Mort (Mundodisco 4)

Terry Pratchett

Fragmento

Esta es la habitación iluminada por la luz brillante de las velas donde se almacenan los biómetros, estantes y más estantes llenos de ellos: rechonchos relojes de arena, uno por cada persona viva, en los que la fina arena va descendiendo del futuro al pasado. El siseo acumulado de los granos que van cayendo llena la habitación con un rugido parecido al del mar.

He aquí al propietario de la habitación; se pasea majestuoso por ella con cara de preocupación. Es la Muerte.

Pero no es una Muerte cualquiera. Esta es la Muerte cuya esfera de actividad se encuentra... bueno, en realidad no es una esfera, sino el Mundodisco, que es plano y viaja a lomos de cuatro elefantes gigantescos que, a su vez, van montados sobre el caparazón, rodeado por una cascada que fluye incesantemente hacia el espacio, de Gran A’Tuin, la enorme tortuga estelar.

Los científicos han calculado que hay una posibilidad entre millones de que algo tan manifiestamente absurdo exista de verdad.

Pero los magos han calculado que esa posibilidad entre millones se da en nueve de cada diez ocasiones.

La Muerte atraviesa con sus pies huesudos el suelo de baldosas blancas y negras, mientras masculla en el interior  de la capucha y con sus dedos esqueléticos cuenta las filas de atareados relojes de arena.

Finalmente encuentra uno que parece satisfacerle, lo saca con cuidado de su estante y lo acerca a la vela más próxima. Lo sostiene de manera que refleje la luz, y se queda mirando fijamente el puntito brillante en él reflejado.

La fija mirada de esas titilantes órbitas oculares abarca la tortuga mundo, que rema por las profundidades del espacio, con su caparazón plagado de las heridas dejadas por los cometas y los cráteres producidos por los meteoros. La Muerte sabe que algún día hasta Gran A’Tuin morirá, y ese sí será todo un reto.

Pero su mirada se desplaza para zambullirse en la verdeazulada magnificencia del Disco mismo, que gira despacio bajo la órbita de su pequeño sol.

Y describiendo una curva se aleja hacia la gran cordillera llamada Montañas del Carnero. Las Montañas del Carnero están plagadas de valles profundos, de inesperados despeñaderos y de formas geográficas tan variadas que nadie sabe qué hacer con ellas. Tienen un clima propio y peculiar, con abundantes lluvias de metralla y perpetuas tormentas de truenos. Hay gente que dice que todo esto es debido a que las Montañas del Carnero dan cobijo a una magia antigua y salvaje. Pero claro, la gente dice muchas tonterías.

La Muerte pestañea e intenta ver mucho más lejos. Y ve los campos cubiertos de hierba de los declives entre las montañas.

Y ve una ladera en particular.

Y ve un campo.

Y ve a un muchacho que corre.

Y lo observa.

Y con una voz que suena como planchas de plomo al caer sobre granito, dice: Sí.



No cabía duda alguna de que había algo mágico en el suelo de aquella accidentada zona de colinas que, debido al extraño color que daba a la flora local, era conocida como el país de la hierba octarina. Por ejemplo, era uno de los pocos lugares del Disco donde las plantas producían variedades reanuales.

Reciben el nombre de reanuales aquellas plantas que crecen hacia atrás en el tiempo. Se siembran este año y crecen el año pasado.

La familia de Mort estaba especializada en la destilación de vino de uvas reanuales. Se trataba de una fruta muy poderosa y buscada por los adivinos puesto que, como es obvio, les permitía ver el futuro. El único inconveniente era que la resaca se producía la mañana antes, y había que beber mucho para reponerse.

Los cultivadores de reanuales eran, por lo general, hombres corpulentos y serios, muy dados a la introspección y al análisis exhaustivo del calendario. Un agricultor que se olvida de sembrar semillas normales solo pierde la cosecha, mientras que quien se olvida de sembrar las semillas de una cosecha que ya ha sido recogida doce meses antes, se arriesga a poner en peligro toda la estructura de la causalidad, por no mencionar que es una vergüenza enorme para él.

Para la familia de Mort resultaba una vergüenza realmente tremenda el hecho de que el menor de los hijos no fuera nada serio y que tuviera para la horticultura el mismo talento que se encontraría en una estrella de mar muerta. No se trataba de que no fuese colaborador, pero su forma alegre y dispersa de colaborar era de esas que los hombres serios no tardan en temer. Había en ella algo malsano, quizá incluso fatal. Era un muchacho alto, pelirrojo y pecoso, con uno de esos cuerpos que dan la impresión de estar solo marginalmente bajo el control de su dueño; un cuerpo que parecía compuesto en su mayoría de rodillas.

Ese día en particular, su cuerpo cruzaba como un rayo los altos campos, agitando las manos y gritando.



El padre y el tío de Mort lo observaban, desconsolados, desde el muro de piedra.

—No entiendo por qué —dijo Lezek, el padre— los pájaros ni siquiera salen volando a su paso. Yo saldría volando si lo viera venir hacia mí.

—Aaah. El cuerpo humano es algo maravilloso. No sé, lo digo porque sus piernas se desvían en todas las direcciones, y aun así parece conseguir una cierta velocidad.

Mort llegó al final de un surco. Una paloma torcaz con el buche repleto se apartó despacio de su camino, dando bandazos.

—Tiene buen corazón, no lo olvides —comentó Lezek con sumo cuidado.

—Sí, claro, pero todo lo demás salió defectuoso.
—En casa es bastante limpio. No come demasiado —dijo Lezek.

—Ya se ve, ya se ve.

Lezek miró de soslayo a su hermano, quien a su vez tenía la vista clavada en el cielo.

—Me he enterado de que en tu granja tenías un puesto libre, Hamesh —le dijo.

—Esto... me he conseguido un aprendiz.
—Ah, ¿y cuándo fue eso? —inquirió Lezek con tono pesimista.

—Ayer —repuso su hermano, mintiendo con la velocidad de una serpiente de cascabel—. Lo tengo todo firmado y sellado. Lo siento. Oye, no tengo nada contra el joven Mort, es un muchacho agradable como el que más, pero es que...

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Lezek—. Sería incapaz de encontrarse el trasero aunque utilizara las dos manos.

Se quedaron mirando fijamente a la silueta lejana. Se había caído al suelo. Unas cuantas palomas se le habían acercado contoneándose para inspeccionarla.

—Y la verdad es que tonto, tonto, no es —dijo Hamesh. —Bueno, cerebro sí que tiene —admitió Lezek—. A veces se pone a pensar con tanta fuerza que hay que golpearlo en la  cabeza para que te preste atención. Su abuela le ha enseñado a leer, ¿sabes? Supongo que eso le ha recalentado los sesos.

Mort se había levantado, para tropezar con su túnica. —Tendrías que meterlo en algún oficio —dijo Hamesh, pensativo—. En el sacerdocio, quizá. O la hechicería. Los magos leen mucho.

Se miraron. En las mentes de ambos se formó una idea de lo que Mort sería capaz de hacer si llegaba a poner sus bienintencionadas manos en un libro de magia.

—Está bien —siguió Hamesh rápidamente—. Pensemos en otro oficio. Ha de haber muchas cosas a las que pueda dedicarse.

—Es que empieza a pensar demasiado, ese es el problema —dijo Lezek—. Míralo. No hay que pensar en cómo espantar a los pájaros, se hace y en paz. Al menos es lo que un muchacho normal haría.

Hamesh se rascó la barbilla con aire pensativo. —Aunque el problema podría ser de otros —dijo. Lezek continuó impasible, pero en sus ojos se produjo un cambio sutil.

—¿A qué te refieres?
—La semana entrante será la feria de contratación en el Cerro de las Ovejas. Lo metes a aprendiz, y su nuevo amo será quien se encargue de ponerlo en forma. Lo dice la ley. Con un contrato por escrito, la cosa es obligatoria.

Lezek miró a su hijo, que estaba al otro lado del campo contemplando una piedra.

—Es que no me gustaría que le ocurriera nada malo —dijo, con un asomo de duda—. Su madre y yo le tenemos cariño. Uno acaba por acostumbrarse a la gente.

—Será por su bien, ya lo verás. Se hará hombre. —Bueno, sí. La verdad es que hay abundante materia prima —suspiró Lezek.



Mort empezaba a interesarse en la piedra. Tenía incrustadas unas conchas rizadas, reliquias de los primeros días del mundo, cuando el Creador había hecho criaturas a partir de las piedras, sin que nadie supiera por qué.

Mort estaba interesado en montones de cosas. En por qué los dientes de las personas encajaban tan bien juntos, por ejemplo. Había pensado mucho en ese punto. Después estaba la intrigante cuestión de por qué el sol salía de día en lugar de salir por la noche, cuando la luz habría resultado más útil. Conocía la explicación corriente que, en cierto modo, no le parecía satisfactoria.

En pocas palabras, Mort era una de esas personas que son más peligrosas que una bolsa llena de serpientes de cascabel. Estaba decidido a descubrir la lógica fundamental del universo.

Difícil le iba a resultar, porque no había lógica alguna. Cuando montó el mundo, el Creador tuvo muchas ideas notablemente buenas, pero entre ellas no estaba la de hacerlo comprensible.

Los héroes trágicos siempre gimen cuando los dioses se interesan por ellos, pero son precisamente las personas a las que los dioses pasan por alto las que se llevan la peor parte.

Como de costumbre, su padre le gritaba. Mort le tiró la piedra a una paloma que estaba demasiado ahíta para esquivarla y, a paso lento, regresó por el campo.

Y precisamente por eso fue que Mort y su padre bajaron las montañas con rumbo al Cerro de las Ovejas la Noche de la Vigilia de los Cerdos, transportando a lomos de un burro y metidas en un saco las escasas posesiones de Mort. El pueblo no era más que las cuatro calles que formaban los lados de una plaza adoquinada; en ellas se alineaban las tiendas que proporcionaban toda la industria de reparaciones a la comunidad agricultora.



Al cabo de cinco minutos, Mort salió de la sastrería ataviado con una prenda marrón muy amplia, de función indefinida, que, comprensiblemente, no había sido reclamada por su anterior dueño y le dejaba bastante espacio para crecer, suponiendo que fuera a crecer hasta convertirse en un elefante de diecinueve patas.

Su padre lo contempló con ojo crítico.
—Para lo que hemos gastado, muy bonito —concluyó. —Me pica —dijo Mort—. Me parece que llevo cosas aquí dentro.

—En el mundo hay miles de muchachos que estarían agradecidos por llevar una bonita... —Lezek se interrumpió y, dándose por vencido, añadió—: Por llevar una prenda abrigada y bonita como esa, hijo mío.

—¿Podría compartirla con ellos? —inquirió Mort, esperanzado.

—Has de parecer elegante —dijo Lezek con tono severo—. Has de causar una buena impresión, destacarte entre la multitud.

No había duda sobre ese aspecto. Destacaría. Se internaron entre la multitud que se agolpaba en la plaza, cada uno sumido en sus pensamientos. Normalmente, Mort disfrutaba al visitar el pueblo, con su atmósfera cosmopolita y sus extraños dialectos de las aldeas ubicadas a cinco, incluso diez kilómetros de distancia, pero en aquella ocasión, sentía una desagradable aprensión, como si lograse recordar algo no ocurrido aún.

Al parecer, la feria funcionaba del siguiente modo: los hombres que buscaban trabajo se disponían en filas desordenadas en el centro de la plaza. Muchos de ellos llevaban en los sombreros pequeños símbolos para indicar al mundo el tipo de trabajo para el que estaban adiestrados; los pastores llevaban una hebra de lana; los carreteros un mechón de pelo de caballo; los decoradores una tira de papel pintado de un aspecto harto interesante, y así sucesivamente.



Los muchachos que buscaban colocarse como aprendices estaban apiñados en el extremo Eje de la plaza.

—Vas y te pones allí de pie, y alguien viene y te ofrece trabajo de aprendiz —dijo Lezek con la voz mermada por la incertidumbre—. Siempre y cuando les guste tu aspecto.

—¿Cómo lo hacen? —inquirió Mort.
—Pues verás... —comenzó a decir Lezek y se interrumpió. Hamesh no le había explicado ese punto. Recurrió a su limitado conocimiento del mercado, que se restringía a las ventas de ganado, y aventuró—: Supongo que te cuentan los dientes o algo por el estilo. Ah, procura no resollar, y tener los pies bien puestos. Yo que tú no diría que sé leer, es algo que desconcierta a la gente.

—¿Y después, qué? —preguntó Mort.
—Después vas y aprendes un oficio —respondió Lezek. —¿Qué oficio?
—Bueno... pues... carpintería, por ejemplo, es un buen oficio —aventuró Lezek—. O a robar. Alguien ha de hacerlo.

Mort se miró los pies. Era un hijo obediente, cuando se acordaba, y si se esperaba de él que fuera aprendiz, entonces, estaba decidido a ser un buen aprendiz. Lo de la carpintería no parecía demasiado prometedor, por cierto... la madera poseía una tozuda vida propia y una tendencia a partirse. Por otra parte, los ladrones oficiales eran una rareza en las Montañas del Carnero, pues las gentes que allí vivían no eran lo bastante ricas como para permitirse semejante lujo.

—Está bien —dijo finalmente—, lo intentaré. Pero ¿qué pasa si nadie me quiere como aprendiz?

Lezek se rascó la cabeza.
—No lo sé —repuso—. Supongo que habrás de esperar hasta el final de la feria. Hasta medianoche, supongo.

Y la medianoche estaba cerca.

Una fina capa de escarcha comenzó a recubrir los adoqui nes. En la ornamentada torre del reloj que daba a la plaza, dos autómatas delicadamente tallados emergieron con zumbido metálico de las trampillas que había en la cara del reloj y marcaron los cuartos.

Faltaban quince minutos para la medianoche. Mort se estremeció, pero las rojas hogueras de la vergüenza y la obstinación ardieron en su interior, más calientes que las laderas del Infierno. Se sopló los dedos por hacer algo y observó el cielo helado, tratando de evitar las miradas de los pocos rezagados que quedaban en la feria.

La mayoría de los dueños de los puestos habían hecho sus petates y se habían marchado. Incluso el vendedor de pasteles de carne calientes había dejado de pregonar su mercancía y, sin pensar ni un momento en su seguridad personal, se estaba comiendo uno.

El último de los compañeros de Mort había desaparecido hacía horas. Era un joven encorvado, con leucoma en los ojos y la nariz goteante, y el único mendigo autorizado del Cerro de las Ovejas lo había considerado material ideal. El muchacho que estaba al otro lado de Mort se había marchado para convertirse en fabricante de juguetes. Uno a uno se habían alejado, los albañiles, los herreros, los asesinos, los merceros, los toneleros, los embaucadores y labradores. Unos minutos más y llegaría el año nuevo, y cientos de muchachos comenzarían esperanzados sus nuevas carreras, ante ellos se extendía una vida nueva y meritoria de útil servicio.

Mort se preguntó apenado por qué no lo habían elegido. Había tratado de parecer respetable y, para impresionar a sus posibles amos con su excelente naturaleza y sus cualidades sumamente agradables, los había mirado fijamente a los ojos. Al parecer, aquello no había ejercido el efecto adecuado.

—¿Te apetecería un pastel de carne caliente? —le preguntó su padre.

—No.
—Los vende baratos.

 —No, gracias.

Lezek vaciló.
—Podría preguntarle al hombre si quiere un aprendiz —dijo con ánimo colaborador—. Un oficio de fiar, el de la venta ambulante de comida.

—No creo que quiera —dijo Mort.
—No, probablemente no —admitió Lezek—. Supongo que se trata de un negocio en el que uno solo se basta. De todas maneras, ya se ha ido. Te diré lo que haremos, te guardaré un pedazo del mío.

—La verdad es que no tengo hambre, papá.
—La carne apenas tiene nervios.
—No, gracias de todos modos.
—Ah —dijo Lezek un tanto desanimado.

Se puso a bailotear para devolver un poco de vida a sus pies y silbó entre dientes unas cuantas notas desafinadas. Se sentía en la obligación de decirle algo a su hijo, de ofrecerle algún consejo, de decirle que la vida tenía sus altibajos, de pasarle el brazo por los hombros y de hablarle largo y tendido sobre los problemas que representa el hacerse mayor, de indicarle, en definitiva, que el mundo es un sitio antiguo y extraño en el cual no se debería nunca, hablando metafóricamente, permitir que un exceso de orgullo le hiciera a uno rechazar un pastel de carne caliente perfectamente comestible.

Y finalmente se quedaron solos. La helada, la última del año, se aferró con más firmeza a las piedras.

En lo alto de la torre, una rueda dentada hizo clonc, movió una palanca, que a su vez soltó un trinquete, que a su vez permitió que cayera una pesa de plomo. Se produjo un terrible sonido metálico y jadeante y las trampillas de la cara del reloj se abrieron para soltar a unos hombrecitos mecánicos. Hicieron revolotear sus martillos de forma espasmódica, como presas de una artritis robótica, y comenzaron a anunciar el nuevo día.

—Bueno, ya está —dijo Lezek, esperanzado.



Tendrían que buscar un sitio donde dormir; la Noche de la Vigilia de los Cerdos no era momento para andar por las montañas. Tal vez, en alguna parte, habría un establo...

—No será medianoche hasta que no suene el último toque —dijo Mort, distante.

Lezek se encogió de hombros. Se sintió derrotado por la fuerza de la obstinación de Mort.

—Está bien —dijo—. Esperaremos, pues.

Entonces oyeron el patatín patatín de unos cascos que resonaron en la plaza helada con más fuerza de la permitida por la acústica normal. En realidad, patatín patatín resultaba una expresión asombrosamente inexacta para el tipo de ruido que reverberó en la cabeza de Mort; porque patatín patatín sugería más bien el trotar de un pequeñísimo poni, tocado quizá con un sombrero de paja con agujeros por donde le salían las orejas. Pero este sonido poseía una tonalidad que dejaba bien claro que lo del sombrero de paja no era una opción posible.

El caballo entró en la plaza por el camino del Eje, mientras sus enormes flancos blancos y húmedos soltaban nubecillas rizadas de vapor y sus cascos arrancaban chispas de los adoquines. Trotó orgulloso, como un corcel de guerra. Desde luego, no llevaba un sombrero de paja.

La alta figura montada en sus lomos iba bien abrigada para protegerse del frío. Cuando el caballo llegó al centro de la plaza, el jinete desmontó despacio, y toqueteó torpemente algo que llevaba detrás de la silla. Finalmente, sacó un morral, lo ajustó a las orejas del caballo y le dio a este una palmadita amistosa en el cuello.

El aire se tornó espeso y grasiento, y las profundas sombras que envolvían a Mort quedaron ribeteadas por arcos iris azulados y purpúreos. El jinete avanzó hacia él a grandes zancadas, la capa negra al viento, mientras sus pies arrancaban pequeños sonidos metálicos a los adoquines. Eran los únicos ruidos; el silencio se cernió sobre la plaza como un gran manto de algodones.



Una mancha de hielo hizo que se perdiera parte del impresionante efecto.

Eh, tío.

No era exactamente una voz. Las palabras estaban ahí, pero llegaron a la cabeza de Mort sin molestarse en pasar antes por sus oídos.

Se precipitó a ayudar a la silueta caída y, al hacerlo, notó que sujetaba una mano formada apenas por unos huesos lustrados, suaves y más bien amarillentos, como una vieja bola de billar. La capucha de la silueta cayó hacia atrás y una calavera desnuda volvió hacia él las cuencas vacías de los ojos.

Aunque no del todo vacías, la verdad. En lo más profundo, como si fueran ventanas ubicadas al otro lado del espacio infinito, se veían dos estrellitas azules.

Mort pensó que debía sentirse horrorizado, y al descubrir que no lo estaba, se asombró ligeramente. Sentado ante él tenía un esqueleto que se frotaba las rodillas y mascullaba, pero se trataba de un esqueleto vivo, que llamaba la atención y despertaba la curiosidad pero por algún extraño motivo no resultaba demasiado aterrador.

Gracias, muchacho, dijo la calavera. ¿Cómo te llamas? —Pues... —titubeó Mort— Mortimer... Pero me llaman Mort.

Qué coincidencia, dijo la calavera. Échame una mano, por favor.

La silueta se incorporó, vacilante, al tiempo que se sacudía la ropa. Mort advirtió entonces que llevaba un pesado cinturón del que colgaba una espada de blanca empuñadura.

—Espero que no se haya hecho daño —dijo, amable.

La calavera sonrió. Claro que no tenía muchas alternativas, pensó Mort.

No me he hecho daño, dalo por seguro.

La calavera miró alrededor y vio a Lezek, quien, por primera vez, parecía haberse quedado congelado en su sitio. Mort se vio en la obligación de dar una explicación.

 —Mi padre —dijo al tiempo que trataba de colocarse delante de la Prueba A para protegerla, pero sin provocar ofensa alguna—. Discúlpeme, señor, pero... ¿es usted la Muerte?

Así es. En observación, mereces la máxima calificación, muchacho.

Mort tragó saliva.
—Mi padre es un buen hombre —dijo. Reflexionó brevemente y añadió—: Un hombre muy bueno. Le agradecería que lo dejara en paz, si no le importa. No sé qué le ha hecho, pero me gustaría que lo remediase. No lo tome usted a mal.

La Muerte retrocedió e inclinó el cráneo hacia un lado. No he hecho más que colocarnos fuera del tiempo momentáneamente, dijo. No verá ni oirá nada que lo perturbe. No, muchacho. Es a ti a quien busco.

—¿A mí? ¿Acaso no quieres un empleo?

Mort cayó entonces en la cuenta y preguntó:
—¿Busca usted un aprendiz?

Las cuencas de los ojos se volvieron hacia él con sus destellantes y actínicas puntas de alfiler.

Por supuesto.

La Muerte agitó una mano huesuda. Surgió una luz purpúrea, una especie de «paff» visible y Lezek se descongeló. En lo alto, los autómatas del reloj prosiguieron con su tarea de proclamar la medianoche cuando se permitió al Tiempo que regresara.

Lezek parpadeó.
—Por un momento dejé de verte —comentó—. Lo siento... es como si la cabeza se me hubiera ido.

Le he ofrecido un puesto a su hijo, dijo la Muerte. Espero que dé usted su aprobación.

—¿Cuál dijo que era el trabajo? —inquirió Lezek dirigiéndose al esqueleto de negra túnica sin mostrar la más mínima sorpresa.



Me dedico a acompañar a las almas al otro mundo, respondió la Muerte.

—Ah —dijo Lezek—, claro, claro, perdone usted, por la ropa debí haberlo adivinado. Un trabajo muy necesario, y muy estable. ¿Hace mucho que se dedica al oficio?

Digamos que llevo bastante tiempo en esto, respondió la Muerte.

—Bien, bien. La verdad es que no se me había ocurrido pensar en que pudiera ser un oficio para Mort, pero se trata de un buen trabajo, muy bueno de verdad, no falta nunca. ¿Cómo se llama?

Muerte.
—Papá... —dijo Mort con premura.
—La verdad, no reconozco la empresa —admitió Lezek—. ¿Dónde ejerce usted exactamente?

Desde las insondables profundidades del mar hasta las alturas adonde ni siquiera las águilas llegan, respondió la Muerte.

—Un campo bastante amplio —asintió Lezek—. Bien, yo...

—Papá... —interrumpió Mort, tirando de la chaqueta de su padre.

La Muerte posó una de sus manos sobre el hombro de

Mort.

Tu padre no ve ni oye lo mismo que tú, le advirtió. No te preocupes por él. ¿Acaso crees que le gustaría verme en carne y hueso, por decirlo así?

—Pero usted es la Muerte —dijo Mort—. ¡Va por ahí matando a la gente!

¿Yo matando a la gente?, repitió la Muerte visiblemente ofendido. De eso nada. La gente se hace matar sola, es un asunto de ellos. Yo me limito a tomar las riendas a partir de ese momento. Al fin y al cabo, este mundo sería una soberana estupidez si la gente se hiciera matar sin morirse, ¿no te parece?

 —Bueno, sí... —dijo Mort, dubitativo.

Mort jamás había oído la palabra «intrigado». No era de uso frecuente en el vocabulario de la familia. Pero una chispa en su alma le dijo que había allí algo extraño y fascinante y no del todo horrendo, y que si dejaba escapar ese momento, lo lamentaría por el resto de sus días. Recordó entonces las humillaciones del día, y la larga caminata para regresar a casa...

—Esto... —comenzó a decir—. No tendré que morirme para conseguir el puesto, ¿verdad?

No es obligatorio estar muerto.
—¿Y... y los huesos...?

Si no quieres, no.

Mort volvió a respirar con alivio. Era algo que había empezado a preocuparle.

—Si mi padre me da permiso —dijo.

Miraron a Lezek, que se rascaba la barba.
—¿A ti qué te parece, Mort? —le preguntó con la viveza quebradiza de una víctima de fiebres—. La verdad es que no se trata de un trabajo corriente. He de reconocer que no es lo que tenía en mente. Si bien es cierto que se dice que el negocio de las pompas fúnebres es honorable. Decide tú.

—¿Pompas fúnebres? —inquirió Mort.

La Muerte asintió y se llevó el índice a los labios con un gesto cómplice.

—Es interesante —dijo Mort despacio—. Creo que me gustaría probar.

—¿Dónde me dijo que tenía el negocio? —preguntó Lezek—. ¿Queda muy lejos?

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