El sanador místico

V.S. Naipaul

Fragmento

1. El sanador incipiente

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El sanador incipiente

Llegaría a ser famoso y honrado en todo el sur del Caribe, héroe del pueblo y, después, el representante británico en Lake Success. Pero cuando yo le conocí, todavía luchaba por establecerse como sanador, en una época en la que en Trinidad, dabas una patada y aparecía un sanador.

Era justo al principio de la guerra, cuando yo estaba todavía en el colegio. Me obligaron a jugar al fútbol, y en el primer partido me dieron un patadón en la espinilla y tuve que guardar cama varias semanas.

Mi madre no se fiaba de los médicos y no me llevó a ninguno. No la culpo, porque en aquellos días la gente prefería ir a un sanador o a un sacamuelas.

—Si sabré yo qué médicos hay en Trinidad —decía mi madre—. Lo mismo les da matar dos o tres personas antes de desayunar.

No es tan terrible como parece: en Trinidad, a la comida del mediodía se le llama desayuno.

Tenía la pierna ardiendo e hinchada, y cada día me dolía más.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté.

—¿Que qué vamos a hacer? —dijo mi madre—. ¿Que qué vamos a hacer? Pues tú, a dejar la pierna tranquila unos días más. Nunca se sabe qué puede pasar.

Yo dije:

Yo sí sé qué va a pasar. Que voy a perder la pierna, y ya sabes cómo les gusta a estos médicos de Trinidad cortarle las piernas a los negros.

Mi madre empezó a preocuparse un poco y aquella noche me preparó un emplasto de barro para la pierna.

Dos días más tarde dijo:

—Se está poniendo un poco feo. Chico, vamos a tener que ir a donde Ganesh.

—¿Y quién demonios es ese tal Ganesh?

Esta pregunta la harían muchas personas más adelante.

—¿Qué quién es ese tal Ganesh? —replicó mi madre, burlona—. ¿Ese tal Ganesh? Hay que ver la educación que os dan a los niños hoy en día. Tienes la pierna rota y te duele, y encima hablas de ese hombre como si fueras su padre, cuando tiene edad más que suficiente para ser tu padre.

Yo dije:

—¿Qué hace?

—Pues curar a la gente.

Lo dijo con cierta cautela, y me dio la impresión de que no tenía muchas ganas de hablar sobre Ganesh porque el don curativo que él poseía era algo sagrado.

El trayecto hasta la casa de Ganesh era muy largo, más de dos horas. Vivía en un sitio llamado Fuente Grove, no lejos de Princes Town. Un nombre curioso: Fuente Grove. No había el menor indicio de fuentes, ni siquiera de agua. En varios kilómetros a la redonda, la tierra era llana, sin árboles, y abrasadora. Se atravesaban kilómetros y kilómetros de plantaciones de caña de azúcar; la caña desaparecía bruscamente y daba paso a Fuente Grove. Era una aldehuela triste, una escasa docena de chozas con techo de paja que se extendían al borde de la estrecha carretera llena de baches. La tienda de Beharry era el único indicio de vida social, y nos paramos a la puerta. Era un edificio de madera, con el temple mugriento y medio desprendido de las paredes y el techo, de hierro ondulado, alabeado y lleno de herrumbre. Un pequeño cartel anunciaba que Beharry tenía permiso para vender bebidas alcohólicas, y vi a aquel hombre privilegiado —eso pensé—, sentado en un taburete delante del mostrador. Con las gafas en la punta de la nariz, leía The Trinidad Sentinel con el brazo estirado.

El taxista gritó:

—¡Eh!

El hombre bajó el periódico.

—¡Eh! Yo soy Beharry. —Se levantó ágilmente del taburete y se frotó la tripita con las palmas de las manos—. Buscan al pandit, ¿no?

El taxista contestó:

—No, qué va. Venimos desde Puerto España para ver el paisaje.

A Beharry le sorprendió semejante grosería. Dejó de frotarse la barriga y empezó a meterse la camiseta en los pantalones, de color caqui. Por detrás del mostrador apareció una mujer grandona, y al vernos se cubrió la cabeza con el velo.

—Estas personas quieren preguntar algo —dijo Beharry, y se fue tras el mostrador.

La mujer gritó:

—¿A quién andan buscando?

Mi madre contestó:

—Estamos buscando al pandit.

—Se bajen un poco por la carretera —dijo la mujer—. No tiene pérdida. La casa tiene un mango en el patio.

Aquella mujer tenía razón. Era imposible no ver la casa de Ganesh. Tenía el único árbol de la aldea y parecía un poco mejor que la mayoría de las chozas.

El taxista tocó el claxon, y una mujer salió desde detrás de la casa. Era joven, alta pero delgada, e intentó atendernos al tiempo que espantaba unos pollos con una escoba de cocoye. Se quedó mirándonos un rato y después gritó:

—¡Oye, tú! —Después volvió a mirarnos fijamente y se puso el velo sobre la cabeza. Gritó otra vez—: ¡Eh, tú, hombre!, ¿es que no me oyes? ¡Venga, hombre!

De la casa salió una voz aflautada:

—¡Ya voy, hombre!

El taxista apagó el motor y oímos un arrastrar de trastos en la casa.

Por último salió un joven a la pequeña galería. Llevaba ropa normal, pantalones y camiseta, y no parecía especialmente santo. No llevaba ni dhoti, ni koortah ni turbante, como yo me esperaba. Me tranquilicé un poco al ver que tenía un libro grande entre las manos. Para mirarnos, tuvo que protegerse los ojos del resplandor del sol con la mano libre, y en cuanto nos vio bajó a todo correr los escalones de madera, cruzó el patio y le dijo a mi madre:

—Me alegro de verla. ¿Cómo van las cosas últimamente?

Con una actitud correcta, algo raro en él, el taxista contemplaba el bailoteo de las oleadas de calor que ascendían de la negra carretera, mientras mordisqueaba una cerilla.

Ganesh me vio y dijo:

—Vaya, vaya. Algo le pasa al chico.

E hizo unos ruidillos, todo triste.

Mi madre salió del taxi, se estiró el vestido y dijo:

—Ya sabe usted, baba, que estos chicos hoy en día se desmandan. A ver este chico.

Los tres me miraron: Ganesh, mi madre y el taxista.

Yo dije:

—¿Pero por qué me mira todo el mundo? ¿Es que tengo monos en la cara o algo?

—Mire este chico —dijo mi madre—. ¿Usted cree que vale para algún deporte?

Ganesh y el taxista negaron con la cabeza.

—Pues a ver la cruz que tengo yo —continuó mi madre—. Me viene el chico un día cojeando, y yo voy y le digo: «¿Qué te ha pasado que vas cojeando?» Y me contesta, todo valiente, como un hombre: «Que he estado jugando al fútbol», y yo le digo, digo: «Jugando a hacer el idiota, querrás decir.»

Ganesh le dijo al taxista:

—Ayúdeme a meter al chico en la casa.

Mientras me llevaban observé que alguien había intentado escarbar la tierra dura y polvorienta para plantar un jardincillo delante de la casa, pero ya no quedaba nada salvo los cascos de botellas rotos y unos cuantos tocones de hibisco rugosos.

Ganesh parecía lo único fresco de la aldea. Tenía los ojos de un negro muy oscuro, la piel amarillenta y estaba un poquito fofo.

Pero lo que vi en la choza de Ganesh me dejó atónito. En cuanto entramos, mi madre me guiñó un ojo, y vi que incluso al taxista le costaba trabajo no quedarse boquiabierto. Había centenares de libros, aquí, allá, por todas partes, desparramados sobre la mesa, amontonados en los rincones, por el suelo. Nunca había visto tantos libros en una casa.

—¿Cuántos libros hay aquí, pandit? —pregunté.

—La verdad, nunca los he contado —contestó Ganesh, y gritó—: ¡Leela!

La mujer de la escoba de cocoye apareció con tal rapidez que supuse que estaba esperando a que la llamaran.

—Leela —dijo Ganesh—, el chico quiere saber cuántos libros hay aquí.

—Vamos a ver —dijo Leela, y se ató la escoba a la cinturilla de la falda. Se puso a contar con los dedos de la mano izquierda—. Cuatrocientos de Everyman, doscientos de Penguin… seiscientos. Seiscientos, y con cien de Reader’s Library se nos pone en setecientos. Creo que con los demás habrá unos mil quinientos buenos libros.

El taxista silbó, y Ganesh sonrió.

—¿Son todos suyos, pandit? —pregunté.

—Es mi único vicio —contestó Ganesh—. Mi único vicio. No fumo. No bebo. Pero los libros, eso que no me falte. Y fíjate, voy todas las semanas a San Fernando a comprar más. ¿Cuántos libros compré la semana pasada, Leela?

—Pues mira, sólo tres —respondió Leela—. Pero son libros gordos, gordos de verdad. Entre quince y diecisiete centímetros en total.

—Diecisiete centímetros —dijo Ganesh.

—Sí, diecisiete centímetros —dijo Leela.

Supuse que Leela sería la mujer de Ganesh, porque añadió, fingiendo estar enfadada:

—Es para lo único que sirve. No paro de decirle que no me lea tanto. Pero no hay manera: se pasa la vida leyendo.

Ganesh soltó una breve carcajada e indicó a Leela y al taxista que salieran de la habitación. Hizo que me sentara en el suelo y se puso a palparme la pierna. Mi madre se quedó en un rincón, observando. De vez en cuando me daba un golpe en el pie; yo gritaba de dolor y él decía pensativo: «Hum.»

Intenté olvidar los golpes de Ganesh y me concentré en las paredes. Estaban cubiertas de citas religiosas, en hindi e inglés, y de estampas religiosas hindúes. Mi mirada se posó en un precioso dios de cuatro brazos, de pie en un loto abierto.

Cuando Ganesh acabó de reconocerme, se levantó y dijo:

—Al chico no le pasa nada, maharaní. Nada de nada. Es el problema con muchas personas que vienen a verme. En realidad no les pasa nada. Lo único que podría decir del chico es que tiene un poco de mala sangre. Nada más. Yo no puedo hacer nada.

Y se puso a mascullar un pareado en hindi mientras yo seguía tumbado en el suelo. Si yo hubiera sido más despierto, me habría fijado más, porque estoy convencido de que aquel hombre ya mostraba sus incipientes tendencias místicas.

Mi madre se acercó, me miró y preguntó a Ganesh en tono lastimero:

—¿Seguro que el chico no tiene nada? A mí me parece que tiene muy mala la pierna.

Ganesh dijo:

—A no preocuparse. Le voy a dar una cosa con lo que se pondrá mejor en un pispás. Lo hago yo mismo. Se lo dé tres veces al día.

—¿Antes o después de las comidas?

—¡Después, nunca! —advirtió Ganesh.

Mi madre se quedó satisfecha.

—Y también puede mezclar un poquito con la comida —añadió Ganesh—. Igual le vendría bien.

Tras ver tantos libros en la choza de Ganesh, yo estaba dispuesto a creer en él y bastante decidido a tomar la medicina. Y mi respeto por él aumentó cuando le dio un folleto a mi madre, diciendo:

—Se lo lleve. Se lo doy gratis aunque me costó mucho escribirlo e imprimirlo.

Yo dije:

—¿De verdad fue usted el que escribió este libro, pandit?

Sonrió y asintió.

Mientras nos alejábamos de la casa, dije:

—¿Sabes, mamá? Ojalá pudiera yo leer todos esos libros que tiene el pandit Ganesh.

Por eso me sentó mal y me sorprendió que, al cabo de dos semanas, mi madre dijera:

—¿Sabes qué? Que estoy por dejarte y que te cures tú solo. Con sólo haber ido a ver a Ganesh de buena fe, ahora estarías mejor y andarías.

Al final fui a un médico en St Vincent Street que le echó un vistazo a la pierna y dijo:

—Un absceso. Hay que rajar.

Y cobró diez dólares.

*

No llegué a leer el folleto de Ganesh, 101 preguntas y respuestas sobre la religión hindú, y aunque tenía que tomar aquel repugnante brebaje tres veces al día (me negué a que me lo pusieran en las comidas), no le guardaba rencor. Por el contrario; pensaba muchas veces, con interés y perplejidad, en aquel hombrecillo encerrado con mil quinientos libros en la calurosa y aburrida aldea de Fuente Grove.

—Trinidad está llena de locos —dije.

—Tú di lo que te dé la gana —espetó mi madre—. Pero Ganesh no es tan tonto como tú crees. Es la clase de hombre que en la India sería rishi. Llegará el día en que te sientas orgulloso de decirle a la gente que conociste a Ganesh. Así que a callar, que te voy a poner la venda.

*

Menos de un año después, Trinidad se despertó con la noticia en tercera página de The Trinidad Sentinel, en forma de anuncio a una columna con una fotografía de Ganesh y lo siguiente: Se rogaba a quienes estuvieran interesados que contestaran a Fuente Grove para recibir gratuitamente un folleto plegable e ilustrado con todos los detalles.

No creo que escribiera mucha gente para recibir más información sobre Ganesh. Estábamos acostumbrados a esa clase de anuncios, y el de Ganesh apenas llamó la atención. Ninguno de nosotros previó sus asombrosas consecuencias. Hasta más adelante, cuando Ganesh obtuvo una fama y una fortuna bien merecidas, la gente no lo recordó. Igual que yo.

*

1946 supuso el momento decisivo en la carrera de Ganesh, y como para destacar el acontecimiento, aquel mismo año publicó su autobiografía, Los años de culpa (Editorial Ganesh, S.A., Puerto España, 2,40 dólares). El libro, descrito como relato de misterio espiritual y como novela policíaco-metafísica, fue muy apreciado en América central y el Caribe. Sin embargo, Ganesh confesó que la autobiografía había sido un error, de modo que el mismo año de su publicación la retiró y liquidó la Editorial Ganesh. En el resto del mundo no conocen las primeras obras de Ganesh, y Trinidad se lo toma a mal. Estoy convencido de que, en cierto modo, la historia de Ganesh es la historia de nuestra época, y puede que haya personas que acojan con agrado este imperfecto relato sobre ese hombre llamado Ganesh Ramsumair, sanador, místico y, desde 1953, miembro de la Orden del Imperio Británico.

2. Discípulo y maestro

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Discípulo y maestro

Ganesh nunca estuvo realmente contento durante los cuatro años que pasó en el Queen’s Royal College. Fue allí cuando tenía casi quince años, y no estaba tan adelantado como el resto de los chicos de su edad. Siempre era el mayor de la clase, y algunos compañeros suyos eran tres o incluso cuatro años menores que él. Pero al menos tuvo la suerte de poder estudiar. Fue por pura casualidad que su padre contara con el dinero necesario para mandarle allí. El anciano llevaba años aferrándose a sus tristes dos hectáreas de tierra yerma cerca de Fourways con la esperanza de que las compañías petrolíferas excavaran un pozo en ellas, pero no pudo sobornar a los de las perforadoras, y tuvo que conformarse con un pozo limítrofe. Fue algo decepcionante e injusto, pero llegó a tiempo, y los derechos alcanzaron para mantener a Ganesh en Puerto España.

El señor Ramsumair formó gran alboroto con lo de enviar a su hijo al «colegio de la ciudad», y la semana antes de que comenzara el curso llevó a Ganesh por todo el distrito, presumiendo de él ante sus amigos y conocidos. Le puso un traje caqui y un salacot del mismo color, y muchos dijeron que el chico parecía un pequeño sahib. Las mujeres lloraron un poco y le pidieron a Ganesh que recordase a su difunta madre y que fuera bueno con su padre. Los hombres le pidieron que estudiara mucho y que ayudara a otras personas con sus conocimientos.

Padre e hijo salieron de Fourways aquel domingo y cogieron el autobús para Princes Town. El anciano llevaba la ropa para ir de visita: dhoti, koortah, gorro blanco y un paraguas colgado del brazo izquierdo. Cuando cogieron el tren en Princes Town se sentían importantes.

—Cuidadito con el traje —dijo el anciano en voz muy alta, y los que estaban a su lado lo oyeron—. Acuérdate de que vas al colegio de la ciudad.

Cuando llegaron a St Joseph, Ganesh empezó a sentir vergüenza. Su atuendo y sus ademanes ya no atraían miradas de respeto. La gente sonreía, y cuando se apearon en la terminal de Puerto España, una mujer se rió.

—Ya te dije que no me vistieras así —mintió Ganesh, casi sollozando.

—Anda y que se rían —replicó el anciano en hindi, y se pasó la palma de una mano por el poblado bigote gris—. Los borricos rebuznan por cualquier cosa.

«Borrico» era su insulto favorito, quizá porque el término en hindi es tan expresivo: gaddaha.

Fueron a todo correr a la casa de Dundonald Street donde iba a hospedarse Ganesh, y la señora Cooper, la casera, negra, alta y rolliza, se rió al verlos, pero dijo:

—El chico parece todo un caballerete.

—Es buena mujer —le dijo el anciano a Ganesh en hindi—. No te preocupes por la comida ni nada. Te cuidará bien.

Ganesh prefería no acordarse de lo que ocurrió al día siguiente, cuando le llevaron al colegio. Los chicos mayores se rieron, y aunque no llevaba el salacot caqui, se sentía incómodo con el traje. Y encima, la escenita en el despacho del director: su padre gesticulando con el gorro blanco y el paraguas; el director, inglés, paciente al principio, después firme y al final desesperado; el anciano encolerizado, murmurando «Gaddaha. Gaddaha».

*

Ganesh nunca dejó de sentirse torpón. Estaba tan avergonzado de su nombre indio que durante una temporada fue contando que en realidad se llamaba Gareth. Aquello le hizo un flaco servicio. Seguía vistiendo mal, no jugaba a nada, y en cuanto abría la boca se notaba que era un indio del campo. Nunca dejó de ser campesino. Seguía creyendo que leer con otra luz que no fuera la natural era malo para la vista, y en cuanto acababan las clases se iba corriendo a casa, en Dundonald Street, y se ponía a leer en la escalera de atrás. Se dormía con las gallinas y se despertaba antes del canto del gallo. «Ese Ramsumair es un auténtico empollón», decían riéndose los chicos, pero Ganesh nunca fue sino un estudiante mediocre.

Le aguardaba otra humillación. Cuando fue a casa en las primeras vacaciones escolares, su padre dijo, después de volver a presumir de él:

—Ya es hora de que el chico sea un auténtico brahmán.

La ceremonia de iniciación se celebró aquella misma semana. Le afeitaron la cabeza, le dieron un pequeño fardo de color azafrán y le dijeron: «Hale, y ahora a Benarés, a estudiar.»

Cogió el bordón y se alejó de Fourways a toda prisa.

Tal y como estaba previsto, Dookhie, el tendero, corrió tras él, llorando un poco y rogándole en inglés:

—No, muchacho, no. Que no te vayas a Benarés a estudiar.

Ganesh siguió andando.

—Pero, ¿qué le pasa a ese chico? —preguntaba la gente—. Se lo toma muy en serio.

Dookhie cogió a Ganesh por un hombro y le dijo:

—Ya está bien de tonterías, niño. Deja de hacer el idiota. ¿Qué te has creído, que me voy a pasar todo el día corriendo detrás de ti? ¿De verdad te crees que vas a llegar a Benarés? Eso está en la India, a ver si te enteras, y esto es Trinidad.

Le llevaron a casa. Pero el incidente tuvo su trascendencia.

Todavía estaba prácticamente calvo cuando volvió al colegio, y los chicos se rieron tanto que el director le llamó y le dijo:

—Ramsumair, está usted creando problemas en el colegio. Póngase algo en la cabeza.

De modo que Ganesh fue a clase con el salacot caqui hasta que le creció el pelo.

Había otro chico indio, Indarsingh, que vivía en la casa de Dundonald Street. También estaba en el Queen’s Royal College, y aunque era seis meses menor que Ganesh, iba tres clases por delante de él. Era un chico listo, y todos los que le conocían decían que iba a ser un hombre importante. A sus dieciséis años, Indarsingh pronunciaba largos discursos en los debates de la Sociedad Literaria, recitaba sus propios versos en los concursos de poesía y siempre ganaba los concursos de discursos improvisados. También practicaba todos los deportes, no muy bien, pero tenía condiciones de deportista y por eso los chicos le consideraban un ideal. Indarsingh convenció a Ganesh para que jugara al fútbol. Cuando Ganesh dejó al descubierto sus piernas, pálidas, amarillentas, un chico escupió con asco y exclamó: «¡Oye, tú, tus piernas no ven el sol!» Ganesh no volvió a jugar al fútbol, pero siguió siendo amigo de Indarsingh. A Indarsingh le resultaba útil. «Vente a dar un paseo por el Jardín Botánic

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