Mugre rosa

Fernanda Trías

Fragmento

Los días de niebla el puerto se convertía en un pantano. Una sombra cruzaba la plaza, vadeando entre los árboles, y al tocar cualquier cosa iba dejando las marcas alargadas de sus dedos. Bajo la superficie intacta, un moho silencioso hendía la madera; la herrumbre perforaba los metales. Todo se pudría, también nosotros. Si Mauro no estaba conmigo, los días de niebla salía a dar vueltas sola por el barrio. Me dejaba guiar por el cartel luminoso del hotel que titilaba a lo lejos: HOTE A ACIO. Seguían faltando las mismas letras, aunque ya no fuera un hotel sino otro de los tantos edificios ocupados en la ciudad. ¿En qué día estoy pensando? Todavía me parece oír el ruido del neón —su vibración eléctrica— y el falso circuito de otra letra a punto de apagarse. Los ocupantes del hotel lo dejaban prendido no por desidia, tampoco por nostalgia, sino para recordar que estaban vivos. Aún podían hacer algo caprichoso, meramente estético, aún podían modificar el paisaje.

Si voy a contar esta historia debería empezar por algún lado, elegir un comienzo. ¿Pero cuál? Nunca fui buena para los comienzos. ¿El día del pez, por ejemplo? Esas cosas minúsculas que marcan el tiempo y lo vuelven inolvidable. Hacía frío y la niebla se condensaba sobre los contenedores desbordados. No sé de dónde salía tanta basura. Era como si se digiriera y se excretara a sí misma. ¿Y quién te dice que los desechos no seamos nosotros?, algo así podría haber dicho Max. Recuerdo que doblé en la esquina del viejo almacén, con su puerta y ventanas tapiadas, y al bajar hacia la rambla sur, la luz verdirroja del cartel luminoso se derramó sobre mí.

Mauro volvería al día siguiente y con él también vendría otro mes de encierro y de trabajo. Cocinar, limpiar, controlarlo todo. Cada vez que se lo llevaban, dormía un día entero hasta recuperar el sueño que él amenazaba o interrumpía. La eterna vigilia. Para eso me pagaban una suma exagerada que nunca alcanzaría a recompensarme, y los padres de Mauro lo sabían. Respirar el aire estancado del puerto, merodear las calles, ver a mi madre o a Max eran los lujos de aquellos días en los que mi tiempo dejaba de tener precio. Eso si tenía la suerte de que no hubiera viento.

En la rambla solo encontré a los pescadores, con el cuello de la campera levantado hasta las orejas, las manos rojas y agrietadas. Por todos lados se extendía el agua ancha, un estuario que transformaba el río en un mar sin orillas. La niebla borraba el límite del horizonte. Eran las diez o las once o las tres en esa claridad lechosa y sin matices. Las algas flotaban no muy lejos, como una flema sanguinolenta, pero los pescadores no parecían preocupados. Apoyaban sus baldes junto a las sillas de playa, encarnaban el anzuelo y reunían la fuerza de sus brazos secos para lanzarlo tan lejos como fuera posible. Me gustaba el ruido que hacía el reel al soltar la tanza: me recordaba a los veranos en bicicleta en San Felipe, las ruedas sin freno en la bajada, con las rodillas arriba para que los pies no se enredaran en los pedales. Toda mi infancia estaba en esa bicicleta, en las playas ahora prohibidas, rodeadas por una cinta amarilla que el viento destrozaba y que unos policías enmascarados volvían a colocar. Zona de exclusión, decían las cintas. ¿Para qué? Si solo los suicidas elegían morir así, contaminados, expuestos a enfermedades sin nombre que tampoco auguraban una muerte rápida.

Una vez, mucho antes de casarme con Max, vi un banco de niebla tan denso como aquel. Fue en San Felipe, una madrugada de principios de diciembre. Me acuerdo porque el balneario aún estaba vacío, excepto por los pocos que veraneábamos ahí de toda la vida. Max y yo íbamos caminando lento por la carretera, sin mirar hacia la playa negra, acostumbrados al ritmo de las olas que rompían en la orilla. Para nosotros, aquel ruido era como un reloj, una certeza de todos los veranos que vendrían. A diferencia de los turistas, nosotros no íbamos a San Felipe a descansar, sino a confirmar una continuidad. La linterna de Max era nuestra única fuente de luz, pero conocíamos el camino. Nos detuvimos a la altura del mirador, donde generalmente se escondían los amantes, y nos apoyamos en los listones de madera blanca. Max apuntó la linterna hacia la playa y entre la niebla pudimos ver la masa de cangrejos. La arena parecía respirar, hincharse como un animal dormido. Los cangrejos refulgían en el halo de luz, salían a borbotones de entre las grietas del malecón. Cientos de cangrejos diminutos. ¿Qué dijo Max? No lo recuerdo; tengo la sensación de que los dos nos quedamos temblando, como si por primera vez fuéramos conscientes de que existía algo incomprensible, más grande que nosotros.

Pero en el invierno de la rambla sur no se veía saltar ni una lisa. Los baldes de los pescadores estaban vacíos; la carnada inútil dentro de las bolsas de nailon. Me senté cerca de un hombre que llevaba un gorro con orejeras al estilo ruso. Las manos me temblaban de frío, pero no hice nada por contenerlas. Yo, al contrario que Max, no creía que la voluntad fuera algo independiente del cuerpo. Por eso él había pasado los últimos años haciendo ejercicios extravagantes. Purgas, privaciones, ganchos que tiraban de la piel: el éxtasis del dolor. En ayunas el organismo era una membrana prodigiosa, decía, una planta sedienta que había permanecido demasiado tiempo en la oscuridad. Tal vez. Pero lo que Max buscaba era otra cosa: separarse de su cuerpo, esa máquina indomable del deseo, sin conciencia ni límites, repugnante y al mismo tiempo inocente, pura.

El pescador se dio cuenta de que lo miraba. Con los pies colgando hacia el agua, sin máscara ni botas de goma y una mochila que parecía llena de piedras, habrá pensado que era otra pobre loca con ganas de saltar al río. Tal vez mi familia hubiera muerto; uno por uno habrían entrado al pabellón de agudos del Clínicas para no salir más. El agua apenas hacía ruido al tocar el muro. Los vientos seguían tranquilos. ¿Cuánto podía durar la calma? Toda guerra tenía su tregua, incluso esta cuyo enemigo era invisible.

La línea se tensó de golpe y vi al pescador cinchar y enrollar el reel hasta que un pez diminuto se alzó en el aire. Se curvaba sin fuerza, pero el breve brillo de las escamas plateadas despertó en el hombre una sonrisa. Lo agarró con la mano sin guante y le quitó el anzuelo. Quién sabe qué muerte y qué milagro contenía ese animal, y así lo miramos, el hombre y yo. Esperé que lo pusiera en el balde, aunque fuera por un rato, pero él lo devolvió enseguida al agua. Era tan liviano que entró sin hacer ruido. El último pez. Un minuto más tarde ya estaría lejos, inmune a la espesura de raíces, a la trampa mortal de algas y desechos. El hombre giró para mirarme y me hizo un gesto con la mano. Este es el punto de mi relato, el falso comienzo. Aquí podría fácilmente inventarme un augurio o una señal de todo lo que vendría después, pero no. Eso fue todo: un día cualquiera a una hora cualquiera, excepto por ese pez que se elevó en el aire y volvió a caer al agua.

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