Sofía
I will not wait to love as best as I can.
We thought we were young and that there would be time to love well sometime in the future. This is a terrible way to think. It is no way to live, to wait to love.
DAVE EGGERS, What is the What
Quiero contarte una historia de amor, la tuya. Aunque sabrás, supongo, que no todas las historias de amor acaban bien. Esas cosas pasan, Sofía. Pero, claro, qué te voy a decir a ti, que ya lo sabes todo.
Llevo tiempo pensando en cómo contarte esto. Por dónde empezar. Los comienzos son importantes: condicionan el resto de la historia. Conocí a tu padre en la universidad. En esa época éramos solo dos chicos amables y guapos. Inocentes. Ahora los dos tenemos algunas arrugas más en la frente, en la comisura de los labios. Arrugas también, si me permites la cursilada, en el corazón. Pero entonces no. Éramos dos buenos chicos con la vida por delante. Teníamos muchos sueños, ambiciones. Por aquel entonces, cada uno tenía una pareja, pero ya sabes lo que ocurre cuando tienes dieciocho años: las cosas vienen y van. No es como ahora, que todo pesa y amarra. Ahora hay hijos e hipotecas, trabajos indefinidos. Las decisiones antes eran ligeras. Un día podías hacer una cosa, el otro, otra. Todo tenía un peso relativo. Si no salía bien, había una vida entera para cambiarlo.
Nos pasamos los años de la carrera viéndonos, observándonos. En los pasillos de la universidad, en alguna fiesta, en clase. Nos mirábamos. A veces incluso hablábamos, pero después cada uno volvía a su vida. Tu padre siempre fue un chico serio. A mí me gustaba imaginar que un día, después de muchos años, me lo encontraría y ya seríamos mayores. En aquel tiempo, ser mayor significaba tener veinticinco años y un piso. Decorar una casa, tener un trabajo lleno de reuniones. Tomarse un gin-tonic al atardecer.
Le perdí de vista un tiempo. Acabé mis carreras, empecé la tesis, viajé. Vi lo peor y lo mejor. Acumulé experiencias, porque de niña me enseñaron que en la vida hay que hacer de todo. Me convertí en muchas personas distintas y viví en puntos opuestos del mundo. Tomé buenas decisiones, muy malas también. Incluso hay algunas que aún no he tomado. Entendí que la mayoría de nosotros acabaríamos convirtiéndonos en equilibristas que habitan las lindes de lo escarpado. El abismo estaba siempre ahí. No me malentiendas, no es una metáfora. Los años te hacen entender que hace falta muy poco para echarlo todo a perder.
Durante ese tiempo leí mucho. Comprendí algunas de las cosas de las que hablaban los libros. Las otras las busqué en personas que, a menudo, fueron las equivocadas. No te creas, Sofía, que esto de acertar en la vida es fácil. Pero sobre todo me quedé con una cosa: cada vez hay más piedras en esa mochila que todos llevamos. Peso: esa es la palabra.
El primer libro que leí siendo adolescente fue Carta a un niño que nunca nació, de Oriana Fallaci. Me pareció denso. Pensé que la autora era tonta por tener esas dudas. Debería haber decidido traer al mundo a aquel niño desde el principio. Fíjate. Tenía trece años y creía que en la vida uno toma decisiones por adelantado, antes de que se lleguen a materializar. Como quien se pide una pizza por teléfono. Yo me pedí muchas cosas. Haré esto, haré aquello. Me las prohibí: no haría nunca eso, tampoco aquello. Dije exactamente lo que quería en la vida y definí en lo que me convertiría. Mi madre me lo advirtió: no todo es tan simple como parece.
Cuando cumplí los veinticuatro escribí en mi diario una sola frase: no me quiero morir. Estaba en Perú. Había comprendido que el hecho de acumular expe