Vive de forma que te duela marcharte

Pablo Arribas

Fragmento

Antes de empezar
Antes de empezar

Tenía solo siete años cuando tuve el sueño más loco de toda mi vida. Como creativo, confieso que esto me resulta un tanto inquietante, pues de aquello han pasado veintiocho años y, desde entonces, no he vuelto a tener una idea tan genial. Pero ocurrió así, y con solo siete años me convertí por decisión propia en el protagonista de una historia de riqueza. ¡De mucha riqueza!

Todo empezó una noche en casa de mis abuelos, donde pasé los años de mi infancia. Era la hora de la cena y, junto a la mesa, nos habíamos reunido mi hermano, mi madre, mis abuelos, mis bisabuelos y yo. Solíamos hacerlo así. Al llegar el turno del postre, mi abuela sacó un cesto de mimbre repleto de frutas. Entre ellas, pude distinguir una que, hasta ese día, nunca había visto. Por fuera no resultaba muy atractiva. Era de un color marrón rojizo, con forma de cebolla, piel dura y un pequeño quiqui en su parte superior. «Se llama granada», dijo mi abuelo al percibir mi asombro, lo que a mi hermano y a mí nos provocó una enorme carcajada. Una vez abierta, todo cambió, y aquella fruta capaz de matar al enemigo si la lanzabas por encima de la trinchera, mostró su belleza interior.

El corazón me latía con fuerza, mientras mis ojos se esforzaban por creer lo que estaban viendo. Tenía delante de mí —en las semillas de la granada— la oportunidad de mi vida. Su color rojo y traslúcido, su tamaño, su forma angular… todo encajaba, y mi gran idea estaba a punto de ver la luz:

«¿Y si las utilizaba para fabricar rubíes?».

Temí no ser el único que se había dado cuenta, lo que me obligaba a actuar rápido y con cautela. Mi imaginación viajaba a toda velocidad y no tardó en encontrar algunos obstáculos a los que hacer frente: ¿cómo pensaba apoderarme de algunas semillas delante de todos? ¿Cómo lograría endurecerlas para lograr la consistencia de mis ansiados minerales? Nada de eso me detendría. A fin de cuentas, por todos es sabido que los imposibles no surgen hasta que eres mayor. Así pues, esbocé mi plan y, guardándome con disimulo unas pocas semillas en el bolsillo del pantalón, determiné para mis adentros: «Al amanecer, las pondré a secar al sol».

Aquella noche apenas dormí. Estaba nervioso y alerta, ilusionado y atento a la llegada de los primeros rayos del día. Cuando por fin asomaron, me puse en pie de un salto y me dirigí al jardín a hurtadillas con las semillas escondidas dentro de mi puño. Una vez allí, les busqué un lugar adecuado. Los requisitos eran claros: debía estar lo suficientemente despejado como para que pudiera darles el sol y lo bastante protegido como para que los mirlos y urracas no se llevaran mis futuros tesoros, pues había escuchado decir a mi familia que este tipo de aves tendía a robar joyas y objetos brillantes. Lo tenía todo bajo control, y mi plan para hacerme rico estaba en marcha. Solo quedaba esperar.

LA MORALEJA

Como puedes imaginar, la cosa no salió como yo esperaba y, con el tiempo, aquellas semillas de granada secadas al sol, más que a unos valiosos rubíes lograron parecerse a unas tristes uvas pasas. Mi primer negocio se había ido al traste.

Nunca tuve claro cuál era el mensaje de aquella historia, pero con el paso de los años siempre acababa volviendo a mi cabeza. Sabía que algo era seguro: la alquimia no era el mejor futuro para mí, pero sentía que había algo más. Las primeras revisiones de los hechos me llevaron a sopesar varias opciones:

1) Los grandes tesoros no se encuentran fácilmente.

2) No hay mayor tesoro que poner la acción al servicio de la imaginación.

Y otra que, desde que llegó a mí, nunca se ha ido:

3) Todos podemos perder un sueño, pero nunca la capacidad de soñar.

Los años pasaban y seguía faltando algo, el nexo que hacía que siguiera viéndome reflejado en aquella historia cada vez más lejana. Finalmente, di con la respuesta:

4) No se trataba de la historia de un tesoro, sino del nacimiento de un buscador de tesoros que quizá no los había encontrado ahí —dentro de una fruta—, pero que, tarde o temprano, lo haría en otra parte.

Y lo hice. Encontré mis tesoros en las ideas. Desde entonces, cuando alguien me pregunta por mi profesión, evito responder que soy escritor, o conferenciante, o viajero. En su lugar, tomo aire, cierro los ojos con fuerza para recordar al niño que fui y, rindiéndole homenaje para no perderle, respondo:

«SOY BUSCADOR DE IDEAS».

Aquel niño sigue aquí, mezclado con el adulto que poco a poco ha ido asomando, fieles ambos al plan de seguir buscando tesoros. La suerte, como en todo intento deliberado, ha sido dispar, haciendo de la búsqueda un desafío, si cabe, aún más apasionante. Unas veces entre libros e historias ajenas; otras, entre los esquivos recovecos de la mirada interior; y siempre, con la misión de traer de vuelta cada uno de los aprendizajes y ponerlos al servicio de aquellos otros osados buscadores a quienes pudieran llegar a ayudar.

Así fue como nació este libro, al igual que los anteriores. Con la diferencia de que, en esta ocasión, la búsqueda me ha llevado más lejos de lo habitual. Concretamente, a casi tres años de viajes a lo largo de diferentes países y culturas del mundo.

EL VIAJE: LA VUELTA AL MUNDO

Salí de Madrid el 6 de noviembre de 2018, martes, con la única compañía de una mochila llena hasta los topes, unas zapatillas rojas, una sudadera para combatir el frío polar de los aviones y un inoportuno y enorme mapamundi que me regaló mi primo, ya en el aeropuerto, bajo la promesa de que lo trajera de vuelta. ¿La razón? Nunca nos ha hecho falta una. Lo llamé el jodido mapa. Y volvió.

La ruta no estaba clara —a excepción de los tres primeros destinos— y preferí improvisarla sobre la marcha. Lo único seguro es que quería completar una vuelta al mundo, y que lo haría en sentido este. Acabé pasándome de largo:

España – China – Tailandia – Filipinas – Camboya – Vietnam – Myanmar – Malasia – Indonesia – Singapur – Japón – Estados Unidos – Ecuador – Perú – Bolivia – España – India – Nepal – Tailandia – Filipinas – Australia – Indonesia – PANDEMIA.

Al contrario de lo que con frecuencia ocurre en este tipo de aventuras, mi viaje no vino encabezado por alguna frase del tipo «lo dejo todo», y si resultó ser así, a buen seguro fue casual. Tampoco supuso una huida o una búsqueda interior. Fue algo mucho más sencillo: lo deseaba de corazón. Todo cuanto haya de extraordinario en el camino corresponde a la belleza, la abundancia y las historias que habitan cada día fuera de nuestras fronteras. No las geográficas, sino las marcadas por nuestras creencias y rutinas diarias.

Describir todo lo vivido en estos años supondría un libro aparte, y aunque sería grueso, constaría de una sola línea. Diría así: «Da

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