1
Era mayo y los campos de colza estaban en flor. El sol centelleaba en el verde claro de las hojas de los árboles. Los prados se veían salpicados de diente de león y trébol, y el viento traía un ligero olor salino desde el mar. Los rayos de sol de aquella tarde casi veraniega caían revoloteando entre el follaje de los robles que bordeaban la subida a Lulinn. Al final de la avenida se divisaba la casa señorial, añosa y cubierta de hiedra. A lo largo del camino de entrada pastaban caballos de raza Trakehner. Dos se perseguían galopando por la dehesa. Otro se había parado, con la cabeza bien alta, junto a la valla, y relinchaba sonoramente.
Aunque vivía casi todo el año en Berlín, a Belle Lombard nunca se le habría ocurrido decir que tenía otro hogar que no fuese Lulinn.
—Soy de la Prusia Oriental —se cuidaba de responder cuando le preguntaban por su origen, y añadía para aclarar—: de Lulinn. La finca es de la familia desde hace trescientos años. Está cerca de Insterburg… O sea, no lejos de la frontera lituana.
Con solo pronunciar las palabras «Lulinn» e «Insterburg», la invadía tal nostalgia que le parecía que no podría soportar Berlín ni un segundo más. Claro que le gustaba la ciudad, vivía en ella, trabajaba en ella, tenía un montón de amigos, pero Lulinn… era una cosa muy distinta. Lulinn era los campos de maíz hasta donde alcanzaba la vista en verano y, en invierno, orondos montoncitos de nieve sobre las vallas de la dehesa; era arándanos en otoño, y el olor de hojarasca y setas; era los gansos salvajes en el cielo, volviendo del sur como primeros mensajeros de la primavera. Lulinn: robles centenarios y lupinos silvestres, las sombras color gris azulado del bosque en el horizonte, el aroma pesado de jazmín en el viento y de pan de comino recién horneado que llegaba desde la cocina del sótano. La abigarrada rosaleda ante el portal, el tabletear de los zuecos de madera cuando los criados y las chicas de servicio comenzaban muy de mañana el trabajo cotidiano, el susurro del follaje de los frutales del huerto y las suntuosas camas de plumas, blancas como la nieve, que siempre olían tan bien porque Jadzia, el ama de llaves polaca, secaba las sábanas de lino al aire libre después de lavarlas y estas se impregnaban del aroma de heno fresco, flores y hierbas.
En Lulinn parecía que el tiempo se había refrenado y se había acostumbrado a transcurrir más lento, y Belle pensó que era una simetría invariable de todas las cosas lo que daba a la finca su encanto. Fuera de allí, el mundo se mostraba a veces indiferente, pérfido, incluso despiadado, pero en Lulinn había estabilidad y, al abandonar sus muros de nuevo tras un par de días, una se sentía protegida contra todos los conflictos a los que la vida pudiese enfrentarla.
«Todo irá bien», pensó Belle también esta vez, mientras el Armstrong Siddeley color chocolate recién lavado de su tía recorría la avenida de robles. ¡Cómo olían las lilas! Volvió la cabeza y observó a la mujer que conducía. La tía Modeste la había recogido en la estación de Insterburg y, desde entonces, no había dejado de lamentarse sobre el tiempo que consumía aquella tarea.
—Como si una no tuviese nada mejor que hacer —refunfuñó otra vez.
«Cómo puede alguien estar de tan mal humor, cuando tiene la suerte de vivir todo el año en Lulinn», se preguntó Belle en silencio. Ella y Modeste nunca habían podido soportarse. Modeste pensaba que Belle era impertinente y engreída, y que tenía la desafortunada tendencia a meter la pata en cualquier situación. Por el contrario, Belle opinaba que Modeste era falsa e insidiosa, y que era insoportable que tuviese que tener siempre la razón. Modeste se había casado hacía ocho años con un hombrecito bajo y delgado, hijo de un comerciante de Insterburg, al que manejaba como quería y que se tenía por una especie de misionero; de una manera enervante e insustancial, interrogaba sin descanso a todos los habitantes de Lulinn sobre sus problemas más secretos, y no se inmutaba siquiera ante las preguntas más íntimas. Luego se iba de la lengua, también en círculos más amplios, sobre lo que había averiguado. Sea como fuere —nadie lo hubiese creído capaz, ante su desconsolada delgadez—, en sus ocho años de matrimonio ya había concebido cuatro hijos, y por entonces Modeste estaba embarazada del cuarto, motivo por el cual ella montaba escándalos, jadeaba y se quejaba. «Pero, seguramente, es verdad que no le resulta fácil —pensó Belle en un arranque de compasión—. Está como una bola.»
—Hace un calor de pleno verano —suspiró Modeste, y se secó el sudor del rostro enrojecido—. No hay quien lo aguante. Mucho menos en mi estado.
—¿Por qué llevas, además, un vestido negro, tía Modeste? Solo lo hace peor.
Modeste se convirtió de inmediato en la viva imagen de la indignación.
—¿Has olvidado que estoy de luto? Pero, claro, tampoco es que apreciases a mis padres.
Los padres de Modeste habían muerto muy seguidos, y la verdad es que Belle no podía decir que le hubiese dolido especialmente; aunque siempre asusta cuando muere alguien cercano, incluso si tiene un carácter tan agrio como la vieja tía Gertrud o es un auténtico nazi como su esposo Victor. Modeste, sin embargo, había puesto el dedo en la llaga.
—A mi pobre madre le hacías la vida imposible —añadió—. La contradecías sin parar…
—Bah, Modeste. Yo era una enana y tuve mi fase terca como todos los niños. Nadie tenía por qué tomarme en serio.
Modeste observó casi con rencor el rostro de la joven. «Esa piel blanca tan lisa —pensó—, ¿y cómo puede brillarle tanto el pelo? ¡Qué guapa es y qué joven!»
—Mi madre tenía que ocuparse de todo —continuó—, porque la tuya apenas se dejaba ver. La señora va a lo suyo y los demás le tienen que hacer el trabajo. ¡Menuda ética!
Belle entornó los párpados.
—Deja a mamá en paz. Hace más por todos que nadie.
—Sí, sí… —masculló Modeste. El coche había llegado al portal y pisó el freno. Suspiró, pues sabía lo difícil que le resultaría sacar su enorme cuerpo del automóvil—. Pronto estarás tú igual —profetizó huraña señalándose la tripa.
—Es posible —contestó Belle, tranquila y decidida a no enfadarse con Modeste.
Estaba en Lulinn y era feliz. Era el 20 de mayo de 1938. Belle Lombard había ido a Lulinn a casarse.
Joseph Blatt, el marido de Modeste, salió al encuentro de las dos mujeres. Se lo veía más delgado y pálido que nunca. Como de costumbre, no podía controlar su largo cuello y adelantaba la cabeza con cada paso, como un pollo.
—¡Mi querida Belle! —gritó histriónico, y la estrechó contra su pecho. Luego la separó un poco y le guiñó un ojo cómplice—. ¿Qué? ¿Cómo está la joven novia? ¿Un poco nerviosa o qué? ¿Estás bien? ¿O quieres hablar?
Saltaba a la vista que ardía en deseos de darle un par de consejos antes del paso hacia lo desconocido, pero Belle no tenía intención de permitírselo.
—Me va estupendamente, tío Joseph —contestó alegre.
Pareció desencantado.
—¿Sí? Eso está bien… Por cierto, te vi hace poco en Corazón inmortal. La proyectan en el cine de Insterburg. Estabas muy guapa.
—Yo no conseguí reconocerte —dijo enseguida Modeste—. ¡Tenías un papel tan pequeño…! La Söderbaum, sin embargo, estaba impresionante.
Belle se encogió de hombros. Hacía dos años que trabajaba en los estudios de la UFA y no había pasado aún de los papeles de figurante, aunque ya contaba con eso cuando se decidió por la carrera de actriz. Hizo caso omiso de la pulla de Modeste y preguntó:
—¿Quién de la familia está ya aquí?
—¡Casi todos! —Joseph sonrió contento. Adoraba el papel de anfitrión que recibía a su amplia parentela con los brazos abiertos—. Tu tío Jo llegó ayer, con Linda y Paul. Y están también Serguéi y Nicola. Han venido con Anastasia.
Jo, Johannes Degnelly, era el hermano de la madre de Belle. Era abogado en Berlín y siempre había sido para Belle una especie de figura paterna. Quería mucho a aquel señor canoso, de ojos melancólicos y carácter meditabundo. Le gustaba también su esposa Linda, aunque ella, aun teniendo ya cuarenta y dos años, seguía jugando a ser la ingenua muñequita de ojos redondos que había sido de muchacha. A quien más quería, sin embargo, era a Paul, el hijo de ambos. Tenía veintidós años, tres más que ella, y era un hombre tranquilo, algo soñador, con una pasión singular por los coches y los motores. Despertaba en Belle instintos maternales y de protección. De niños, decidieron casarse cuando fuesen mayores y, entretanto, habían llegado a ser amigos del alma.
En la puerta, Belle se tropezó con su tía segunda Nicola, una hermosa mujer de rasgos algo tristes. Siendo una niña, Nicola había tenido que huir de la revolución en Petrogrado, en la que había perdido a sus padres, y de joven se había encaprichado del tan encantador como tarambana exiliado ruso Serguéi Rodrov, que de hecho acabó llevándola al altar; aunque, desde entonces, no había dejado duda alguna de que, en el fondo, la despreciaba por su cariño. En lo profesional, a Serguéi ya no le iba tan bien. Antaño había ganado una ingente cantidad de dinero en una inmobiliaria de Berlín. Sin embargo, después de que su patrón se hundiese en el gran crac del viernes negro de 1929, el éxito había rehuido a Serguéi. Al final decidió asentarse con su familia en Breslavia, donde trabajaba como administrativo para una empresa de construcción y tenía una aventura con su secretaria. A Nicola se le notaban en la cara las noches en vela en las que lo esperaba. Su hija Anastasia, una niña de ocho años con una larga melena negra, a la que la familia apodaba «Anne», era el típico ejemplo de hija de familia desestructurada. Se chupaba aún con fuerza el pulgar, se mordía continuamente las uñas, gritaba en sueños y llamaba la atención en la escuela con su comportamiento agresivo. Odiaba a su padre porque él no le prestaba atención.
—Ah, Belle —dijo Nicola con aire distraído; parecía que había llorado—. ¿Dónde está tu prometido?
—Llega pasado mañana; hoy y mañana tiene función en Berlín. ¿Cómo estás tú, Nicola?
—Bien —sonaba poco convincente—. Es bonito estar aquí de nuevo.
Se sostuvieron la mirada: Nicola frustrada, y Belle, con su confianza y su alegría despreocupada. «Pronto vas a saber tú también cómo es la vida, cómo son los hombres…», pensó Nicola.
Como un fantasma, Jadzia, el ama de llaves polaca, salió de la penumbra del fresco corredor. Sostenía dos grandes jarras de suero de mantequilla en las manos.
—Comida está. No va mejorar por estar en mesa. Enfría porque las señoras hablan y hablan.
Jadzia, vieja, menuda y lista, no tenía respeto por nadie. Su palabra valía en Lulinn más que la de Modeste, a pesar de que ella fuese la señora oficial.
—Vamos enseguida, Jadzia. Tengo que lavarme las manos. —Belle subió la escalera.
Su cuarto tenía papel pintado de flores y un balconcito ante el que crecía un manzano, cuyas ramas casi entraban por la ventana. El sol del atardecer pintaba manchas rojizas en el suelo de madera, olía a pino y a hierba templada. Belle aspiró con fuerza. Se quitó el sombrero y, mientras se lavaba las manos, se contempló en el espejo. Max había dicho que tenía los ojos más bonitos del mundo y que nunca había visto unos iguales.
«Son totalmente grises, Belle, como un mar bajo la lluvia, pero inmóvil, frío y remoto. No tienen calidez tus ojos, y eso es lo que me fascina y, a la vez, me inquieta.»
Era típico de Belle prestar atención solo a las palabras de él que le gustaban. Y lo que decía de la falta de calidez en sus ojos no le molestaba; según su experiencia, los hombres enamorados interpretaban los ojos de una mujer a su antojo y, a menudo, una podía hacer caso omiso de la mitad sin dudarlo. Pero si él la encontraba hermosa, es que la encontraba hermosa, y eso había sido decisivo.
Max Marty tenía treinta y ocho años y, por tanto, casi veinte más que Belle. Había pasado su niñez en Roma, siendo como era hijo del famoso actor Massimo Marti y de su caprichosa esposa alemana, que no había dado un respiro a la familia con sus locas ocurrencias. Max y su padre nunca se habían entendido, por lo que el hijo, en cuanto acabó la escuela, se marchó a Alemania y estudió Arte Dramático en Berlín, con Max Reinhardt. Que, a partir de entonces, escribiese su apellido con «y» en vez de con «i» al final, respondía a dos razones: por un lado, le parecía, como el joven exaltado que había sido, interesante; por otro, también significaba para él un alejamiento de su padre. Quería marcar una clara diferencia entre él y Massimo.
«En realidad, podría llamar aún a Max —pensó Belle—. Si tengo suerte, lo pillo antes de que salga para el teatro.»
El teléfono estaba en el salón, donde a esa hora no habría nadie. Mientras Belle esperaba la conexión, miró a su alrededor, y un sentimiento de paz se fue extendiendo en ella. El secreter rococó, las cortinas de seda azul en las ventanas, la soberbia alfombra persa. Un esplendor adquirido y conservado durante siglos, del que todos obtenían la seguridad en sí mismos con la que vivían.
—¿Diga? —sonó la voz de Max.
Como siempre, Belle sintió de inmediato la electricidad que había entre ellos.
—¿Max? Soy yo, Belle. ¡Estoy en Lulinn!
Max se rio como para sí.
—¡Lulinn! La palabra mágica. ¿Cómo estás?
—Genial. Pero te echo de menos. Más vale que no te eches atrás y estés en el tren de pasado mañana a Insterburg.
—No me atrevería. Me perseguirías por medio mundo.
—No estés tan seguro. Igual atrapo enseguida a otro hombre y vivo feliz y contenta con él.
Eran las bromas habituales entre ellos, pero la risa de ambos sonó algo forzada, y había momentos, eso lo comprendía Belle, en que entre ella y Max no todo funcionaba. Había conseguido, sea como fuere, que él accediese a la boda, pero la verdad era que no estaba igual de empeñado que ella en casarse. Algo no iba bien, pero Belle no indagó en lo que era. Recordó una discusión que había tenido con Max unos días antes. Estaban con un par de amigos en un café, donde se discutía con vehemencia sobre la anexión de Austria a Alemania en marzo, y sobre el abierto rearme de la Wehrmacht.
Belle se había aburrido y se lo había echado en cara a Max de camino a casa.
—Cuando estás hablando con tus amigos, te olvidas por completo de que estoy. Te da exactamente igual si me duermo con vuestras interesantísimas conversaciones.
Max se había enfadado.
—¡Dormirte! ¡Dormirte! ¿Sabes lo que está pasando en Alemania? ¿Tienes claro que…?
—¿Podrías hablar un poco más bajo? —bufó Belle—. Estamos en medio de la calle.
Max bajó la voz.
—Te da lo mismo lo que hagan los nazis. Te da lo mismo lo que haga Adolf Hitler. Mientras no afecte a tus proyectos. No eres en absoluto tan tonta como para no entender las cosas, es que te importan una mierda. Lo único que te preocupa es cómo conseguir ser una gran estrella de cine, ¡nada más!
—Sí —dijo ella con abrumadora sinceridad.
Max hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta.
—No entiendes que… Maldita sea, ¡da igual!
En cualquier caso, se habían reconciliado. Y, más tarde, Belle solo pensó: «Bah, ¡Max estaba de mal humor!».
—Tesoro, tengo que irme —dijo Max desde el otro lado de la línea—. La función comienza dentro de una hora. Me deseas mucha mierda, ¿verdad?
—Por supuesto, Max… Te quiero.
Se quedó pensando cuando colgó el auricular e hizo un gesto que le formó entre los ojos una arruguita enojada. ¿Por qué él no podía mostrar nunca sus sentimientos?
Al salir al pasillo, oyó las voces del comedor, los platos entrechocando, los cubiertos tintineando. Se podía entender claramente a Modeste:
—Me puede la curiosidad de saber si Felicia vendrá a la boda de Belle. Sería la primera vez en años que se digna asistir a una celebración familiar.
—No seas injusta, Modeste —dijo Nicola—. Felicia no tiene tiempo. Pero seguro que viene: quiere mucho a Belle.
Modeste resopló con desdén y comentó justo lo mismo que Max decía siempre sobre la madre de Belle:
—Felicia solo se quiere a sí misma, querida Nicola. A nadie más.
2
Felicia Lavergne tenía cuarenta y dos años, y era una hermosa mujer, alta y delgada; llevaba la densa melena oscura cortada a la altura de los hombros y suelta. Aunque sonriese con ganas, la sonrisa no le llegaba a sus ojos: su cordialidad era calculada. Con la mayoría de las personas se comportaba sin calidez ni espontaneidad alguna. Los hombres se sentían atraídos por ella, aunque a la vez perplejos, pues se preguntaban por qué notaban el temor instintivo de estar enredándose. En los mentideros de la sociedad muniquesa se decía: «Es una mujer con dos intereses: su dinero y su familia. No hay nada más que mueva su ánimo».
Felicia Lavergne había estado casada dos veces. De su primer marido, Alex Lombard, se divorció; su segundo marido había muerto en 1928. De este matrimonio era hija la benjamina de Felicia, Susanne, que vivía con ella en Munich. En aquella tarde de mayo, mientras Belle Lombard llegaba al soleado Lulinn en la Prusia Oriental, en Munich llovía. Un aroma intenso y húmedo a lilas en flor entraba por la ventana abierta del despacho en la gran casa de la Prinzregentenstrasse. Felicia había estado contemplando a través de ella el tronco oscuro del castaño del patio y las corolas blancas que relucían en sus ramas. Al rato se volvió, revisó rápidamente el contenido de su bolso y agarró su chaqueta, que colgaba de la silla.
—Voy a salir, Susanne.
Susanne estaba acurrucada con las piernas encogidas en el sofá.
—No entiendo por qué tienes que salir también esta noche —dijo agresiva.
Era bonita de una manera trivial, rubia y con los ojos azules como su difunto padre, y además pálida y delgada, por lo que siempre tenía un aspecto un poco enfermizo. En aquel momento estaba preparando su entrada en la universidad; estaba nerviosa, dormía poco y eso la hacía más irritable que de costumbre.
Felicia suspiró.
—Porque mañana nos marchamos a Lulinn y aún tengo que discutir con Peter un par de cosas.
—¡Siempre Peter! —Susanne miró maliciosa a su madre—. Si Peter silba, tú saltas. Como si te hiciese falta.
—Peter es mi socio. Llevamos juntos una fábrica y, si uno de nosotros se va de viaje dos semanas, tenemos que hablar de ciertas cosas. Dios mío, Susanne, no pongas esa cara. De todas formas, deberías irte pronto a la cama, tienes mal aspecto. ¿Le digo a Jolanta que te ponga algo de comer?
—No. No tengo hambre.
«Pues algún kilo más pegado a las costillas te sentaría bien», pensó Felicia.
—Susanne, tienes que entender que…
—No es tu socio. Es tu jefe. Todo le pertenece. ¿No es eso?
Felicia se estremeció. Susanne la miró satisfecha.
—Pero no tienes malas cartas, mamá. Peter Liliencron es judío… Medio judío al menos. Tarde o temprano se lo expropiarán y tal vez entonces puedas hacerte con todo. En el fondo, no podía pasarte nada mejor que los nazis.
Felicia examinó a su hija con indiferencia.
—Pareces realmente agotada, Susanne; si no, no dirías tantas tonterías. Me voy y espero que mañana estés de mejor humor para el desayuno.
Salió del despacho y cerró la puerta de un portazo.
Peter Liliencron vivía en una villa antigua con ornamentos de estuco, en Bogenhausen, vigilada desde hacía poco por dos grandes perros pastores. Esta medida de seguridad le parecía necesaria desde que, nueve meses antes, una tropa de las SA había irrumpido en su jardín y dejado una imagen desoladora a su paso. No quedó, literalmente, ni una brizna de hierba en su lugar. Peter había querido denunciarlo, pero se vio rechazado con palabras bruscas:
—¿Qué se cree? ¿Que aquí nos ocupamos de asuntos judíos?
—La casa es de mi madre, y ella no es en absoluto judía. Así que le pido, por favor, que deje constancia de mi denuncia.
Sonriendo burlones, le dieron un formulario que al final él no rellenó.
Los perros no ladraron cuando Felicia tocó el timbre, y no había luz en la casa, pese a la tarde oscura de lluvia. Sorprendida, avanzó por el camino del jardín. Le abrió el mismo Peter.
—Qué bien que estés aquí. Entra rápido, antes de que te empapes. ¿Cómo es que llueve así?
Felicia entró con una zancada en la casa.
—Un tiempo de perros. ¿Tiene Kati libre?
Por lo general, abría la chica de servicio.
—Sí… Es su tarde libre… —Peter parecía nervioso.
Felicia notó que estaba pálido, que los ojos le ardían de desasosiego.
—¿Ha pasado algo? ¿Dónde están los perros?
—Con mi madre en Grünwald. Y se van a quedar allí.
—¿Por qué? ¿Ya no los necesitas? ¿Qué pasa entonces?
La llevó a la sala de estar. Allí había dos maletas hechas.
—Me voy esta misma noche a Suiza.
Felicia no entendía.
—Te dije que voy a estar dos semanas en Lulinn. No te puedes ir de viaje también ahora.
—No me voy de viaje. Dejo el país. No regresaré.
—¿Qué?
Peter se había acercado a la chimenea y miró brevemente las últimas brasas. Luego se volvió.
—¿Me llevas esta noche al otro lado de la frontera?
—Peter, por el amor del cielo… ¿Por qué?
—Estoy en apuros.
—Por… ¿por tu origen judío?
Él se rio con amargura.
—Eso no mejora mi situación, desde luego. Pero no es eso.
—Entonces ¿qué es?
—¿Tengo que decírtelo?
Ella lo meditó un instante.
—Si tengo que llevarte a Suiza esta noche… sí.
Peter sirvió aguardiente en dos vasitos y le tendió uno a Felicia.
—Está bien. En pocas palabras: trabajo desde hace dos años contra los nazis. Ayudo a personas que tienen que abandonar Alemania. Judíos, comunistas, socialdemócratas y otros perseguidos. Les consigo papeles, escondites, me encargo de que puedan cruzar la frontera.
Felicia necesitó un momento para comprenderlo.
—Estás completamente loco —dijo entonces.
Él le lanzó una mirada peculiar.
—¿Y qué? En cualquier caso, no hice todo eso yo solo. Éramos una organización pequeña, una como habrá ahora muchas por todo el Reich. Hemos tenido un cuidado extremo, cambiando una y otra vez los lugares de encuentro, retirándonos durante semanas, guardando el secreto hasta el punto de ocultarlo incluso a nuestros más íntimos. Pero ayer la Gestapo pilló a uno de los nuestros. Ni idea de cómo pudo pasar. Es de suponer que hable… Porque la Gestapo consigue que prácticamente todos hablen. Es mejor… —Hizo un gesto desvalido con la mano, abarcando la acogedora sala, las alfombras, los cuadros y los blandos cojines—. Es mejor que le deje todo esto a mi madre y desaparezca.
Felicia estaba como petrificada. Se dio cuenta de lo innecesario que sonaba lo que dijo, pero no se le ocurrió otra cosa en ese momento:
—No puede ser. ¡Me voy a Lulinn!
Peter sonrió.
—Típico de Felicia. En cualquier situación, piensa solo en ella. ¿Tienes idea de lo que me pasará si me detienen?
—Sí…
¿Por qué demonios tenían ahora aquel contratiempo? El negocio iba bien, los dos formaban un equipo perfectamente armonioso. La economía en Alemania se había recuperado, ellos nadaban bien en aquella corriente. Y ahora iba Peter y se metía en aquella aventura que podía costarle la vida.
—¿Y qué voy a hacer yo si tú ya no estás?
—Dirigir la fábrica sola. Ya verás como lo haces muy bien. En secreto has deseado muchas veces que fuese solo de tu propiedad.
—¡Pamplinas! —dijo Felicia con brusquedad, pero apartó la mirada.
Le había pertenecido, la fábrica, casi a ella sola, salvo cuando su socio anterior, el astuto Tom Wolff, tuvo la mayoría de las participaciones, aunque ella se las habría arrebatado en algún momento… Y Lulinn también le había pertenecido, cada piedra y cada matorral de la finca. Las dos, Lulinn y la fábrica, las había perdido aquel tristemente célebre viernes negro por especular en bolsa… demasiado a lo grande como para salir airosa del asunto. La fábrica fue a parar a manos del rico Peter Liliencron, que no dudó ni un segundo en hacer de Felicia su socia. Lulinn la compró el exesposo de Felicia, Alex Lombard, que dirigía una editorial en Nueva York. Esa había sido la peor humillación para ella. Bien mirado, Felicia Lavergne perseguía desde 1929 dos objetivos: recuperar la fábrica en Munich y Lulinn en la Prusia Oriental.
—Sabes que no sé conducir —dijo Peter—. Y tampoco puedo pedírselo a mi chófer. Si tú no me llevas, tendré que tomar el tren, pero temo que no me dejen cruzar. Entenderás que, en mi caro automóvil, con una mujer que no es judía a mi lado, puedo hacerme pasar con más credibilidad por un hombre de negocios que por razones profesionales viaja a Zurich y vuelve enseguida. —Hizo una corta pausa—. Felicia, ¿me llevarás?
Se quedaron callados. Solo se oía el gorgoteo de la lluvia en el canalón al otro lado de la ventana. Felicia se sintió cansada e irritada: Dios sabía que no tenía ningunas ganas de inmiscuirse en el lío en el que se había metido Peter Liliencron. Pero, ¡qué diablos!, no podía dejarlo ahora en la estacada. Asintió.
—Está bien. Vamos.
—No podré llegar a tiempo para la boda de mi hija en Lulinn —dijo Felicia—, lo que no hará sino reforzar mi fama de madre desnaturalizada.
Peter no respondió. Miraba fijamente la noche oscura como ala de cuervo que los rodeaba. Ahora llovía más fuerte y los limpiaparabrisas se deslizaban cadenciosos. Muy de vez en cuando se cruzaban con otros coches. El pesado Admiral se defendía bien.
Felicia había llamado a casa y, para alivio suyo, no había contestado Susanne sino Jolanta, el ama de llaves.
«Me ha surgido un viaje inesperado. Seguramente no estaré de vuelta hasta mañana por la noche.»
No dijo nada más. Susanne se enfadaría, pero eso tendría que arreglarlo más tarde. Belle necesitaría también una buena explicación… Una muy buena, incluso. Al fin y al cabo, su boda no era un acontecimiento cualquiera.
Poco antes de Kaufbeuren, Peter rompió el silencio.
—Te aconsejo que cambies nuestra producción poco a poco a los uniformes. Me temo que pronto se venderán como el pan.
—No creerás que…
—Sí. Creo que estamos más cerca de la guerra de lo que pensamos. La anexión incruenta de Austria ha sido el principio, pero Hitler no se va a dar por satisfecho. Danzig le silba en los oídos, la cuestión del corredor polaco lo martiriza. En mi opinión, le tiene muchas ganas a Polonia. Le tiene muchas ganas a media Europa.
—No puede permitirse declarar una guerra.
—Hitler se lo puede permitir todo —replicó Peter con convicción—. Ha podido hacerlo desde el momento en que los nazis ganaron las elecciones del 33 y comenzaron, de inmediato, a eliminar toda oposición en el Reich. Hoy ya no hay nadie capaz de impedirle nada.
—Hitler no va a comenzar una guerra. Engatusó al pueblo prometiéndole la prosperidad económica y ha cumplido su promesa. ¿Por qué tendría que arriesgarlo todo con una guerra?
—Ya lo han hecho otros antes que él, y el pueblo los ha seguido de buena voluntad. Hitler lleva años rearmando abiertamente el ejército y nadie ha dicho nada. Tampoco en el extranjero.
Siguieron avanzando en silencio. Hacia las cinco de la mañana llegaron a la frontera. Muy pocas veces se había sentido Felicia tan cansada y hecha trizas.
Peter se ponía cada vez más nervioso.
—Les diremos que tenemos negocios que resolver en Zurich —explicó por centésima vez a Felicia— y que volveremos hoy por la noche. Intenta parecer tranquila y serena, y…
—Peter, eres tú el que está nervioso. Contrólate.
—Los suizos ya han rechazado a gente en la frontera —dijo Peter. En la pálida luz de la amanecida, Felicia podía ver las gotas de sudor que le cubrían la frente—. ¡Liliencron! Si ven mi pasaporte, sabrán enseguida que soy judío.
—Tienes que tranquilizarte: vamos a pasar.
Avanzaron a través de la lluviosa madrugada. Ya desde lejos divisaron el paso fronterizo bien iluminado. Cuando llegaron, un agente uniformado les cortó el paso. Felicia bajó la ventanilla.
—Los pasaportes, por favor —pidió el agente. Le dieron los pasaportes. Miró primero el de Felicia y se lo devolvió—. Todo en orden.
Cuando llegó el turno de Peter, arrugó la frente.
—¿Judío? —preguntó.
—Medio judío. Mi madre es aria.
Le devolvió el pasaporte, dio paso al coche.
—Todavía tenemos que entrar en Suiza —dijo Peter.
El agente de aduanas suizo puso más problemas.
—¿Cuánto tiempo tienen pensado quedarse en Suiza?
—Solo hasta hoy por la noche. Tenemos una reunión de negocios en Zurich.
—¿Qué clase de negocios?
—Tenemos una fábrica textil en Munich. Buscamos posibilidades de exportación al extranjero.
La fábrica textil pareció convencer al uniformado. Su ingenuidad consciente le decía que quien tuviese una fábrica en Munich no la abandonaría para desaparecer en el extranjero. Vacilante, dejó pasar a los dos alemanes.
Cuando se perdieron de vista, Peter pidió a Felicia que parara en el arcén. Abrió la puerta del coche, se inclinó hacia fuera e inspiró profundamente.
—Lo hemos conseguido. Felicia, nunca olvidaré lo que has hecho.
—No pasa nada. Solo espero que estés seguro de que esta huida era necesaria. Aún podrías volver conmigo…
Él la miró casi enfadado.
—Por Dios, ¿cuándo vais a entender lo que pasa? ¡Incluso una mujer como tú está ciega! En Alemania van a pasar cosas horribles y, cuando todo haya terminado, os quedaréis anonadados, sin entender cómo pudo pasar ante vuestras narices.
—¿Hablas de la posibilidad de una guerra?
—De eso y mucho más. Mucho más de lo que puedas imaginar. Pero ¿de qué sirve que lo hablemos ahora?
Reemprendieron la marcha. Aumentaba la claridad. Había dejado de llover, un sol débil se abría paso entre las bajísimas nubes, la hierba húmeda se mecía con el viento. Felicia contempló el perfil de Peter. Ahora parecía cansado e infeliz. Tenía la boca tan apretada que era apenas una raya blanca y delgada y sus ojos oscuros mostraban una preocupación desvalida.
En Zurich, fueron hasta el Dolder, el hotel que dominaba la ciudad desde lo alto, con una soberbia vista del lago. Público elegante en el vestíbulo, un personal igual de elegante y discreto. Peter fue atentamente recibido. Se disculparon por tener libre solo una habitación sencilla, pero Peter aclaró que la señora se iría, en cualquier caso, al cabo de unas horas.
—Creo que deberíamos desayunar primero —le dijo a Felicia.
En el comedor, los observaron con curiosidad. Felicia ya conocía esa sensación; siempre que aparecía con Peter en público, atraían el interés. Hacían una bonita pareja: los dos altos, de cabello oscuro, con rasgos simétricos e inteligentes. A Felicia le gustaba maquillarse, aunque en la Alemania nazi estaba mal visto. No le preocupaba, y le proporcionaba cierto placer alejarse de la imagen de madre alemana rubia y natural.
Sabía que a Peter le habría gustado casarse con ella, pero nunca se había prestado ni siquiera al intercambio de mimos. Eso había sido causa de un par de feas escenas, en las que él le echó en cara que lo rechazaba por su padre judío.
«La mujer aria piensa en mantener la pureza de la sangre.»
«¡Pamplinas! Sabes que esas cosas me importan un bledo.»
Lo que decía Felicia era cierto y, en lo más profundo de su ser, él también lo tenía claro. Sus sentimientos no eran correspondidos, eso era todo. No le resultaba fácil reconocerlo… Sobre todo cuando era evidente que no había ningún otro hombre en la vida de Felicia. Tenía la impresión constante de que había cierta tristeza en el ánimo de ella, una melancolía inexplicable, un anhelo de algo inalcanzable. ¿Del hombre del que se había divorciado? ¿De un desconocido? No lo sabía. Solo se sorprendía demasiado a menudo con el deseo de haberla conocido antes, décadas antes, cuando era una muchacha despreocupada, sin decepciones, sin experiencias amargas, sin recuerdos. Puede que con él hubiese sido más feliz… Más feliz de lo que era ahora.
Desayunaron copiosamente: café, cruasanes, mantequilla y mermelada, huevos y jamón, y luego fueron a la habitación de Peter, donde Felicia, tal como estaba, se tumbó en la cama y se quedó dormida de inmediato. Su cabello se esparcía enmarañado sobre la almohada, tenía el traje de lino arrugado, se le había corrido el maquillaje. Peter la miraba enternecido. Bajando la voz, hizo un par de llamadas por teléfono; luego se sentó tranquilamente en un sillón junto a la ventana, mirando a la mujer dormida y escuchando la lluvia, que de pronto arreciaba de nuevo y golpeaba, cadenciosa, los cristales de la ventana.
Despertó a Felicia hacia mediodía. Lo mejor era que condujese con luz la mayor parte del trayecto. Se sentó en el borde de la cama y puso una mano en el hombro de ella con suavidad.
—¡Felicia! ¡Despierta! Es hora de que te vayas.
Ella salió del sueño más profundo y lo miró confusa y ausente.
—¿Qué pasa?
Su anhelo de ella era de repente tan violento que no pudo evitar decir:
—O sigue durmiendo y quédate aquí. Vayámonos juntos al exilio. Es un trago tan amargo para mí, Felicia… Pero contigo sería la mejor época de mi vida.
Por un momento, un segundo, se sintió tentada de apoyar la cabeza en el pecho de él, de refugiarse en su abrazo. Sería tan hermoso… Hacía mucho, una eternidad, desde la última vez que un hombre la había acariciado. La lluvia fuera, ellos allí dentro, la habitación bonita y cálida, una isla en un mundo hostil.
Sin embargo, se levantó y se alisó la falda arrugada.
—Alguien tiene que ocuparse del negocio mientras tú no estás, Peter; no lo olvides.
También él se levantó. De pronto, pareció realmente desamparado.
—Sí… Tienes razón. Es mejor que vuelvas a casa. Allí tienes a tu familia, a tus hijas, a tus amigos. ¿Por qué ibas a dejarlo todo… por mí?
—Yo… —Felicia no sabía qué contestar—. Iré al baño antes, si no te importa.
Cuando volvió, se había cepillado el pelo y retocado el maquillaje, pero aún se la veía agotada.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó con naturalidad.
—Tengo amigos en Zurich. Mientras dormías, los he llamado por teléfono. Puedo quedarme con ellos una temporada.
—¿Y luego?
Él se encogió de hombros.
—No lo sé aún. Puede que me marche a Francia. Ya veré.
—¿Te pondrás en contacto conmigo de vez en cuando?
—No quiero causarte problemas.
—Qué cosas tienes… Me gustaría que llamases. O que escribas. Ay, no sé… Dios mío, me temo que voy a necesitar tus consejos todo el tiempo.
—Te las arreglarás muy bien sola, Felicia. Eres una mujer de negocios de primera. Y piénsate lo de los uniformes. Será una gran oportunidad, te lo juro.
—Sí… Lo pensaré. —Felicia abrazó su bolso con fuerza—. Tengo que irme.
—Sí. Gracias por todo.
De pronto, la habitación de hotel había dejado de ser un refugio acogedor. De pronto, era de un desconsuelo mortal. Como una estación, en la que uno se despide atormentado por altavoces que lo instan a subir al tren. Se abrazaron, primero arriba en la triste habitación, luego abajo en la calle bajo la lluvia. Peter despidió el coche con la mano hasta que dejó de verlo.
En casa, en Munich, Felicia encontró dos cartas. Una era de Susanne: le comunicaba que se había ido sola a Lulinn porque a ella sí le importaba estar en la boda de Belle. Le daba igual si su madre pensaba ir o no.
La segunda carta era de Peter Liliencron; debía de haberla enviado el día de su huida. A lo largo de varias páginas que había hecho certificar por un notario, nombraba a Felicia propietaria única de su fábrica.
3
En 1933, Max Reinhardt había dejado de ser director de los célebres teatros de Berlín. Había escrito una carta desde Oxford al presidente de la Cámara de Cultura del Reich para, por así decirlo, regalarle tanto el Deutsches Theater como el Kammerspiele. En lo sucesivo, los nazis se hicieron cargo de la dirección, subordinaron el teatro a la KDF —Kraft durch Freude, la organización nacional que, bajo el nombre de Fuerza por la Alegría, proporcionaba ocio a los trabajadores— y se preocupaban por la popularidad y las altas cifras de público. Solo unos pocos pequeños teatros privados habían conseguido mantenerse al margen, pues la mayoría fueron víctimas de una fatigosa y agotadora lucha por la existencia.
Max Marty odiaba a los nazis, los había odiado desde el principio: su arrogancia por querer controlar todo y a todos en Alemania, por recortar la libertad personal de cada ciudadano drásticamente, su falta de escrúpulos a la hora de plantar espías en todos los rincones del país y conceder a los pequeños tiranos la posibilidad de darse importancia y hacer la vida imposible a sus congéneres.
Había conseguido un contrato en la Ópera Cómica, un teatro privado que representaba piezas críticas y se preocupaba poco por las ordenanzas de Goebbels.
Max, que había estado entre los intérpretes más prometedores del Deutsches Theater, allí tuvo que empezar de cero. Solo le daban pequeños papeles, no lograba convencer a nadie de sus capacidades, se las apañaba como podía y no veía grandes perspectivas de futuro. Si antes había sido un hombre alegre y vigoroso, ahora se mostraba a menudo agrio y cínico. A veces se pasaba horas rumiando en algún rincón.
Belle y él se habían casado en Lulinn, aunque sin la bendición personal de Felicia, como Max lo expresó con fina ironía. En una conversación telefónica larga y alterada, Felicia intentó explicar a su hija que Peter Liliencron había tenido que salir de viaje urgentemente y que en la fábrica todo estaba manga por hombro.
—¿Tú lo entiendes? —le preguntó a Max—. ¿Qué puede haber pasado?
Él la miró meditabundo.
—¿Que Liliencron ha tenido que salir de viaje? Curioso…
No dijo nada más, pero pensó lo suyo.
El más triste fue el tío Johannes, el hermano de Felicia. Quería mucho a su hermana, pero hacía años que no la veía. Modeste hizo un par de comentarios mordaces, Joseph puso nerviosa a Belle intentando consolarla todo el tiempo, y el voluble Serguéi se emborrachó porque habría querido sablear a Felicia y no pudo satisfacer sus esperanzas. Susanne y el primo Paul ejercieron de padrinos.
Fue una boda bonita, en un estupendo y cálido día de verano. Incluso la anciana bisabuela Laetitia, que apenas salía ya de la cama, tomó parte en la celebración. Belle, vestida de blanco, resplandecía y no vio que su novio volvía a estar ensimismado en oscuros pensamientos.
No querían pasar la noche en el pequeño dormitorio con balcón de Belle, sino en uno de los espaciosos cuartos de invitados. Jadzia había puesto sábanas de seda amarillo claro y colocado un gran ramo de esplendorosos y coloridos tulipanes sobre la cómoda. Además, debía de haber pulverizado algún perfume, pues se percibía un pesado olor dulzón entre las paredes que recordaba a un bazar oriental o a la jaima de un sultán.
—¡Madre mía! —dijo Max al entrar en el cuarto—. Abre la ventana, rápido. Esto tumba a cualquiera.
Belle se apresuró a abrir la ventana. Entró el suave aire de la noche. Fuera se veía un cielo negro, cuajado de estrellas. Belle inspiró profundamente.
—¡Esto es tan bonito! ¡Tan maravilloso! La vida es maravillosa.
Max se dejó caer en un sillón y se aflojó la corbata. Parecía tenso.
—Un paisaje idílico —masculló.
Belle ya había notado que no estaba tan enamorado de Lulinn como ella. Ni siquiera miraba los campos de colza, los robles, los caballos, el cielo. La familia le crispaba los nervios, solo parecía tener cierta consideración por la bisabuela Laetitia y entenderse bastante bien con el tío Johannes. A todos los demás los encontraba más o menos imposibles, y no se esforzaba demasiado por ocultarlo. Con Modeste, casi había llegado a pelearse porque ella proclamaba a voz en grito las virtudes de los nazis.
—¿Es que aún tenemos desempleo? ¿Está nuestra economía aún por los suelos? Con Hitler todo ha mejorado, ¡no nos podemos quejar!
Max la había fulminado con la mirada.
—¿Sabe usted que habla de un hombre contra el que combate sin tregua toda la oposición en el país, que obliga a nuestros grandes intelectuales a emigrar al extranjero, que…? —Se interrumpió; sabía que hablar así podía ser peligroso—. Pero ¿por qué debería contarle yo todo esto? —dijo—. ¿Ha leído Mi lucha?
En la sala de estar de Lulinn, Mi lucha estaba, por supuesto, en las estanterías, como en las de muchos hogares alemanes, pero Modeste no tenía tiempo de leerlo, sobre todo porque la espantaban los tochos.
—Sé lo que dice —respondió esquivando la pregunta.
—Es obvio que no —repuso Max.
Modeste se hinchó como un pollo.
—No le consiento que me hable en ese tono. Y, por favor, ahórrenos sus discursos sediciosos. Como si no supiese que ha sido nuestro Führer quien ha resucitado nuestro país, destrozado después del vergonzoso Dictado de Versalles.
Max sonrió con malicia.
—El destino no es la política, sino la economía. Eso dijo nuestro exministro de Asuntos Exteriores Walter Rathenau. Tenía razón. Ha sido la situación económica de Alemania la que ha catapultado a Hitler a la cumbre.
—Sin duda —murmuró el tío Jo, y entonces, durante un par de minutos, reinó un incómodo silencio entre los presentes.
—Se acercan malos tiempos —dijo Max mientras se sentaba en un sillón del dormitorio y miraba por la ventana, ajeno a la belleza de la noche en la Prusia Oriental—. Si al menos tuviésemos más dinero…
Belle suspiró bajito. ¿Por qué tenía que empezar con eso justo ahora? Llevaban solo unas horas casados y ya volvía a caer en aquel humor meditabundo que ella había aprendido a temer. La melancolía y la complejidad de carácter que tanto le gustaban de él, hasta el punto de haberle provocado un deseo ciego de convertirlo en su marido, también le daban miedo. Pero Max estaba más lejos de ella que la luna. Belle se plantó desconsolada ante él; se sentía excluida y rechazada de su intimidad.
Le acarició suavemente la mejilla.
—Max, no empieces a rumiar. Mañana, ¿de acuerdo? Mañana hablaremos de todo esto.
—¡Mañana! Mañana no será mejor que hoy. Me pregunto de qué vamos a vivir. ¿Qué será de nosotros? ¿Cómo nos las arreglaremos?
Palabrería teórica, siempre. ¡Era tan típico de él!
—Los dos nos ganamos la vida. Sé que no es mucho, pero…
—Pero pronto serás una estrella y te comprarás una villa en la isla de Schwanenwerder, lo sé.
—Ah, no tengo ni idea de si me convertiré alguna vez en estrella —dijo Belle, impaciente—. Pero, en cualquier caso, mi abuela nos ha ofrecido vivir con ella en Berlín en la Schlossstrasse. Es una casa tan grande que ni siquiera la veríamos. Nicola y Serguéi también vivieron allí un año antes de que Serguéi tuviera que irse a Breslavia, y les fue bien.
—¡Nicola y Serguéi! ¡Precisamente a ellos tenías que nombrarlos! Serguéi es un calavera arrogante y libertino, que no tiene otra cosa en la mente que su nueva loción para el afeitado y las corbatas chic. Y Nicola…
—¿Sí? —preguntó Belle, a la defensiva. Apretó los puños. Max podía decir de Serguéi lo que quisiera, porque Serguéi solo formaba parte de la familia por su matrimonio, Belle no se sentía responsable de él. Pero Nicola, la prima de su madre… ¡Que se atreviese Max a decir una sola palabra contra ella!—. ¿Qué pasa con Nicola?
—Perdona. Pero no puede ser más superficial. Una muñequita guapa, que se viste bien y sabe peinarse, pero mucho más…
—Si no te gusta mi familia —lo interrumpió Belle con voz helada—, puedes, por supuesto, seguir en tu cuarto de Prenzlauer Berg. Pero yo no pienso vivir allí. Me quedaré con mi abuela en Charlottenburg.
—¡Claro! Madame no estaría en su ambiente en un barrio obrero.
—Me alegro de que lo hayas entendido.
—Entonces, por el momento, cualquier otra discusión sería inútil. —Max se levantó.
Se quedaron uno frente al otro en la penumbra del cuarto, donde solo había una lamparita encendida. El aroma dulzón todavía viciaba el aire y a Belle ya le había dado dolor de cabeza.
—Creo que voy a salir a dar un paseo —dijo Max, y abrió la puerta—. No me esperes despierta.
—¡De eso puedes estar seguro! —resopló Belle.
Max salió y cerró la puerta. Belle se quedó sola con las flores y la cama vestida de seda amarilla. Por un momento habría querido romper algo de la rabia, tal vez la jofaina de porcelana, pero se esforzó por no hacerlo. Max podía irse al diablo.
Salió del dormitorio, subió las escaleras y se deslizó hacia el interior de su pequeño cuarto con el manzano ante la ventana. Por suerte no la había visto nadie; al tío Joseph le habría venido muy a propósito sorprender a la joven novia huyendo en su noche de bodas. Belle se metió en la cama, pero no podía dormirse. Le daba vueltas a su alianza en el dedo y comenzó a preguntarse si había cometido un error.
Tom Wolff había tenido miedo a la vejez toda su vida. A aquel hombre alto y corpulento, vital, fuerte e intimidante, el pensamiento de volverse débil y caduco le quitaba el sueño. ¿En qué podía tener su origen? Sin duda disponía de suficiente astucia, aunque no de una formación elegante con la que sazonar su comportamiento. Otros hombres engañaban a la edad jugando a ser caballeros canosos, elegantes y experimentados, a los que por lo menos perseguían las mujeres jóvenes con complejo de Electra. Tom Wolff, hijo de un campesino de los bosques bávaros pobre como las ratas, sin embargo, no era ni caballero ni elegante, y su experiencia se reducía, en su mayor parte, a cómo ganar dinero. Y las canas no le bastaban. Por eso, en 1932, había decidido hacerse rico, tener tanto dinero que la papada, las bolsas bajo los ojos, las mejillas flojas y la piel arrugada no tuviesen importancia alguna. Parecía la única manera de soportar con cierta dignidad su sexagésimo cumpleaños, que se acercaba a toda velocidad.
Tom Wolff había dirigido la fábrica textil con Felicia Lavergne hasta el gran crac de la bolsa y luego, también con Felicia, había perdido todo lo que poseía. Entonces se hundió. Despojado de todas sus posesiones terrenales, se vio con una mano delante y otra detrás. Pero Kat, su hermosa mujer de negros cabellos, la hermana del exmarido de Felicia, orgullosa e inaccesible, lo ayudó a restablecerse.
—¡No me quieres! —había gritado él llorando.
Y ella le respondió, fría:
—No. Pero sigo creyendo en ti.
Eso lo había despertado. ¡Diablos! Tenía razón. ¡Él era Tom Wolff! Un campesino de una granja dejada de la mano de Dios, próxima a la frontera checa, tosco y grosero, pero listo, avispado, siempre un punto por delante de los demás. Tenía casi sesenta años, una gran barriga y brazos cortos —su corazón protestaba de vez en cuando contra la comida excesiva, el alcohol y los cigarrillos—, pero no era demasiado viejo para conseguirlo una vez más. En su experiencia, la ambición, el valor y las buenas ideas siempre tenían recompensa, y él tenía las tres virtudes. Si quería, podía recuperar su posición.
De hecho, lo logró. En 1938 estaba ya de nuevo entre los hombres más ricos de Munich, vivía en una casa maravillosa junto al palacio de Nymphenburg y alardeaba de un Cabrio nuevecito de Daimler-Benz. Bienes por los que no pagaba un pequeño precio.
Estaban a comienzos de octubre, la primera hojarasca sembraba ya las calles, un viento frío hacía vibrar los cristales de las ventanas y una lluvia intermitente caía de las bajísimas nubes. Tom Wolff se incorporó en la cama y observó a la mujer que dormía a su lado. Como le sucedía a menudo, lo que vio lo colmó de aversión. Lulú respondía, en realidad, al nombre de Edith Müller. Sin embargo, como le gustaba lo exótico, insistía en que se dirigiesen a ella como «Lulú», y había llegado a conseguir que la mayor parte de la gente creyese que, de hecho, se llamaba así. Mantenía en secreto su edad, pero debía de estar entre los sesenta y los setenta; se maquillaba de manera llamativa, se teñía el pelo de rojo, llevaba ropa juvenil y abigarrada, y se adornaba de pies a cabeza con ostentosas joyas de oro. Creía que así tenía un aspecto joven, aunque, a decir verdad, parecía mucho más mayor. Tom, que contemplaba desde arriba sus párpados pintados de azul, pensó asqueado: «¡Bruja! ¡Vieja bruja emperejilada!».
Era la viuda de un fabricante de juguetes, una mujer inmensamente rica que se aburría la mayor parte de su vida. No paraba de comprarse nuevos vestidos, nuevas joyas, y hacía que su chófer la llevase todas las mañanas al peluquero. Quedaba con supuestas amigas para tomar el té, charloteaba sobre esto y aquello, y se sentía casi tan huera como antes. En algún momento, comprendió lo que le hacía falta: un amante. Necesitaba un amante con desesperación.
Tom la había conocido en 1932, en una fiesta de amigos comunes, cuando él, con cincuenta y ocho años recién cumplidos, andaba como un animal herido en busca de autoafirmación. De una manera u otra, se habían puesto a hablar, sentados uno al lado de la otra en un exquisito sofá, mientras comían bocaditos de salmón. Lulú sostenía el bocadito entre sus gruesas manos con manicura perfecta y extendía el meñique con delicadeza, y Tom contemplaba fascinado sus enormes anillos de oro macizo. Ella le habló de la fábrica de juguetes y se quejó de que sus ventas estaban cayendo.
—Siempre había ido muy bien. Pero, de pronto, se estancó.
—¿Qué se estancó en concreto? —preguntó Tom.
Bajo unas largas pestañas falsas, ella lo miró afligida.
—Los vaqueros. Los indios. Los caballos, las vacas, las ovejas. Producimos figuritas, ¿entiende?, del Salvaje Oeste y de granjas. Pero por alguna razón ya no las quiere nadie. —Alargó la mano hacia el siguiente bocadito de salmón.
—Ya —dijo Tom.
Y al segundo siguiente tuvo una de aquellas ocurrencias que, en el curso de su agitada vida, ya lo habían llevado alguna vez hasta las alturas del éxito.
—SA —añadió.
Lulú lo miró desconcertada.
—¿Cómo dice?
Tom se dio golpecitos con un pañuelo en la frente para secarla; en cuanto se acaloraba lo más mínimo, comenzaba a sudar. Tensión alta.
—¡Nazis! ¡Tenemos que fabricar ejércitos enteros de camisas pardas! Adolf Hitler con la mano…
—¿Tenemos? —preguntó Lulú, burlona.
Tom la miró.
—Yo podría llevar su fábrica a lo más alto, Lulú.
—Pero ¿por qué nazis?
—Los nazis van a ganar las elecciones.
—¿Y cómo lo sabe usted?
—Lo sé. Digamos… que estoy casi seguro. Y si es cierto y al día siguiente lanzamos nuestras figuritas al mercado, será un buen negocio. Todos los chiquillos alemanes se volverán locos por ellas. Y podemos… podemos reproducir también a otros hombres de Estado. Podemos montar acontecimientos históricos. Lulú, con esos malditos juguetes, podríamos hacer una fortuna.
—Y si los nazis no…
—Lo harán, cuente con ello. ¡Vaqueros! ¡Indios! ¡Ja!, nadie los echará de menos.
Lulú se rio maliciosa.
—Podría agradecerle ahora mismo el consejo y llevar a cabo todo eso yo sola.
Tom la contempló con frialdad.
—Calculo que no tiene usted ni una sola mente creativa en su empresa. Arruinaría esa hermosa idea.
—Si le hago a usted mi socio…, ¿qué quiere a cambio?
—Una participación enorme en los beneficios. Y ser el jefe directamente por debajo de usted.
Lulú levantó su copa de champán.
—Lo pensaré.
Eran socios desde hacía seis años. El cálculo de Wolff había resultado brillante. Produjeron agentes de las SA, de las SS, Juventudes Hitlerianas, Jóvenes Alemanes, a Hitler, Göring, Goebbels en cualquier situación, al pueblo jubiloso, banderas, tribunas, desfiles… Podría decirse que les quitaban el producto de las manos. La idea más novedosa de Tom había sido vender soldados. Cañones. Caballos de caballería, camiones militares. En plena militarización de Alemania, se vendían como el pan. Además, habían confiado a Tom, por supuesto miembro del Partido desde hacía mucho, la producción de insignias para las campañas del Auxilio de Invierno, y suministraba figuritas de árboles de Navidad, broches en forma de mariposa, figuras de cuento y mucho más. Era un hombre rico. Y el querido de Lulú.
Ella lo había convertido en el segundo de a bordo de Juguetes Müller, pero no perdía ocasión de recordarle que dependía de su generosidad que mantuviese el puesto. Y, entre otras cosas, siempre hablaba de que pronto se retiraría —en realidad, nunca había trabajado— y de que necesitaría un sucesor.
—¿A quién haré entonces jefe, Tom?
—¡A mí!
—Solo si eres bueno…
Al principio a él no le había importado acostarse con ella. Puesto que su esposa Kat lo rechazaba desde hacía años, incluso acogió bien el cambio. Pero cada vez lo asqueaba más aquel juego. Era como un caballo al que le ponen un terrón de azúcar ante el morro y se lo van retirando cada vez que se estira para comerlo. El azúcar era la fábrica. Él la quería, la quería a toda costa, incluso si para ello tenía que interpretar el papel de querido de aquella horripilante mujer. Lo odiaba, pero el objetivo merecía la pena. En cuanto fuese el jefe, tal vez podría engañarla. Por lo menos lo intentaría y, quizá… quizá un día todo le perteneciese a él. ¡Diablos! Se lo había ganado. Había hecho prosperar el negocio, él solo. Entretanto, conocía los libros, sabía que la empresa había pasado verdaderas dificultades, peores de lo que la propia Lulú había insinuado. Ahora el negocio florecía… Y todo se lo debía a él.
Se deslizó lejos de la dormida Lulú, se levantó y encendió la radio, a la que los nazis habían bautizado como «receptor del pueblo». Los alemanes habían invadido los Sudetes, informaban con emoción todas las emisoras: «Hitler recupera a los alemanes para el Reich. Entusiasta recibimiento a nuestras tropas».
Wolff escuchó satisfecho. Se imaginó los Acuerdos de Munich, por los que se había decidido la cuestión de los Sudetes a favor de Alemania, ya en pequeño formato. Hitler, Chamberlain, Mussolini y Daladier de pie en semicírculo.
Seguro que volvía a ser un éxito.
Lulú se había despertado.
—¿Te vas ya, Tom?
Justo se estaba poniendo los pantalones.
—No tengo más remedio. Lo siento. Quiero comprobar una vez más en la fábrica cómo va «el encuentro de Munich». Ya sabes que si uno no lo controla todo…
—Haces verdaderos sacrificios por mi empresa —dijo Lulú, perezosa.
Tom no contestó. Lulú utilizaba esa fórmula a conciencia, eso lo tenía claro: «Mi empresa». Sabía que él odiaba que se lo recordase. Pero a ella le gustaba demasiado jugar con su poder.
—Tom, ¿cuándo vas a volver?
Se levantó también, se puso la bata de seda verde. Se le había corrido el maquillaje de los ojos, tenía un aspecto grotesco y parecía muy mayor. Como siempre que acababa de acostarse con ella, Tom estaba convencido de que no podría volver a hacerlo.
—Aún no lo sé, Lulú. Tampoco hace falta que mi mujer se entere.
—¿Crees que le importaría? —Lulú apagó la radio. La política nunca le había interesado—. Me gustaría verte pasado mañana por la noche, Tom.
—¿Pasado mañana? —«Dios mío, ¡pasado mañana otra vez!»
—Sí. Haré que preparen una buena cena y nos sentaremos ante la chimenea. Un buen vino de la bodega de mi difunto marido…
—No sé si puedo…
Lulú se encogió de hombros.
—Si te esforzases por mí la mitad que por los juguetes…
—¡Lo de los juguetes lo hago por ti!
Lulú se rio con desdén.
—¡Mentiroso! Lo haces por ti, solo por ti. Sé perfectamente lo que quieres: quieres mi fábrica. Te dejarías matar por ella. En fin, puede que no estés tan lejos de tu objetivo, después de todo. ¿Quién sabe? Entonces ¿pasado mañana?
Tom se tragó la ira y el asco.
—Está bien, Lulú, tesoro. Aquí estaré. Pasado mañana.
Fuera, en la calle, se envolvió bien en su abrigo. El viento arremolinaba las hojas. Principios de octubre y ¿ya tanto frío? Se sacudió, e intentó sacudirse también los pensamientos que lo acuciaban. Aquel sentimiento de estar atrapado en un abrazo del que no había escapatoria… ¿Dejarlo ahora? ¿Vivir con el dinero que había ganado? ¡No! No cuando podía tener diez veces más.
Se subió al coche y arrancó. En todas las calles, los vendedores de periódicos anunciaban extras sobre la invasión alemana de los Sudetes, intentando imponerse a las voces de los demás. Tom sonrió. Encontraba a los nazis presuntuosos y estúpidos, con su palabrería sobre la raza aria, sobre la expansión del espacio vital, sobre el Reich de los mil años. Aquel necio «Heil Hitler», mano derecha arriba, y siempre un montón de aspavientos por cualquier nadería. Como una gallina que acaba de poner un huevo, así cacareaban los nazis con cada nueva conquista. Austria, los Sudetes. Y pensó: «Danzig. Danzig es lo siguiente».
Pero tan poco apoyaba Tom a Hitler como decidido estaba a entenderse con sus esbirros pardos. Ostentaban el poder, así que había que lisonjearlos. Nunca había tenido el oportunismo por un vicio del carácter, sino por una pura necesidad, y quien fuese con remilgos demostraba ser un estúpido.
Su mirada se detuvo en una mujer que en ese momento cruzaba la Karlsplatz. Un abrigo elegante de lana marrón oscuro, un pañuelo de seda en luminosos tonos verdes al cuello, cabello oscuro y brillante… Aquel rostro arisco…
Pisó el freno, hizo caso omiso de los enojados bocinazos del conductor que lo seguía, y bajó la ventanilla.
—¡Qué alegría! ¡Felicia Lavergne!
Felicia se acercó.
—¡Tom Wolff! ¡Cuánto tiempo!
—Desde luego. ¿Dónde vas?
—De visita.
—¡Ah! ¿Una cita?
—No seas bobo, Tom.
—Te llevo adonde quieras. —Tom hizo un amplio ademán abarcando el coche—. Serás la primera a la que permito ir en mi nuevo automóvil. He vendido el Bugatti. ¿Qué te parece mi Cabriolet?
—No está mal —dijo Felicia, y subió.
—Veintidós mil marcos del Reich —aclaró Tom, indolente—. Cien caballos. ¿Sabes lo rápido que va?
—Ni idea.
—Ciento sesenta kilómetros por hora. Por desgracia, no puedo demostrártelo aquí.
—Te creo. —Felicia no pudo evitar sonreír. Tom era el mismo fanfarrón sin remedio de siempre. Se reclinó cómodamente en el blando asiento—. Voy a la Hohenzollernstrasse.
—Hohenzollernstrasse. De acuerdo.
El coche siguió avanzando. Tom echó a Felicia una mirada, ella se la devolvió. Pensó: «¡Qué viejo está!».
Y Tom pensó: «Sigue igual de guapa que siempre».
Habían sido socios comerciales hasta el viernes negro y se conocían demasiado bien. No necesitaban fingir ante el otro. Sabían que eran codiciosos y, de vez en cuando, incluso cínicos. Cada uno tenía un punto débil que intentaba ocultar encarnizadamente, y podían ajustarse a lo más extremo sin alejarse en su interior ni por asomo de lo que tenían por correcto. A veces, Tom le había dicho a Felicia: «Eres como yo. Ni un ápice mejor, querida señora».
Ella protestaba, pero sabía que él tenía razón: era igual que él.
—Creo que tengo que felicitarte, Felicia —comenzó a decir Tom—. Según se dice, en primavera diste en la diana. Peter Liliencron te transfirió su empresa. ¿Cómo lo conseguiste?
—No hice nada.
—Ya, ya. ¿Así que fue un premio del destino? ¿Por qué? Si se puede saber.
—No se puede saber, Tom. Por una vez en la vida, la historia no es en absoluto de tu incumbencia.
—Mmm… ¿Dónde se ha perdido Liliencron?
—No tengo ni la más remota idea.
Tom se rio por lo bajini.
—Apuesto a que sabes más que nadie. Pero no te voy a acuciar. Dondequiera que esté Liliencron…, tú has logrado tu objetivo. Una vez más. Sabes que por ello mereces toda mi admiración.
—Gracias. Es bonito tener un admirador. Por cierto, ¿cómo van esos juguetitos tan monos tuyos?
—Viento en popa —respondió Tom, satisfecho—. Incluso me lo digo a mí mismo: los nazis en los cuartos infantiles fue una de las mejores ideas de mi vida.
—La verdad es que todos te admiran por ello, Tom, no solo yo. Sin embargo, te falta la piedra decisiva para la felicidad, ¿no? Ganas mucho dinero con el imperio Müller, pero nada de él es propiedad tuya. ¡Ni una pizca!
Tom entrecerró los ojos.
—Sí… Respecto a eso, vas un paso por delante de mí. Pero te sigo de cerca.
—De eso estoy convencida —dijo Felicia educadamente.
Todo Munich sabía que se acostaba con la atroz Lulú, y todos tenían claro por qué. Que Lulú fuese tan lista como él, solo podía hacer que aquella partida de póquer fuese aún más emocionante.
No volvieron a hablar hasta que llegaron a la Hohenzollernstrasse.
—Así que… ¿a quién vas a ver entonces? —preguntó Tom.
—A unos amigos. Debes de conocerlos también. Sara y Martin Elias.
—Martin Elias… ¿El hijo del famoso banquero?
—Exacto. Solo que el banco ya no pertenece al viejo Elias. Puedes imaginarte por qué…
—Ya. Judíos.
—Martin es escritor, pero no puede publicar. Trabaja para una revista pequeña por una miseria de sueldo. Y Sara tiene un puesto en la guardería de niños judíos. Se defienden más mal que bien.
—Te creo. Aquí la vida se les ha complicado mucho a los judíos.
—A ver si puedo hacer algo por ellos. Adiós, Tom. Gracias por el paseo.
La siguió con la vista mientras se alejaba. Desde hacía más de veinte años luchaba por sentirse de la misma condición que ella, pero siempre estaban las barreras invisibles del origen de ambos. Él, hijo de un campesino de la frontera checa. Y ella, hija pudiente de Berlín, respaldada por la finca en la Prusia Oriental y por una familia secular. Él podía tener todo el dinero del mundo, que nunca la alcanzaría. Nunca.
Se recompuso. Aquella noche tenía invitados. Amigos del Gauleiter.[1] Tenía que estar a la altura.
4
Belle y Max habían llegado a un acuerdo: no se habían mudado a la Schlossstrasse, a la casa de la abuela de Belle, pero tampoco al humilde cuarto de Prenzlauer Berg. Max había encontrado un apartamento en la Alexanderplatz que podían permitirse: tres habitaciones, cocina y baño. Una zona sobria y fea, en opinión de Belle, y el edificio tampoco le gustaba: una casa de alquiler gris sin el más mínimo rastro de verde ante ella. Pero, puesto que Max había transigido, no podía ponerse quisquillosa. Su madre le había enviado dinero para amueblar la casa, y Belle pasaba tardes enteras recorriendo las tiendas de Berlín para escoger armarios, sillones, alfombras y cortinas. Felicia, atormentada por la mala conciencia de haberse perdido la boda, había sido generosa con el cheque, y Belle, al menos en lo que al interior se refería, convirtió la casa en una bombonera llena de espejos, cojines y bonitos cuadros. Todo era lujoso, nuevo y elegante. Belle se deleitaba con sus logros y, con cierta obstinación iracunda, se entregaba a sus compras con más fruición cuanto más se enfadaba Max por ellas. Por lo general, no decía nada, pero ella notaba que no estaba de acuerdo. Despreciaba el lujo, lo encontraba superfluo y decadente.
—¿Para qué necesitamos una enfriadera? —preguntó espantado cuando Belle puso sobre la mesa su valiosa adquisición más reciente.
Ella levantó una botella.
—Para esto. Porque esta noche bebemos champán.
Max había tenido problemas en el ensayo de la tarde, estaba cansado e irritado.
—Entiendo. Apenas podemos pagar el alquiler, pero siempre tendremos champán.
Belle encendió una vela, esforzándose por mantener la calma y salvar la paz de la velada.
—La abuela nos ha regalado la botella. Y la enfriadera la he pagado con el dinero de mi madre. ¿Ves? No tienes que preocuparte de nada.
—Si no fuese porque tienes a tu familia —replicó Max, mordaz—, apuesto a que no te habrías casado conmigo sino con un hombre adinerado. No puedes pasar sin lujos.
—Tengo buen gusto, nada más.
Él contempló su rostro elegante, las largas y densas pestañas maquilladas, los labios pintados de carmín.
—Sí… Seguramente es eso. Tendrías que estar en un ambiente chic y hermoso. Pero yo no encajo en él.
—Max, por favor, ¡no empieces de nuevo! —exclamó Belle, desesperada.
Una noche, solo quería pasar una noche sin aquellas agotadoras discusiones. Quería celebrar que, tras meses de apariciones en estúpidas películas de propaganda, por fin volvía a tener un papel en una película de verdad: Herbert Selpin le había dado unas frases en Dime que sí y, además, con Luise Ullrich y Victor de Kowa. Estaba entusiasmada y se moría por contárselo a Max, pero ahora, de repente, se le habían pasado las ganas y no dijo ni una sola palabra al respecto.
Cenaron en silencio, luego lavaron en silencio los platos. Max había quedado con un par de amigos en una taberna, pues esa noche no actuaba.
—¿Te gustaría venir? —le preguntó cortés.
Belle lo miró indiferente.
—Gracias, pero, puesto que no estoy en condiciones de añadir nada ingenioso a vuestra elevada conversación, mejor me quedo en casa y me voy a la cama. Espero que lo pases bien.
Por un momento pareció que Max se iría sin más. Sin embargo, tras pensárselo mejor, se acercó a Belle y la apretó contra su pecho en uno de aquellos gestos tiernos que rara vez prodigaba, pero que habían hecho que Belle se entregara a sus brazos sin reservas.
—Eres una mujer muy inteligente, Belle —dijo en voz baja—, y me encantaría saber lo que piensas si pudieses ver un poquito más allá de tus narices.
Belle notó el calor de su aliento en el pelo. Se sentía impelida a decirle que lo amaba, porque, de eso estaba convencida, pese a todo lo amaba de verdad, aunque él había echado a perder su alegría. Lo apartó de ella.
—Gracias por concederme, al menos, un poquito de sentido común, Max. Aun así, es evidente que, a pesar de ello, tengo un horizonte bastante limitado, por lo que no deberías perder el tiempo conmigo.
Se volvió y se encerró en el dormitorio. A través de la puerta pudo oír que Max se iba. Se le saltaban las lágrimas de inquietud y enfado. Al diablo, era joven, quería divertirse, estaba en su derecho. Quería salir por las noches, pero no con aquellos reformadores del mundo que se deshacían en improperios a media voz contra Hitler y que soñaban con el Berlín de los años veinte. Quería bailar y conocer a gente divertida. Con decisión, tomó algo de dinero. Bajaría a casa de la portera y le pediría que la dejase llamar por teléfono. A Paul, su primo. Tal vez pudiera quedar con él. Al menos, él no la aleccionaba cada dos por tres.
Paul Degnelly era un joven soñador, alto y rubio, inteligente, amable y reservado. Había nacido en 1915, en medio de la guerra, y su patriótica madre le había puesto el nombre por Paul von Hindenburg, el vencedor de Tannenberg, deseando en secreto que un día lo llevase a una gloria similar. Sin embargo, pronto se hizo evidente que Paul no tenía inclinación alguna en semejante dirección; en eso se parecía mucho a su padre, que no había superado los horrores de la última guerra. El bufete de Johannes Degnelly gozaba de una ilustre reputación en Berlín, lo que se debía tanto a las habilidades como jurista del abogado como a sus cualidades humanas. «Un auténtico señor», decía la gente cuando hablaba de él.
Paul estaba decidido a seguir los pasos paternos, una empresa que se había visto retrasada por la reintroducción del servicio militar obligatorio en 1935. El joven tuvo que cumplir y, puesto que siempre se había interesado por los automóviles, se incorporó a una unidad motorizada.
—Así puedo sacarme el permiso de conducir —le ha