Shock

Robin Cook

Fragmento

La célula sexual femenina, u oocito, que fue atrapada por la ligerísima succión ejercida a través de la punta de la pipeta, no se diferenciaba en nada de sus aproximadamente cinco docenas de hermanas. No era más que la última de la serie al final de la diminuta varilla de cristal cuando esta quedó expuesta a la vista del especialista. El grupo de oocitos estaba en suspensión en una gota de cultivo líquido bajo una delgada lámina de aceite mineral en el objetivo de un poderoso microscopio de disección. El aceite evitaba la evaporación. Era de vital importancia que el medio de estas células vivas permaneciera en un apropiado estado de estabilidad.

Al igual que los demás, el oocito parecía saludable y su citoplasma mostraba una adecuada granulación. Asimismo y al igual que sus semejantes, su cromatina, o ADN, brilló con resplandores fluorescentes bajo la luz ultravioleta, como luciérnagas diminutas en una niebla espesa. La única prueba visible de la anterior y abrupta succión de su folículo germinante la ofrecían los restos desgarrados de la corona radiata de células granulares adheridas a la bolsa, comparativamente densa, llamada zona pellucida. Todos los oocitos habían sido sacados del nido ovárico de forma prematura para desarrollarlos in vitro. Ya estaban preparados para la penetración espermática, pero su destino era otro. Estos gametos femeninos no serían fertilizados.

En el campo visual apareció otra pipeta. Se trataba de un instrumento de aspecto más siniestro, en especial bajo la fuerte ampliación del microscopio. Aunque de diámetro solo tenía veinticinco millonésimas partes de un metro, parecía una espada con una punta biselada y afilada como una aguja. De modo inexorable, se acercó al inmóvil y desafortunado gameto. Entonces, con un hábil y leve movimiento hecho por el experimentado técnico sobre el micrómetro de control de la pipeta, la punta de la misma se hundió en la célula. Al avanzar hacia el ADN fluorescente, la pipeta aplicó una ligera succión y el ADN desapareció en la varilla de cristal.

Más tarde, después de haber comprobado que el gameto y sus hermanos habían tolerado la dura prueba de la enucleación tal como se esperaba, la célula volvió a ser inmovilizada. Se le introdujo otra pipeta biselada. Esta vez, la penetración se limitó a la zona pellucida y teniendo cuidado de no dañar la membrana celular. En vez de succión, se le inyectó un volumen diminuto de fluido en lo que se conoce como espacio perivitelino. Junto con fluido, entró una célula adulta, comparativamente pequeña y con forma de huso obtenida de un raspado bucal en un humano adulto.

El paso siguiente implicó dejar los gametos en suspensión con sus parejas de células adultas epiteloides en cuatro milímetros de caldo de cultivo y colocar entre ellos los electrodos de una cámara de fusión. Cuando los gametos estuvieron en el lugar apropiado, se les envió una descarga de noventa voltios a través del caldo de cultivo durante quince millonésimas partes de segundo. El resultado fue el mismo para todos los gametos. El shock hizo que las membranas entre los gametos enuclearizados y sus parejas de células adultas se disociaran fugazmente fusionando las dos células.

Tras el proceso de fusión, se colocaron las células en un caldo de cultivo de activación. Con estimulación química, cada gameto que había estado listo para fertilización antes de que le extirparan el ADN, ahora hacía maravillas con su complemento completo y adoptado de cromosomas. Siguiendo un misterioso mecanismo molecular, los núcleos adultos abandonaron sus anteriores obligaciones epiteliales y volvieron a sus papeles embriónicos. Al poco tiempo, cada gameto empezó a dividirse hasta formar embriones individuales que pronto estarían listos para la implantación. El donante de las células adultas había sido clonado. De hecho, había sido clonado aproximadamente unas sesenta veces...

Prólogo

Prólogo

6 de abril de 1999

—¿Está cómoda? —preguntó el doctor Paul Saunders a su paciente Kristin Overmeyer, que estaba tendida sobre la vieja mesa de operaciones con solo una bata de hospital y la espalda al aire.

—Supongo que sí —contestó Kristin aunque no se sentía nada cómoda. Los ambientes médicos le producían una desagradable ansiedad, y esta habitación era particularmente ingrata.

Se trataba de una antigua sala de operaciones cuyo decorado era todo lo contrario del esterilizado utilitarismo de una instalación médica moderna. Sus paredes exhibían un verde bilioso y azulejos partidos con oscuros manchones, presumiblemente de vieja sangre reseca. Parecía más un escenario de una película gótica ambientada en el siglo XIX que una habitación en uso. También había gradas de asientos que se extendían hacia lo alto desapareciendo en la penumbra más allá del alcance de los focos de luz quirúrgicos. Gracias a Dios las sillas estaban vacías.

—Ese «supongo que sí» no suena muy convincente —dijo la doctora Sheila Donaldson desde el otro lado de la mesa de operaciones, frente al doctor Saunders. Sonrió a la paciente aunque el único efecto visible fue un leve arrugamiento en el rabillo del ojo. El resto de la cara estaba cubierto por la máscara y la gorra quirúrgicas.

—Ojalá ya hubiésemos acabado —se las arregló para decir Kristin. En ese instante, se arrepintió de haberse ofrecido como voluntaria para la donación. El dinero le daría cierta holgura económica de la que gozaban pocos estudiantes compañeros suyos de Harvard, pero ahora eso le parecía poco importante. Su único consuelo era saber que pronto estaría dormida; la pequeña intervención no le causaría ningún dolor. Cuando le ofrecieron la opción entre anestesia general o local, sin vacilar eligió la primera. Lo último que deseaba era estar despierta mientras le introducían en el estómago una aguja de veinte centímetros.

—Confío en que podamos terminar esto hoy mismo —le dijo Paul sarcásticamente al doctor Carl Smith, el anestesista. Paul tenía mucho que hacer ese día y solo disponía de cuarenta minutos para la intervención. Entre su experiencia en este tipo de intervenciones y su habilidad con el instrumental, sabía que le sobraría tiempo. El único posible retraso era de Carl; no podía empezar hasta que la paciente estuviera bajo el efecto de la anestesia y los minutos transcurrían inexorablemente.

Carl no le contestó. Paul siempre tenía prisa. Carl se concentró en fijar el estetoscopio cardial en el pecho de Kristin. Ya había inyectado la aguja intravenosa y puesto en posición el medidor de presión arterial, el electro y el oxímetro del pulso. Satisfecho con la auscultación, empujó el aparato de anestesia más cerca de la cabeza de Kristin. Todo estaba listo.

—Muy bien, Kristin —dijo Carl para tranquilizarla—, como te expliqué antes, te voy a poner un poquitín de leche de amnesia. ¿Estás preparada?

—Sí —replicó Kristin. En lo que a ella concernía, cuanto antes mejor.

—Que duermas bien. La próxima vez hablaremos en la sala de recuperación.

Ese era el comentario habitual de Carl a su paciente antes de dar la anestesia y, por cierto, así sucedía normalmente. Pero en esta ocasión no sería así. Absolutamente ajeno al inminente desastre, Carl cogió el tubo de la inyección intravenosa con la anestesia. Con calma profesional, procedió a inyectar una cantidad basada en el peso corporal, pero en la franja mínima de la dosis recomendada. La política de anestesia de la clínica de Wingate era usar la cantidad mínima apropiada de cualquier droga. El objetivo era asegurar el alta del paciente en el mismo día, ya que las camas disponibles escaseaban.

A medida que la dosis penetraba en el cuerpo de Kristin, Carl vigiló y escuchó los monitores. Todo parecía en orden.

Sheila sonrió debajo de la mascarilla. «Leche de amnesia» era el sobrenombre para esta clase de anestesia que se inyectaba como un líquido blanco; a Sheila, el término siempre lograba arrancarle una sonrisa.

—¿Podemos empezar? —preguntó Paul. Se movió intranquilo. Sabía que todavía no podía empezar, pero quiso comunicar su impaciencia y disgusto. Tendrían que haberlo llamado cuando todo estuviese listo. Su tiempo era demasiado valioso para estar allí holgazaneando mientras Carl se entretenía con sus juguetes.

Carl, sin prestar atención a la irritación de Paul, se concentró en verificar el nivel de conciencia de Kristin. Satisfecho de que ella hubiese llegado al estado idóneo, inyectó el relajante muscular Mivacurium, al que prefería sobre varios otros debido a su tiempo espontáneo y rápido de recuperación. Cuando hubo surtido efecto, hábilmente insertó el tubo endotraqueal para asegurar el control de la vía respiratoria de Kristin. Entonces tomó asiento, conectó el aparato de anestesia e hizo un gesto a Paul para comunicarle que todo estaba listo.

—Ya era hora —murmuró Paul. Él y Sheila rápidamente prepararon la paciente para una laparotomía. El objetivo era el ovario derecho.

Carl se puso a escribir las entradas correspondientes en el registro de anestesia. Su papel en ese momento era vigilar los monitores mientras mantenía una inyección continua del líquido anestésico y controlaba el estado de conciencia de la paciente.

Paul puso manos a la obra de inmediato mientras Sheila le anticipaba cada movimiento. Junto con Constance Bartolo y Marjorie Hickam, las dos enfermeras de reserva, el equipo funcionaba con eficiencia de cronómetro. En este momento todos guardaban silencio.

El primer objetivo de Paul fue introducir el trocar de la unidad de insuflación para llenar de gas la cavidad abdominal de la paciente. Se trataba de la creación de un espacio lleno de gas que hacía posible la cirugía de laparoscopia. Sheila ayudó fijando dos zonas de piel a lo largo del ombligo de Kristin con clips y tirando hacia arriba la relajada pared abdominal. Mientras, Paul practicó una pequeña incisión en el ombligo y luego procedió a introducir allí una aguja Veress de insuflación de casi tres centímetros. Sus experimentadas manos pudieron sentir dos sonidos distintos mientras la aguja entraba en la cavidad abdominal. Al tiempo que aseguraba firmemente la aguja, Paul activó la unidad de insuflación. Al instante, dióxido de carbono empezó a fluir en la cavidad abdominal de Kristin a un ritmo de un litro de gas por minuto.

Mientras esperaban que penetrara la cantidad apropiada de gas, se produjo el desastre. Carl se afanaba vigilando los monitores cardiovascular y respiratorio buscando señales de la creciente presión abdominal y no vio dos detalles aparentemente inocuos: el leve movimiento de los párpados de Kristin y una ligera flexión de la pierna izquierda. Si Carl o cualquier otro hubiese notado esos movimientos, habrían sabido que el nivel de anestesia de Kristin era insuficiente. Aún estaba inconsciente, pero próxima a volver en sí y la molestia del aumento de presión en su estómago servía para despertarla.

De repente, Kristin gimió y medio se incorporó. Carl reaccionó por reflejo, cogiéndola por los hombros y obligándola a acostarse otra vez. Pero demasiado tarde. Su movimiento hacia arriba hizo que la aguja Veress en manos de Paul se hundiera más profundamente en el estómago donde penetró una gran vena abdominal. Antes de que Paul pudiera parar la unidad de insuflación, una gran cantidad de gas entró en el sistema vascular de Kristin.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Carl mientras oía en el audífono el inicio del siniestro martilleo del gas llegando al corazón, un sonido como el estrépito del secado en una lavadora—. ¡Tenemos una embolia gaseosa! —gritó—. ¡Ponedla del lado izquierdo!

Paul sacó la aguja ensangrentada y la arrojó al suelo de baldosas, donde resonó. Ayudó a Carl volver a Kristin hacia la izquierda en un vano intento de mantener el gas aislado en el lado derecho del corazón. Paul se apoyó en ella para que mantuviera la posición. Aunque todavía inconsciente, ella seguía luchando.

Mientras tanto, Carl se apresuró a insertar de la forma más aséptica posible un catéter en la yugular de Kristin. Ella se resistía. Intentaba quitarse el peso que tenía encima. Insertar el catéter fue como tratar de disparar contra un blanco en movimiento. Carl pensó en aumentar la anestesia o darle más Mivacurium, pero no se animó a perder ese tiempo. Por último, logró ponerle el catéter, pero cuando aspiró con la jeringa lo único que consiguió fue una espuma sanguinolenta. Lo repitió con el mismo resultado. Sacudió la cabeza ante lo funesto de la situación, pero antes de que pudiera hablar Kristin se puso rígida y luego se convulsionó. Su cuerpo se sacudió con violencia.

Frenéticamente, Carl afrontó el nuevo problema mientras batallaba con su propia sensación de fracaso. Sabía perfectamente que la anestesiología era una carrera marcada por una rutina repetitiva y adormecedora a veces sacudida por episodios de puro terror. Y este era tremendo: una complicación imprevista con una persona sana y joven en medio de una operación sencilla y a la que se había sometido voluntariamente.

Tanto Paul como Sheila habían dado un paso atrás con las manos esterilizadas y enguantadas delante del pecho. Junto con las otras dos enfermeras, observaban cómo Carl intentaba resolver la crisis de Kristin. Cuando terminó y Kristin estuvo otra vez de espaldas e inmóvil, nadie pronunció palabra. El único sonido, aparte el ruido apagado de una radio en el pasillo, provenía del aparato de anestesia que respiraba por la paciente.

—¿Cuál es el pronóstico? —preguntó Paul. Su voz, que resonó en el recinto de azulejos y baldosas, no denotó la menor emoción.

Carl exhaló aire como un globo desinflándose. Con reticencia, puso los dedos índices sobre los párpados de Kristin y los abrió. Ambas pupilas estaban muy dilatadas y no reaccionaron al brillo intenso del foco. Carl sacó su linterna del bolsillo y enfocó los ojos de Kristin. No se produjo ninguna reacción.

—No tiene buen aspecto —murmuró Carl. Tenía la garganta reseca. Jamás había pasado por semejante complicación.

—¿Qué quieres decir? —exigió saber Paul.

Carl tragó saliva.

—Quiero decir que creo que la ha palmado. Quiero decir que hace un minuto se movía, pero ahora está inerte. Ni siquiera respira.

Paul asentía con la cabeza considerando la información. Entonces se quitó los guantes, que arrojó al suelo, y se desanudó la mascarilla, que dejó caer sobre el pecho. Miró a Sheila.

—¿Por qué no continúas con el procedimiento? Al menos, ganarás un poco de práctica. Y haz ambos lados.

—¿De verdad? —cuestionó Sheila.

—No tiene sentido perder la oportunidad —sentenció Paul.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Sheila.

—Voy a encontrar a Kurt Hermann y tener una charla con él —dijo Paul mientras se quitaba la bata—. Por más desgraciado que haya sido este incidente, nosotros no lo programamos.

—¿Vas a informar a Spencer Wingate? —preguntó Sheila. El doctor Wingate era el fundador y director de la clínica.

—No lo sé —contestó Paul—. Eso depende. Prefiero esperar y ver el desarrollo de los acontecimientos. ¿Qué sabes de la llegada hoy de Kristin Overmeyer?

—Vino en su propio coche —dijo Sheila—. Está en el aparcamiento.

—¿Vino sola?

—No, tal como le aconsejamos, trajo una amiga —dijo Sheila—. Se llama Rebecca Corey. Está en la sala de espera principal.

Cuando Paul ya se dirigía a la puerta, miró a los ojos de Carl.

—Lo siento —dijo Carl.

Paul titubeó un momento. Tenía ganas de decirle al anestesista lo que pensaba de él, pero cambió de opinión. Quería conservar la cabeza fría y ponerse a hablar en ese momento con Carl le habría sacado de sus casillas. Ya era suficiente con que Carl le hubiera hecho esperar tanto.

Sin molestarse en quitarse las pantuflas de cirugía, Paul cogió una larga bata blanca y de médico en la antesala. Se la puso mientras bajaba las escaleras. Al pasar por la planta baja, salió al jardín, que mostraba las primeras señales de la primavera. Con la bata protegiéndole del viento borrascoso de inicios de abril en Nueva Inglaterra, se apresuró en dirección a la pétrea casa de vigilancia de la clínica. Allí encontró al jefe de seguridad detrás del viejo y gastado escritorio agachado sobre el programa de su departamento para el mes de mayo.

Si Kurt Hermann se sorprendió por la llegada repentina del director de cirugía, no lo demostró. En vez de levantar la mirada, su único reconocimiento de la presencia de Paul fue un leve arqueo de su ceja derecha.

Paul cogió una silla de respaldo recto de la hilera que había en la habitación y se sentó delante del jefe de seguridad.

—Tenemos un problema —anunció

—Escucho —dijo Kurt. Su silla crujió cuando se reclinó contra el respaldo.

—Tuvimos una importante complicación anestésica. Un verdadero desastre.

—¿Dónde está el paciente?

—Aún en la sala de operaciones, pero saldrá muy pronto.

—¿Nombre?

—Kristin Overmeyer.

—¿Vino sola? —preguntó Kurt mientras anotaba el nombre.

—No, vino en coche con una amiga, Rebecca Corey. La doctora Donaldson dice que está en la sala de espera principal.

—¿Marca del coche?

—Ni idea.

—Lo averiguaremos. —Kurt levantó sus ojos azules y fríos para encontrar la mirada de Paul.

—Para eso los contratamos a ustedes —dijo cortante Paul—. Quiero que usted se haga cargo y yo no quiero saber nada.

—Ningún problema —dijo Kurt, y dejó el lápiz cuidadosamente sobre la mesa como si fuera frágil.

Por un momento los dos hombres se miraron. Entonces Paul se puso de pie y desapareció en aquella tormentosa mañana de abril.

Capítulo 1

1

8 de octubre de 1999, 23.15 h

—Por tanto, dejemos esto bien en claro —dijo Joanna Meissner a Carlton Williams. Los dos amigos estaban sentados en la penumbra del jeep Cherokee de Carlton en una zona de aparcamiento prohibido de la calle Craigie, delante del edificio de apartamentos Craigie Arms en Cambridge, Massachusetts—. Tú decidiste que sería mejor para los dos que esperásemos a casarnos hasta que terminaras tu carrera de cirugía dentro de tres o cuatro años.

—Yo no he decidido nada —replicó Carlton a la defensiva—. Lo estamos discutiendo aquí y ahora.

Joanna y Carlton habían salido a cenar juntos ese viernes por la noche en Harvard Square y lo habían pasado bien hasta que Joanna sacó el espinoso tema de sus planes a largo plazo. Como de costumbre, a partir de ese instante la conversación se agrió. Lo habían hablado varias veces desde el día de su compromiso. La suya era una relación esencialmente de larga duración; se habían conocido en el parvulario y eran novios desde el noveno curso.

—Escucha —dijo Carlton con suavidad—, trato de pensar en lo mejor para los dos.

—Chorradas —replicó Joanna. Pese a su intención de no perder la calma, sintió que le hervía la sangre como si fuera un reactor nuclear a punto de estallar.

—Lo digo en serio —dijo Carlton—. Joanna, voy a tope. Tú sabes con qué frecuencia tengo guardias. Ser un residente del hospital es mucho más exigente de lo que había imaginado.

—¿Qué diferencia hay? —replicó Joanna, incapaz de que su irritación no resultara tan dolorosamente evidente. No podía dejar de sentirse traicionada y rechazada.

—Una gran diferencia —persistió Carlton—. Estoy exhausto. Mi compañía no es nada divertida. No puedo mantener una conversación normal fuera de lo que sucede en el hospital. Es patético. Ni siquiera sé lo que pasa en Boston y mucho menos en el mundo.

—Ese tipo de comentario tendría cierta validez si tú y yo saliéramos de vez en cuando, pero el hecho es que salimos desde hace once años. Y hasta que yo saqué este «difícil» asunto esta noche, tú estabas animado y era divertido estar contigo.

—Ciertamente estoy encantado de verte... —dijo Carlton.

—Eso está muy bien —comentó sarcásticamente Joanna—. Lo que encuentro especialmente irónico es que tú eres quien pidió casarse conmigo y no al revés. El problema es que eso sucedió hace siete años. Yo diría que tus ardores amorosos han menguado considerablemente.

—No es así —protestó Carlton—. Quiero casarme contigo.

—Lo siento pero no me convences. No después de todo este tiempo. Primero quisiste terminar el colegio. Era normal. Bien. Luego pensaste en hacer dos años de medicina. Hasta eso me pareció bien porque entonces yo podía acabar casi toda mi preparación para el doctorado. Pero entonces pensaste que lo mejor era posponerlo hasta terminar la carrera de medicina. ¿Detectas un modelo de comportamiento en todo esto o se trata de imaginaciones mías? Luego se te ocurrió que debías acabar el primer año de interno. Estúpida de mí que lo acepté, pero ahora se trata de terminar todo el programa de interno. ¿Y la beca de la que hablaste el mes pasado? No me extrañaría que se te ocurra que debemos esperar hasta que ya ejerzas de médico.

—Intento ser racional —dijo él—. Es una decisión difícil y debemos considerar los pros y los contras...

Joanna ya no escuchaba. En cambio, sus grandes ojos verde esmeralda se apartaron de la cara de su novio que, según ella vio, ni siquiera la miraba mientras hablaba. De hecho, él había evitado mirarla durante toda la conversación; por lo que ella había podido ver, él solo le sostuvo un instante la mirada culposamente durante su monólogo. Sin ver, dirigió los ojos a media distancia. De repente fue como si una mano invisible le hubiera cruzado la cara de una bofetada. La propuesta de Carlton de retrasar otra vez la fecha de la boda había reverberado como una epifanía y ella se encontró riéndose; no porque le pareciese cómico, sino porque no podía creerlo.

Carlton se detuvo en mitad de una frase cuando empezaba a enumerar los pros y los contras de casarse sin esperar a que él acabara toda su carrera.

—¿De qué te ríes? —preguntó. Levantó la mirada y dejó de juguetear con las llaves del coche. Miró a Joanna en la semipenumbra. Se le veía la silueta de la cara contra el lado oscuro de la ventanilla iluminada por una lejana farola. Su perfil elegante y delicado estaba enmarcado por su lustroso pelo rubísimo que parecía brillar. Destellos diamantinos salían de sus dientes blanquísimos que se veían a través de unos labios plenos y ligeramente abiertos. Para Carlton, ella era la mujer más hermosa del mundo incluso cuando lo reñía.

Joanna, haciendo caso omiso de la pregunta, siguió riéndose a medida que tomaba conciencia de aquello. Precipitadamente, había admitido lo que su compañera de habitación Deborah Cochrane y las otras amigas le decían desde hacía tiempo: básicamente, que el matrimonio no debía ser el objetivo de su vida. Después de todo, ellas tenían razón. Ella había sido programada por su educación y su medio en Houston. Joanna no podía creer haber sido tan estúpida y haberse resistido tanto a cuestionar un sistema de valores que había aceptado ciegamente. Por fortuna, durante la larga espera a Carlton, había sido lo bastante despierta como para sentar las bases de su propia carrera profesional. Solo le faltaba presentar la tesis para un doctorado en ciencias económicas en Harvard y se había capacitado lo suficiente en informática.

—¿De qué te ríes? —insistió Carlton—. ¡Vamos! ¡Dime algo!

—Me río de mí misma —dijo finalmente Joanna. Volvió la cabeza para mirar a su novio. Él, ceñudo, parecía perplejo.

—No comprendo —dijo.

—Es curioso —dijo ella—, porque yo lo veo todo muy claro.

Echó una mirada a su anillo de compromiso en la mano izquierda. El solitario absorbía la débil luz disponible y la rebotaba con sorprendente intensidad. La piedra había pertenecido a la abuela de Carlton; a Joanna le había fascinado en gran parte por el valor emocional. Pero ahora parecía un neón vulgar que le recordó su propia ingenuidad.

A Joanna le dio un súbito acceso de claustrofobia. Sin previo aviso, abrió la puerta, se apeó y quedó de pie en la acera.

—¡Joanna! —llamó Carlton. Se estiró a lo largo del asiento y la miró. La expresión de ella era de firme resolución. Sus labios normalmente suaves estaban rígidos de determinación.

Carlton empezó a preguntarle qué pasaba, aunque lo sabía perfectamente. Antes de que pudiera acabar, la puerta del coche se le cerró en la cara. Cuando abrió la ventanilla, Joanna se agachó. Su expresión no había cambiado.

—No me insultes preguntándome qué pasa —dijo ella.

—No estás siendo nada razonable ni adulta en este asunto —afirmó Carlton.

—Gracias por tu ecuánime comentario —replicó Joanna—. También quiero agradecerte por aclararme tan bien las cosas. Desde luego me has ayudado a tomar una decisión.

—¿Tomar una decisión de qué? —preguntó Carlton con voz vacilante. Comenzó a temblar. Tenía una premonición sobre lo que se les venía encima, acompañada por una sensación de presión en el fondo de su estómago.

—De mi futuro —dijo Joanna—. ¡Aquí tienes! —Extendió un brazo con el puño cerrado con la intención de darle algo.

Carlton sacó una mano temblorosa con la palma hacia arriba. Sintió algo frío. Era el anillo de su abuela.

—¿Qué es esto? —balbuceó Carlton.

—Creo que está bastante claro —dijo Joanna—. Considérate libre para terminar tu residencia hospitalaria y todo lo que desee tu pequeño corazón. No quiero ser una carga para nadie.

—¿Hablas en serio? —gimió Carlton. Cogido con la guardia baja y de sorpresa por este súbito cambio de circunstancias, se sentía aturdido.

—Por supuesto —dijo ella—. Considera nuestro compromiso oficialmente roto. Buenas noches, Carlton.

Joanna giró sobre los tacones y caminó por la calle Craigie hacia la avenida Concord y la entrada a Craigie Arms. Allí tenía su apartamento en un tercer piso.

Tras una breve pugna con el tirador de la puerta, Carlton salió del Cherokee y corrió detrás de Joanna, que ya llegaba a la esquina. Una alfombra de hojas rojas de arce caídas del árbol ese mismo día se estremeció ante su paso. Alcanzó a Joanna cuando ella estaba a punto de entrar en el edificio. A él le faltaba el aliento. Apretaba en su puño el anillo de compromiso.

—Pues muy bien —consiguió decir Carlton—. Ya has dicho lo que querías decir. Aquí tienes tu anillo.

Ella sacudió la cabeza con una tenue sonrisa.

—No te devolví el anillo como un mero gesto o como una maquinación. Tampoco estoy enfadada. Obviamente tú no quieres casarte ahora, y de repente yo tampoco. Dejemos que el tiempo hable. Aún somos amigos.

—Pero yo te amo —espetó Carlton.

—Me halagas —contestó Joanna—. Y supongo que yo todavía te amo. Pero al menos por un tiempo, vayamos cada cual por su camino.

—Pero...

—Buenas noches, Carlton. —Se puso de puntillas y le dio un leve beso en la mejilla. Un momento después entraba en el ascensor, sin mirar atrás.

Al poner la llave en la cerradura, notó que estaba temblando. Pese a su serena despedida de Carlton, sintió que por debajo de la superficie le empezaban a bullir las emociones.

—¡Guau! —exclamó Deborah Cochrane, su compañera de piso. Miró la barra inferior de su ordenador para constatar la hora—. Demasiado temprano para un viernes por la noche. ¿Qué pasa? —Deborah tenía puesta una sudadera enorme con el emblema de Harvard. En comparación con la suave delicadeza de porcelana de Joanna, ella no era tan femenina. Tenía cabello corto y negro, tez morena y mediterránea y cuerpo atlético. Sus facciones contribuían por ser más fuertes y redondeadas que las indudablemente femeninas de Joanna. En general, las dos se complementaban y acentuaban los mutuos atractivos.

Joanna no contestó mientras colgaba el abrigo en el armario del pasillo. Deborah la observó con suma atención cuando entró en la sala de escasos muebles y se tumbó en el sofá. Se sentó sobre sus pies solo después de mirar a los ojos llenos de curiosidad de Deborah.

—No me digas que tuvisteis una pelea —dijo Deborah.

—No exactamente una pelea —dijo Joanna—, sino una despedida.

Deborah se quedó boquiabierta. Durante los seis años que conocía a Joanna, desde el primer curso, Carlton había sido una presencia permanente en la vida de su amiga. Por lo que ella sabía, no había habido la menor discordia en la relación.

—¿Qué ha pasado? —preguntó atónita.

—De repente vi la luz —explicó Joanna. Había un ligero temblor en su voz del que Deborah se percató—. El compromiso se ha roto y, aún más importante, no volveré a pensar en casarme. Punto y aparte. Si sucede, bien; y si no, también.

—¡Dios santo! —exclamó Deborah—. Eso no suena a la novia fiel y de blanco inmaculado que he llegado a querer tanto. ¿Por qué este cambio tan radical? —Deborah consideraba la marcha de Joanna hacia el matrimonio como algo casi religioso por la inquebrantable intensidad que Joanna le ponía.

—Carlton quiso posponer la boda hasta después de terminar su residencia en el hospital. —Y resumió los últimos quince minutos pasados con Carlton. Deborah la escuchó con atención.

—¿Te sientes bien? —preguntó cuando Joanna guardó silencio. Se agachó para mirarla directamente a los ojos.

—Mejor de lo que me había imaginado —admitió Joanna—. Me siento un poco tocada, supongo, pero considerando todo lo sucedido, pienso que estoy bien.

—¡Pues esto merece una celebración! —exclamó Deborah. Se puso de pie y se precipitó a la cocina—. Hace meses que guardo esta botella de champán para una ocasión como esta. Es hora de abrirla.

—Supongo —se las arregló para decir Joanna. No tenía nada que celebrar, pero resistirse al entusiasmo de Deborah le habría supuesto un esfuerzo demasiado grande.

—¡Aquí está! —exclamó Deborah volviendo con la botella en una mano y dos copas en la otra. Se arrodilló ante la mesa de centro y abrió la botella. El corcho saltó con estrépito y rebotó en el techo. Deborah lanzó una carcajada pero notó que Joanna seguía seria.

—¿Estás segura de estar bien? —preguntó.

—Debo admitir que se trata de un cambio completo.

—Te quedas corta —aseguró Deborah—. Conociéndote como te conozco, es el equivalente de san Pablo en el camino a Damasco. Como buena niña bien, has sido programada por tu ambiente social de Houston para casarte pues allí, en el fondo, no eras más que un proyecto matrimonial.

Joanna se rió a su pesar.

Deborah sirvió las copas demasiado rápido. Ambas se llenaron de espuma que las rebosó derramándose sobre la mesa. Imperturbable, Deborah cogió las copas y le pasó una a Joanna. Luego entrechocó su copa con la de Joanna.

—Bienvenida al siglo veintiuno —dijo.

Ambas levantaron las copas e intentaron beber. Las dos tosieron por la espuma y rieron. Deborah, queriendo que no se arruinara la ocasión, cogió ambas copas y en un santiamén fue a la cocina, les pasó un poco de agua y volvió. Esta vez sirvió con más cuidado, inclinando las copas. Cuando bebieron, ya todo era líquido.

—No es de la mejor burbuja —admitió Deborah—. No me sorprende. David me la regaló hace un siglo. Era un tacaño de mucho cuidado. —Deborah había roto la semana anterior una relación de cuatro meses con su novio más reciente, David Curtis. En claro contraste con Joanna, su relación más prolongada había durado menos de dos años y había sido en tiempos de la secundaria. Las dos mujeres no podrían haber sido más diferentes. En vez del ambiente sureño de rica burguesía petrolera y fiestas de presentación en sociedad en que había vivido Joanna, Deborah creció en Manhattan con una madre soltera y bohemia inmersa en el mundillo intelectual. Nunca había conocido a su padre ya que su nacimiento dio al traste con la relación de sus progenitores. Su madre no se había casado hasta relativamente tarde en la vida, después de que Deborah empezara la universidad.

—De cualquier manera, hoy no estoy atenta al champán —dijo Joanna—. En realidad, no me habría dado cuenta si era bueno o no. —Hizo girar la copa con una mano, subyugada por la efervescencia.

—¿Y tu anillo? —preguntó Deborah cuando notó por primera vez que la piedra había desaparecido.

—Lo devolví —dijo Joanna con parsimonia.

Deborah sacudió la cabeza, atónita. Joanna había adorado ese diamante y todo lo que representaba. Pocas veces se lo quitaba del dedo.

—Ya veo —dijo Joanna.

—Me lo está pareciendo —dijo Deborah. Por un momento, se quedó sin habla.

El teléfono interrumpió el breve silencio. Deborah se puso de pie para ir a contestar.

—Probablemente sea Carlton, pero no quiero hablar con él —dijo Joanna.

Del otro lado del escritorio, Deborah miró el visor.

—Tienes razón. Es él.

—Deja el contestador automático —dijo Joanna.

Deborah regresó a la mesita, a cuyo lado volvió a dejarse caer. Las dos mujeres intercambiaron miradas mientras el teléfono seguía sonando con insistencia. Tras la sexta llamada, el contestador se disparó. Las dos guardaron silencio mientras sonaba el mensaje de salida. Luego se oyó la voz ansiosa de Carlton, que con un poco de estática llenó la habitación ascéticamente decorada.

«¡Tienes razón, Joanna! Esperar a que termine la residencia es una idea estúpida.»

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