El cosmos en la palma de la mano

Manuel Lozano Leyva

Fragmento

1. Justificación

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Justificación

No conozco una forma mejor de vivir que dedicarse a conocer la naturaleza.

NAPOLEÓN BONAPARTE, 1800

En el Departamento de Física Atómica, Molecular y Nuclear (y Teórica y Astronomía y Astrofísica, pues aquello es un totum revolutum muy simpático) de la Universidad de Sevilla organizamos desde hace infinidad de años escuelas de verano de física nuclear. Son internacionales y a un nivel de doctorado, o sea, muy complicadas desde el punto de vista de los no especialistas. Uno de los temas que se han desarrollado en esas escuelas y que recuerdo muy gratamente, fue de astrofísica nuclear.Tuvo lugar en 1988.Tras recibir una propuesta del astrónomo más veterano del departamento, Jesús Cabrera Caño, tomé el libro correspondiente y repasé todo lo que allí se dijo. La idea del «astrólogo» (así le decimos a Jesús para zaherirlo) consistía en organizar un curso de Astronomía, astrofísica y cosmología de libre configuración, es decir, una asignatura en la que se pudieran matricular alumnos de cualquier carrera de la universidad. Él impartiría la parte de astronomía y yo las de astrofísica y cosmología.Ahí es nada, porque lo que yo soy de verdad es físico nuclear. «Y qué —decía Jesús para convencerme—, una estrella no es más que un sistema nuclear y el comienzo del Universo está más relacionado con la física de las partículas nucleares elementales que con cualquier otra cosa.Además, tú has aplicado a menudo los métodos de esas disciplinas, bien que colateralmente, a las galaxias y al universo primitivo.»

Repasando el libro antedicho, llegué al convencimiento de que aquello era muy, pero que muy difícil. Porque con fórmulas matemáticas es fácil explicar muchas cosas si se tiene experiencia y el público al que uno se dirige entiende ese lenguaje, pero dar a entender cuestiones científicas de astrofísica a estudiantes de primer ciclo de carreras como filosofía, periodismo, medicina, historia, psicología y cosas así, espanta al más desaforado optimista.

Nuestro astrónomo es persistente y astuto, así que cuando vio que sus argumentos iniciales no hacían mella en mí, apeló arteramente a mi responsabilidad como director del departamento: debía colaborar al desarrollo del área de conocimiento más desvalida de todas las que conforman el departamento. Así pues, llevamos ya cuatro años impartiendo el dichoso curso al que cada vez se apunta más gente de procedencias exóticas desde el punto de vista de una facultad de física. La asignatura parece ser tan llamativa que en ocasiones me han sugerido que escribiera un libro sobre muchas cosas de las que contaba en el aula.

El producto material y principal del trabajo de todos mis colegas científicos de las más diversas especialidades suele ser un artículo escrito en inglés, con sus tablas, gráficos y referencias, publicado en una revista internacional después de haber sido sometido el manuscrito a una estricta censura por parte de otro u otros colegas anónimos elegidos por el editor. La repercusión de esos artículos puede ser enorme o irrelevante; la utilidad personal que tienen estas publicaciones es la simple satisfacción o, por acumulación, para encontrar una ansiada posición permanente y vitalicia en una universidad o instituto de investigación; también sirve para muchas otras cosas publicar en buenas revistas artículos breves cargados de fórmulas y siguiendo un patrón estricto en forma y fondo. Por ejemplo, es la única manera de mostrar objetivamente a los poderes públicos que la comunidad científica que financia está en forma y preparada para afrontar productivamente cualquier resultado importante que se produzca en cualquier lugar del mundo.

Pero lo cierto e irrefutable es que el número de lectores de la inmensa mayoría de nuestros artículos es extraordinariamente pequeño. El título lo lee la mayoría del conjunto de profesionales del tema de investigación al que se refiera. El resumen obligatorio, unas diez líneas, lo leen completo no muchos más que los especialistas en el tema. El artículo en su totalidad lo lee un porcentaje ínfimo de aquellos, en concreto los que han trabajado o trabajan en un problema similar. Los que lo hacen con detenimiento y tratando de extraer todos los intríngulis a los que se refiere el escrito, sus fórmulas y sus representaciones gráficas, empiezan ya a contarse con los dedos de las manos.Así funciona la ciencia y funciona bien.Así he funcionado yo toda mi vida académica, publicando unos pocos artículos cada año y disfrutando infinitamente de ello.

¿No es un derroche el esfuerzo que significa desarrollar un trabajo de vanguardia para que luego se interesen por él tres o cuatro personas? No, porque aparte de lo dicho, ello conlleva otras cosas entre las cuales una de las más gratas es conocer a las pocas docenas de colegas en el mundo que hacen más o menos lo mismo que uno. Pero, en cualquier caso, ¿no es tentador escribir algo que transmita de alguna manera ese placer y conocimiento a un número mayor de personas?

La posibilidad de escribir un libro de divulgación es una buena idea, pero bien pensado… ¡qué horror! He leído algunos libros de éstos y hojeado un montón. Sobre todo de autores anglosajones. Nadie piense que los considero fútiles y frívolos, porque confieso que muchos me parece que están muy bien escritos y algunos hacen derroche de ingenio. El pánico me vino de algo más… digamos ideológico. Sospecho que el efecto que producen muchos de esos libros en un lector normal es más el asombro, incluso la estupefacción, que el aumento neto de los conocimientos. Incluso recordé a un físico francés muy comprometido con la izquierda revolucionaria de los sesenta que venía a decir que lo que provocaban los libros de divulgación, por descontado que sin intención por parte del autor, era el miedo en el público. Ahí es nada.Y ese miedo o sobrecogimiento conllevaba el sometimiento al poder de manera que fuera sumisa la aceptación por parte de la gente de los fondos destinados a la investigación, así como de la aplicación de los resultados de ésta. ¡Santa Madre de Dios! El colega se llama Jean-Marc Levy-Leblond y sostengo que no sólo es un buen físico, sino un magnífico profesor y seguramente una buena persona.

Quizá, sin perder la intención de sorprender y, por supuesto, evitando tanto la farragosidad como la mentira (cosa que he descubierto que ocurre en la divulgación cuando se baja excesivamente el nivel de algún tema tan difícil que sólo se puede aprender con matemáticas profundas), se podría elaborar un texto ameno. Quedaba por dilucidar cuál podría ser el contenido concreto.

Mientras lo intentaba, recordé a Pepe el Máquina. En la Facultad de Física de la Universidad de Sevilla, desde hace una década o así, se puso de moda el epíteto máquina como sinónimo de empollón. Así, un buen estudiante puede ser para sus compañeros algo máquina, muy máquina o, el súmmum, el Máquina. Hace unos años, en mi curso de física nuclear de quinto a

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