Madre del arroz

Rani Manicka

Fragmento

LAKSHMI

LAKSHMI

Nací en Ceilán en el año 1916, una época en la que los espíritus andaban por la tierra igual que las personas antes de que el resplandor de la electricidad y el rugir de la civilización los hicieran huir asustados hacia los corazones escondidos de los bosques. Los espíritus moraban en el interior de enormes árboles llenos de frescas sombras de un color azul verdoso. En aquella inmovilidad moteada por el sol, podías extender las manos y casi sentir su silenciosa y vigilante presencia. Todos sabían que los espíritus anhelaban tener forma física. Si en medio de la selva nos sentíamos asaltados por el apremiante impulso de hacer nuestras necesidades, teníamos que decir una oración y pedirles permiso antes de que nuestras excreciones llegaran a tocar el suelo, porque los espíritus se ofendían con mucha facilidad. Que un intruso hubiera interrumpido su soledad era la excusa que utilizaban para entrar en él y andar con sus piernas.

Mi madre decía que en una ocasión su hermana había sido alejada de su camino y poseída por uno de aquellos espíritus. Entonces se hizo venir a un hombre santo que vivía a dos aldeas de distancia para que exorcizara al espíritu. Aquel hombre llevaba extrañamente enredadas alrededor de su cuello muchas cuentas de raíces secas y abalorios, todas ellas testimonios de sus temibles poderes. Los aldeanos, que eran gentes sencillas e inocentes, se congregaron como un anillo humano de curiosidad alrededor del hombre santo. Lo primero que hizo este para ahuyentar al espíritu fue golpear enérgicamente a mi tía con una caña muy delgada y muy larga, mientras le preguntaba una y otra vez qué quería. El hombre santo llenó la apacible aldea con los gritos de terror de mi tía pero, impertérrito, siguió golpeándola hasta que de su pobre cuerpo manaron arroyos rojos de sangre.

—¡La estás matando! —aulló mi abuela mientras era sujetada por tres mujeres, consternadas pero terriblemente fascinadas.

Sin hacerle ningún caso, el hombre santo se pasó el dedo por una pálida cicatriz rosada que se extendía de un extremo a otro de su cara y siguió describiendo sus resueltos y estrechos círculos alrededor de la encogida joven, sin dejar de preguntar hoscamente ni una sola vez aquel «¿Qué quieres?», hasta que finalmente ella chilló con voz estridente que lo que quería era un fruto.

—¿Un fruto? ¿Qué clase de fruto? —preguntó el hombre santo con voz amenazadora, deteniéndose delante de la joven que no paraba de sollozar.

Entonces tuvo lugar una repentina y sorprendente transformación. La carita se alzó hacia él para mirarlo con súbita astucia y puede que incluso hubiera un atisbo de locura en forma de saliva en la sonrisa que, muy poco a poco y con una indecible obscenidad, fue extendiéndose sobre sus pequeños labios. Después la joven señaló con burlona malicia a su hermana pequeña, mi madre.

—Ese es el fruto que quiero —dijo, hablando con una voz que sonó inconfundiblemente masculina.

Los ingenuos aldeanos se unieron en un grito sofocado de perpleja conmoción. Huelga decir que el hombre santo no entregó a mi madre al espíritu, ya que no cabía ninguna duda de que ella era la hija favorita de su padre. El espíritu tuvo que conformarse con cinco limones que fueron cortados y arrojados a su cara, una abrasadora aspersión hecha mediante agua sagrada y una sofocante cantidad de mirra.

Cuando era muy pequeña, yo solía reposar tranquilamente en el regazo de mi madre mientras escuchaba cómo su voz iba recordando tiempos más felices. Porque, veréis, el caso es que mi madre descendía de una familia tan rica e influyente que en su momento de máximo apogeo su abuela inglesa, la señora Armstrong, había sido llamada para entregar un ramillete de flores y estrechar la mano enguantada de la mismísima reina Victoria. Mi madre había nacido aquejada de una sordera parcial, pero su padre le puso los labios en la frente y le habló incansablemente hasta que ella aprendió a hablar. A los dieciséis años, mi madre era tan hermosa como una doncella de las nubes. Las propuestas de matrimonio procedentes de los lugares más lejanos no paraban de llegar a la preciosa casa de Colombo, pero desgraciadamente mi madre se enamoró del aroma del peligro. Sus preciosos ojos alargados se posaron en un bribón encantador.

Una noche mi madre salió sigilosamente por su ventana y bajó por el mismo árbol neem sobre el que su padre había sujetado una espinosa mata de buganvilla cuando ella solo tenía un año, en un intento de disuadir a cualquier hombre de tratar de escalar el árbol y llegar hasta la ventana de su hija. La mata fue creciendo como si la pureza de los pensamientos de mi madre la hubiera alimentado, hasta que el árbol entero, cubierto de flores, se convirtió en un hito que podía ser visto en kilómetros a la redonda. Pero nuestro abuelo no había contado con la determinación de su propia hija.

Aquella noche de luna, espinas como colmillos desgarraron las gruesas ropas de mi madre, le arrancaron mechones de cabello y se hundieron en su carne, pero ella no podía detenerse. Debajo del árbol se hallaba el hombre al que amaba. Cuando por fin se detuvo ante él, no había ni un solo centímetro de la piel de mi madre que no ardiera como si estuviese en llamas. La sombra se la llevó de allí silenciosamente, pero cada paso era como cuchillos clavados en los pies de mi madre hasta que, presa de un terrible dolor, le suplicó que descansaran un rato. Pero la muda sombra la tomó en sus brazos y se la llevó. Una vez a salvo dentro del cálido círculo de aquellos brazos, mi madre volvió la mirada hacia su hogar, que se alzaba imponente contra el vívido cielo nocturno, y vio sus propias huellas ensangrentadas alejándose del árbol. Eran las manchas de su traición. Entonces mi madre lloró, sabiendo que esas huellas iban a ser las que más daño le harían al corazón de su pobre padre.

Los enamorados se casaron al romper el alba en un pequeño templo en otra aldea. En la violenta disputa que siguió a la boda, el novio, mi padre, que de hecho era el hijo resentido de un sirviente empleado por mi abuelo, prohibió a mi madre que volviese a ver a cualquier miembro de su familia. Solo después de que mi padre se hubiera convertido en ceniza gris dispersada por el viento regresó ella a la casa de su familia, mas para aquel entonces ya era una viuda encanecida por la pérdida.

Después de que hubiera dictado su cruel sentencia, mi padre la llevó a nuestra pequeña aldea, que estaba muy alejada de Colombo. Luego vendió algunas de las joyas de mi madre, compró un poco de tierra, construyó una casa y la instaló en ella. Pero el aire limpio y la felicidad conyugal no fueron del agrado del recién casado y no tardó en irse, atraído por las brillantes luces de las ciudades y llamado por los deleites del alcohol barato servido por prostitutas pintarrajeadas mientras se dejaba intoxicar por el olor que emanaba de una baraja de naipes. Después de cada una de sus escapadas, mi padre regresaba a casa y ofrecía a su joven esposa un recipiente tras otro llenos de inocentes mentiras curad

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