PRÓLOGO
Quince años antes de que, tras la cuarta función de El enfermo imaginario, el 17 de febrero de 1673, cayese definitivamente el telón para Jean-Baptiste Poquelin, llamado Molière, este no era más que un comediante de treinta y seis años llegado hacía poco de provincias sin más bagaje que dos títulos como autor y unas recomendaciones de apoyo aristocrático bastante difusas, como solían ser las que la nobleza prestaba a cómicos y otros artistas. No tardó en imponer en París, o, mejor, en los palacio reales del Louvre y Versalles, y en los palacios de las principales cabezas nobiliarias, un tipo de comedia original que hablaba a los espectadores —nobleza, burguesía— de sus propios defectos en un tono irónico y burlón bien aceptado al principio. Seis años después de su llegada, en 1664, el encargo de un joven Luis XIV de organizar Los placeres de la Isla Encantada, ostentosas fiestas que duraron oficialmente del 7 al 13 de mayo y que celebraban la ampliación de Versalles, certifica el favor real del que ya goza Molière, porque sus primeras obras estrenadas en París muestran la sintonía en que está con el nuevo modelo social que el monarca quiere introducir en su reinado, olvidando al rey-soldado que había sido su padre Luis XIII; gracias a las conquistas de este, al control de los grandes del reino y a la visión de una sociedad más aristocrática que guerrera por la que abogaron tanto el cardenal Richelieu como su sucesor en la gestión del poder, el cardenal Mazarino, Luis XIV se encontró, una vez que este cardenal logró dominar la revuelta de la Fronda (1648-1653) —dirigida por los Condé y los Conti, de sangre real y también miembros de la familia Borbón—, con un país enriquecido con nuevas conquistas territoriales y una sola guerra en marcha: contra España y sus posesiones europeas. A diferencia de sus antecesores, Luis XIV prefirió dejar atrás la Francia belicosa de las Guerras de Religión, y solo acudía a los campos de batalla cuando sus generales le aseguraban que el asedio a las plazas fuertes españolas de Flandes, principalmente, estaba maduro para recoger la victoria.
Lograda la paz interior, Luis XIV, que va a convertirse en máximo exponente de la monarquía absoluta, pretende una sociedad que aproveche las delicias de la vida y los «placeres del espíritu», cuyas bases culturales había sentado el cardenal Richelieu. Una corte calmada de las pasadas intrigas puede dedicarse a gozar del fasto en el que el rey quiere vivir. En su empeño por convertir Francia en el referente cultural de Europa, no solo el teatro y el espectáculo escénico, sino el resto de las artes, podían ofrecer posibilidades de exaltación tanto del país como de su propia persona real.
La propaganda de los nuevos aires que Luis XIV aporta a las costumbres y la civilidad abierta que los salones cortesanos y la literatura van imponiendo lentamente en una operación de alcance político intentan descartar las toscas usanzas que, con más de un pie en la Edad Media, regían una corte todavía dominada por la nobleza de guerra. El cardenal Mazarino, hombre culto y refinado, había traído de su país de origen algunas formas de convivencia menos burdas, pero, sobre todo, un aire distinto que afectó a los hábitos sociales y tenía por objetivo satisfacer aquellos «placeres del espíritu»; ese aire acabaría gozando de carta de naturaleza en los salones de las précieuses, en unos gabinetes a los que ya Richelieu había dado alas en sus afanes de civilización, generando nuevos espacios culturales como la Académie Française o la rehabilitación y mejora de salas de espectáculos, pasando por el otorgamiento de pensiones anuales a poetas, literatos y dramaturgos; la vida cortesana se adornaba con lecturas públicas de tragedias y poemas, de charlas y debates sobre temas como «¿Es compatible el matrimonio con el amor?»; en este clima se produjo también la difusión de novelas, en especial de la novela sentimental por excelencia que había mecido la juventud de muchos de los asistentes a tales reuniones: L’Astrée, de Honoré d’Urfé. Por esos salones pasó, durante más de medio siglo, «toda Francia», es decir, la crème: desde Richelieu a Condé, los príncipes de Conti, los Guise, Madames de Sablé, de Sévigné y de La Fayette, con sus séquitos de literatos: el joven Bossuet, Tallemant des Réaux, Paul Scarron, Chapelain, dispensador de las subvenciones reales, etc.
Al objetivo de los plaisirs deben contribuir todas las fuerzas culturales: en sus Memorias para la instrucción del Delfín, Luis XIV lo deja meridianamente claro: «Esta sociedad de placeres, que da a las personas de la corte una honesta familiaridad con nosotros, les afecta y les encanta más de lo que puede decirse. Por otro lado, los pueblos se complacen en el espectáculo, donde en el fondo siempre se ha tenido por objetivo complacerlos; y todos nuestros súbditos, en general, están encantados de ver que nosotros amamos lo que ellos aman. […] Por eso apreciamos su espíritu y su corazón, a veces quizá con más fuerza que con recompensas y beneficios».
Molière va a convertirse en propagandista de la «buena nueva» que trae el régimen de Luis XIV, haciéndose eco y llevando a escena esos debates que los espíritus más abiertos de la corte suministraban y convertían en moda. El contenido de sus piezas se vinculará, desde el principio (Las preciosas ridículas, Sganarelle o El cornudo imaginario, las dos Escuelas), a la actividad de la corte, con temas y personajes que traspasan la frontera de esa moderación exigida para sus valores: la burla de caracteres excesivos —preciosas y marqueses ridículos, hipócritas, avaros, enfermos maníacos, donjuanes ateos, solitarios intempestivos, coquetas, pretendientes importunos, pelmas…— pone en la picota, por un lado, excentricidades y situaciones disparatadas a las que se habían dejado arrastrar; por otro, arremete contra los paladines de la vieja moral, todavía encorsetada en el feudalismo, contra los defensores de una rigidez moral sometida a cánones religiosos (La escuela de los maridos, La escuela de las mujeres), y contra los representantes de la chabacana espontaneidad burguesa, de la campechanía provinciana y rústica, de la obsesión nobiliaria, de las extravagancias personales (El burgués gentilhombre, El enfermo imaginario, entre otras). Además, al subrayar en sus intrigas la libertad en el amor y la potencia del deseo amoroso, capaz de romper las barreras de la autoridad paterna, esas obras denuncian el sometimiento de la mujer, tema de viva actualidad en grupos sociales restringidos a las altas esferas, pero claves, que trataban de cambiar los modos de vida guiados por una apetencia de «civilización» y de «galantería», hacia las que la corte había empezado a dar algunos pasos durante el reinado de Luis XIII, y luego durante la regencia de Ana de Austria, en torno a 1640.
El toma y daca que ofrece el rey resulta nítido: «Trabajar para la gloria del Príncipe, consagrar únicamente todas sus vigilias a su honor, no proponerse otro objetivo que la eternidad de su nombre» es la consigna.[1] A cambio de beneficios y recompensas, todos los campos del arte en general deben ponerse al servicio de ese programa y entonar la gloria del rey y su reinado. De Corneille a Molière, autores, músicos, pintores, arquitectos, jardineros, artificieros, maquinistas, etc., se convierten en portavoces de la grandeur que Luis XIV estaba construyendo. «Ministro de la opinión del rey», «escritor gubernamental», así califica Stendhal[2] a Molière, quien, desde los inicios, saca a escena comportamientos sociales más modernos y abiertos —dentro de ciertos límites— en función de las directrices ideológicas de la nueva etapa; el éxito de las ambiciones militares francesas sobre las posesiones europeas de España permitía al nuevo monarca entretenerse en desactivar a una aristocracia derrotada en la Fronda, en poner pelucas, tacones y cintas a sus cortesanos, en hacerlos cantar y danzar —él mismo bailaba sobre el escenario en los primeros años de reinado—, mientras alentaba a sus «ministros de opinión» a luchar contra el enemigo interior, ideológicamente superado por la nueva etapa.
En esa operación inician su apogeo —perdurará en el siglo ilustrado— los «salones» animados por las damas de la aristocracia, espacio de debate en el que se discutían temas novedosos: la equiparación de la inteligencia de la mujer y del hombre, su misma capacidad para el estudio y la ciencia, la igualdad de sexos, la legitimidad del matrimonio, la defensa de la libertad de elección de marido para las jóvenes de la nobleza (sobre todo) y de la burguesía, que casaban a sus hijas por intereses económicos o nobiliarios. La polémica venía de la Edad Media, y el teatro barroco francés, español o inglés ya reflejaban las quejas de las doncellas por verse entregadas a un hombre, por lo general acaudalado y viejo, o por la tutela que las mujeres sufrían de los varones, fueran estos padres o maridos.
Desde ese regreso a París, Molière se convierte en defensor de la monarquía absoluta de Luis XIV secundando desde la escena la «revolución» social que este buscaba. Por supuesto, ese apoyo no iba a atarle las manos para la crítica, y, a pesar del patrocinio regio, hubo de enfrentarse, en algunas ocasiones en las que carecía de ese apoyo, a enemigos tan poderosos como el partido devoto, que contaba con la connivencia de la reina madre, la española Ana de Austria, contraria a las novedades que su hijo iba imponiendo, a la doctrina de la Iglesia (El Tartufo, Don Juan), a una parte de la aristocracia que se reía con sus comedias, pese a la burla incluida contra ellos en títulos como Las preciosas ridículas o Don Juan, y a la alta burguesía que buscaba ennoblecerse (El burgués gentilhombre) o estaba ofuscada por defectos que la llevaban a la excentricidad, como El avaro o El enfermo imaginario.
INICIOS DE UNA CARRERA
En realidad, la vida de Molière se divide en dos partes temporalmente iguales en la práctica: desde que, con veintidós años, inicia su carrera teatral en las primeras funciones del Illustre Théâtre, fundado por él mismo junto a la familia Béjart, hasta su «entrada» en París transcurren quince años, doce de ellos haciendo teatro en provincias (1646-1658); los mismos que durará su ascensión y triunfo en los escenarios hasta el estreno de ese Enfermo imaginario final. Cuando nace el 13 o 14 de enero de 1622 en el seno de una familia de tapiceros, tanto por parte de padre como de madre, su progenitor es un artesano que nueve años más tarde compra el oficio de ayuda de cámara y tapicero del rey. Ese cargo, discretamente remunerado, no deja de suponer una ascensión social que permite a Jean Pocquelin (Molière corregiría ese apellido en Poquelin) codearse, siempre como servidumbre, con miembros de la nobleza, y trabajar al lado de los cuatro primeros gentilhombres reales, de ayudas de cámara, ujieres, relojeros, barberos, etc., que se encargaban de la intendencia del monarca. Su trabajo consistía en hacer la cama del rey, disponer las tapicerías, aderezos, adornos y decoraciones de los aposentos reales, velar por el mobiliario y adelantarse a Luis XIV en sus desplazamientos para preparar el lugar donde este iba a permanecer en las diversas paradas o estancias de sus viajes. Jean Pocquelin no dudó en vincular legalmente a Molière al cargo cuando este apenas tiene quince o dieciséis años. Y parece que, tras un viaje como acompañante de su padre a Narbona en 1641 o 1642 con motivo del asedio de Perpiñán, a Molière no debió de gustarle demasiado el cargo, al que renunció en 1643 en favor de Jean, su hermano menor. En 1660, a la muerte de este, hubo de recuperarlo y servirlo por periodos de tres meses, hasta el final de su vida, a pesar de que su carrera teatral empezaba a despegar. El cargo no ennoblecía, pero gozaba de ciertos privilegios: se le otorgaba el título de escudero, pasaba a depender de la justicia del rey y quedaba exento del franc-fief, impuesto por el permiso real de poseer feudos sin ser nobles.
Que se dude sobre la fecha de ese viaje responde a un hecho que impregna toda la biografía de Molière. No poseemos documento alguno ni obra escritos por su mano, y falta prácticamente todo tipo de documentación sobre los aspectos privados de la vida de nuestro comediante —no así sobre la existencia teatral de la troupe, minuciosamente anotada en el llamado Registro de La Grange.[3] Desde su primer biógrafo, la vida de Molière se alimentó de fuentes poco fiables: Jean-Léonor Le Gallois de Grimarest (1659-1713) publicó en 1705 La Vie de M. de Molière, con el objetivo de «darlo a conocer tal como era» y de deshacer la gran «cantidad de falsas historias» que sobre el comediante ya corrían veinticinco años después de su muerte; para ello, entrevistó a viejos compañeros de teatro insertos también en la leyenda que el éxito de su «patrón» propiciaba, a personas que lo conocieron, y parece haber visitado incluso a la única descendiente viva del matrimonio Molière, Esprit-Madeleine, de siete años a la muerte de su padre: tras dejar el convento en que se había educado, esta no quería saber nada de sus progenitores, sino expiar con una vida cristiana el oficio «infame» que habían ejercido. Pese a esas encuestas y encuentros, el resultado de Grimarest mereció la condena fulminante de un amigo tan cercano al comediógrafo como Boileau: «Por lo que se refiere a la Vie de Molière, francamente, no es una obra que merezca que se hable de ella. Está hecha por un hombre que no sabía nada de la vida de Molière, que se equivoca en todo, no sabiendo siquiera los hechos que todo el mundo sabe». Pese a esta condena, esa Vie de Molière se convirtió en fuente ineludible de todas las biografías posteriores, hasta que el análisis de los molieristas del siglo XIX inició la búsqueda documental de todas sus afirmaciones. En ella abrevaron durante mucho tiempo escritos de enemigos declarados, aunque en vida y muy temprano hubo de sufrir la difamación, por ejemplo en una comedia-panfleto nunca representada que firmó en 1670 un desconocido Le Boulanger de Chalussay, Élomire hypocondre, ou les Médecins vengés (Élomire hipocondríaco, o Los médicos vengados; Élomire: anagrama evidente de Molière), de la que, sin embargo, pueden extraerse datos que para sus contemporáneos eran conocidos, pero que arremete ad hominem con afán denigratorio y difunde tópicos luego propalados y seguidos a pies juntillas sin ninguna constancia verdadera: llegan incluso hasta el siglo XX, momento en que los molieristas empiezan a rechazar de la biografía todo aquello que no esté bien documentado.[4]
Se dice que el adolescente Molière estudió con los jesuitas del colegio parisino de Clermont, y que habría sido amigo de Claude Chapelle, cuatro años menor que él, y que habría conocido, a través de este, al filósofo epicúreo Gassendi y a Cyrano de Bergerac; nada documenta esas y otras afirmaciones. Por imposición paterna estudió Derecho, con toda probabilidad en Orléans, y, acabada su licenciatura, se inscribió como abogado, oficio que solo ejercerá unos meses en 1640; es en esos momentos cuando conoce a Madeleine Béjart (1618-1672), comediante cuatro años mayor que él, por la que «dejará los bancos de la Sorbona», asegura el famoso cronista Tallemant des Réaux, que parece ignorar que en esas fechas la Sorbona era exclusivamente una facultad de teología. Molière no solo terminará formando pareja con Madeleine, sino que se casará con su hija Armande, hecho capital en su biografía por provocar acusaciones de enemigos iracundos, como Montfleury, actor trágico de la compañía rival del Hôtel de Bourgogne, que presentó al rey un memorial denunciándolo por «haberse casado con la hija después de haberse acostado en el pasado con la madre», según refiere Racine en una carta. Luis XIV haría caso omiso a esta imputación de incesto: pese a los esfuerzos legales de la familia Béjart por ocultar el origen de Armande y declararla hija póstuma de los abuelos, Joseph Béjart y Marie Hervé, los connaisseurs sabían que era hija, la segunda, de las relaciones de Madeleine con Esprit de Rémond, conde de Modène, chambelán de Gaston d’Orléans, hermano de Luis XIII y, desde 1611, primer príncipe de sangre en la sucesión del trono hasta el nacimiento de Luis XIV, en 1638.
Es la familia Béjart la que orienta a Molière hacia el teatro; la familia y, sobre todo, Madeleine, que probablemente había subido a las tablas a finales de los años 1630 en el teatro del Marais y girado luego por provincias; esta gozaba de una reputación de belleza e inteligencia que Tallemant de Réaux, sin haberla visto actuar, pondera: «Se dice que es la mejor actriz de todas». Esas cualidades parecen haber hecho mella en el joven licenciado en Derecho, que se suma al proyecto que cuecen tres hermanos Béjart; Madeleine, hábil mujer de negocios además de actriz, asumió la dirección del Illustre Théâtre, fundado en junio de 1643; quizá los había animado una declaración real en la que Luis XIII eximía de «impureza» a quienes se dedicaran al oficio para «apartar a nuestros pueblos de diversas ocupaciones malas». Medio año más tarde se estrenan con un repertorio generalista de tragedias, tragicomedias y farsas como la tercera compañía permanente en París: las dos primeras las forman los «Grandes Comediantes» del Hôtel de Bourgogne y los «pequeños comediantes» del teatro del Marais —a un lado quedan los Italianos, dedicados en su lengua a la commedia dell’arte—. Desde el 1 de enero de 1644, fecha en la que hacen su primera función, hasta el verano, cierto éxito acompaña al Illustre Théâtre, favorecido por la desaparición del teatro del Marais, cuya sala había sido devastada por un incendio ese mismo mes de enero, obligándolos a trabajar en provincias. En otoño, su regreso supondría la debacle del Illustre Théâtre, que no había conseguido, en ocho meses de cierta bonanza, fondos suficientes para competir a finales de año con los dos colosos de la escena parisina.
De los diez actores que formaron la troupe, solo dos —Madeleine y Joseph Béjart— habían subido antes a las tablas; una vez instalados en una sala alquilada por tres años, el juego de pelota de los Métayers (hacia el actual número 10-14 de la rue Mazarine), la hostilidad del párroco de la zona, el de Saint-Sulpice, los obligó a trasladarse al juego de pelota de la Croix-Noire (cerca del puerto Saint-Paul), también arrendado por tres años el 19 de diciembre de 1644. El acondicionamiento de esas dos salas supuso cuantiosos gastos que se afrontaron con los capitales de fundación de la troupe y con préstamos financieros que no tardarían en pasarles factura. En ellas intentaron competir en el género de los «grandes», tragedias sobre todo; a través de allegados pudieron contar con algunos dramaturgos de cierto prestigio en ese momento, como Tristan l’Hermite, André Mareschal, Pierre Du Ryer, Jean Magnon o Desfontaines, un comediante-autor que ya tenía en su activo una decena de obras trágicas. No se conocen muy bien los títulos y las fechas de esos estrenos, pero el Hôtel de Bourgogne y el teatro del Marais tenían la exclusiva del éxito en el género trágico, con una sobreactuación declamatoria que parecía triunfar sobre la forma que proponía Molière: la naturalidad. No dejará de vengarse de ese tipo de dicción más tarde, parodiándolo en La improvisación de Versalles (1663).
Esos autores eran sus únicos apoyos; no debió de serlo una declaración que se permitieron hacer: «Mantenido por Su Alteza Real el duque d’Orléans». Las relaciones de Madeleine con el padre de sus dos hijas, el conde de Modène, quizá les permitieron utilizar esa especie de «título», pero sin sostén financiero alguno por parte del teniente general del reino durante la minoría de Luis XIV y jefe del ejército francés que, en esas fechas, 1644 y 1645, obtenía notables victorias en Flandes y el norte de Francia frente a las tropas españolas. Algunas salidas de París mientras se acondicionaban las salas sirvieron sobre todo para que los actores se probasen y para que el joven licenciado en Derecho apuntase como director de escena del grupo, en fechas en las que, en una escritura notarial del 28 de junio de 1644, firma por primera vez como «Jean-Baptiste Poquelin llamado Molière».
A mediados del año siguiente empiezan a surgir denuncias contra el Illustre Théâtre por deudas, excesos, robo y maltrato; los días 2 y 4 de agosto Molière es encarcelado y enseguida liberado, pero las deudas se acumulan, las condenas por impago también; será el padre del comediante quien termine pagándolas. Hay un contrato de octubre con una compañía de mudanzas para trasladar sus enseres al juego de pelota del Cheval-Noire, de Rennes, pero ahí se acaban las noticias del Illustre Théâtre.
EN EL CARROMATO DE PROVINCIAS
La hecatombe y la dispersión de los miembros de la troupe provocan una salida coyuntural. El comediante y su compañera Béjart —se desconoce la fecha en que se convirtieron en pareja— se unen al año siguiente a la compañía de Charles Dufresne, destacado actor en segundos papeles trágicos y director de una compañía protegida por el duque d’Épernon, gobernador de la Guyena y, de 1654 a 1660, también de la Borgoña; este militar, que se señaló por su rapacidad, brutalidad y vicios, fue desposeído de su gobernación por haber participado en la Fronda, y no tardó en abandonar a su suerte a la troupe. Molière recupera entonces su ascendiente sobre los actores y Dufresne deja en sus manos, probablemente en 1650, la dirección de la nueva etapa del grupo que dos años más tarde consigue la protección del príncipe de Conti (1629-1666) y se titula «Comediantes del príncipe de Conti». Muchas de estas «protecciones» no suponían la mayoría de las veces otra cosa que el permiso de utilizar el apellido aristocrático del «patrocinador». Y el de Armand de Bourbon, príncipe de Conti, era un apellido que suponía las más altas recomendaciones. Si, con la venia del duque d’Épernon, los cómicos habían trabajado en el oeste de Francia, en el valle del Ródano y en ciudades como Lyon, Grenoble, Dijon y Aviñón, a partir de 1652, y, con el nombre de Conti por enseña, se instalan sobre todo en los Estados del Languedoc y en la residencia oficial del príncipe: el castillo familiar de La Grange-des-Prés, junto a Pézenas, adonde, tras sumarse a la Fronda parlamentaria durante la minoría de Luis XIV, tuvo que retirarse tras un tiempo de cárcel. A fin de entretener a la pequeña corte que lo había seguido, Conti recurrió, a instancias del abate Daniel de Cosnac, a la compañía de comediantes de Molière.
Las relaciones de Conti y Molière resultan significativas: siendo todavía comediante del príncipe, el segundo estrena en Lyon su primera obra como autor, El atolondrado, adaptado de una obra italiana, lo mismo que la segunda, El despecho amoroso, presentada probablemente en la primera quincena de diciembre de 1656. Pero las relaciones con Conti se rompen en 1657, año en el que, aquejado de sífilis, y tras una vida de depravación y libertinaje, Conti vuelve a la religión: el obispo de Alet, monseñor Pavillon, le hizo ver que, tras la muerte de su padre Enrique II de Bourbon-Condé (1588-1646), heredaba el puesto de tercer personaje del reino; la «conversión» fue auténtica: se impuso mortificaciones y cilicios, se incorporó a la Compañía del Santo Sacramento, que jugará un papel amenazador algo más tarde en el estreno del Tartufo, y expulsó de palacio a su amante, casado como estaba desde 1654 con una sobrina del cardenal Mazarino, notable mésalliance, porque, por grande que fuera el poder político del cardenal, su condición no podía compararse con la alta nobleza de los Bourbon-Conti y los Bourbon-Condé. Entre las primeras medidas de su «vida nueva», decretó la supresión de fiestas, de entretenimientos y de cómicos en sus dominios, llegando a prohibir a Molière la utilización de su nombre —la troupe seguirá ostentándolo durante algún año más—. Quedan lejos los tiempos en que, según el abate Voisin, Conti «veía las representaciones de teatro, hablaba a menudo con el jefe de la troupe, que es el actor más dotado de Francia, sobre lo que su arte tiene de más excelente y delicioso. Leyendo a menudo con él los pasajes más hermosos, y los más delicados, de autores tanto antiguos como modernos, se complacía en hacérselos recitar sencillamente, de suerte que había pocas personas que pudieran juzgar una pieza mejor que este príncipe». A la frágil protección que hasta entonces otorga a Molière y a su troupe, le sigue una animadversión de la que se contagian algunos diputados de los Estados del Languedoc: las subvenciones desaparecen y se obstaculiza todo lo posible el trabajo de los cómicos, que dejan de ser contratarlos.
Ese momento supone el final de una etapa espléndida para la compañía; atrás habían quedado los iniciales caminos embarrados, las posadas infectas de la etapa Dufresne; ahora visitaban las casas nobles y refinadas de provincias. Han ganado dinero, como demuestra Madeleine Béjart invirtiendo la cantidad de diez mil libras [5] en 1655 en deuda del Languedoc. Pero, cada vez más desvalido de apoyos aristocráticos, Molière intuye cercano el naufragio si continúan en provincias: la buena acogida de sus dos títulos (El atolondrado, El despecho amoroso) espolean su ambición de convertirse en autor y dar el salto a la capital. En julio de 1658, Madeleine firma ante notario desde Ruán la retrocesión por tres mil libras del alquiler del teatro del Marais; pero ese primer intento de conseguir un espacio teatral se quedó en eso, en intento; sabemos por el Registro de La Grange que, tres meses más tarde, la troupe está en París, bajo la protección de Philippe d’Orléans, Monsieur (título oficial del «hermano único del rey»), con trescientas libras de pensión para cada comediante «que aún no han sido pagadas». Ni lo serán. ¿Cómo se produjo ese salto a la capital y esa protección? No se sabe. Quizá a través de Cosnac, que, de limosnero de Conti, había pasado a desempeñar el mismo cargo con Monsieur, de dieciocho años en ese momento. Luis XIV quería dotar a su «hermano único» de una pequeña corte como las que tenían los principales apellidos de la nobleza; y entre los aderezos de la pompa aristocrática figuraba una compañía de teatro. Lo único que se sabe con certeza es que, desde Ruán, la compañía trasladó hasta París, por el río, en barcazas, setenta quintales de equipaje (tres mil doscientos kilos aproximadamente), y que tres meses más tarde, el 24 de octubre de 1658, Molière interpreta en el Louvre, en presencia del rey, la tragedia Nicomedes, de Corneille, que dejó bastante fría a la concurrencia; pero Molière había preparado como complemento de la función su farsa ya estrenada El doctor enamorado (perdida desde entonces), que reanimó a los asistentes y dio sus frutos: por intercesión de su hermano, Luis XIV autorizó a la compañía a disponer del Petit-Bourbon, sala ubicada en uno de los extremos del Louvre, ricamente decorada y dotada de una buena maquinaria diseñada por el escenógrafo Giacomo Torelli. Debían compartirla con los cómicos italianos de Tiberio Furelli, un Scaramouche célebre que deleitaba a los espectadores con farsas e improvisaciones los días «ordinarios»: martes, viernes y domingo, los mejores para la taquilla; los recién llegados se quedaban los días «extraordinarios», lunes, miércoles, jueves y sábados.
En esa primera temporada —se contaba de Pascua a Pascua—, la troupe dio treinta funciones con éxito de El atolondrado y de El despecho amoroso, pero con descalabros en cuatro tragedias firmadas por los hermanos Corneille, acompañadas de silbidos. La forma «natural» y espontánea de interpretar lo trágico propuesta por la compañía de Molière contrastaba con la fastuosidad vocal impuesta por los comediantes del Hôtel de Bourgogne; desde abril hasta finales de ese año de 1659, la compañía representará un total de veintitrés tragedias (varias de Corneille, pese a la mala opinión que el gran trágico tenía de la forma en que la troupe declamaba la tragedia) y diez comedias de diversos autores. El tirón de taquilla que procuraban las comedias, así como el fiasco de las tragedias, impulsó a Molière a escribir una pieza nueva, una farsa que estrena en noviembre, Las preciosas ridículas, con el autor interpretando el papel, creado por él y para él, de un criado intrigante y enredador, Mascarilla. La sátira de los hábitos literarios y de la vida cortesana desató una polémica —minúscula si la comparamos con las que vendrán después—; era el primer indicio de que el hasta entonces prácticamente desconocido Molière era un comediógrafo de cuerpo entero, pese a escribir «bagatelas», como califica Thomas Corneille esta farsa y la siguiente, Sganarelle o El cornudo imaginario, estrenada en mayo de 1660. En ambas, Molière aporta novedades: sus dos criados de origen italiano, Mascarilla y Sganarelle, buscan un tipo de comicidad más arraigado en la tradición francesa. Y, sobre todo, Molière vincula el contenido de esas obras a la actualidad de la vida de corte en París.
Una pequeña catástrofe amarga el éxito de Las preciosas ridículas: la sala del Petit-Bourbon entra en obras de la noche a la mañana para unir su edificio al Louvre, lo que deja a la compañía en la calle; pero solo por nueve días, porque Monsieur consigue para ellos una sala en el Palais-Royal, antiguo palacio construido por Richelieu, cuyas reparaciones tardaron tres meses. Para compensar en parte las pérdidas, la compañía «visita» casas palaciegas con su repertorio, a la vez que ensaya la única tragedia escrita por Molière: Don García de Navarra, estrenada en la nueva sala del Palais-Royal el 4 de febrero de 1661: esta tragedia de celos solo duró siete representaciones, y el empeño por reponerla del autor nunca funcionó en taquilla salvo si la acompañaba con la farsa Górgibus en el saco, de la que solo se conserva su título en el Registro de La Grange. Este mal inicio de año aporta sin embargo una noticia: Molière pide a la compañía nuevas bases de asociación; se le conceden dos partes «para él y para su mujer, si se casaba» con una actriz. ¿Se anunciaba ya su matrimonio con Armande Béjart en febrero del año siguiente?
Pero sobre ese mal principio no tardan en soplar vientos mejores: el éxito el 24 de junio del estreno de La escuela de los maridos da cartas de naturaleza entre la aristocracia a un nuevo autor, que visita con ella casas de la nobleza sin apenas respiro: los palacios más altos, desde el domaine de Vaux-le-Vicomte, del superintendente Fouquet, hasta Fontainebleau, con presencia del rey entre los espectadores.
LA INVENCIÓN DE UN GÉNERO NUEVO
El todopoderoso Fouquet, superintendente del reino, encarga a Molière un espectáculo que vaya más allá del teatro para la inauguración del fabuloso palacio que está construyéndose, y para el que ha contratado a los mejores arquitectos, pintores, cocineros y paisajistas de jardines de la época. A unos cincuenta kilómetros de París, entre las dos residencias reales más importantes, los castillos de Vincennes y de Fontainebleau, Fouquet se ha rodeado de una pequeña corte de intelectuales y artistas a la que mantiene con generosidad reconocida por todos: pintores como Poussin y Girardon, escritores como La Fontaine, Madame de Sévigné, Mademoiselle de Scudéry y Perrault, filósofos como La Mothe Le Vayer, médicos como Samuel Sorbière, etc. Molière asegura que en quince días escribió esta «comedia con ballet, violines y música», obra de un género nuevo, encargada por Fouquet para halagar los gustos del rey y su afición por el ballet. Les Fâcheux (Los importunos) se estrena en medio de los pomposos festejos de inauguración del mayor monumento privado de Francia, a la que acude el rey acompañado por seiscientos cortesanos. Hacía tres meses que Luis XIV había decidido deshacerse de Fouquet: el superintendente había puesto orden en la confusión financiera en que Mazarino dejó el reino, pero no sin embolsarse grandes beneficios, tantos que, según Jean-Baptiste Colbert, que lo sustituirá al frente de la gestión política, podían permitirle encabezar un complot y enfrentarse al poder real. Quince días más tarde, el 5 de septiembre, Fouquet era detenido por D’Artagnan, capitán de los mosqueteros, y arrojado a una mazmorra de la que nunca saldrá. Antes de dejar el palacio en manos de los acreedores, el rey (y también Colbert) se lanzaron sobre los despojos de Fouquet: el pillaje no se limitó a requisar tapicerías, naranjos, mesas de mármol, baldosas, estatuas… Entre esos «restos», también le «saquearon» a Fouquet sus artistas, empezando por Molière.
La función de Los importunos, con su escenografía de máquinas, faunos, sátiros y dríades que salían de los árboles para elogiar al «mayor rey del mundo», después de que el propio Molière la presentara con iguales alabanzas, maravilló a la corte: aquella sucesión de escenas, protagonizadas por pelmas que rompen las nuevas normas de la sociabilidad pretendidas e imponen el espíritu galante y la armonía en las formas sociales, agradó tanto al rey que, además de invitar a Molière a representarla en su castillo de Fontainebleau, le sugirió que añadiese un importuno más. El propio autor reconoce en la dedicatoria de Los importunos esa «colaboración» regia: «Ahí tienes un gran original que todavía no has copiado»: y se declara agradecido a «la orden que [Vuestra Majestad] me dio de que le añadiese un nuevo personaje importuno, que ELLA misma tuvo la bondad de bosquejarme y que ha parecido en todas partes el más hermoso fragmento de la obra». En esa dedicatoria se declara presto a obedecer las sugerencias del rey, que para él son órdenes, pues solo aspira a la gloria de «divertir [a su Majestad]. Ahí pongo el límite a la ambición de mis deseos; y creo que en cierta forma no es ser inútil a Francia contribuir a la diversión del rey». Más tarde, en el libreto del Divertissement royal (1670), en el que se incluye Los amantes magníficos, asegura que la trama de esta pieza le ha sido proporcionada por Luis XIV; y el núcleo de El burgués gentilhombre debía girar en torno a un ballet con turcos por deseo regio.
Esa relación entablada entre el monarca y el comediante perdurará toda la vida de Molière, sin altibajos, aunque amoldada en alguna ocasión a circunstancias políticas (El Tartufo) o artísticas (exclusiva a Lully de todo espectáculo con música y ballet en 1672). Miembros de la familia real, como la reina madre o Monsieur, serán dedicatarios de las comedias, mientras la intención expresada en la portadilla de la edición de varias obras asegura haber sido estrenada para «Divertissement du Roi». Es lo que Luis XIV pretendía con sus fastuosos festejos: divertirse y divertir a una corte que vivía en la ociosidad y a la que había que apartar de sus pasados ímpetus de guerra interna e intrigas. El absolutismo imponía que en el centro de todo estuviera el Rey Sol, y que todo, en especial las fiestas, tuvieran por objetivo exaltar la grandeza de su persona y de la monarquía.
El nuevo género de la comedia-ballet, inventado por Molière y que en la práctica morirá con él, tenía, desde luego, algunos antecedentes. Era de sobra conocida la afición del rey por el ballet, hasta el punto de preciarse de bailarín e interpretar un papel en el Ballet Royal de la Nuit (1653) y en el Ballet Royal l’Impatience (1661), en los que había intervenido en distinto grado Jean-Baptiste Lully (1632-1687). Este músico florentino había preparado los bailes del rey y bailado a su lado, y no tardó en ganarse la protección real y en convertirse en compositor de cámara y en maestro de música de la familia real. La relación de Molière y Lully es más que amistosa hasta 1672, cuando el florentino obtenga el privilegio exclusivo de la Academia Real de Música e imponga su monopolio sobre toda obra con música.
La tradición de los Ballets Royals se había iniciado en la corte de Enrique III con un Ballet de los polacos en 1573; fue cultivada en las cortes de Enrique IV y Luis XIII, y con el nuevo monarca, además del rey y del príncipe, condes y duques bailaron los papeles burlescos de ese Ballet de l’Impatience que sacaba a escena a glotones, acreedores, mozos de cuerda, etc., dominados por la impaciencia; e incluso a Júpiter, encarnado por el rey, también impaciente por gozar de sus amores. Molière tomó buena nota de un hecho: la comicidad nacía en buena medida de unos personajes que se desenvuelven en un ambiente aristocrático. En Los importunos presenta como novedad la fusión del ballet con la comedia con cierto sentido argumental, y «cose» la entrada del ballet a la acción para construir —en la medida de lo posible, dice, dada la premura del encargo— un único espectáculo. No todo era tan nuevo como Molière pretendía: además del ballet de Lully El amor enfermo, el experimento se había probado en otros espectáculos; por ejemplo, en su ópera Andromède, Corneille ya había soldado música y tragedia, aunque con buena dosis de torpeza. Pero Molière percibe en esa fusión un embrión que «puede servir de idea a otras cosas que podrían ser meditadas con más tiempo».
Molière defenderá, frente a Lully, ese concepto: hacer una sola cosa del ballet y de la comedia, así como de la música. Pero no podía traspasar la divisoria de esas innovaciones donde música y ballet acompañaban al texto porque habría supuesto ir a dar en la ópera; tal paso habría rebajado su papel de autor y dejado su texto a los pies de la dictadura musical. Desde el punto de vista del autor, la ópera era imposible, porque subsumía la intriga y la letra de sus comedias bajo lo que podría llamarse acompañamiento de efectos especiales; él mismo los había utilizado, e incluso los fomentará en sus representaciones a partir de Los placeres de la Isla Encantada (1664). El saldo de quince años, desde Los importunos hasta la última pieza, El enfermo imaginario (1658-1673), demuestra que algo más del cuarenta por ciento de sus obras pertenecen a ese género: doce comedias-ballet —por lo menos una al año hasta 1671— de los treinta y dos títulos, presentadas con gran éxito y buenos beneficios tanto ante el rey y los cortesanos como en su sala del Palais-Royal. A ellas debió buena parte del favor de Luis XIV, que a cambio de estos divertimentos dará a la compañía el título de «Troupe du Roi» (1665) y le permitirá criticar entre burlas y veras a los mismos estamentos que la aplaudían; de esa permisividad nacen sus obras «más serias» y virulentas contra una parte del pensamiento aristocrático y burgués: La escuela de las mujeres, El Tartufo, Don Juan, El misántropo, El avaro…
El papel de Molière como autor será siempre cortesano; compartía con el rey su filosofía del amor y del placer, de un clima que tuviera la felicidad y la alegría por eje para que los personajes amorosos puedan vencer la maldad y los intereses de la moral y las costumbres antiguas, la estupidez y la ridiculez de la jerarquía aristocrática y de los padres; toda su obra está, si no dedicada al rey, puesta al servicio de su divertissement, sin que se plantee el negro panorama en que, salvo en esa sección social a la que él divierte, vive Francia; el fastuoso derroche de las fiestas palaciegas contrasta con la existencia miserable del resto del país, hecho apuntado por un enemigo del comediógrafo, el médico Guy Patin,[6] en 1662, que habla de pobreza y hambre no solo en provincias sino incluso en la capital. Esta otra parte de Francia estaba cerrada para un Molière dispuesto a colaborar con el «nuevo» pensamiento social, sin renunciar a su libertad de artista: la exaltación de unos valores tan aéreos y difuminados entre dríades y faunos de sus comedias-ballet resulta demasiado impostada para que no se perciba una distancia crítica hacia esa nobleza enjaulada en cuentos de hadas; y, dentro de esa connivencia con el rey, no deja de juzgar con la peor herramienta de todas, la burla, a ese mundo del que vivía la troupe en sus obras «serias».
EL PRIMER ESCÁNDALO
El año 1662 arranca con una sorpresa: el 23 de enero Molière firma el contrato de matrimonio con Armande Béjart, «de veinte años o aproximadamente», y la boda se celebra en la más rigurosa intimidad; ni los miembros de la troupe se enteraron de la fecha exacta de la celebración, ni entre los asistentes hubo miembros de la realeza, como sí ocurrió cuatro días más tarde en la boda de Lully. Extraño matrimonio que va a dar pábulo a los enemigos de Molière, por la confusa paternidad de la joven, debido a la relación mantenida en el pasado por el comediógrafo con la madre, Madeleine Béjart. Algunos años más tarde, en 1676, muerto ya Molière, Henry Guichard, intendente general de Monsieur, resumía la situación tal como era para la maledicencia cortesana: el nacimiento de Armande «es oscuro e indigno, que su madre es muy incierta, que su padre no es sino demasiado incierto, que es hija de su marido, mujer de su padre, que su matrimonio es incestuoso, que, en una palabra, esta huérfana de su marido, esta viuda de su padre, y esta mujer de todos los demás hombres nunca quiso resistirse más que a un solo hombre, que era su padre y su marido».
Tales acusaciones pesarán desde el momento de su matrimonio sobre el resto de la vida de Molière e infectarán la crítica de sus obras, que para algunos serían reflejo de una vida conyugal fértil en angustias e infidelidades, sin tener en cuenta que, desde mucho antes de esa boda, el tema de la infidelidad de la esposa, procedente de los esquemas de la commedia dell’arte, ya desempeñaba un papel decisivo tanto en la obra de Molière como en la de otros muchos comediógrafos. El rey, tan puntilloso en este tipo de materias,[7] no hizo el menor caso a esas denuncias y refrendó dos años más tarde, en enero de 1664, su apoyo al comediante ejerciendo como padrino, junto con Madame, la esposa de su hermano, en el bautizo del primer hijo de Molière y Armande. Pero el rumor público, espoleado por los textos anónimos de sus competidores escénicos, sobre ese «incesto» y sobre la infidelidad permanente de la esposa, pervivirá hasta el siglo XX, cuando las investigaciones sobre el caso han dilucidado la paternidad más que probable del ya citado conde de Modène: este y Madeleine apadrinarán en 1665 a Esprit-Madeleine, segunda hija de Molière, siguiendo la tradición de los abuelos como padrinos.
En el campo escénico, el año supone el ascenso de un peldaño hacia el favor real y el éxito: a la compañía le llueven los contratos, entre ellos para una especie de «festival Molière», el primero, ante el rey y la corte: del 8 al 14 de mayo, en menos de una semana, presenta dos comedias de Scarron y seis propias: El despecho amoroso, El atolondrado, La escuela de los maridos, Sganarelle o El cornudo imaginario, Los importunos y La Jalousie de Gros-René (perdida, salvo que se trate de La Jalousie du Barbouillé (Los celos del Embadurnado) farsa atribuida a Molière cuya fecha de redacción se desconoce y pertenece a la etapa de provincias). Pero entre tantas visitas a la corte y la reposición de títulos ya conocidos, las recaudaciones en el teatro de la ciudad se resienten. Para remediarlo, Molière trabaja despacio en una nueva obra que se estrenará en diciembre: La escuela de las mujeres, cuyo éxito, dado el aroma de escándalo que la acompaña, se ve contrarrestado (solo en primera instancia) por la polémica que surge desde el día siguiente del estreno: «A todo el mundo le ha parecido mala, y todo el mundo ha corrido a verla. Las damas la han criticado y han ido a verla; ha triunfado sin haber gustado, y ha gustado a muchos a los que no les ha parecido buena», comenta el cronista Donneau de Visé. Críticas y censuras parten de distintos frentes, dispuestos a acabar con un autor que ya resulta molesto, empezando por los compañeros de oficio, con los hermanos Pierre y Thomas Corneille a la cabeza,[8] para quienes el ascenso de Molière en el favoritismo real suponía un serio problema; también preciosas, marqueses y devotos se sienten reflejados demasiado «al natural», por más que algunos nobles corran a ofrecerle memoriales a fin de verse representados. En el lado más genérico, los tratadistas que habían declarado la guerra al teatro tomarán La escuela de las mujeres como ejemplo de farsa impúdica y libertina, según el abate D’Aubignac, a quien se une el reciente Tratado de la comedia y de los espectáculos, escrito por el príncipe de Conti, el antiguo protector de Molière, ahora convertido: «No hay nada más escandaloso que la quinta escena del segundo acto de La escuela de las mujeres», en alusión a ese le[9] que tortura a Arnulfo. A la acusación de indecencia se sumaba la de impiedad, en el peligroso sentido religioso del término; el teatro no debía abordar temas o asuntos que fueran no solo competencia de la religión sino materia exclusiva de la Iglesia, y Molière venía haciéndolo desde Sganarelle. En La escuela de las mujeres se atrevía a cuestionar la supremacía masculina sobre la mujer, supremacía que iba contra la doctrina que los predicadores decretaban desde el púlpito. Con las Máximas (III, II) que Arnulfo da a leer a Inés se llega a la burla absoluta de la doctrina.
La virulencia con que se orquestaron estas denuncias obligaba a Molière a una respuesta; la da desde su campo, el escenario, volviendo a reponer el 1 de junio, tras el descanso de Pascua, La escuela de las mujeres seguida por La crítica de La escuela de las mujeres, dedicada a Madame. En La crítica acepta el guante de sus detractores: rechaza los ataques y las imputaciones de inmoralidad, ridiculiza textualmente los reproches uno por uno, alimenta el ruido del adversario con avisos e insinuaciones, y amenaza con seguir combatiendo; apunta con el dedo a tres adversarios: las preciosas, a las que acusa de argumentar igual que las beatas, los pequeños marqueses, y los dramaturgos rivales que le achacaban plagios, mala construcción, obscenidad, etc. Molière echa leña al fuego y se convierte en el mejor publicista de su trabajo, que rinde abultados beneficios en taquilla con la polémica; los libelos contra el autor mantienen viva la batalla, sobre todo una pieza de teatro, El retrato del pintor, que, instigado por los Corneille y los actores del Hôtel de Bourgogne, escribe y estrena a finales de ese otoño Edmé Boursault: Molière sería un cornudo y un pésimo actor trágico que no respeta las cosas santas. A nuevo ataque, nueva réplica de Molière, a quien ya el rey había dado carta blanca para responder a la agresión física sufrida por el cómico de parte del duque de La Feuillade.[10] Pero Molière soslaya hábilmente el eje de la polémica, los ataques contra su persona, y lo orienta hacia su forma de hacer teatro frente a la competencia, estrenando probablemente en octubre de ese año de 1663, y con el rey presente, La improvisación de Versalles. Esta improvisación nada improvisada parodia el estilo de declamación de los actores del Bourgogne, en especial la del famoso actor Montfleury —que acababa de denunciarlo ante el rey por haberse casado con la hija después de haberse acostado con la madre—, y plantea una nueva visión de la comedia impartiendo sus lecciones de teatro: corrige sobre la marcha la dicción y los gestos de los actores cuando imitan a los del Bourgogne y les indica las formas de subrayar una frase, de darle un sentido, etc.
Hasta febrero de 1664, momento en que el rey apadrina al primer hijo de Molière, menudean los ataques: pero, sobre todo, es una batalla entre cómicos, en la que la sangre no llega al río, como demuestra el hecho de que, en el diciembre anterior las dos compañías rivales, la de Molière y la del Hôtel de Bourgogne, ofreciesen sobre el escenario de este último, una tras otra, cuatro piezas: La crítica de La escuela de las mujeres, El retrato del pintor, La improvisación de Versalles y La improvisación del Hôtel de Condé, de Montfleury hijo, quien, entre denuestos, no deja de hacer una síntesis elogiosa de lo que la obra de Molière supone para los espectadores del momento.
Si La escuela de las mujeres representa un gran paso por los adversarios que concita, también lo es por las amistades que traba en ese momento y que le acompañarán toda la vida: el pintor Pierre Mignard, al que ha conocido en su etapa de provincias, La Fontaine, los dos Boileau, Chapelle, Le Mothe Le Vayer, el joven Racine, etc. Del grupo de nueve amigos, libertinos notorios todos ellos, el único célebre en ese momento es Molière; los demás están empezando sus carreras. Con ellos organizará tertulias, cenas, lecturas, juergas, en su désert (entiéndase: lugar de retiro), una casa que había alquilado en Auteuil. Y cuando Luis XIV y su cuñada Henriette de Inglaterra apadrinen al primer hijo de Molière y se le otorgue una pensión de mil libras[11] —concedida por primera vez a un cómico—, la suerte está echada: el monarca ha oficializado su estatus de favorito, sale garante de su moralidad y aniquila las críticas sobre su falta de religión. La querella de La escuela de las mujeres acaba, pero no porque se cierre, sino porque entonces se abre otra más peligrosa y de mayor calado: la de El Tartufo.
LOS PLACERES DE LA ISLA ENCANTADA
Luis XIV no solo aprovechó los despojos físicos del palacio de Vaux-le-Vicomte de su superintendente Fouquet; además de «heredar» sus artistas,[12] en su cabeza quedó fijada la magnificencia de los festejos de la inauguración del palacio. Es lo que anhela para la glorificación de su reinado y la exaltación de su persona: airear la corte, desterrar la austeridad impuesta por la reina madre, sustituirla por el lujo, las fiestas, los placeres, dejando la guerra en manos de sus generales. El cambio iba a tener su manifestación más clamorosa en Versalles, el modesto castillo que Luis XIII había utilizado solo como lugar de reposo para las partidas de caza, y que su hijo ordena agrandar y enriquecer. Para «inaugurarlo», el duque de Saint-Aignan, que llevaba la batuta del buen gusto en la corte, imaginó unos festejos que, en tres jornadas —previstas a partir del 7 de mayo de 1664, aunque las celebraciones se prolongaron hasta el 13—, debían unir entre sí distintas diversiones bajo una idea conductora. Saint-Aignan recurrió al Orlando furioso del Ariosto y al pasaje (cantos VI y VII) en que la maga Alcina entretiene en su palacio encantado a Ruggiero con banquetes, melodías y versos. Saint-Aignan encargó a Molière la organización de Los placeres y la redacción de la letra, un guión que pretendía agradar a un rey bailarín —encarnó el papel de Ruggiero, y la alta nobleza participó también en el libreto—, recién casado «a la fuerza», por conveniencias políticas, con María Teresa de Austria, hija del español Felipe IV.
Las diversiones, festejos, fuegos de artificio, carreras de anillos, versos y comedias concluyeron las tres jornadas previstas; pero luego vinieron más festejos, carreras, concursos, loterías y tres comedias de Molière: Los importunos, El hipócrita (es decir, El Tartufo) y El casamiento a la fuerza que, con su ballet, concluía Los placeres. Molière intervino desde la primera jornada en desfiles y procesiones, encarnando a los personajes míticos del libreto; en la segunda (8 de mayo) se representó su texto La Princesa de Élide, sometido a las exigencias del guión sobre la obra del Ariosto, mientras que, en la tercera, la troupe formó parte del ballet recitando versos escritos por un poeta cortesano, Périgny, en loor de la reina madre. El argumento de La Princesa de Élide sigue la trama de una comedia española, El desdén con el desdén, que Agustín Moreto escribió probablemente en 1653. Con intermedios cantados y bailables, la pieza parece limitarse a escenificar un cuento de hadas y caballeros que inicia la Aurora con un canto sobre la necesidad de amar; como la princesa se muestra reticente al amor, su padre el príncipe convoca justas para rendir el corazón de la doncella, porque «amar es, en un príncipe, una virtud». Los festejos pretendían homenajear a la joven reina María Teresa; pero desde hacía tres años Luis XIV cortejaba de forma apremiante y continuada a Mademoiselle Louise de La Vallière, a pesar del drama doméstico que provocaron los reproches de Ana de Austria y los sermones encargados por esta a Bossuet para enderezar a su hijo. El joven rey prefería oír a poetas antes que a predicadores, y dejó de asistir a los últimos sermones cuaresmales de Bossuet que le prescribían los deberes de un rey cristiano; Molière, en cambio, alienta la pasión y el placer en La Princesa de Élide:
Diré que a vuestros iguales sienta bien el amor,
que ese tributo rendido a los rasgos de una bella cara
claro testimonio es de la belleza de un alma,
y qué difícil es que sin estar enamorado
pueda ser grande y generoso un joven príncipe.
Que estos versos y otras intenciones de la obra no estaban destinados a la hija de Felipe IV, sino a Mademoiselle de La Vallière, lo sabían de sobra todos los avisados de las comidillas cortesanas, en primer lugar la reina madre, así como Bossuet y sus amigos, los devotos de la Compañía del Santo Sacramento del Altar, que tenían en su punto de mira a Molière cuando menos desde La escuela de las mujeres.
«UN DEMONIO VESTIDO DE CARNE Y TRAJEADO DE HOMBRE»
El 17 de abril, medio mes antes del estreno del Hipócrita, y a raíz de alguna lectura privada, esa compañía ultracatólica ya hablaba de «trabajar para la supresión de la malvada comedia del Tartufo». En su estreno el 12 de mayo, en medio de esas fiestas mitológicas, la figura del hipócrita debía rechinar entre los pámpanos, las fuentes de Versalles y las indirectas amorosas del monarca a La Vallière; y chirrió tanto que puso en marcha de forma soterrada los mecanismos de la prohibición, que la Gazette anuncia cinco días más tarde. La presión había partido de monseñor de Péréfixe, arzobispo de París, quien había informado al rey «de los perniciosos efectos que podría producir la comedia del Tartufo». Molière entablará una batalla de cinco años en defensa de su pieza, y terminará estrenándola por fin con permiso real el 5 de febrero de 1669. La guerra que provoca la obra durante ese periodo trasciende el reducido ámbito escénico, concierne a la autoridad real y tiene por protagonistas, además de al autor, a poderosos grupos de influencia religiosa y política; las luchas entre jansenismo y catolicismo estaban lejos de haberse extinguido, por más que la tensión entre ambos hubiese menguado.
En una sociedad que aún tenía en mente las guerras de religión que convulsionaron el país durante la segunda mitad del siglo XVI, el protestantismo no estaba erradicado a pesar de prohibiciones y decretos. No es de extrañar que la facción rigorista de devotos vea en Molière una «encarnación del mal», «un demonio vestido de carne y trajeado de hombre», como escribe Pierre Roullé,[13] párroco de la iglesia parisina de Saint-Barthélemy: «La pieza de Molière es diabólica, está escrita para irrisión de toda la Iglesia y para desprecio del carácter más sagrado y […] la función más divina», que evidentemente es el sacerdocio. Habrá cruce de panfletos de ese tenor, así como otros favorables, que animarán la polémica; y, a pesar de la prohibición, la obra siguió representándose en ese primer estado. El propio Luis XIV asistió a una representación en el palacio de su hermano después de haberla prohibido; y el príncipe de Condé pagó cuatro visitas del Tartufo al palacio de la princesa Palatina y a su propio palacio, incluso en septiembre de 1668, cuando el arzobispo de París ya había lanzado la orden de excomunión contra todo el que representara o viera representar la obra.
El 6 de agosto de 1667, aprovechando que el rey se halla con sus tropas en Flandes, y convencido del permiso real, Molière estrena en el Palais-Royal Panulfo o El impostor, que no parece ser sino una versión edulcorada del Tartufo, con poda de las cosas que podían importunar a los devotos y cambio de nombre del protagonista; pero no engañó a nadie, y menos al presidente del Parlamento Lamoignon, quien en ausencia del monarca regía la administración y la justicia de París; la prohibió el mismo día 6 o el siguiente, adelantándose al arzobispo de París. El envío de dos miembros de la troupe a Lille no obtuvo más respuesta por parte del rey que su afirmación de ocuparse del asunto cuando regresara a París. No lo hizo, o no lo hizo al menos de manera inmediata.
Pero, con este Panulfo, Molière da un paso de gigante en su ofensiva: al menos había una prohibición pública de dos autoridades, una civil y otra eclesiástica; sirvió además para que, dado que ese texto no se ha conservado, sepamos al menos parte de su contenido gracias a una larga y anónima —de Molière o de su entorno más inmediato— Carta sobre la comedia de «El impostor»,[14] porque da detalles de la trama y aporta aspectos literarios y teatrales de la obra desconocidos. No solo ensalza algunos pasajes, sino que defiende los aspectos criticados y replica a reproches que debían de ser, si no públicos, moneda corriente al menos entre los círculos de la vida literaria parisina.
No conocemos ni el texto de ese Hipócrita en tres actos representado durante Los placeres de la Isla Encantada, ni tampoco Panulfo; solo nos ha llegado el «tercer» Tartufo permitido de 1669, ahora en cinco actos, que Molière se apresura a imprimir; en este desenlace se castiga al hipócrita y se exalta a Luis XIV: con semejante recomendación la obra se imponía por encima de las tormentas.
Mientras se resolvían sus memoriales al rey en defensa del Tartufo, había algo evidente: la troupe se había quedado sin función; Molière tiene en ese momento en el telar El misántropo, obra de pensamiento grave y en verso, es decir, una obra que su autor quiere «mayor». Según la leyenda, ante semejante aprieto Molière escribió en quince días El festín de piedra (Don Juan) como otro envite a sus adversarios; la escribirá en prosa, que hasta ese momento solo había utilizado en farsas y comedias entretenidas: una prosa rápida, nítida, cargada de ironía retórica, de ampulosidad en algunas escenas, de variedad de registros, de tonos, de hablas. Don Juan es la pieza decimosexta y bisagra, por lo tanto, del total de los treinta y dos títulos del autor. La relación del hipócrita Tartufo con el protagonista de origen sevillano parece evidente en el campo de la batalla molieresca: Molière sustituye sobre el escenario una máquina de guerra ideológica arruinada por las maniobras devotas por otra máquina de guerra apuntada contra esos mismos enemigos: Don Juan será un noble descreído si no ateo, pero esta vez el denostado autor lo castiga con el infierno, sobre todo porque su figura encarna el mismo vicio de Tartufo: la hipocresía en su versión aristocrática.
El olor a chamusquina que había dejado El Tartufo tuvo su premio desde el estreno del 15 de febrero de 1665: la acogida de Don Juan fue meteórica y alcanzó récords de taquilla, 2.390 libras (unos treinta mil euros) en la tercera función. Pero solo hubo quince representaciones; en la segunda, el autor ya se vio obligado a suprimir, por autocensura, la frase «por amor a la humanidad» de la escena en que Don Juan intenta «comprar» una blasfemia al Pobre por un luis de oro. En ese momento llega el cierre de Pascua; pero, cuando se levanta de nuevo el telón, Don Juan desaparece —contra la costumbre de seguir con la cartelera anterior— del repertorio de la troupe, para siempre y definitivamente; el batallador Molière no dirá una palabra ni escribirá una línea para defenderla en los ocho años que todavía le quedan de vida; tampoco la publicará, pese a haber obtenido un privilegio de impresión. La imputación de blasfemia, con su olor a hoguera inquisitorial (que seguía funcionando),[15] era demasiado grave, pese a que, con el desenlace del rayo arrastrando al abismo a Don Juan en medio de las llamas, a Luis XIV se le antojase «castigado el vicio», según sus propias palabras, y a salvo la moral. El monarca no parece haber percibido la intención paródica del final, ni vio en las grotescas quejas del criado Sganarelle reclamando sus «sueldos» la voluntaria y violentamente ridícula bufonada con que Molière remata la obra. Ese silencio se ha interpretado de distinta forma. Por un lado, como fruto de las presiones del partido devoto, que habría influido en el consejo que el rey habría dado a Molière de guardar la obra en un cajón; el autor debió de ver signos inequívocos de que, en el caso de Don Juan, había sobrepasado los topes e interdictos de la Iglesia; y también debió de darse cuenta de que, en el caso de esta comedia, estaba solo y no gozaba de la protección real. Por otro, los molieristas Georges Forestier y Claude Bourqui mantienen que quizá la desaparición de Don Juan se debiera a razones de programación: una pieza de gran aparato, de máquinas y con un dispositivo escénico de difícil maniobra planteaba un obstáculo a la obligada alternancia en el escenario del Palais-Royal, desde primavera, con los Italianos, que acaban de regresar de su país.[16]
CAMBIO DE RUMBO
Cierto que Molière terminará poniendo en escena El Tartufo; pero el desenlace de las constantes escaramuzas y la batalla final lo llevaron a una victoria pírrica; los ataques de la Iglesia y de los devotos le advertían que con las cosas de la religión no se juega sobre un escenario, y, sin que nadie se lo dijese, al menos en letra de imprenta, parece haberse dado cuenta de que las ideas políticas tampoco eran materiales aptos para los teatros. A partir de la «victoria» de 1669, el moralista político que apuntaba contra hechos y estamentos sociales concretos va a quedarse en moralista a secas, en comentarista de las costumbres, malas, del hombre visto como género y como individuo —dentro de un determinado contexto social—, en las obras maestras de los últimos años: El misántropo, El avaro, El burgués gentilhombre, Las mujeres sabias y El enfermo imaginario serán análisis de la necedad, la torpeza y la maldad del ser humano, aunque ahora desgajado de su entorno político. Convertido en apóstol del sentido común, el turiferario del rey se atendrá a los rigurosos límites que le han marcado las acusaciones de blasfemo y de «demonio encarnado», amenazas suficientes para que el cómico «gubernamental» evitara a cualquier precio los roces. Abandonó desde ese momento los temas en los que olfateaba peligro, se prohibió a sí mismo frases y escenas que habían «escandalizado», cortándolas o recortándolas, e hizo hasta el final sus volatines; ante el monarca primero, y ante el público parisino después interpretando el papel de Argán en su última pieza, El enfermo imaginario, hasta pocas horas antes de su muerte.
En ese clima de favor por un lado, de intimidaciones y ataques por otro, se abre el periodo más frenético de la obra de Molière; no así de su vida, que apenas tiene otros hechos noticiables que los nacimientos de sus hijos, varios cambios de domicilio que subrayan el ascenso de su estatus económico, y la defensa frente a los enemigos. En los seis años y medio restantes, diecisiete títulos nuevos servirán para cumplir sus compromisos cortesanos con comedias-ballet para los festejos reales y varias comedias de costumbres de mayor envergadura escénica por lo general y mayor libertad de tono. Antes de escaldarse en los fuegos del Tartufo y de Don Juan, cuando trabajaba de forma desaforada organizando Los placeres de la Isla Encantada, ya tenía escrito el primer acto de El misántropo, leído en el salón del conde de Broussin en 1664; hubo de dejarlo a un lado para atender los encargos regios: tres breves contribuciones al Ballet de las Musas, organizado por Benserade a mayor honra y prez de la vida cortesana, que tuvo lugar en el palacio real de Saint-Germaine-en Laye —a veinte kilómetros de París— entre diciembre de 1666 y febrero de 1667, y en el que bailaron Luis XIV y algunos de los primeros personajes de la corte; la aportación de Molière se limitó a una comedia pastoral heroica, como Melicerta, a una Pastoral cómica de tono burlesco de cuyo texto solo subsisten los versos cantados y algunas indicaciones escénicas, y a El siciliano o El amor pintor, breve comedia-ballet que reutiliza motivos de obras anteriores y propios de la tradición teatral. Algunos de estos encargos, despojados de la maquinaria y de los pomposos agréments, pasaban luego a la sala del Palais-Royal, donde la compañía sigue representando el repertorio y estrenando alguna farsa de reciente escritura de Molière, como El médico a palos, (1666).
El 4 de junio de ese año de 1666 El misántropo había subido a las tablas contaminado por la biografía del autor, ataviado sobre escena con las cintas verdes que solían llevar sus personajes ridículos o bufos, y dando réplica a una Celimena coqueta encarnada por su propia esposa, Armande. Respecto a las acusaciones que desde la boda infectaron la crítica de sus obras, El misántropo parecía certificar las desavenencias conyugales que en el escenario mantienen ambos cónyuges y protagonistas. Pero no existe documento alguno que refiera directamente los sentimientos de la pareja, salvo los q