Llévame contigo

David Grossman

Fragmento

Un perro vuela por las calles y tras él corre un chaval. Una cuerda larga los une liándose entre las piernas de los transeúntes, que protestan furiosos mientras el chaval masculla una y otra vez «Perdón, perdón», y entre los perdones le grita al perro «¡Para! ¡Quieto!», hasta que una vez, para su vergüenza, se le escapa también «¡So!», aunque el perro sigue corriendo.

Avanza a una velocidad de vértigo y cruza calles tumultuosas saltándose los semáforos en rojo. Su pelaje dorado desaparece y reaparece ante los ojos del chaval entre las piernas de la gente como un código secreto. «Más despacio», grita el chaval, mientras piensa en que, si por lo menos supiera cómo se llama, lo llamaría por su nombre y entonces puede que el perro se detuviera o, por lo menos, aminorara la velocidad, a pesar de que en lo más hondo de su corazón presiente que también entonces el perro seguiría corriendo, que aunque la correa le estrangulara el pescuezo hasta prácticamente ahogarlo seguiría corriendo para llegar al lugar hacia el que galopa de esta manera enloquecida y al que ojalá ya lleguemos pronto para que me deje en paz de una vez.

Todo esto sucede en un mal momento. El chaval, Asaf, corre hacia delante, pero sus pensamientos se enredan muy lejos y muy atrás, no quiere pensarlos, tiene que concentrarse por completo en la carrera tras el perro, pero nota cómo los arrastra tras de sí como una ristra de cajas de latón repiqueteando; la lata del viaje de sus padres, por ejemplo. En ese momento se encontrarán sobre el océano, la primera vez en su vida que cogen un avión. ¿Por qué habrán tenido que viajar de un modo tan repentino? Y la estruendosa lata de su hermana mayor, en la que simplemente le da miedo pensar, porque de ahí no pueden venir más que desgracias; y hay todavía más latas, grandes y pequeñas, que entrechocan en su cerebro, y al final de la ristra gira la lata que arrastra tras de sí desde hace ya dos semanas, mientras su sonido metálico le repite machaconamente a gritos que tiene que enamorarse de una vez por todas de Dafi, porque ¿cuánto va a seguir esperando? Asaf sabe que tiene que detenerse un momento para organizar un poco esa enervante cola de latón, pero el perro tiene otros planes.

«A la porra», suspira Asaf, porque un momento antes de que se abriera la puerta y lo llamaran para ir a ver al perro, se encontraba muy cerca de la situación precisa y adecuada para enamorarse de ella, de Dafi. La verdad es que estaba realmente sintiendo cómo por fin lograba dominar ese punto que se le rebela en lo más profundo de las entrañas, cómo lograba aplastar esa voz lenta y silenciosa que siempre le susurra desde ahí, no es para ti, esta Dafi, lo único que anda buscando siempre es herir a los demás y burlarse de todos, especialmente de ti, ¿qué necesidad tienes tú de seguir con esta comedia tan estúpida, noche tras noche? Pero entonces, cuando casi había logrado acallar esa voz tan bravucona, se abrió la puerta de la habitación en la que se había pasado sentado la última semana todos los días de ocho a cuatro, y en el umbral apareció Abram Danoch, enjuto, moreno y atribulado, el subdirector del departamento de Sanidad Pública del Ayuntamiento y algo así como un amigo de su padre, además de ser quien le había arreglado el trabajo para todo el mes de agosto, y le dijo que dejara de holgazanear y que inmediatamente fuera con él abajo, a la perrera, porque por fin había un trabajo para él.

Danoch caminaba ligero y le explicaba algo acerca de un perro, pero Asaf no atendía, generalmente le tomaba unos minutos pasar de una situación a otra, y en ese momento se dejaba llevar por Danoch por los pasillos del Ayuntamiento, entre gentes que estaban allí para pagar los recibos del agua y los impuestos, o para delatar a los vecinos que habían construido una terraza sin tener los permisos en regla, y bajó tras él por la escalera de emergencia hasta el patio trasero mientras trataba de sentir en su interior si había logrado eliminar el último rastro de oposición hacia Dafi y qué diría esa noche Roí, que no hacía más que exigirle que dejara de una vez las dudas y que empezara a comportarse como un hombre. Ya desde lejos oyó aquellos ladridos insistentes y potentes y se sorprendió, porque normalmente los perros solían ladrar todos a la vez, hasta el punto de que el coro que formaban lo molestaba en su soñar, en el tercer piso, mientras que ahora solo ladraba uno. Danoch abrió una verja de tela metálica, se volvió y le dijo a Asaf algo que resultaba difícil de entender a causa de los ladridos, abrió una segunda verja de tela metálica también y, con un gesto de la mano, le ordenó entrar en el estrecho pasillo que quedaba entre las jaulas.

Resultaba imposible equivocarse. No se podía pensar que Danoch hubiera llevado allí a Asaf por otro perro. Habría allí unos ocho o nueve perros, cada uno encerrado en una jaula propia, pero en verdad, en aquel lugar se encontraba un solo perro que parecía haber absorbido en su interior a todos los demás, hasta dejarlos en silencio y algo conmocionados. No era especialmente grande, pero parecía tener un poder y una fuerza salvajes. Y sobre todo desesperación. Una desesperación como aquella no la había visto nunca Asaf en un perro. Una vez tras otra se lanzaba contra la red metálica de la jaula mientras toda la hilera de jaulas temblaba y zumbaba y él emitía una especie de potente sonido aterrador, entre aullido y rugido. Los demás perros permanecían de pie o tumbados, mirándolo en silencio aunque atónitos, incluso con reverencia, y Asaf experimentó una extraña sensación, algo parecido a como si hubiera visto ese comportamiento en un ser humano, se hubiera sentido en la obligación de acercarse enseguida a él para ayudarlo o se hubiera marchado de allí para que la persona pudiera quedarse a solas consigo misma.

En las breves pausas que ocurrían entre los ladridos y las embestidas contra las paredes de la jaula, Danoch habló en voz baja y con rapidez. Uno de los funcionarios había encontrado al perro anteayer correteando en pleno centro, junto a la plaza de Sión. El veterinario creyó, en un primer momento, que se trataba de un principio de rabia, pero no hay síntomas y, fuera de la suciedad y de unas pocas heridas superficiales, se encuentra en un estado general excelente. Asaf observó que Danoch mascullaba las palabras como si se las estuviera ocultando al perro, «Lleva ya cuarenta y ocho horas de esta manera», soltó Danoch con disimulo, «y todavía no se le han acabado las pilas. Menudo pedazo de bestia, ¿eh?», añadió, y se puso algo tenso cuando el perro le clavó la mirada por un momento, «no es un simple perro callejero».

«Pero ¿de quién es?, preguntó Asaf con reparo, porque el perro volvía a lanzarse contra la valla y los golpes sacudían la jaula. «Esa es precisamente la cuestión», gangueó Danoch, mientras se rascaba el pelo, «eso ya tendrás que averiguarlo tú.» «¿Cómo que yo?», se asustó Asaf, «¿dónde voy a encontrar yo al dueño?», pero Danoch le dijo que en el momento en que ese perro —y lo llamó kalb, como en árabe— se tranquilizara un poco, «se lo preguntaremos». Asaf lo miró sin entender y ento

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