El enigma del faraón

Clive Cussler

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO
CIUDAD DE LOS MUERTOS

Abidos, Egipto
1353 a.C., decimoséptimo año del reinado del faraón Akenatón

La luna llena ponía un resplandor azul en las arenas de Egipto, pintando las dunas del color de la nieve y los templos abandonados de Abidos con tonos de hueso y alabastro. Bajo esa fría iluminación se movían unas sombras, una procesión de intrusos que se deslizaban atravesando la Ciudad de los Muertos.

Los intrusos, treinta hombres y mujeres, avanzaban a un ritmo sombrío, los rostros cubiertos por las capuchas de las exageradas túnicas, la mirada clavada en el camino. Pasaron por delante de las cámaras funerarias que contenían los faraones de la primera dinastía y los santuarios y monumentos construidos en la Segunda Era para honrar a los dioses.

En un polvoriento cruce, donde la arena arrastrada por el viento cubría la calzada de piedra, la procesión se detuvo en silencio. Su líder, Manu-hotep, escudriñó la oscuridad, ladeando la cabeza para escuchar mientras apretaba la empuñadura de una lanza.

—¿Has oído algo? —preguntó una mujer, deteniéndose a su lado.

La mujer era su esposa. Detrás de ellos venían otras familias y una docena de sirvientes que transportaban las camillas donde descansaban los cuerpos de los niños de cada familia. Todos con la vida segada por la misma misteriosa enfermedad.

—Voces —contestó Manu-hotep—. Susurros.

—Pero la ciudad está abandonada —dijo ella—. Por decreto del faraón, entrar en la necrópolis es ahora delito. Solo por estar aquí corremos peligro de muerte.

Manu-hotep se echó la capucha de la túnica hacia atrás, descubriendo una cabeza afeitada y un collar de oro que lo señalaba como miembro de la corte de Akenatón.

—Nadie es más consciente de eso que yo.

Durante siglos, Abidos, la Ciudad de los Muertos, había prosperado, poblada por sacerdotes y acólitos de Osiris, señor de la vida de ultratumba y dios de la fertilidad. Allí habían sido enterrados los faraones de la dinastía más antigua, y aunque los reyes más recientes se habían enterrado en otro sitio, habían seguido construyendo templos y monumentos en honor a Osiris. Todos menos Akenatón.

Poco después de convertirse en faraón, Akenatón había hecho lo impensable: rechazó los viejos dioses, minimizándolos por decreto y deponiéndolos después, echando abajo el panteón egipcio y sustituyéndolo por la adoración de una sola divinidad por él elegida: Atón, el dios sol.

Por ese motivo la Ciudad de los Muertos estaba abandonada, y hacía muchos años que no entraban en ella sacerdotes ni fieles. Cualquiera que fuera sorprendido dentro de sus límites sería ejecutado. Para un miembro de la corte del faraón, como Manu-hotep, el castigo sería peor: incesante tortura hasta que pidiera la propia muerte con oraciones y súplicas.

Cuando iba a hablar, Manu-hotep percibió un movimiento. De la oscuridad salió corriendo un trío de hombres armados.

Manu-hotep empujó a su mujer hacia las sombras y embistió con la lanza. Acertó en el pecho al hombre que iba delante, empalándolo y parándolo en seco, pero el segundo hombre clavó una cuchillada a Manu-hotep con una daga de bronce.

Manu-hotep torció el cuerpo para evitar el golpe y cayó al suelo. Arrancó la lanza y atacó con ella al segundo agresor. No acertó, pero el hombre dio un paso atrás mientras le salía por el pecho la punta de una segunda lanza: uno de los criados había empezado a participar en la lucha. El herido se desplomó de rodillas, boqueando y sin poder gritar. Cuando terminó de caer, el tercer agresor huyó a la carrera.

Manu-hotep se levantó y arrojó la lanza haciendo girar el cuerpo con potencia. El arma falló por unos centímetros y el objetivo desapareció en la noche.

—¿Ladrones de tumbas? —preguntó alguien.

—O espías —dijo Manu-hotep—. Durante días tuve la sensación de que nos seguían. Hay que darse prisa. Si se lo cuentan al faraón, mañana no estaremos vivos.

—Quizá deberíamos irnos —dijo su mujer—. Quizá nos estemos equivocando.

—El error fue seguir a Akenatón —afirmó Manu-hotep—. El faraón es un hereje. Osiris nos castiga por haberlo apoyado. Sin duda habrás advertido que son nuestros hijos quienes se duermen y no despiertan nunca más; solo nuestro ganado yace muerto en los campos. Debemos pedir clemencia a Osiris. Y debemos hacerlo ya.

Mientras hablaba, estaba cada vez más decidido. Durante los largos años del reinado de Akenatón, toda resistencia había sido aplastada por el poder de las armas, pero los dioses habían empezado a vengarse y ahora quienes habían apoyado al faraón eran los que más sufrían.

—Por aquí —señaló Manu-hotep.

Siguieron internándose en la ciudad silenciosa y pronto llegaron al edificio más grande de la necrópolis, el Templo de Osiris.

Era una construcción amplia, con azotea, rodeada de altas columnas que brotaban de enormes bloques de granito. Una gran rampa conducía hasta una plataforma de piedra exquisitamente tallada. Mármol rojo de Etiopía, granito veteado de lapislázuli persa. En la parte delantera del templo había un par de gigantescas puertas de bronce.

Manu-hotep se acercó y las abrió con asombrosa facilidad. Recibió una bocanada de incienso y el fuego que ardía delante del altar y las antorchas instaladas en las paredes lo sorprendieron. La luz vacilante le permitió ver unos bancos dispuestos en semicírculo. Sobre ellos yacían hombres, mujeres y niños muertos, rodeados por el llanto apagado y las oraciones susurradas de los miembros de su familia.

—Parece que no somos los únicos que han desobedecido el decreto de Akenatón —dijo Manu-hotep.

Los que estaban dentro del templo lo miraron, sin reaccionar.

—Rápido —ordenó a sus servidores, que se acercaron y colocaron los cuerpos de los niños donde encontraron sitio mientras Manu-hotep se acercaba al gran altar de Osiris, ante el cual se arrodilló junto al fuego, haciendo una reverencia en señal de súplica. De la túnica sacó dos plumas de avestruz—. Gran Señor de los Muertos, a ti venimos en sufrimiento —susurró—. Nuestras familias han padecido una desgracia. Sobre nuestras casas ha caído una maldición y nuestros campos se han vuelto improductivos. Pedimos que te lleves a nuestros muertos y los bendigas en el más allá. A ti, que controlas las Puertas de la Muerte, que a la semilla caída ordenas renacer, te rogamos: devuelve la vida a nuestras tierras y a nuestros hogares.

Depositó las plumas en el suelo con reverencia, las roció con una mezcla de sílice y oro en polvo y dio un paso atrás alejándose del altar.

Una ráfaga de viento recorrió la sala, empujando las llamas hacia un lado. Hubo entonces un sonoro estruendo que resonó en toda la sala.

Manu-hotep giró a tiempo para ver como, en el otro extremo del templo, se cerraban las enormes puertas. Nervioso, miró alrededor mientras las antorchas de las paredes parpadeaban, amenazando con apagarse. Sin embargo, siguieron ardiendo y pronto se estabilizaron. Restituida la iluminación, descubrió detrás del altar la silueta de unas figuras donde poco antes no había nadie.

Cuatro de ellas llevaban ropa negra y dorada: sacerdotes del culto de Osiris. La qui

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