Vidas descalzas

Fabio Geda

Fragmento

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Dos

No puedes matar el tiempo con el corazón. Todo requiere tiempo. Las abejas tienen que moverse rápidamente para estar inmóviles.

DAVID FOSTER WALLACE

Desde aquel día, el día en que subí al tejado con Luca, han pasado cuatro años y ha llovido mucho, sobre todo por aquí, en el puente que va de la plaza Vittorio a la iglesia de la Gran Madre…, y voy avanzando, pero antes os contaré un par de cosas más para que os hagáis una composición exacta del asunto y entendáis cómo terminé en aquel tejado.

En primer lugar, nací en Turín, en el barrio de Cenisia. Mi madre siempre decía que, en cuanto me vio en la sala de partos, pensó que me parecía a Yoda, aunque con más pelo, pero que luego, por suerte, fui mejorando y habría podido ser hijo de Enrique Iglesias. Hay un montón de cosas y de sitios que no he visto, como la aurora boreal, el amerizaje de un avión, a los raperos Gué Pequeno y Marracash cantando en directo, las plataformas petrolíferas, las tormentas de relámpagos en la cuenca del río Catatumbo y la mayoría de las ciudades del mundo; pero he estado en Milán y en Boves, de excursión con el colegio, y en Pietra Ligure, en la playa.

Mi abuela vendía pescado en Porta Palazzo y a mi abuelo le gustaban por igual las peleas de perros y el aguardiente de albahaca. Recuerdo una época en que siempre hablaba de un rottweiler llamado Tomba, como Alberto, el esquiador de los años noventa; nunca supe si el nombre era una referencia a él, aunque no creo que mi abuelo hubiera esquiado nunca. Mi abuela murió en el mercado al por mayor; la atropelló una transpaleta eléctrica. Yo la quería, porque fue ella quien me enseñó a dibujar. Cuando la vi, ya estaba en el ataúd y le faltaba media cara, pero me dejaron ponerle un Pokémon entre las manos (en concreto, a Squirtle). ¿Qué más? Bueno, mi abuelo de vez en cuando me tocaba el pito. No, no de esa manera…, ya me entendéis. Era más bien una cosa técnica, de mecánico, como para asegurarse de que seguía allí. No sé qué habrá sido de mi abuelo. Desde que mi madre se fue, no he vuelto a verlo.

A los quince años, el verano en que todo estalló, cuando me escapé con Luca y todo eso, yo medía un metro setenta y seis. Si queréis imaginarme, puedo deciros que he heredado las orejas pequeñas y los hombros redondeados de mi padre y los ojos oscuros y las pestañas largas de mi madre; por mi expresión, según dicen algunos, parece que esté siempre enamorado, o contemplando unos fuegos artificiales. En realidad, solo me he enamorado una vez. Y los únicos fuegos artificiales que he visto son los de la noche del 24 de junio, cuando se celebra San Juan en Turín… y mi cumpleaños.

El otoño del primer curso de primaria, cuando yo tenía seis años y mi hermana Asia once, mi abuela, como he dicho, murió atropellada por una transpaleta eléctrica. Mi madre se fue un día normal; recuerdo que el tiempo ni siquiera era malo, como debería serlo los días en que las madres se van, qué sé yo, lluviosos o con el cielo como la piel de un pez. Y el abuelo salió a hablar con el dueño de Tomba antes de cenar, y ya no volvió. Todo ocurrió en la misma semana. Mi padre se dio cuenta el domingo. Volvió a casa a media mañana, después de pasar la noche fuera, abrió la nevera, cogió la leche, la olió para comprobar que no se hubiera echado a perder, se sirvió una taza, buscó la caja de las galletas (solo quedaba una), se sentó a la mesa de la cocina, mojó la única galleta y sumergió un dedo; luego alzó la mirada y notó mi presencia y la de Asia de pie frente a la puerta; yo con Roxy bajo el brazo —el osito de trapo que antes de ser mío había sido de mi hermana, por eso ella había impedido que le cambiara el nombre— y Asia con una camiseta negra con esta frase: LO MEJOR ESTÁ POR VENIR. Miró a su alrededor y dijo:

Joder, ¿dónde está todo el mundo?

Asia dijo: ¿Quién?

La galleta empapada se rompió y cayó dentro de la taza.

¿Y vuestra madre?, preguntó él arqueando una ceja.

¿Se ha ido?, respondió Asia imitándolo.

Muchas veces los dos hablaban haciéndose preguntas que no eran preguntas.

¿Adónde?

¿Tú lo sabes?

Mi padre se tragó los restos de galleta que le habían quedado en los dedos, se los chupó, se levantó arrastrando la silla con un ruido muy molesto y fue al dormitorio. El armario estaba abierto y vacío. Las perchas colgaban desnudas. En la cama había unos calcetines desparejados, un sujetador y un jersey que le había traído la abuela de Porta Palazzo y que todo el mundo decía que no le sentaba bien, verde pistacho, con un estampado de loros y helicópteros. En la pared, la marca de un cuadro que ya no estaba. Mi padre se quedó inmóvil y silencioso contemplando el armario durante un tiempo indefinido. Lo recuerdo porque yo tenía muchas ganas de hacer pis, pero no quería irme porque, viendo que desaparecía tanta gente, me daba miedo no encontrar a nadie al salir del cuarto de baño. Alargó el brazo para señalar aquella desolación y dijo:

No me lo puedo creer, también ha cogido mi ropa.

Anda ya, dijo Asia, está ahí, y le indicó con la barbilla que mirara en el fondo del armario.

Mi padre rodeó la cama, se agachó y levantó un pantalón de camuflaje y una camisa rosa con el cuello francés y una onda doble de brillantes bordados en el bolsillo. Miró al techo y resopló de alivio.

Menos mal, dijo.

Nos quedamos los tres solos: Asia, mi padre y yo. Ahora teníamos tanto espacio en casa que no sabíamos qué hacer con él. Vivíamos en el último piso —un cuarto sin ascensor— de un edificio construido hace unos cien años como vivienda para los obreros de una fábrica cercana y sus familias: una cocina, una habitación, un cuarto de baño. Hasta entonces Asia y yo habíamos dormido en una pequeña parte de la habitación de nuestros padres, tras una pared de paneles de cartón yeso, donde cabían justo las literas. Y el abuelo y la abuela maternos, mientras estuvieron, habían dormido en la cocina, en el sofá cama naranja; para abrirlo había que desplazar la mesa y las sillas hasta el aparador.

El piso era de la viuda Rispoli, aunque nosotros la llamábamos simplemente: la viuda. Una persona de buen corazón, amiga del padre Lino, el párroco. Nos lo alquiló poco después de que yo naciera. La viuda tenía tantas casas que no sabía qué hacer con ellas, y el padre Lino la convenció para que nos mantuviera un precio bajo, tan bajo que apenas le daba para cubrir gastos. El mundo es así si te fijas en lo bueno: está lleno de personas generosas. Para que la viuda estuviera contenta, bastaba con que, cuando se presentaba a cobrar el alquiler, nosotros, los niños, la recibiéramos con una sonrisa y un dibujo, que los abuelos charlaran un rato con ella delante de una taza de café, que mi padre —si no se había largado— le besara la mano y que le diéramos la oportunidad de sonrojarse cuando le agradecíamos su generosidad antes de que volviera a su casa con un sobre repleto de monedas que guardábamos adrede, con la idea de demostrar que para pagarle nos veíamos obligados a romper la hucha.

Cuando mi madre y los abuelos desaparecieron, la recibíamos Asia y yo. Nos duchábamos. Nos peinábamos. Nos poníamos camisetas limpias. Y a la pregunta: ¿Cómo estáis, pequeños?, ¿vuestro padre os cuida bien ahora que se ha quedado solo?, respondíamos con miradas y relatos tan conmo

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