqueño. Incluso ante algunos intentos endebles (y en mi opinión mal orientados) de organizar algo denominado «inglés afroestadounidense».

Cuanto más acaba la globalización con las diferencias entre las lenguas (al pasarlas por alto, al pervertirlas o al fagocitarlas), más apasionadas se vuelven esas protecciones y esas usurpaciones. Y es que la lengua (la lengua en la que soñamos) es la patria.

Considero que en las humanidades, y en concreto en la rama de la literatura, esos antagonismos se convierten en terreno fértil para la creatividad, y con ello mejoran el clima entre culturas y pueblos itinerantes. Los escritores son fundamentales para ese proceso por toda una serie de razones, entre las que destaca su talento para retorcer el lenguaje, para extraer de sus variedades, de su léxico poroso y de los jeroglíficos de la pantalla electrónica un mayor significado, más intimidad y, lo que no es baladí, más belleza. Esa labor no es nueva para los escritores, pero sí lo son las dificultades, dado que todas las lenguas, mayoritarias y dominantes o minoritarias y protegidas, se tambalean ante las imposiciones de la globalización.

A pesar de todo, el efecto de la globalización en la lengua no siempre es perjudicial. También puede dar lugar a circunstancias peculiares y fortuitas en las que una creatividad profunda brote de la necesidad. Permítanme apuntar a modo de ejemplo un caso en el que ya se han producido cambios sustanciales en el discurso público a medida que la comunicación anega prácticamente todos los terrenos. Históricamente, el lenguaje de la guerra ha sido noble, evocando la calidad enriquecedora del discurso guerrero: la elocuencia del lamento por los muertos; el valor y el honor de la venganza. Ese lenguaje heroico, plasmado en epopeyas por Homero o Shakespeare, así como por los estadistas, solo tiene rival en cuanto a fuerza y belleza en el lenguaje religioso, con el que a menudo se funde. En ese despliegue de lenguaje bélico, desde antes de Cristo hasta el siglo XX, ha habido altibajos. Nada más concluir la Primera Guerra Mundial se produjo un momento de desconfianza y desprecio hacia ese lenguaje, cuando escritores como Ernest Hemingway y Wilfred Owen, entre otros, sacaron a la palestra las carencias de términos como «honor», «gloria», «valentía» o «valor» a la hora de describir la realidad de la contienda; la indecencia de esas palabras se relacionaba con la carnicería de 1914-1918.

«Siempre me han avergonzado las palabras “sagrado”, “glorioso” y “sacrificio” y la expresión “en vano”. Las habíamos oído, a veces bajo la lluvia, casi inaudibles. [...] [Y]o no había visto nada sagrado, las cosas que antes eran gloriosas ahora carecían de gloria y los sacrificios eran como los de los mataderos de Chicago, aunque la carne solo servía para ent

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