La mirada perdida

Manuela Saiz

Fragmento

Prólogos

Confieso que empecé a leer este libro pensando que le hacía un favor a una amiga. Ya sabía de qué se trataba y la historia que lo inspira. A Manu la conozco desde hace muchos años, tuve infinita cantidad de charlas con ella y me jacto de pertenecer a su círculo más cercano. No se me ocurría que pudiera encontrar algo que aún no sabía.

Me equivoqué.

Empecé a leer y me sumergí inmediatamente en la narración en primera persona de una mujer que podía ser mi amiga, pero también podía ser yo, mi hermana o una desconocida. A medida que avanzaba en las páginas sentía como si estuviera descubriendo un rompecabezas del cual ya conocía las piezas por separado, pero que al armarse mostraba una imagen que desconocía y terminaba de dar sentido a todo.

Definitivamente la historia que se narra no es solo la de mi amiga. Ella presta con mucha generosidad su experiencia y su pluma para poner palabras a una realidad que es la de muchas otras. Este libro logra sacudirte por dentro y te pasea por un montón de lugares incómodos.

Sentí dolor, angustia, rabia, impotencia, pero también mucha esperanza y claridad. La gran hazaña de Manu como autora es haber encontrado la forma de contar un relato de terror desde el amor. Y con una profunda valentía. Nunca leí sobre un tema tan duro desde una mirada tan cercana y tan empática. Esta no es otra historia de una víctima, es la historia de una mujer resiliente, que se sana a sí misma y que cuando recompone sus pedazos toma su voz y la presta para acompañar y ayudar a sanar a otras.

Por suerte La mirada perdida es un libro que se lee rápido. Porque es de los que no hay que dejar “para después”. Es de esos que dan ganas de terminarlo enseguida para compartirlo, para comentarlo, para encender conversaciones necesarias. No tengo dudas de que, caiga en las manos que caiga, va a llegar para iluminar.

Angie Sammartino

A quién ves/reflejado muy pequeño/en cada una de sus lágrimas.

Anne Carson

Conocí a Manuela durante el año 2007 en la facultad. En el Taller de Expresión, materia que yo tenía a cargo, ella escribió un relato ficcional en el que la narradora y protagonista dice: "'La vida no es un cuento de hadas' me repetí, y suspendí la lectura para fumar un cigarillo, que luego apagué en un cenicero enorme que contenía más colillas que arena donde apagarlo".

Este libro, como la vida, no es un cuento de hadas. No hay pócimas ni varitas mágicas, ni hadas salvadoras. La narradora y protagonista, Manuela, relata cómo transitó un camino muy duro y difícil al final del cual logró dar forma a su deseo. Y precisamente ese parece ser el objetivo de Manuela escritora: el de mostrar que es posible lograrlo sin artilugios ni magia, sino por la voluntad de saber, de indagar, de desenmascarar. En suma, de ver. Entonces, el título del libro, La mirada perdida, no debe pensarse como quien pierde la mirada para escapar de la realidad, sino como quien la pierde para zambullirse en la realidad y ver. En otras palabras, como quien se pierde para encontrarse. Y encontrarse en este relato implica ir desprendiéndose durante el camino de pesos y ataduras culturales, como el que andando se desnuda.

Este libro no es un cuento de hadas, tampoco una novela policial en busca del culpable. Es un relato de iniciación en el que la protagonista narra la aventura de su propio crecimiento. Crecimiento que se logra, como en los ritos de iniciación, atravesando pruebas dolorosas que implican la pérdida de la inocencia y la conquista del saber.

La poeta canadiense Anne Carson escribe: "Una herida despide su propia luz/dicen los cirujanos. /Si todas las lámparas de la casa se apagaran/podrías vendar esta herida/con el resplandor que de ella surge".

Manuela Saiz escribe bajo esa luz que le ilumina cada trazo. Luz de una herida que fue vendada y que ella en este texto va “descubriendo” en la doble acepción del término: descubriendo las vendas que la cubren y encontrando, a través de la escritura, la propia herida.

Irene Klein

Soy lesbiana

Cuando tenía 14 años, después de días de llorar, le hice una confesión a mi novio.

—Tengo miedo de ser lesbiana.

—Todos tenemos miedo de ser gay —respondió él sin darle trascendencia.

Vivíamos en una ciudad con mentalidad de pueblo, de la que ambos escapamos ni bien cumplimos 18 años, cada uno por su lado. A los 14 la sexualidad era manoseo, besos que llegaban hasta la pelvis y volvían a subir, y horas y horas de lenguas entrelazadas. A esa edad sentí un orgasmo por primera vez producto de toda esa previa “sin concretar” por miedo a embarazarme.

A pesar de todo el amor y el placer de los jugueteos con él, sentía que algo en mi sexualidad estaba mal. Tenía sensaciones encontradas, algo podía gustarme y a la vez generar un asco o rechazo profundo, y siempre había una pizca de miedo. Había algo oscuro y la respuesta más oscura que me animé a dar en voz alta fue esa: “soy lesbiana”. ¿Qué podía ser peor que ser lesbiana?

Buscaba indicios, ideas que me dieran la razón, forzaba con la mente el deseo sexual para justificar mi miedo. Repasaba mi historia buscando una grieta. A los 5 me gustaba Tomás; a los 6, Juan Pablo; a los 12, Matías me rompía el corazón. Mi diario íntimo no cooperaba, no aparecía escrita ninguna expresión de deseo hacia una chica. Pero no podía ser, algo tenía que encontrar, seguro me gustaba mi mejor amiga de toda la vida y no me animaba ni a pensarlo.

Cuando estaba por cumplir 15, mi novio me invitó a cenar, su mamá no estaba en casa y él tenía pizza, postre y cien refregadas de cuerpo para compartir conmigo. Al finalizar la cena, me dijo:

—Te invité porque quiero preguntarte si querés que hagamos el amor. No ahora, ya. Pensalo, realmente es a

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