PRESENTACIÓN
Este libro, sin duda, nunca habría existido si, en julio de 1967, en los periódicos de Caracas, un año después del terremoto que la había asolado, un joven de sesenta años no hubiese oído hablar de Albertine Sarrazin. Ese pequeño diamante negro, todo fulgor, risa y coraje, acababa de morir. Había adquirido celebridad en el mundo entero por haber publicado, en poco más de un año, tres libros, dos de ellos sobre sus fugas y sus prisiones.
Aquel hombre se llamaba Henri Charrière y regresaba de lejos. Del presidio, para ser exactos, de Cayena, donde «subiera» en 1933; un hombre del hampa, sí, pero por un crimen que no había cometido y condenado a cadena perpetua, es decir, hasta su muerte. Henri Charrière, alias Papillon —en otro tiempo— entre el hampa, nacido francés de una familia de maestros de escuela de Ardèche, en 1906, es venezolano. Porque este pueblo ha preferido su mirada y su palabra a sus antecedentes penales, y porque trece años de evasiones y de lucha para escapar al infierno del presidio perfilan más un porvenir que un pasado.
Así, pues, en julio de 1967, Charrière va a la librería francesa de Caracas y compra El astrágalo. En la faja del libro, una cifra: 123.000 ejemplares. Lo lee y, después, se dice sencillamente: «Es bueno, pero si la chavala, con su hueso roto, yendo de escondite en escondite, ha vendido 123.000 ejemplares, yo, con mis treinta años de aventuras, venderé tres veces más».
Razonamiento lógico, pero de lo más peligroso y que, después del éxito de Albertine, abarrota las mesas de los editores de miles de manuscritos sin esperanzas. Pues la aventura, la desgracia, la injusticia más extremosas no hacen forzosamente un buen libro. Es necesario también saberlos escribir, es decir, tener ese don injusto que hace que un lector vea, sienta, viva, como si estuviera allí, todo cuanto ha visto, sentido, vivido el escritor.
Y, en eso, Charrière tiene una gran suerte. Ni una sola vez ha pensado en escribir una línea de sus aventuras: es un hombre de acción, de vida, de celo, una generosa tempestad de mirada maliciosa, de voz meridional, cálida y ligeramente ronca, que puede ser escuchada durante horas, pues narra como nadie, es decir, como todos los grandes narradores. Y el milagro se produce: horro de todo contacto y de toda ambición literarios (me escribirá: «Le mando mis aventuras, hágalas escribir por alguien del oficio»), lo que escribe es «tal como os lo cuenta», se ve, se siente, se vive, y si por casualidad se quiere parar al final de una página, cuando él está contando que va al retrete (lugar de múltiple y considerable papel en el presidio), se está obligado a volver la página, porque ya no es él quien va allí, sino uno mismo.
Tres días después de haber leído El astrágalo, escribe los dos primeros cuadernos de un tirón, cuadernos de colegial, con espiral. Tras haber recogido dos o tres opiniones sobre esa nueva aventura, quizá más asombrosa que todas las demás, emprende la continuación a principios de 1968. En dos meses termina los trece cuadernos.
Y al igual que pasó con Albertine, su manuscrito me llega por correo, en septiembre. Tres semanas después, Charrière estaba en París. Con Jean-Jacques Pauvert, yo había lanzado a Albertine: Charrière me confía su libro.
Este libro, escrito al filo aún candente del recuerdo, copiado por entusiastas, versátiles y no siempre muy francesas mecanógrafas, como quien dice no lo he tocado. No he hecho más que enmendar la puntuación, transformar ciertos hispanismos demasiado oscuros, corregir ciertas confusiones de sentido y ciertas inversiones debidas a la práctica cotidiana, en Caracas, de tres o cuatro lenguas aprendidas de oído.
En cuanto a la autenticidad, doy fe sobre el fondo. Por dos veces, ha venido Charrière a París y hemos hablado extensamente. Durante días, y algunas noches también. Es evidente que, treinta años después, ciertos detalles pueden haberse difuminado, modificado por la memoria. Carecen de importancia. En cuanto al fondo, basta con remitirse a la obra del profesor Devèze, Cayenne (Julliard, col. Archives, 1965), para comprobar enseguida que Charrière no ha exagerado un ápice sobre las costumbres del presidio ni sobre su horror. Muy al contrario.
Por principio, hemos cambiado todos los nombres de los presidiarios, vigilantes y comandantes de la Administración penitenciaria, pues el propósito de este libro no es atacar a personas, sino fijar tipos y un mundo. Lo mismo vale respecto a las fechas: algunas son exactas, otras indican épocas. Es suficiente. Pues Charrière no ha querido escribir un libro de historiador, sino relatar, tal como lo ha vivido directamente con dureza, con fe, lo que se antoja como la extraordinaria epopeya de un hombre que no acepta lo que puede haber de desmesurado hasta el exceso, entre la comprensiva defensa de una sociedad contra sus hampones y una represión indigna, hablando con propiedad, de una nación civilizada.
Quiero dar las gracias a Jean-François Revel quien, entusiasmado por este texto del que fue uno de los primeros lectores, se ha dignado decir el porqué de la relación que, según él, guarda con la literatura de ayer y de hoy.
JEAN-PIERRE CASTELNAU
PRIMER CUADERNO
EL CAMINO DE LA PODREDUMBRE
AUDIENCIA DE LO CRIMINAL
La bofetada fue tan fuerte, que solo he podido recobrarme de ella al cabo de trece años. En efecto, no era un guantazo corriente, y, para sacudírmelo, se habían juntado muchas personas.
Estamos a 26 de octubre de 1931. A las ocho de la mañana, me sacan de la celda que ocupo en la Conciergerie desde hace un año. Voy recién afeitado, bien vestido; mi traje impecablemente cortado me da un aspecto elegante; camisa blanca y corbata de lazo de color azul claro, que da la última pincelada al conjunto.
Tengo veinticinco años y aparento veinte. Los gendarmes, un poco frenados por mi aspecto de gentleman, me tratan con cortesía. Hasta me han quitado las esposas. Estamos los seis, cinco gendarmes y yo, sentados en dos bancos en una sala desmantelada. Fuera, la luz es gris. Frente a nosotros, una puerta que debe comunicar, seguramente, con la sala de audiencia, pues estamos en el Palacio de Justicia del Sena, en París.
Dentro de unos instantes, seré acusado de asesinato. Mi defensor, Raymond Hubert, ha venido a saludarme: «No existe ninguna prueba seria contra usted, tengo confianza, nos absolverán». Me sonrío de este «nos». Diríase que también él, el abogado Hubert, comparece en la Audiencia como inculpado, y que si hay condena, también él habrá de cumplirla.
Un ujier abre la puerta y nos invita a pasar. Por las dos grandes hojas abiertas de par en par, encuadrado por cuatro gendarmes y el brigada al lado, hago mi entrada en una sala inmensa. Para sacudírmela, la bofetada, lo han revestido todo de rojo sangre: alfombra, cortinas de los ventanales y hasta las togas de los magistrados que, dentro de poco, me juzgarán.
—¡El Tribunal!
Por una puerta, a la derecha, aparecen uno detrás de otro seis hombres. El presidente y, luego, cinco magistrados, tocados con el birrete. El presidente se para frente a la silla del centro; a derecha e izquierda, se sitúan sus asesores.
Un silencio impresionante reina en la sala, donde todo el mundo se ha puesto en pie, incluso yo. El Tribunal se sienta, y con él todo el mundo.
El presidente, de mofletes rosados y aspecto austero, me mira en los ojos sin expresar ningún sentimiento. Se llama Bevin. Más adelante, dirigirá los informes con imparcialidad y, con su actitud, hará comprender a todo el mundo que, magistrado de carrera, él no está muy convencido de la sinceridad de testigos y policías. No, él no tendrá ninguna responsabilidad en la bofetada, él se limitará a servírmela.
El fiscal es el magistrado Pradel. Es muy temido por todos los abogados colegiados. Tiene la triste reputación de ser el principal proveedor de la guillotina y de las penitenciarías de Francia y de ultramar.
Pradel representa a la vindicta pública. Es el acusador oficial, no tiene nada de humano. Representa a la Ley, la Balanza; él es quien la maneja y hará todo lo que pueda para que se incline de su lado. Tiene ojos de gavilán, baja un poco los párpados y me mira intensamente, desde toda su altura. En primer lugar, desde la altura de la tarima, que le sitúa más arriba que yo y, luego, la de su propia estatura, metro ochenta al menos, que lleva con arrogancia. No se quita la muceta colorada, pero deja el birrete delante de él. Se apoya con sus dos manos grandes como palas. Una sortija de oro indica que está casado y, en el meñique, por anillo, lleva un clavo de herradura muy pulimentado.
Se inclina un poco hacia mí, como para dominarme mejor. Parece que quiera decirme: «Muchacho, si crees que vas a escaparte de mí, estás equivocado. No se nota que mis manos sean garras, pero los zarpazos que te despedazarán están prestos dentro de mí. Y si soy temido por todos los abogados, y cotizado en la magistratura como un fiscal peligroso, es porque jamás dejo escapar a mi presa.
»No tengo por qué saber si eres culpable o inocente, tan solo debo hacer uso de todo cuanto tengo en contra de ti: tu vida bohemia en Montmartre, los testimonios provocados por la policía y las declaraciones de los propios policías. Con esa balumba asquerosa acumulada por el juez de instrucción, debo transformarte en un hombre suficientemente repelente para que el jurado te haga desaparecer de la sociedad.»
En verdad, me parece oírle decir, con mucha claridad, a menos que esté soñando, pues me ha impresionado muy de veras ese «devorador de hombres»:
«Ríndete, acusado; sobre todo, no trates de defenderte: te conduciré al “camino de la podredumbre”. Supongo que no esperarás nada del jurado, ¿verdad? No te hagas ilusiones. Esos doce hombres no saben nada de la vida.
»Míralos, alineados frente a ti. ¿Los ves bien, a esos doce enchufados, traídos a París de un lejano pueblo de provincias? Son pequeños burgueses, jubilados, comerciantes. No es necesario que te los describa. Supongo que tampoco tendrás la pretensión de que comprendan tus veinticinco años y la vida que llevas en Montmartre... Para ellos, Pigalle y place Blanche es el Infierno, y todas las gentes que llevan una vida nocturna son enemigos de la sociedad. Todos están más que orgullosos de pertenecer al jurado de la Audiencia del Sena. Además, sufren, te lo aseguro, de su postura de pequeño burgués envarado.
»Y llegas tú, joven y guapo. Comprenderás que no me andaré con chiquitas para describirte como un donjuán de las noches de Montmartre. Así, de salida, convertiré a ese jurado en un enemigo tuyo. Vistes demasiado bien, hubieses debido venir con ropas humildes. En eso, te has equivocado grandemente de táctica. ¿No ves que envidian tu traje? Ellos se visten en La Samaritaine y nunca, ni en sueños, les ha vestido un sastre.»
Son las diez y ya estamos listos para abrir la sesión. Ante mí, están seis magistrados, entre ellos un fiscal agresivo que pondrá a contribución todo su poder maquiavélico, toda su inteligencia, en convencer a esos doce tipos de que, ante todo, soy culpable, y de que tan solo el presidio o la guillotina pueden ser el veredicto del día.
Van a juzgarme por el asesinato de un chulo, chivato del hampa de Montmartre. No hay ninguna prueba, pero la bofia —que gana galones cada vez que descubre al autor de un delito— sostendrá que el culpable soy yo. A falta de pruebas, dirá que posee informaciones «confidenciales» que no dejan lugar a dudas. Un testigo preparado por ellos, verdadero disco registrado en el 36 del Quai des Orfèvres, llamado Polein, será la pieza de convicción más eficaz de la acusación. Como sigo manteniendo que no le conozco, llega un momento en que el presidente, con mucha imparcialidad, me pregunta:
—Dice usted que ese testigo miente. Bien. Pero ¿por qué habría de mentir?
—Señor presidente, si paso noches en blanco desde que me detuvieron, no es por el remordimiento de haber asesinado a Roland le Petit, puesto que no fui yo. Precisamente lo que busco es el motivo que ha impulsado a ese testigo a ensañarse conmigo de semejante modo y a aportar, cada vez que la acusación se debilita, nuevos elementos para fortalecerla. He llegado a la conclusión, señor presidente, de que los policías le han pillado cometiendo un delito importante y han hecho un trato con él: haremos la vista gorda, a condición de que declares contra Papillon.
No creí haber atinado tanto. El Polein, presentado en la Audiencia como un hombre honrado y sin antecedentes penales, fue detenido algunos años después y condenado por tráfico de cocaína.
El abogado Hubert intenta defenderme, pero no tiene la talla del fiscal. Solo el abogado Bouffay logra, con su vehemente indignación, poner en dificultad algunos instantes al fiscal. Mas, ¡ay!, por poco rato, y la habilidad de Pradel no tarda en ganar ese duelo. Por si esto fuera poco, lisonjea a los miembros del jurado, orondos de orgullo al verse tratados como iguales y colaboradores por tan impresionante personaje.
A las once de la noche, la partida de ajedrez ha terminado. Mis defensores han quedado en posesión de jaque mate. Y yo, que soy inocente, condenado.
La sociedad francesa, representada por el fiscal Pradel, acaba de eliminar para toda la vida a un joven de veinticinco años. ¡Y nada de rebajas, por favor! El plato fuerte me es servido por la voz sin timbre del presidente Bevin.
—Levántese el acusado.
Me levanto. En la sala reina un silencio total, se han cortado las respiraciones, mi corazón late ligeramente más deprisa. Los miembros del jurado me miran o bajan la cabeza; parecen avergonzados.
—Acusado, el jurado ha contestado «sí» a todas las preguntas salvo a una, la de premeditación; por lo tanto, es usted condenado a cumplir una condena de trabajos forzados a perpetuidad. ¿Tiene algo que alegar?
No he rechistado, mi actitud es normal, tan solo aprieto un poco más la barandilla del box en la que me apoyo.
—Sí, señor presidente; debo decir que soy inocente y víctima de una maquinación policíaca.
Del rincón de las mujeres elegantes, invitadas de postín que están sentadas detrás del Tribunal, me llega un murmullo. Sin gritar, les digo:
—Silencio, mujeres con perlas que venís aquí a gustar de emociones insanas. La farsa ha terminado. Un asesinato ha sido solucionado felizmente por vuestra policía y vuestra justicia, ¡podéis estar satisfechas!
—Guardias —dice el presidente—, llévense al condenado.
Antes de desaparecer, oigo una voz que grita:
—No te apures, querido, iré a buscarte allá.
Es mi buena y noble Nénette que grita su amor. Los hombres del hampa que están en la sala aplauden. Ellos saben a qué atenerse sobre aquel homicidio, y de este modo me manifiestan que están orgullosos de que no haya cantado de plano ni denunciado a nadie.
De vuelta a la salita donde estuvimos antes de abrirse la sesión, los gendarmes me ponen las esposas y uno de ellos se sujeta a mí con una cadenilla, mi muñeca derecha unida a su muñeca izquierda. Ni una palabra. Pido un cigarrillo. El brigada me alarga uno y lo enciende. Cada vez que me lo quito o me lo llevo a la boca, el gendarme tiene que levantar el brazo o bajarlo para acompañar mi movimiento.
Fumo de pie casi tres cuartos del cigarrillo. Nadie dice nada. Soy yo quien, mirando al brigada, le digo:
—Andando.
Tras haber bajado las escaleras, escoltado por una docena de gendarmes, llego al patio interior del Palacio de Justicia. El coche celular que nos espera está ahí. No es celular, nos sentamos en bancos, somos unos diez, aproximadamente. El brigada dice:
—A la Conciergerie.
LA CONCIERGERIE
Cuando llegamos al último castillo de María Antonieta, los gendarmes me entregan al oficial de prisiones, quien firma un papel, el comprobante. Se van sin decir palabra, pero, antes, asombrosamente, el brigada me estrecha las dos manos esposadas.
El oficial de prisiones me pregunta:
—¿Cuánto te han endiñado?
—Cadena perpetua.
—¿De veras?
Mira a los gendarmes y comprende que es la pura verdad. Este carcelero de cincuenta años que ha visto tantas cosas y conoce muy bien mi caso, tiene para mí estas reconfortantes palabras:
—¡Ah, los muy canallas! ¡Están chalados!
Me quita las esposas con suavidad y tiene la gentileza de acompañarme personalmente a una celda acolchada, habilitada ex profeso para los condenados a muerte; los locos, los muy peligrosos o los destinados a trabajos forzados.
—Animo, Papillon —me dice al cerrarme la puerta—. Ahora, te traerán algunas prendas tuyas y la comida que tienes en la otra celda. ¡Ánimo!
—Gracias, jefe. Puede creerme, estoy animado y espero que la cadena perpetua se les atragante.
Unos minutos después, rascan en la puerta.
—¿Qué pasa?
Una voz me contesta:
—Nada. Soy yo, que clavo un letrero.
—¿Para qué? ¿Qué dice?
—«Trabajos forzados a perpetuidad. Vigilancia estrecha.»
Pienso: «Están majaretas perdidos. ¿Acaso creen que la montaña que me ha caído encima puede trastornarme hasta el punto de inducirme al suicidio? Soy y seré valiente. Lucharé con y contra todos. A partir de mañana, actuaré».
Por la mañana, tomando café, me pregunté: «¿Voy a apelar? ¿Para qué? ¿Tendré más suerte ante otro tribunal? ¿Cuánto tiempo perderé en ello? Un año, quizá dieciocho meses... Y, para qué: ¿para tener veinte años en vez de la perpetua?».
Como he tomado la decisión de evadirme, la cantidad no cuenta y me viene a la mente la frase de un condenado que pregunta al presidente de la Audiencia: «Señor, ¿cuánto duran los trabajos forzados a perpetuidad en Francia?».
Doy vueltas en torno a mi celda. He mandado un telegrama a mi mujer para consolarla y otro a mi hermana, quien ha tratado de defender a su hermano, sola contra todos.
Se acabó, el telón ha bajado. Los míos deben de sufrir más que yo, y a mi pobre padre, en el corazón de su provincia, debe de hacérsele muy cuesta arriba llevar una cruz tan pesada.
Me sobresalto: pero ¡si soy inocente! Lo soy, pero ¿para quién? Sí, ¿para quién lo soy? Me digo: «Sobre todo, no pierdas el tiempo diciendo que eres inocente, se reirían demasiado de ti. Pagarla a perpetuidad por un chulo de putas y encima decir que fue otro quien se lo cargó, sería demasiado gracioso. Lo mejor es achantarse».
Como nunca, durante mi detención previa, tanto en la Santé como en la Conciergerie, había pensado en la eventualidad de recibir una condena tan grave, nunca tampoco me había preocupado antes de saber lo que podía ser el «camino de la podredumbre».
Bien. Primera cosa que hay que hacer: tomar contacto con hombres condenados ya, susceptibles en lo por venir de ser compañeros de evasión.
Escojo a un marsellés, Dega. En la barbería, seguramente, le veré. Va todos los días a que le afeiten. Pido ir. En efecto, cuando llego, le veo arrimado a la pared. Le percibo en el momento justo en que hace pasar subrepticiamente a otro antes que él para poder esperar más tiempo su turno. Me pongo directamente a su lado apartando a otro. Le suelto de sopetón:
—Hola, Dega, ¿qué tal te va?
—Bien, Papi. Tengo quince años, ¿y tú? Me han dicho que te habían cascado.
—Sí, a perpetuidad.
—¿Apelarás?
—No. Lo que hace falta es comer bien y hacer cultura física. Procura estar fuerte, Dega, pues, seguramente, necesitaremos tener buenos músculos. ¿Vas cargado?
—Sí, tengo diez «sacos»[1] en libras esterlinas. ¿Y tú?
—No.
—Un buen consejo: cárgate pronto. ¿Es Hubert tu abogado? Es un bobo, nunca te traerá el estuche. Manda a tu mujer con el estuche cargado a casa de Dante. Que se lo entregue a Dominique el Rico y te garantizo que te llegará.
—Chitón, el guardián nos mira.
—¿Qué? ¿Se aprovecha la ocasión para charlar? —nos suelta.
—¡Oh! De nada importante —responde Dega—. Me dice que está enfermo.
—¿Qué tiene? ¿Una indigestión de tribunal?
Y aquel memo de guardián suelta una carcajada.
Es así la vida. El «camino de la podredumbre», ya estoy en él. Se ríen a carcajadas, guaseándose de un chaval de veinticinco años condenado para toda su existencia.
He recibido el estuche. Es un tubo de aluminio, maravillosamente pulido, que se abre desenroscándolo por la mitad. Tiene una parte macho y una parte hembra. Contiene cinco mil quinientos francos en billetes nuevos. Cuando me lo entregan, beso ese trozo de tubo de seis centímetros de longitud, grueso como el pulgar; sí, lo beso antes de metérmelo en el ano. Respiro hondo para que me suba hasta el colon. Es mi caja de caudales. Pueden dejarme en pelotas, hacerme separar las piernas, hacerme toser, doblarme, que no podrán saber si tengo algo. Ha subido muy arriba en el intestino grueso. Forma parte de mí mismo. Es mi vida, mi libertad lo que llevo dentro de mí... el camino de la venganza. ¡Porque pienso vengarme! Es más, solo pienso en eso.
Afuera, es de noche. Estoy solo en esta celda. Una gran bombilla en el techo permite al guardián verme por la mirilla de la puerta. Esa luz potente me deslumbra. Me pongo el pañuelo doblado sobre los ojos, pues la verdad es que me los lastima. Estoy tumbado sobre un colchón, en una cama de hierro, sin almohada, y paso revista a todos los detalles del horrible proceso.
Llegado a este punto, para que pueda comprenderse la continuación de este largo relato, para que se comprendan las bases que me servirán para perseverar en mi lucha, quizá es menester que sea un poco prolijo y cuente todo lo que me vino y realmente vi en mi mente los primeros días que estuve enterrado vivo:
¿Cómo me las apañaré, una vez me haya evadido? Pues ahora que tengo el estuche, no dudo ni un instante que me evadiré.
En primer lugar, vuelvo cuanto antes a París. Mi primera víctima: ese falso testigo de Polein. Luego, los dos polizontes que llevaron el asunto. Pero con dos polizontes no basta, es con todos los polizontes que debo habérmelas. Al menos, con cuantos más mejor. ¡Ah!, ya sé. Una vez en libertad, vuelvo a París. En un baúl meteré todos los explosivos que pueda. No sé cuántos exactamente: diez, quince, veinte kilos. Y trato de calcular qué cantidad de explosivos serían necesarios para hacer muchas víctimas.
¿Dinamita? No, la chedita es mejor. ¿Y por qué no nitroglicerina? Bueno, conforme, pediré consejo a los que, allá, saben más que yo. Pero lo que es la bofia, pueden creerme, echaré el resto e irán servidos.
Sigo con los ojos cerrados y el pañuelo sobre los párpados para comprimirlos. Veo claramente el baúl, de apariencia inofensiva, repleto de explosivos, y el despertador, puesto en hora, que accionará el fulminante. Cuidado, tiene que estallar a las diez de la mañana, en la sala de información de la Policía Judicial, Quai des Orfèvres, 36, primer piso. A esta hora, hay por lo menos ciento cincuenta polis reunidos para recibir órdenes y escuchar el parte. ¿Cuántos peldaños hay que subir? No debo equivocarme.
Habrá que cronometrar el tiempo exacto para que el baúl llegue desde la calle a su destino en el mismo segundo que debe hacer explosión. ¿Y quién llevará el baúl? Veamos, hago gala de mi mejor tupé. Llego en taxi y me detengo frente a la puerta de la Policía Judicial, y a los dos polizontes de guardia les digo con voz autoritaria: «Súbanme este baúl a la sala de información; yo los seguiré. Digan al comisario Dupont que esto lo manda el inspector-jefe Dubois y que enseguida subo».
Pero ¿obedecerán? ¿Y si, por casualidad, en aquella caterva de imbéciles, topo con los dos únicos tipos inteligentes de la corporación? Entonces, fallaría el golpe. Tendré que dar con otra cosa. Y busco, busco. En mi mente, no puedo admitir que no logre encontrar un medio seguro al cien por cien. Me levanto para beber un poco de agua. De tanto pensar, la cabeza me duele.
Me acuesto de nuevo, sin la venda. Los minutos transcurren lentamente. Y esa luz, esa luz, ¡Dios de Dios! Mojo el pañuelo y me lo pongo otra vez. El agua fresca me hace bien y, debido al peso del agua, el pañuelo se pega mejor a mis párpados. En adelante, siempre usaré ese medio.
Estas largas horas en que bosquejo mi futura venganza son tan penetrantes que me veo obrando exactamente como si el proyecto estuviese en vías de ejecución. Cada noche y hasta parte del día, viajo por París, como si mi evasión fuese cosa hecha. Es seguro, me evadiré y volveré a París. Y, por supuesto, antes que nada, lo primero que haré será presentar la cuenta a Polein y, luego, a los polis. ¿Y los del jurado? Esos memos, ¿seguirán viviendo tranquilos? Deben de estar ya en sus casas, esos carcamales, muy satisfechos de haber cumplido con su Deber, con mayúscula. Llenos de importancia, henchidos de orgullo ante sus vecinos y la parienta que les espera, desgreñada, para comer la sopa.
Bien. Los jurados, ¿qué he de hacer con ellos? Nada. Son unos pobres memos. No están preparados para ser jueces. Si es un gendarme jubilado o un aduanero, reacciona como un gendarme o como un aduanero. Y si es lechero, como un carbonero cualquiera. Han seguido la tesis del fiscal, quien no ha tenido dificultad para metérselos en el bolsillo. Verdaderamente, no son responsables. Así, pues, está decidido, juzgado y arreglado: no les haré ningún daño.
Al escribir todos estos pensamientos que tuve hace ya muchos años y que acuden agolpados, asaltándome con tremenda claridad, me pregunto hasta qué punto el silencio absoluto, el aislamiento completo, total, infligido a un hombre joven, encerrado en una celda, puede provocar, antes de convertirse en locura, una verdadera vida imaginativa. Tan intensa, tan viva, que el hombre, literalmente, se desdobla. Echa a volar y, en verdad, vagabundea donde le viene en gana. Su casa, su padre, su madre, su familia, su infancia, las diferentes etapas de su vida. Además, y sobre todo, los castillos en el aire que su fecundo cerebro inventa, que él inventa con una imaginación tan increíblemente viva que, en ese formidable desdoblamiento, llega a creer que está viviendo todo lo que está soñando.
Han pasado treinta y seis años y, sin embargo, mi pluma corre para describir lo que realmente pensé en aquella época de mi vida sin el menor esfuerzo de memoria.
No, no les haré ningún daño a los jurados. Pero ¿y al fiscal? ¡Ah! Ese no debe escapárseme. Para él, además, tengo una receta a punto, dada por Alejandro Dumas. Obrar exactamente como en El conde de Montecristo, con el tipo al que metieron en la cueva y al que hacían morir de hambre.
Ese magistrado sí es responsable. Ese buitre entarascado de rojo se merece una muerte de las más horribles. Sí, eso es, después de Polein y sus polizontes, me ocuparé exclusivamente de esa ave de rapiña. Alquilaré un chalet. Deberá tener una cueva muy profunda, con muros gruesos y una puerta muy pesada. Si la puerta no es lo bastante gruesa, yo mismo la cerraré herméticamente con un colchón y estopa. Cuando tenga el chalet, le localizo y le rapto. Como previamente ya habré fijado unas anillas en la pared, le encadeno enseguida nada más llegar. Entonces ¡vaya panzada me voy a dar!
Estoy delante de él. Le veo con una extraña precisión bajo mis párpados cerrados. Sí, le miro del mismo modo que me miraba él en la Audiencia. La escena es clara y nítida, hasta tal punto que noto el calor de su aliento en mi rostro, pues estoy muy cerca de él, cara a cara, casi nos tocamos.
Sus ojos de gavilán están deslumbrados y asustados por la luz de una lámpara muy potente que dirijo hacia él. Suda gordas gotas que resbalan sobre su rostro congestionado. Sí, oigo mis preguntas, escucho sus respuestas. Vivo intensamente ese momento.
—Canalla, ¿me reconoces? Soy yo, Papillon, a quien mandaste tan alegremente, para siempre, a trabajos forzados. ¿Crees que merecía la pena haber empollado tantos años para llegar a ser un hombre superiormente instruido, haberte pasado las noches en blanco sobre los códigos romanos y demás; haber aprendido latín y griego, sacrificado años de juventud para ser un gran orador? ¿Para llegar a qué, so memo? ¿Para crear una nueva y buena ley social? ¿Para convencer a las gentes que la paz es lo mejor del mundo? ¿Para predicar una filosofía de una maravillosa religión? ¿O, sencillamente, para influir en los demás con la superioridad de tu preparación universitaria, para que sean mejores o dejen de ser malvados? Dime, ¿has empleado tu saber en salvar hombres o en ahogarlos?
»Nada de eso. Solo te mueve una aspiración. Subir y subir. Subir los peldaños de tu asquerosa carrera. La gloria, para ti, es ser el mejor proveedor del presidio, el abastecedor desenfrenado del verdugo y de la guillotina.
»Si Deibler[2] fuese un poco agradecido, debería mandarte cada fin de año una caja del mejor champán. ¿Acaso no es gracias a ti, so cerdo, que ha podido cortar cinco o seis cabezas más, este año? De todas formas, ahora soy yo quien te tiene aquí, encadenado a esa pared, muy sólidamente. Vuelvo a ver tu sonrisa, sí, veo la expresión triunfal que tuviste cuando leyeron mi sentencia tras tus conclusiones definitivas. Me hace el efecto de que fue tan solo ayer y, sin embargo, hace años. ¿Cuántos años? ¿Diez años? ¿Veinte años?
Pero ¿qué me pasa? ¿Por qué diez años? ¿Por qué veinte años? Pálpate, Papillon, estás fuerte, eres joven y en tu vientre tienes cinco mil quinientos francos. Dos años, sí, cumpliré dos años de la cadena perpetua, no más, lo juro.
¡Vaya, hombre! ¡Te estás volviendo tonto, Papillon! Esta celda, este silencio te llevan a la locura. No tengo cigarrillos. Me fumé el último ayer. Voy a caminar un poco. Al fin y al cabo, no necesito tener los ojos cerrados ni el pañuelo sobre los ojos para seguir viendo lo que ocurrirá. Así, pues, me levanto. La celda tiene cuatro metros de largo, es decir, cinco pasitos, desde la puerta hasta la pared. Empiezo a andar, con las manos a la espalda. Y prosigo:
—Bueno. Como te iba diciendo, veo de nuevo muy claramente tu sonrisa triunfal. Pues bien, ¡te la voy a transformar en rictus! Tú tienes una ventaja sobre mí: yo no podía gritar, pero tú sí. Grita, grita todo lo que quieras, tan fuerte como puedas. ¿Que qué voy a hacerte? ¿La receta de Dumas? No, no es suficiente. En primer lugar, te arranco los ojos. ¿Eh? Parece que vuelves a creerte victorioso, piensas que si te arranco los ojos por lo menos tendrás la ventaja de no verme y, por otro lado, también yo me veré privado del placer de leer tus reacciones en tus pupilas. Sí, tienes razón, no debo arrancártelos, por lo menos enseguida. Lo dejaremos para más tarde.
»Te voy a cortar la lengua, esa lengua tan terrible, cortante como un cuchillo, no, más que un cuchillo, ¡como una navaja de afeitar! Esa lengua prostituida para tu gloriosa carrera. La misma lengua que dice palabras tiernas a tu mujer, a tus chicos y a tu amante. ¿Una amante, tú? Un amante, más bien, eso es. No puedes ser sino un pederasta pasivo y abúlico. En efecto, he de empezar por eliminarte la lengua, pues, después de tu cerebro, es la principal ejecutora. Gracias a ella, como sabes manejarla tan bien, has convencido al jurado de que conteste “sí” a las preguntas que se le han hecho.
»Gracias a ella, has presentado a la bofia como gente honesta, sacrificada a su deber; gracias a ella, se aguantaba la fulastre historia del testigo. Gracias a ella, a los ojos de los doce enchufados, yo era el hombre más peligroso de París. Si no hubieses tenido esa lengua tan astuta, tan hábil, tan convincente, tan adiestrada en deformar a las personas, los hechos y las cosas, yo aún estaría sentado en la terraza del Grand Café de la place Blanche, de donde no hubiese debido moverme nunca. Así es que, seguro, te voy a arrancar la lengua. Pero ¿con qué instrumento?
Camino, camino, la cabeza me da vueltas, pero sigo cara a cara con él... cuando, de pronto, la luz se apaga y un resplandor muy débil consigue infiltrarse en mi celda a través de las tablas de la ventana.
¿Cómo? ¿Ya es de día? ¿He pasado la noche vengándome? ¡Qué hermosas horas acabo de pasar! Esa noche tan larga, ¡que corta ha sido!
Escucho, sentado en la cama. Nada. El más absoluto silencio. De vez en cuando, un leve «tic» en la puerta. Es el vigilante que, calzado con zapatillas para no hacer ruido, viene a pegar el ojo en la mirilla que le permite verme sin que yo le perciba.
La máquina concebida por la República francesa ha llegado a su segunda etapa. Funciona de maravilla puesto que, durante la primera, ha eliminado a un hombre que podía causarle molestias. Pero no basta. Ese hombre no debe morir demasiado deprisa, no debe escapársele por un suicidio. Se tiene necesidad de él. ¿Qué harían en la Administración penitenciaria si no hubiese presos? El ridículo. Así, pues, vigilémosle. Es menester que vaya a presidio, donde servirá para hacer que vivan otros funcionarios. El «tic» se oye de nuevo. Me sonrío.
No te hagas mala sangre, cascaciruelas, que no me escaparé de ti. Por lo menos, no de la forma que temes: el suicidio.
Solo pido una cosa, seguir viviendo con la mayor salud posible y salir cuanto antes hacia esa Guayana francesa donde, gracias a Dios, cometéis la imbecilidad de enviarme.
Sé que tus colegas, amigo vigilante de prisión que produces ese «tic» a cada instante, no son unos monaguillos. Tú eres un abuelito, al lado de los guardianes de allá. Lo sé desde hace mucho tiempo, pues Napoleón, cuando fundó el presidio y le preguntaron: «¿Por quién haréis vigilar a esos bandidos?», respondió: «Por quienes son más bandidos que ellos». Posteriormente, pude comprobar que el fundador del presidio no había mentido.
Tris, tras, una ventanilla de veinte por veinte centímetros se abre en la mitad de mi puerta. Me alargan el café y un pan de setecientos cincuenta gramos. Como estoy condenado, ya no tengo derecho al restaurante, pero, pagando, puedo comprar cigarrillos y algunos víveres en una modesta cantina. Unos cuantos días más y, luego, ya no habrá nada: La Conciergerie es la antesala de la reclusión. Fumo con deleite un Lucky Strike, a seis francos sesenta el paquete. He comprado dos. Me gasto el peculio porque me lo van a requisar para pagar los gastos de la justicia.
Dega, por medio de una nota que he encontrado metida en el pan, me dice que vaya a desinsectación: «En una caja de fósforos hay tres piojos». Saco los fósforos y encuentro los piojos, gordos y sanos. Sé lo que eso significa. Los enseñaré al vigilante y así, mañana, me enviará con todos mis trastos, colchón incluido, a una sala de vapor para matar a todos los parásitos (salvo a nosotros, por supuesto). En efecto, el día siguiente, encuentro a Dega allí. Ningún vigilante en la sala de vapor. Estamos solos.
—Gracias, Dega. Merced a ti, he recibido el estuche.
—¿No te causa molestias?
—No.
—Cada vez que vayas al retrete, lávalo bien antes de volver a metértelo.
—Sí. Es hermético, creo, pues los billetes doblados en acordeón están en perfecto estado. Sin embargo, hace ya siete días que lo llevo.
—Entonces, señal de que es bueno.
—¿Qué piensas hacer, Dega?
—Me voy a hacer el loco. No quiero ir a presidio. Aquí, en Francia, quizá cumpla ocho o diez años. Tengo relaciones y, por lo menos, podré conseguir cinco años de indulto.
—¿Qué edad tienes?
—Cuarenta y dos años.
—¡Estás loco! Si te tragas diez años de los quince, saldrás viejo. ¿Te da miedo estar con los forzados?
—Sí, el presidio me da miedo, no me avergüenza decírtelo, Papillon. La vida es terrible en la Guayana. Cada año hay una pérdida del ochenta por ciento. Una cadena de presos sustituye a otra y las cadenas son de mil ochocientos a dos mil hombres. Si no coges la lepra, te da la fiebre amarilla o unas disenterías que no perdonan, o tuberculosis, paludismo, malaria. Si te salvas de todo eso, tienes mucha suerte si no te asesinan para robarte el estuche o no la espichas en la fuga. Créeme, Papillon, no te lo digo para desanimarte, sino porque he conocido a muchos presidiarios que han vuelto a Francia tras haber cumplido penas cortas, de cinco o siete años, y sé a qué atenerme. Son verdaderas piltrafas humanas. Se pasan nueve meses del año en el hospital, y en cuanto a eso de la fuga, dicen que no es tan fácil como cree mucha gente.
—Te creo, Dega, pero confío mucho en mí. No duraré mucho allí, puedes estar seguro. Soy marinero, conozco el mar y puedes tener la certeza de que no tardaré en darme el piro. Y tú, ¿te ves cumpliendo diez años de reclusión? Si te quitan cinco, lo cual no es seguro, ¿crees que podrás aguantarlos, no volverte loco por el completo aislamiento? Yo, ahora, en esa celda donde estoy solo, sin libros, sin salir, sin poder hablar con nadie, no es por sesenta minutos que deben multiplicarse las veinticuatro horas del día, sino por seiscientos, y aún te quedarías corto.
—Es posible, pero tú eres joven y yo tengo cuarenta y dos años.
—Oye, Dega, francamente, ¿qué es lo que más temes? ¿No será a los otros presidiarios?
—Sí, francamente, Papi. Todo el mundo sabe que soy millonario, y de ahí a asesinarme porque pueden creerse que llevo encima cincuenta o cien mil francos, hay poco trecho.
—Oye, ¿quieres que hagamos un pacto? Tú me prometes no irte a la loquera y yo me comprometo a estar siempre a tu lado. Nos arrimaremos el uno al otro. Soy fuerte y rápido, aprendí a pelearme de muy joven y sé manejar muy bien la faca. Así que, en lo referente a los otros presidiarios, está tranquilo: seremos más que respetados, seremos temidos. Y, para darnos el piro, no necesitamos a nadie. Tienes pasta, tengo pasta, sé servirme de la brújula y conducir una embarcación. ¿Qué más quieres?
Me mira fijamente a los ojos... Nos abrazamos. El pacto queda firmado.
Algunos instantes después, se abre la puerta. Él se va por su lado, con su impedimenta, y yo, con la mía. No estamos muy lejos uno de otro y, de vez en cuando, podremos vernos en la barbería, en la enfermería o en la capilla, los domingos.
Dega se metió en el asunto de falsificación de bonos de la Defensa Nacional. Un falsificador los había hecho de modo muy original. Decoloraba los bonos de 500 francos y volvía a imprimir encima, perfectamente, títulos de 10.000 francos. Como el papel era igual, bancos y comerciantes los aceptaban con toda confianza. Aquello duraba hacía muchos años y la Sección financiera del Ministerio Fiscal no sabía a qué atenerse hasta el día en que detuvieron a un tal Brioulet en flagrante delito. Louis Dega estaba muy tranquilo al frente de su bar en Marsella, donde cada noche se reunía la flor y nata del hampa del sur y donde, como a una cita internacional, acudían los grandes depravados del mundo.
En 1929, era millonario. Una noche, una mujer bien vestida, guapa y joven se presenta en el bar. Pregunta por monsieur Louis Dega.
—Soy yo, señora, ¿qué desea usted? Haga el favor de pasar al otro salón.
—Soy la mujer de Brioulet. Está encarcelado en París, por haber vendido bonos falsos del Tesoro. He conseguido verle en el locutorio de La Santé, me ha dado las señas de este bar y me ha dicho que venga a pedirle a usted veinte mil francos para pagar al abogado.
Entonces, Dega, uno de los mayores depravados de Francia, ante el peligro de una mujer enterada de su papel en el asunto de los bonos, encuentra tan solo la única respuesta que no debía dar:
—Señora, no conozco en absoluto a su marido, y si necesita usted dinero, vaya a hacer de puta. Con su palmito, ganará más del que necesita.
La pobre chica, ultrajada, se va corriendo, hecha un mar de lágrimas. Le cuenta la escena a su marido. Brioulet, indignado, al día siguiente le contó al juez de instrucción todo cuanto sabía, acusando formalmente a Dega de ser el individuo que facilitaba los bonos falsos. Un equipo de los más listos policías de Francia se puso tras la pista de Dega. Un mes después, Dega, el falsificador, el grabador y once cómplices eran detenidos a la misma hora en diferentes sitios y encarcelados. Comparecieron ante el Tribunal del Sena y el proceso duró catorce días. Cada acusado era defendido por un gran abogado. Resultado, que por veinte mil míseros francos y unas palabras propias de un idiota, el hombre más depravado de Francia, arruinado, envejecido diez años, cargaba con quince de trabajos forzados. Aquel hombre era el hombre con quien yo acababa de firmar un pacto de vida y de muerte.
El abogado Raymond Hubert ha venido a verme. No estaba muy inspirado. No se lo echo en cara.
... Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta... Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Llevo ya varias horas dando vueltas, desde la ventana a la puerta de la celda. Fumo, me siento consciente, equilibrado y apto para soportar lo que sea. Me prometo no pensar, por el momento, en la venganza.
El fiscal, dejémoslo en el punto donde lo dejé, atado a las anillas de la pared, frente a mí, sin que yo haya decidido aún cómo mandarle al otro mundo.
De golpe, un grito, un grito de desesperación, agudo, horriblemente angustioso, logra atravesar la puerta de mi celda. ¿Qué pasa? Diríase que un hombre es torturado y grita. Sin embargo, aquí no estamos en la policía judicial. No hay medio de saber qué ocurre. Esos gritos en la noche me han sobrecogido. ¡Y qué potencia deben tener para atravesar esta puerta acolchada! Quizá se trate de un loco. Es tan fácil volverse loco en estas celdas donde a uno no le llega nunca nada. Hablo solo, en voz alta. Me pregunto: «¿Qué puede importarme eso? Piensa en ti, solo en ti y en tu nuevo socio, en Dega». Me agacho, luego me levanto, después me doy un puñetazo en el pecho. Me he hecho mucho daño, señal de que todo marcha bien: los músculos de mis brazos funcionan perfectamente. ¿Y mis piernas? Felicítalas, pues llevas más de dieciséis horas caminando y ni siquiera te sientes fatigado.
Los chinos inventaron la gota de agua que te va cayendo, una a una, sobre la cabeza. En cuanto a los franceses, han inventado el silencio. Suprimen todo medio de divertirse. Ni libros, ni papel, ni lápiz; la ventana de gruesos barrotes está tapada con tablas, y solo unos cuantos agujeritos dejan pasar un poco de luz muy tamizada.
Muy impresionado por aquel grito desgarrador, doy vueltas y vueltas como una fiera enjaulada. En verdad tengo la plena sensación de estar literalmente enterrado vivo. Sí, estoy muy solo, todo lo que me llegue no será nunca más que un grito.
Abren la puerta. Aparece un viejo cura. No estás solo, hay un cura, ahí, delante de ti.
—Buenas noches, hijo mío. Perdóname que no haya venido antes, pero estaba de vacaciones. ¿Cómo te encuentras?
Y el bueno del viejo cura entra a la pata llana en la celda y se sienta, sin más preámbulos, en mi catre.
—¿De dónde eres?
—De Ardèche.
—¿Qué hacen tus padres?
—Mamá murió cuando yo tenía once años. Mi padre me quiso mucho.
—¿Qué era?
—Maestro de escuela.
—¿Vive?
—Sí.
—¿Por qué hablas de él en pasado, si aún vive?
—Porque si él vive, yo he muerto.
—¡Oh! No digas eso. ¿Qué has hecho?
En un relámpago pienso en lo ridículo que resultaría decir que soy inocente, y contesto de un tirón:
—La policía dice que maté a un hombre, y cuando lo dice debe de ser verdad.
—¿Era un comerciante?
—No, un chulo.
—¿Y por una cuestión entre hampones te han condenado a trabajos forzados de por vida? No lo comprendo. ¿Fue un asesinato?
—No, un homicidio.
—Increíble, hijo mío. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Quieres rezar conmigo?
—Señor cura, perdóneme, no he recibido ninguna educación religiosa, no sé rezar.
—Eso no importa, hijo mío, rezaré yo por ti. Dios ama a todos sus hijos, estén bautizados o no. Repetirás cada palabra que yo diga, ¿te parece bien?
Sus ojos son tan dulces, su cara redonda muestra tal luminosa bondad, que me da vergüenza negarme y, como él se arrodilla, yo también lo hago. «Padre nuestro que estás en los cielos.» Se me llenan los ojos de lágrimas y el buen cura que las ve, recoge de mi mejilla, con uno de sus dedos rollizos, una lágrima gordota, se la lleva a los labios y la sorbe.
—Tu llanto, hijo mío, es para mí la mayor recompensa que Dios podía otorgarme hoy a través de ti. Gracias.
Y, levantándose, me besa en la frente.
Estamos de nuevo sentados en la cama, uno al lado del otro.
—¿Cuánto tiempo hacía que no llorabas?
—Catorce años.
—¿Catorce años? ¿Desde cuándo?
—Desde el día en que murió mamá.
Me coge la mano y me dice:
—Perdona a quienes te han hecho sufrir.
Me suelto de él y, de un brinco, me encuentro sin querer en medio de la celda.
—¡Ah, no, eso no!, jamás perdonaré. Y ¿quiere que le confiese una cosa, padre? Pues bien, cada día, cada noche, cada hora, cada minuto lo paso meditando cuándo, cómo, de qué forma podré hacer que mueran todas las personas que me han mandado aquí...
—Dices y crees eso, hijo mío. Eres joven, muy joven. Con los años, renunciarás a castigar y a la venganza.
Al cabo de treinta años, pienso como él.
—¿Qué puedo hacer por ti? —repite el cura.
—Un delito, padre.
—¿Cuál?
—Ir a la celda 37 y decirle a Dega que mande hacer por su abogado una solicitud para ser enviado a la central de Caen y que yo la he hecho ya hoy. Hay que irse pronto de la Conciergerie a una de las centrales donde forman las cadenas de penados para la Guayana. Pues si se pierde el primer barco, hay que esperar dos años más, encerrado, antes de que haya otro. Después de haberle visto, señor cura, tiene que volver aquí.
—¿Con qué motivo?
—Por ejemplo, diga que se le ha olvidado el breviario. Aguardo la respuesta.
—¿Y por qué tienes tanta prisa para ir a ese horrendo sitio que es el presidio?
Miro a este cura, verdadero viajante de comercio de Dios y, seguro de que no me delatará, le digo:
—Para fugarme más pronto, padre.
—Dios te ayudará, hijo mío, estoy seguro, y reharás tu vida, lo presiento. Ves, tienes ojos de buen chico y tu alma es noble. Voy a la 37. Espera la respuesta.
Ha vuelto muy pronto. Dega está de acuerdo. El cura me ha dejado su breviario hasta mañana.
¡Qué rayo de sol he tenido hoy! Mi celda ha sido iluminada toda ella por él. Gracias a ese santo varón.
¿Por qué, si Dios existe, permite que en la tierra haya seres humanos tan diferentes? ¿El fiscal, los policías, tipos como Polein y, en cambio, el cura, el cura de la Conciergerie?
Me ha hecho mucho bien la visita de ese santo varón, y también me ha hecho el favor.
El resultado de las solicitudes no se demoró. Una semana después, a las cuatro de la mañana, alineados en el pasillo de la Conciergerie, nos reunimos siete hombres. Los celadores están presentes, en pleno.
—¡En cueros!
Nos desnudamos despacio. Hace frío y se me pone la piel de gallina.
—Dejad las ropas delante de vosotros. ¡Media vuelta, un paso atrás!
Y cada uno se encuentra delante de un paquete.
—¡Vestíos!
La camisa de hilo que llevaba unos momentos antes es sustituida por una gran camisa de tela cruda, tiesa, y mi hermoso traje por un blusón y un pantalón de sayal. Mis zapatos desaparecen y en su lugar pongo los pies en un par de zuecos. Hasta entonces, habíamos tenido aspecto de hombre normal. Miro a los otros seis: ¡qué horror! Se acabó la personalidad de cada uno: en dos minutos nos transforman en presidiarios.
—¡Derecha, de frente, marchen!
Escoltados por una veintena de vigilantes llegamos al patio donde, uno detrás de otro, nos meten a cada cual en un compartimento angosto del coche celular. En marcha hacia Beaulieu, nombre de la central de Caen.
LA CENTRAL DE CAEN
Apenas llegamos, nos hacen pasar al despacho del director, quien alardea de su superioridad desde detrás de un mueble «imperio», sobre un estrado de un metro de alto.
—¡Firmes! El director os va a hablar.
—Condenados, estáis aquí en calidad de depósito en espera de vuestra salida para el presidio. Esto es una cárcel. Silencio obligatorio en todo momento, ninguna visita que esperar, ni carta de nadie. O se obedece o se revienta. Hay dos puertas a vuestra disposición: una para conduciros al presidio si os portáis bien; otra para el cementerio. En caso de mala conducta, sabed que la más pequeña falta será castigada con sesenta días de calabozo a pan y agua. Nadie ha aguantado dos penas de calabozo consecutivas. A buen entendedor, pocas palabras.
Se dirige a Pierrot el Loco, cuya extradición había sido pedida, y concedida, de España:
—¿Cuál era su profesión en la vida?
—Torero, señor director.
Furioso por la respuesta, el director grita:
—¡Llevaos a ese hombre, militarmente!
En un abrir y cerrar de ojos, el torero es golpeado, aporreado por cuatro o cinco guardianes y llevado rápidamente lejos de nosotros. Se le oye gritar:
—So maricas, os atrevéis cinco contra uno y, además, con porras. ¡Canallas!
Un «¡ay!» de bestia mortalmente herida, y luego nada más. Solo el roce sobre el cemento de algo que es arrastrado por el suelo.
Después de esta escena, si no se ha comprendido, nunca se comprenderá. Dega está a mi lado. Mueve un dedo, solo uno, para tocarme el pantalón. Comprendo lo que quiere decirme: «Aguanta firme, si quieres llegar al presidio con vida». Diez minutos después, cada uno de nosotros (salvo Pierrot el Loco, quien ha sido encerrado en un infame calabozo de los sótanos) se encuentra en una celda del pabellón disciplinario de la Central.
La suerte ha querido que Dega ocupe la celda lindante con la mía. Antes, hemos sido presentados a una especie de monstruo pelirrojo de un metro noventa o más, tuerto, que lleva un vergajo nuevo, flamante, en la mano derecha. Es el cabo de vara, un preso que ejerce la función de verdugo a las órdenes de los vigilantes. Es el terror de los condenados. Los vigilantes, con él, tienen la ventaja de poder apalear y flagelar a los hombres, de una parte sin cansarse y, si hay muertes, eximiendo de responsabilidad a la Administración.
Posteriormente, durante una breve estancia en la enfermería, conocí la historia de esa bestia humana. Felicitemos al director de la Central por haber sabido escoger tan bien a su verdugo. El individuo en cuestión era cantero de oficio. Un buen día, en la pequeña ciudad del Norte donde vivía, decidió suicidarse suprimiendo al mismo tiempo a su mujer. Para ello, utilizó un cartucho de dinamita bastante grande. Se acuesta al lado de su mujer, que está descansando en el segundo piso de un edificio de seis. Su mujer duerme. Él enciende un cigarrillo y, con este, prende fuego a la mecha del cartucho de dinamita que sostiene en la mano izquierda, entre su cabeza y la de su mujer. La explosión fue espantosa. Resultado: su mujer queda hecha papilla y casi hay que recogerla con cuchara. Una parte del edificio se derrumba y tres niños perecen aplastados por los escombros, así como una anciana de setenta años. Los demás quedan, más o menos, gravemente heridos.
En cuanto a Tribouillard, ha perdido parte de la mano izquierda, de la que solo le queda el dedo meñique y medio pulgar, y el ojo y la oreja izquierdos. Tiene una herida en la cabeza lo suficientemente grave para necesitar que se la trepanen. Desde su condena, es cabo de vara de las celdas disciplinarias de la Central. Ese semiloco puede disponer como le venga en gana de los desventurados que van a parar a sus dominios. Un, dos, tres, cuatro, cinco..., media vuelta... Un, dos, tres, cuatro, cinco..., media vuelta... y comienza el incesante ir y venir de la pared a la puerta de la celda.
No tenemos derecho a acostarnos durante el día. A las cinco de la mañana, un toque de silbato estridente despierta a todo el mundo. Hay que levantarse, hacer la cama, lavarse, y o bien andar o sentarse en un taburete fijado a la pared. No tenemos derecho a acostarnos durante el día. Como colmo del refinamiento del sistema penitenciario, la cama se levanta contra la pared y queda colgada. Así, el preso no puede tumbarse y puede ser vigilado mejor.
... Un, dos, tres, cuatro, cinco... Catorce horas de caminata. Para adquirir el automatismo de ese movimiento continuo, hay que aprender a bajar la cabeza, poner las manos a la espalda, no andar ni demasiado deprisa ni demasiado despacio, dar los pasos exactamente iguales y girar automáticamente, en un extremo de la celda, sobre el pie izquierdo, y en el otro extremo, sobre el pie derecho.
Un, dos, tres, cuatro, cinco... Las celdas están mejor alumbradas que en la Conciergerie y se oyen los ruidos exteriores, los del pabellón disciplinario y también algunos procedentes del campo. Por la noche, se perciben los silbidos o las canciones de los labradores que vuelven a sus casas contentos de haber bebido un buen trago de sidra.
He recibido mi regalo de Navidad: por un resquicio de las tablas que tapan la ventana, percibo el campo, todo nevado y algunos árboles altos, negros, iluminados por la luna llena. Diríase una de esas postales típicas de Navidad. Agitados por el viento, los árboles se han despojado de su manto de nieve y, gracias a esto, se les distingue bien. Se recortan en grandes manchas oscuras sobre todo lo demás. Es Navidad para todo el mundo, hasta es Navidad en una parte de la prisión. Para los presidiarios en depósito, la Administración ha hecho un esfuerzo: hemos tenido derecho a comprar dos tabletas de chocolate. Digo dos tabletas, no dos barras. Estos dos pedazos de chocolate de Aiguebelle han sido mi cena de Nochebuena de 1931.
... Un, dos, tres, cuatro, cinco... La represión de la justicia me ha convertido en péndola, el ir y venir en una celda es todo mi universo. Todo está matemáticamente calculado. En la celda no debe haber nada, absolutamente nada. Sobre todo, es menester que el condenado no pueda distraerse. Si me sorprendieran mirando por esa hendidura de los maderos de la ventana, recibiría un severo castigo. Sin embargo, ¿acaso no tienen razón, puesto que para ellos no soy más que un muerto en vida? ¿Con qué derecho podría permitirme gozar de la contemplación de la Naturaleza?
Vuela una mariposa; tiene un color azul claro, con una pequeña lista negra; una abeja zumba no lejos de ella, junto a la ventana. ¿Qué vienen a buscar esos bichos en este lugar? Parece como si estuviesen locas por ese sol de invierno, a menos que tengan frío y quieran entrar en la prisión. Una mariposa en invierno es una resucitada. ¿Cómo no ha muerto todavía? Y esa abeja, ¿por qué ha abandonado su colmena? ¡Qué inconsciente atrevimiento acercarse aquí! Afortunadamente, el cabo de vara no tiene alas, de lo contrario no vivirían mucho tiempo.
Ese Tribouillard es un horrible sádico y presiento que algo me ocurrirá con él. Por desgracia, no me había equivocado. El día siguiente de la visita de los dos encantadores insectos, me declaro enfermo. No puedo más, me ahoga la soledad, necesito ver una cara, oír una voz, aunque sea desagradable, pero en suma una voz, oír alguna cosa.
Completamente desnudo en el frío glacial del pasillo, cara a la pared, con la nariz a cuatro dedos de esta, era el penúltimo de una fila de ocho, en espera de mi turno de pasar ante el doctor. ¿Quería ver gente? ¡Pues ya lo he conseguido! El cabo de vara nos sorprende en el momento en que le murmuraba unas palabras a Julot, conocido como el Hombre del Martillo. La reacción de aquel salvaje pelirrojo fue terrible. De un puñetazo en la nuca, me dejó casi sin sentido y, como no había visto venir el golpe, me di de narices contra la pared. Empecé a manar sangre y, tras haberme incorporado, pues me había caído, me rehago y trato de comprender lo ocurrido. Cuando hago un ademán de protesta, el coloso, que no esperaba otra cosa, de una patada en el vientre me tumba otra vez en el suelo y comienza a golpearme con su vergajo. Julot ya no puede aguantarse. Se echa encima de él, se entabla una terrible pelea y, como Julot lleva todas las de perder, los vigilantes asisten, impasibles, a la batalla. Nadie se fija en mí, que acabo deponerme en pie. Miro a mi alrededor, tratando de descubrir algún arma. De golpe, percibo al doctor, inclinado sobre su sillón, que trata de ver desde la sala de visita lo que ocurre en el pasillo y, al mismo tiempo, la tapadera de una marmita que brinca empujada por el vapor. Esa gran marmita esmaltada está encima de la estufa de carbón que calienta la sala del doctor. Su vapor debe purificar el aire.
Entonces, con un rápido reflejo, agarro la marmita por las asas, me quemo, pero no la suelto y, de una sola vez, arrojo el agua hirviendo a la cara del cabo de vara, quien no me había visto, ocupado como estaba con Julot. De su garganta sale un grito espantoso. Ha cobrado lo suyo. Se revuelca en el suelo y, como lleva tres jerséis de lana, se los quita con dificultad, uno después de otro. Cuando llega al tercero, la piel salta con este. El cuello del jersey es estrecho y, en su esfuerzo por hacerlo pasar, la piel del pecho, parte de la del cuello y toda la de la mejilla le siguen, pegadas al jersey. También tiene quemado su único ojo y, ahora, está ciego. Por fin, se pone en pie, repelente, sanguinolento, en carne viva, y Julot aprovecha el momento para asestarle una terrible patada en los testículos. El gigante se derrumba y empieza a vomitar y a babear. Ha recibido su merecido. Nosotros nada perdemos con esperar.
Los dos vigilantes que han asistido a la escena no tienen suficientes arrestos para atacarnos. Tocan la alarma para pedir refuerzos. Llegan de todos lados. Los porrazos llueven sobre nosotros como una fuerte granizada. Tengo la suerte de perder pronto el sentido, lo cual no me impide recibir más golpes.
Despierto dos pisos más abajo, completamente desnudo, en un calabozo inundado de agua. Lentamente, recobro los sentidos. Recorro con la mano mi cuerpo dolorido. En la cabeza tengo por lo menos doce o quince chichones. ¿Qué hora será? No lo sé. Aquí no es de día ni de noche, no hay luz. Oigo golpes en la pared, vienen de lejos.
Pam, pam, pam, pam, pam, pam. Estos golpes son la llamada del «teléfono». Debo dar dos golpes en la pared si quiero recibir la comunicación. Golpear, pero ¿con qué? En la oscuridad, no distingo nada que pueda servirme. Con los puños es inútil, los golpes no repercutirían bastante. Me acerco al lado donde supongo que está la puerta, pues hay un poco menos de oscuridad. Topo con barrotes que no había visto. Tanteando, me doy cuenta de que el calabozo está cerrado por una puerta que dista más de un metro de mí, a la cual la reja que toco me impide llegar. Así, cuando alguien entra donde hay un preso peligroso, este no puede tocarle, pues está enjaulado. Pueden hablarle, escupirle, tirarle comida e insultarle sin el menor peligro. Pero hay una ventaja: no pueden pegarle sin correr peligro, pues, para pegarle, hay que abrir la reja.
Los golpes se repiten de vez en cuando. ¿Quién puede llamarme? Quien sea merece que le conteste, pues arriesga mucho, si le pillan. Al caminar, por poco me rompo la crisma. He puesto el pie sobre algo duro y redondo. Palpo, es una cuchara de palo. Enseguida, la agarro y me dispongo a contestar. Con la oreja pegada a la pared, aguardo. Pam, pam, pam, pam, pam-stop, pam, pam. Contesto: pam, pam. Estos dos golpes quieren decir a quien llama: «Adelante, tomo la comunicación». Empiezan los golpes: pam, pam, pam... las letras del alfabeto desfilan rápidamente... a b c ch d e f g h i j k l ll m n ñ o p, stop. Se para en la letra p. Doy un golpe fuerte: pam. Así, él sabe que he registrado la letra p, luego viene una a, otra p, una i, etc. Me dice: «Papi, ¿qué tal? Tú has recibido lo tuyo, yo tengo un brazo roto». Es Julot.
Nos «telefoneamos» durante dos horas sin preocuparnos de si pueden sorprendernos. Estamos literalmente rabiosos por cruzar frases. Le digo que no tengo nada roto, que mi cabeza está llena de chichones, pero que no tengo heridas.
Me ha visto bajar, tirado por un pie, y me dice que a cada peldaño mi cabeza caía del anterior y rebotaba. Él no perdió el conocimiento en ningún momento. Cree que el Tribouillard ha quedado gravemente quemado y que, con la lana de los jerséis, las heridas son profundas: tiene para rato.
Tres golpes dados muy rápidamente y repetidos me anuncian que hay follón. Me paro. En efecto, algunos instantes después, la puerta se abre. Gritan:
—¡Al fondo, canalla! ¡Ponte al fondo del calabozo en posición de firmes!
Es el nuevo cabo de vara quien habla.
—Me llamo Batton.[3] Como ves, tengo el apellido de mi menester.
Con una gran linterna sorda, alumbra el calabozo y mi cuerpo desnudo.
—Toma, para que te vistas. No te muevas de donde estás. Ahí tienes agua y pan. No te lo comas todo de una vez, pues no recibirás nada más antes de veinticuatro horas.[4]
Chilla como un salvaje y, luego, levanta la linterna hasta su cara. Veo que sonríe, pero no malévolamente. Se lleva un dedo a la boca y me señala las cosas que me ha dejado: en el pasillo debe de estar un vigilante y él, de este modo, ha querido hacerme comprender que no es un enemigo.
En efecto, en el chusco encuentro un gran pedazo de carne hervida y, en el bolsillo del pantalón, ¡que maravilla!, un paquete de cigarrillos y un encendedor de yesca. Aquí esos regalos valen un Perú. Dos camisas en vez de una y unos calzoncillos de lana que me llegan hasta las rodillas. Siempre me acordaré de ese Batton. Todo esto significa que ha querido recompensarme por haber eliminado a Tribouillard. Antes del incidente, él solo era ayudante de cabo de vara. Ahora, gracias a mí, es el titular. En suma, que me debe el ascenso y me ha testimoniado su agradecimiento.
Como hace falta una paciencia de sioux para localizar de dónde proceden los «telefonazos» y solo el cabo de vara puede hacerlo, pues los vigilantes son demasiado gandules, nos damos unas panzadas con Julot, tranquilos en lo que atañe a Batton. Todo el día nos mandamos telegramas. Por él me entero de que la salida para el presidio es inminente: tres o cuatro meses.
Dos días después, nos sacan del calabozo y, a cada uno de nosotros encuadrado por dos vigilantes, nos llevan al despacho del director. Frente a la entrada, detrás de un mueble, están sentadas tres personas. Es una especie de tribunal. El director hace las veces de presidente; el subdirector y el jefe de vigilantes, de asesores.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Sois vosotros, mis buenos mozos! ¿Qué tenéis que decir?
Julot está muy pálido, con los ojos hinchados, seguramente tiene fiebre. Con el brazo roto desde hace tres días, debe sufrir horrores.
Quedamente, Julot responde:
—Tengo un brazo roto.
—Bueno, usted quiso que se lo rompieran, ¿no? Eso le enseñará a no agredir a la gente. Cuando venga el doctor, le visitará. Confío en que sea dentro de una semana. Esa espera será saludable, pues tal vez el dolor le sirva a usted de algo. No esperará que haga venir a un médico especialmente para un individuo de su calaña, ¿verdad? Espere, pues, a que el doctor de la Central tenga tiempo de venir y le cure. Eso no impide que os condene a los dos a seguir en el calabozo hasta nueva orden.
Julot me mira a la cara, en los ojos: «Ese caballero bien vestido dispone muy fácilmente de la vida de los seres humanos», parece querer decirme.
Vuelvo la cabeza de nuevo hacia el director y le miro. Cree que quiero hablarle. Me pregunta:
—Y a usted, ¿no le gusta esa decisión? ¿Qué tiene que oponer a ella?
—Absolutamente nada, señor director. Solo siento la necesidad de escupirle, pero no lo hago, pues me daría miedo de ensuciarme la saliva.
Se queda tan estupefacto que se pone colorado y, de momento, no comprende. Pero el jefe de vigilantes, sí. Grita a sus subordinados:
—¡Lleváoslo y cuidadle bien! Dentro de una hora espero verle pedir perdón, arrastrándose por el suelo. ¡Vamos a domarle! Haré que limpie mis zapatos con la lengua, por arriba y por abajo. No gastéis cumplidos, os lo confío.
Dos vigilantes me agarran del brazo derecho y otros dos del izquierdo. Estoy de bruces en el suelo, con las manos alzadas a la altura de los omóplatos. Me ponen las esposas con empulgueras que me atan el índice izquierdo con el pulgar derecho y el jefe de vigilantes me levanta como a un animal tirándome de los pelos.
Huelga que os cuente lo que me hicieron. Baste saber que estuve esposado así once días. Debo la vida a Batton. Cada día echaba en mi calabozo el chusco reglamentario, pero, privado de mis manos, yo no podía comerlo. Ni siquiera conseguía, apretándolo con la cabeza en las rejas, mordisquearlo. Pero Batton también me echaba, en cantidad suficiente para mantenerme vivo, trozos de pan del tamaño de un bocado. Con mi pie hacía montoncitos, luego me ponía de bruces y los comía como un perro. Mascaba bien cada pedazo, para no desperdiciar nada.
El duodécimo día, cuando me quitaron las esposas, el acero se había hincado en las carnes y el hierro, en algunos sitios, estaba cubierto de piel tumefacta. El jefe de vigilantes se asustó, tanto más cuanto que me desmayé de dolor. Tras haberme hecho volver en mí, me llevaron a la enfermería, donde me lavaron con agua oxigenada. El enfermero exigió que me pusiesen una inyección antitetánica. Tenía los brazos anquilosados y no podían recobrar su posición normal. Al cabo de más de media hora de friccionarlos con aceite alcanforado, pude bajarlos a lo largo del cuerpo.
Bajo de nuevo al calabozo y el jefe de vigilantes, al ver los doce chuscos, me dice:
—¡Vaya festín te vas a dar! Aunque no has enflaquecido mucho tras once días de ayuno. Es raro...
—He bebido mucha agua, jefe.
—¡Ah!, será eso. Ahora, come mucho para reanimarte.
Y se va.
¡Pobre idiota! Me lo ha dicho convencido de que no he comido nada en once días y de que si ahora como demasiado de golpe, moriré de indigestión. Tendrá una decepción. Al anochecer, Batton me pasa tabaco y papel. Fumo, fumo, soplando el humo en el agujero de la calefacción que no funciona nunca, por supuesto. Por lo menos, tiene esa utilidad.
Más tarde, llamo a Julot. Cree que no he comido desde hace once días y me aconseja que vaya con cuidado. Me da miedo decirle la verdad, por temor de que algún canalla pueda descifrar el telegrama al mandarlo. Él tiene el brazo escayolado, la moral elevada y me felicita por haber aguantado.
Según él, el convoy se avecina. El enfermero le ha dicho que las ampollas de vacunas destinadas a los presidiarios antes de la marcha han llegado. Por lo general, suelen estar aquí un mes antes de la salida. Es imprudente, Julot, pues también me pregunta si he salvado mi estuche.
Sí, lo he salvado, pero lo que he debido hacer para guardar esa fortuna no puede describirse. Tengo crueles heridas en el ano.
Tres semanas después, nos sacan de los calabozos. ¿Qué va a pasar? Nos hacen tomar una ducha sensacional con jabón y agua caliente. Me siento revivir. Julot se ríe como un chiquillo y Pierrot el Loco irradia alegría de vivir.
Como salimos del calabozo, no sabemos nada de lo que ocurre. El barbero no ha querido contestar a mi breve pregunta, murmurada entre dientes:
—¿Qué pasa?
Un desconocido de mala pinta me dice:
—Creo que estamos amnistiados del calabozo. Quizá temen la llegada de algún inspector. Lo esencial es seguir con vida.
Cada uno de nosotros es conducido a una celda normal. A mediodía, en mi primer rancho caliente desde hace cuarenta y tres días, encuentro un trozo de madera. En él, leo: «Salida ocho días. Mañana vacuna».
¿Quién me lo manda?
Nunca lo he sabido. Sin duda, un recluso que ha tenido la amabilidad de avisarnos. El mensaje, seguramente, me ha llegado a mí por pura casualidad.
Enseguida, aviso por teléfono a Julot: «Transmítelo». Durante toda la noche he oído telefonear. Yo, una vez mandado mi mensaje, he callado.
Me encuentro demasiado bien en la cama. No quiero líos. Volver al calabozo no me hace ninguna gracia. Y hoy, menos que nunca.
SEGUNDO CUADERNO
EN MARCHA PARA EL PRESIDIO
SAINT-MARTIN-DE-RÉ
Por la noche, Batton me pasa tres Gauloises y un papel en el que leo: «Papillon, sé que te irás llevándote un buen recuerdo de mí. Soy cabo de vara, pero trato de hacer el menor daño posible a los castigados. He tomado el puesto porque tengo nueve hijos y me apremia que me indulten. Trataré, sin hacer demasiado daño, de ganarme el indulto. Adiós. Buena suerte. El convoy sale pasado mañana».
En efecto, al día siguiente nos reúnen por grupos de treinta en el pasillo del pabellón disciplinario. Enfermeros venidos de Caen nos vacunan contra las enfermedades tropicales. Para cada uno, tres vacunas y dos litros de leche. Dega está a mi lado, pensativo. Ya no se respeta ninguna regla de silencio, pues sabemos que no pueden meternos en el calabozo recién vacunados. Charlamos en voz baja ante las narices de los guardianes, quienes no se atreven a decir nada a causa de los enfermeros de la ciudad. Dega me pregunta:
—¿Tendrán bastantes coches celulares para llevarnos a todos de una vez?
—Creo que no.
—Queda lejos, Saint-Martin-de-Ré, y si llevan a sesenta cada día, la cosa durará diez días, pues solo aquí somos casi seiscientos.
—Lo esencial es que nos vacunen. Eso quiere decir que estamos en lista y que pronto nos encontraremos en los duros.[5] Ánimo, Dega, está a punto de empezar otra etapa. Cuenta conmigo como yo cuento contigo.
Me mira con sus ojos brillantes de satisfacción, me pone una mano en el brazo y repite:
—En la vida y en la muerte, Papi.
En el convoy, pocos incidentes dignos de mención, a no ser que nos ahogábamos, cada uno en su angosto compartimento del furgón celular. Los vigilantes se negaron a que pasase el aire, ni siquiera entreabriendo un poco las portezuelas. Al llegar a La Rochelle, dos de nuestros compañeros de furgón fueron encontrados muertos por asfixia.
Los curiosos que estaban apiñados en el muelle, pues Saint-Martin-de-Ré es una isla y debíamos embarcarnos para cruzar el brazo de mar, presenciaron el descubrimiento de los dos pobres diablos. Pero no dijeron nada respecto a nosotros. Y como los gendarmes debían entregarnos en la Ciudadela, muertos o vivos, cargaron los cadáveres con nosotros en el barco.
La travesía no fue larga, pero pudimos respirar un rato el aire marino. Le digo a Dega:
—Esto huele a fuga.
Se sonríe. Y Julot, que estaba a nuestro lado, nos dijo:
—Sí. Esto huele a pirárselas. Yo vuelvo allá, de donde me fugué hace cinco años. Me hice prender como un idiota cuando estaba a punto de cargarme al chivato que me había delatado, hace diez años. Procuremos quedarnos juntos, pues en Saint-Martin nos meten a bulto en grupos de diez en cada celda.
Se equivocaba, el Julot. Al llegar allí, le llamaron, con otros dos, y les pusieron aparte. Eran tres evadidos del presidio, vueltos a prender en Francia, y que iban allá por segunda vez.
En celdas por grupos de a diez, comienza para nosotros una vida de espera. Tenemos derecho a hablar, a fumar, estamos muy bien alimentados. Este período solo es peligroso para el estuche. Sin que se sepa por qué, de repente te llaman, te ponen en cueros y te registran minuciosamente. Primero, los recovecos del cuerpo hasta la planta de los pies; luego las ropas y enseres.
—¡Vestíos!
Y nos vamos por donde hemos venido.
La celda, el refectorio, el patio donde pasamos largas horas caminando en fila. ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Un, dos! Caminamos por grupos de ciento cincuenta presos. La fila es larga, los zuecos restallan. Silencio absoluto obligatorio. Luego viene el «¡Rompan filas!». Todos nos sentamos en el suelo, formamos grupos, por categorías sociales. Primero, los verdaderos hombres del hampa, para quienes el origen importa poco: corsos, marselleses, tolosanos, bretones, parisienses, etcétera. Hasta hay un ardechés, que soy yo. Y debo decir, a favor de Ardèche, que solo hay dos en este convoy de mil novecientos hombres: un guarda rural que mató a su mujer, y yo. Conclusión, los ardecheses son buenas personas. Los otros grupos se forman de cualquier modo, pues al presidio suben más cabritos que chulos. Estos días de espera se denominan días de observación. Y, verdaderamente, nos observan desde todos los rincones.
Una tarde, estoy sentado tomando el sol cuando un hombre se me acerca. Lleva gafas, es bajito, flaco. Intento hacerme una idea de quién es, pero con nuestra ropa de uniforme resulta muy difícil.
—¿Eres tú Papillon?
Tiene un acusado acento corso.
—Sí, yo soy. ¿Qué quieres de mí?
—Vente a los retretes —me dice.
Y se va.
—Ese es un cabrito corso —me dice Dega—. Seguramente, un bandido de las montañas. ¿Qué querrá de ti?
—Voy a enterarme.
Me dirijo a los retretes que están instalados en medio del patio y, una vez allí, finjo orinar. El hombre está a mi lado, en igual postura. Me dice, sin mirarme:
—Soy cuñado de Pascal Matra. En el locutorio, me dijo que si necesitaba ayuda, me dirigiese a ti de su parte.
—Sí, Pascal es amigo mío. ¿Qué quieres?
—Ya no puedo llevar el estuche: tengo disentería. No sé en quién confiar y tengo miedo de que me lo roben o que los guardianes lo encuentren. Te lo ruego, Papillon, llévalo algunos días por mí.
Y me enseña un estuche mucho más grande que el mío. Temo que me tienda un lazo y que me pida eso para saber si llevo alguno: si digo que no estoy seguro de poder llevar dos, se enterará.
Entonces, fríamente, le pregunto:
—¿Cuánto hay dentro?
—Veinticinco mil francos.
Sin más, tomo el estuche, por otra parte muy limpio y delante de él, me lo introduzco en el ano, preguntándome si un hombre puede llevar dos. No lo sé. Me incorporo, me abrocho el pantalón... Todo va bien, no siento ninguna molestia.
—Me llamo Ignace Galgani —me dice antes de irse—. Gracias, Papillon.
Vuelvo al lado de Dega y, aparte, le cuento el asunto.
—¿No te cuesta demasiado llevarlo?
—No.
—Entonces, no hablemos más.
Intentamos entrar en contacto con los ex fugados, de ser posible Julot o el Guittou. Estamos sedientos de informaciones: cómo es aquello; cómo le tratan a uno; qué se puede hacer para estar junto con un amigo, etc. La casualidad hace que topemos con un tipo curioso, un caso raro. Es un corso nacido en presidio. Su padre era vigilante allí y vivía con su madre en las Islas de la Salvación. Él nació en la isla Royale, una de las tres islas; las otras dos son San José y del Diablo e, ironías del destino, volvía allá no como hijo de vigilante, sino como presidiario.
Le esperaban diez años de trabajos forzados por un robo con fractura. Contaba diecinueve años y tenía un semblante abierto, de ojos claros y límpidos. Con Dega, no tardamos en ver que se trata de un aficionado. Apenas sabe nada del hampa, pero nos será útil facilitándonos todos los informes posibles sobre lo que nos espera. Nos cuenta la vida en las islas, donde él ha vivido catorce años. Nos enteramos, por ejemplo, de que su nodriza, en las Islas, era un presidiario, un famoso duro implicado en un caso de riña a navajazos en la Butte[6] por los ojos bonitos de Casque d’Or.
Nos da valiosos consejos: hay que darse el piro desde Tierra Firme, pues desde las Islas es imposible; además, procurar no ser catalogado como peligroso, pues con esa calificación, tan pronto desembarcado en Saint-Laurent-du-Maroni, puerto de arribada, le internan a uno por un tiempo o de por vida, según el grado de su calificación. Por lo general, menos del cinco por ciento de los transportados son internados en las Islas. Los demás se quedan en Tierra Firme. Las Islas son sanas, pero Tierra Firme, como ya me contara Dega, es una porquería que chupa poco a poco al presidiario con toda clase de enfermedades, muertes diversas, asesinatos, etcétera.
Con Dega, esperamos no ser internados en las Islas. Pero se me hace un nudo en la garganta: ¿y si me califican de peligroso? Con mi perpetua, la historia de Tribouillard y la del director, estoy aviado.
Cierto día, cunde un rumor: no ir a la enfermería bajo ningún pretexto, pues, allí, los que están demasiado débiles o demasiado enfermos para soportar el viaje son envenenados. Debe de tratarse de un bulo. En efecto, un parisiense, Francis la Passe, nos confirma que es un cuento. Sí, ha habido un envenenado, pero un hermano suyo, empleado en la enfermería, le ha explicado lo que pasó.
El individuo que se suicidó, gran especialista en cajas de caudales, al parecer había robado en la Embajada de Alemania, en Ginebra o Lausana, durante la guerra, por cuenta de los servicios franceses de espionaje. Se llevó documentos muy importantes que entregó a los agentes franceses. Para aquella operación, la bofia le sacó de la cárcel, donde purgaba una pena de cinco años. Y desde 1920, a razón de una o dos operaciones por año, vivía tranquilo. Cada vez que le prendían, hacía su pequeño chantaje al Deuxième Bureau,[7] que se apresuraba a intervenir. Pero, aquella vez, la cosa no funcionó. Le cayeron veinte años y tenía que irse con nosotros. Para perder el convoy, fingió estar enfermo e ingresó en la enfermería. Una pastilla de cianuro —siempre según el hermano de Francis la Passe— acabó con el asunto. Las cajas de caudales y el Deuxième Bureau podían dormir tranquilos.
Por este patio corren multitud de historias, unas ciertas, otras falsas. De todas formas, las escuchamos; ayudan a pasar el tiempo.
Cuando voy al retrete, en el patio o en la celda, es menester que me acompañe Dega, a causa de los estuches. Mientras opero, se pone delante de mí, y me hurta a las miradas demasiado curiosas. Un estuche ya es toda una complicación, pero sigo llevando dos, pues Galgani está cada vez más enfermo. Y respecto a eso, un enigma: el estuche que introduzco en último lugar es siempre el último en salir, y el primero, siempre el primero. Cómo daban la vuelta en mi vientre no lo sé, pero así era.
Ayer, en la barbería, han intentado matar a Clousiot mientras le afeitaban. Dos cuchilladas en torno del corazón. Milagrosamente, no ha muerto. He sabido su historia por un amigo suyo. Es curiosa, y algún día la narraré. Aquel intento de homicidio era un ajuste de cuentas. Quien falló el golpe morirá seis años después, en Cayena, al engullir bicromato de potasa en sus lentejas. Murió en medio de espantosos dolores. El enfermero que ayudó al doctor en la autopsia nos trajo un trozo de intestino de unos diez centímetros. Tenía diecisiete perforaciones. Dos meses más tarde, su asesino fue encontrado estrangulado en su lecho de enfermo. Nunca se supo por quién.
Hace ya doce días que estamos en Saint-Martin-de-Ré. La fortaleza está llena a rebosar. Día y noche los centinelas montan guardia en el camino de ronda.
En las duchas ha estallado una reyerta entre dos hermanos. Se han peleado como perros, y a uno de ellos lo meten en nuestra celda. Se llama André Baillard. Me dice que no pueden castigarle porque la culpa es de la Administración: los vigilantes tienen orden de no permitir que los dos hermanos se junten, bajo ningún pretexto. Cuando se sabe su historia, se comprende por qué.
André había asesinado a una rentista, y su hermano, Émile, escondía la pasta. Émile es detenido por robo y le caen tres años. Un día, estando en el calabozo con otros castigados, encalabrinado contra su hermano porque no le ha mandado dinero para cigarrillos, desembucha y dice que André se las pagará: pues André es quien, explica, mató a la vieja, y él, Émile, quien escondió el dinero. Por lo que, cuando salga, no