ADN (Jack Stapleton y Laurie Montgomery 5)

Fragmento

Prólogo

Prólogo

A altas horas de la madrugada de aquel 2 de febrero, una fría y persistente llovizna empapaba las agujas de hormigón de Nueva York, envolviéndolas en el denso torbellino de una neblina entre púrpura y rosada. Aparte de algunas apagadas sirenas, la Ciudad que Nunca Duerme se hallaba relativamente tranquila. No obstante, exactamente a las tres y diecisiete minutos de la madrugada, dos acontecimientos casi simultáneos, microcósmicos y básicamente iguales, pero sin ninguna relación entre ellos, tuvieron lugar en lugares opuestos de Central Park; dos acontecimientos que se demostrarían fatídicamente interrelacionados. Uno ocurrió en el ámbito celular; el otro, en el molecular. Aunque las consecuencias biológicas de esos dispares sucesos eran opuestas, en sí mismos estaban destinados a hacer que sus ejecutores, todos desconocidos entre ellos, se enfrentaran violentamente al cabo de menos de dos meses.

El acontecimiento celular sucedió en un momento de intenso placer y supuso la inyección forzosa de algo más de doscientos cincuenta millones de espermatozoides en una cavidad vaginal. Al igual que un grupo de ansiosos corredores de maratón, los espermatozoides se pusieron en marcha a toda prisa, echaron mano de sus reservas de energía y comenzaron una carrera verdaderamente hercúlea contra la muerte; una carrera francamente ardua y peligrosa que solo uno de ellos podría ganar tras haber relegado al resto a una existencia breve y frustrantemente fútil.

La primera tarea consistía en penetrar el tapón mucoso que obstruía la contraída cavidad uterina. A pesar de tan formidable obstáculo, los espermatozoides triunfaron rápidamente en grupo, aunque se trató de una victoria pírrica. Decenas de millones de la primera oleada de gametos sucumbieron en el autosacrificio necesario para desprender las enzimas que portaban con el fin de hacer posible el paso a los demás.

La siguiente ordalía que aguardaba a aquella multitud de diminutos seres vivos consistía en atravesar la relativamente enorme extensión del útero: en cuanto a distancia y peligro, casi equivalían a los de un pequeño pez que nadara de una punta a otra la Gran Barrera de Coral. Pero incluso un obstáculo tan insuperable como ese fue vencido por unos cuantos miles de afortunados y robustos ejemplares que llegaron a las bocas de los oviductos dejando atrás cientos de millones de desafortunadas bajas.

A pesar de todo, la tarea aún no había concluido: una vez dentro de los ondulantes pliegues de los oviductos, los afortunados se vieron impelidos por la quimiotaxis del fluido que descendía de la explosión del folículo ovárico y que anunciaba que en algún lugar, más adelante, tras unos tortuosos y traicioneros doce centímetros, se hallaba el Santo Grial de los espermatozoides: un óvulo recientemente creado y coronado por una nube de células granulosas.

Progresivamente aguijoneados por una irresistible atracción química, los gametos masculinos realizaron lo manifiestamente imposible y se aproximaron a su objetivo. Prácticamente exhaustos por la disminución de sus reservas de energía y con la fortuna de haber evitado material letal y depredadores macrófagos, su número era entonces no inferior al millar y descendía rápidamente. Cabeza contra cabeza, los supervivientes se lanzaron sobre el indefenso y haploide óvulo en una carrera hacia la línea de meta.

Tras una sorprendente hora y veinticinco minutos, el espermatozoide victorioso dio un postrero y desesperado coletazo con su flagelum y colisionó con las células granulosas que rodeaban al huevo. Frenéticamente, se abrió paso entre ellas para que su acrosoma estableciera contacto directo con la densa capa proteínica del huevo y formar así una unión. En ese instante, la carrera concluyó. Como acto postrero y mortal, el espermatozoide vencedor inyectó en el huevo el material nuclear que portaba para formar el pronúcleo masculino.

Los otros dieciséis espermatozoides que habían conseguido llegar al óvulo unos segundos después del vencedor se vieron incapaces de adherirse al alterado recubrimiento proteínico del huevo. Con sus energías agotadas, sus flagela no tardaron en quedar inertes. No había un segundo lugar, y todos los perdedores no tardaron en ser barridos, tragados y apartados por los protectores y maternales macrófagos.

En el interior del huevo ya fertilizado, el pronúcleo femenino y el pronúcleo masculino emigraron el uno hacia el otro. Tras la disolución de sus envoltorios, su material nuclear se fusionó para formar los cuarenta y seis cromosomas necesarios para una célula humana somática. El óvulo se había metamorfoseado en un zigoto. Veinticuatro horas después, en un proceso llamado segmentación, se dividió en el primer paso de una secuencia programada de acontecimientos que en veinte días empezaría a formar un embrión. Una vida había comenzado.

El acontecimiento molecular supuso la inyección a la fuerza en una vena periférica del brazo de una dosis de más de un trillón de moléculas de una sencilla sal llamada cloruro potásico disuelta en un volumen de agua destilada equivalente a un dedal. Los efectos fueron prácticamente instantáneos. Las células que recubrían la vena experimentaron la rápida y pasiva difusión de los indiferentes iones de potasio en su interior que alteraron la carga electrostática necesaria para su vida y funciones. Las delicadas terminaciones nerviosas de las células afectadas enviaron urgentes mensajes de dolor al cerebro como aviso de la inminente catástrofe.

En cuestión de segundos, los iones de potasio corrieron por las grandes venas hacia el corazón, donde fueron lanzados por cada latido hacia la vasta red arterial. Aunque dentro del plasma sanguíneo tuvo lugar una disolución gradual, la concentración seguía siendo incompatible con las funciones celulares. De especial importancia eran las células del corazón, responsables de iniciar los latidos; las del hipotálamo, responsables del impulso de respirar; y los nervios y los husos musculares que transportaban los mensajes. Todos se vieron rápida y adversamente afectados. El ritmo cardíaco descendió velozmente, y las pulsaciones se hicieron más débiles. La respiración se volvió superficial; y la oxigenación, inadecuada. Instantes después, el corazón dejó de latir, iniciando una muerte celular progresiva de todo el cuerpo así como una muerte clínica. Como golpe final, las células moribundas vertieron su carga de potasio en el paralizado sistema circulatorio enmascarando efectivamente la letal dosis original.

Capítulo 1

1

El sonido del goteo era como un metrónomo. Fuera, en algún lugar de la salida de incendios, las gotas de agua alimentadas por la incesante lluvia caían sobre alguna superficie metálica. A Laurie Montgomery el ruido le sonaba tan fuerte como el de un timbal y le provocaba una mueca mientras esperaba la siguiente salpicadura en el silencioso apartamento de Jack Stapleton. Durante largas horas, la única rivalidad había sido la del compresor de la nevera, que se conectaba y se desconectaba cíclicamente; el siseo y los gorgoteos del radiador a medida que la temperatura subía, y la ocasional y distante sirena o bocinazo, sonidos estos últimos tan típicos de Nueva York que la mente de la gente hacía instintivamente caso omiso de ellos. Sin embargo, Laurie no era tan afortunada. Después de tres horas agitándose y dando vueltas, se había vuelto hipersensible a todos los ruidos que la rodeaban.

Se dio la vuelta nuevamente y abrió los ojos. Unos delgados dedos de luz se extendían alrededor de los bordes de la cortina de la ventana permitiéndole una mejor visión del austero y gris apartamento de Jack. La razón de que ambos estuvieran allí en lugar de en casa de ella era su dormitorio: era tan pequeño que lo único que cabía en él era una cama individual, lo cual hacía realmente problemático dormir juntos. Y además estaba el deseo de Jack de estar cerca de su querida cancha de baloncesto.

Laurie echó un vistazo al radiodespertador. A medida que los dígitos avanzaban sin cesar, se fue poniendo de mal humor. Sabía que sin haber descansado, a la mañana siguiente en la oficina del forense estaría para el arrastre. Se preguntó cómo era posible que hubiera superado su etapa en la facultad de medicina y la de residente, donde la privación de sueño era lo habitual de todos los días. Aun así, Laurie sabía que su incapacidad de esos momentos para conciliar el sueño no era lo único que la ponía de mal humor. A decir verdad, su malhumor era la razón principal de que no pudiera dormir.

Había ocurrido bien entrada la noche cuando Jack, sin querer, le había recordado su inminente aniversario al preguntarle si le apetecía hacer algo especial para celebrarlo. Laurie sabía que se trataba de una pregunta sin malicia, ya que él la había formulado en el relajado ambiente de después de haber hecho el amor; sin embargo, había hecho añicos sus elaboradas defensas para vivir día a día y evitar pensar en el futuro. Parecía imposible, pero pronto tendría cuarenta y tres años. El tópico sobre el tictac del reloj de la maternidad era cierto, y el de ella estaba haciendo sonar la alarma.

Dejó escapar un suspiro involuntario. En su soledad, mientras las horas iban transcurriendo, no había dejado de rumiar acerca del atolladero en el que se veía. Tratándose de su vida íntima, las cosas no le habían salido bien desde la época del instituto. Jack estaba satisfecho con aquella situación, como lo demostraba su relajada silueta y los sonidos de su placentero sueño, lo cual no hacía más que empeorar las cosas para ella. Laurie deseaba tener familia. Siempre había dado por hecho que tendría una; sin embargo, allí estaba, con casi cuarenta y tres años, viviendo en un apartamento de mala muerte en un barrio del extrarradio de Nueva York, acostándose con un hombre que era incapaz de decidirse con respecto al matrimonio y los hijos.

Suspiró de nuevo. En otro tiempo había intentado deliberadamente no molestar a Jack, pero en aquellos momentos ya no le importaba. Había decidido que iba a volver a intentar hablar con él a pesar de que sabía que se trataba de un tema que él evitaba deliberadamente. Pero esta vez ella iba a exigir algún cambio. Al fin y al cabo, ¿por qué debía conformarse con una vida miserable en un apartamento más apropiado para una pareja de estudiantes sin un céntimo que para dos patólogos forenses titulados —porque eso eran Jack y ella— y con una relación donde las cuestiones del matrimonio y los hijos eran unilateralmente verboten?

De todas maneras, las cosas no iban tan mal. En el aspecto profesional no podían ir mejor. Le encantaba su trabajo en el departamento forense de Nueva York, donde llevaba trece años trabajando, y se sentía afortunada de tener como colega a Jack, con quien podía compartir la experiencia. Los dos se sentían impresionados por el desafío intelectual que ofrecía la patología forense. Cada día veían y aprendían algo nuevo y estaban de acuerdo en muchos aspectos: ambos eran muy poco tolerantes con la mediocridad, y a los dos les molestaban las imposiciones políticas derivadas de formar parte de una burocracia. No obstante, por muy compatibles que fueran en el trabajo, eso no compensaba el largamente acariciado deseo de Laurie de formar una familia.

De repente, Jack se agitó y se giró hasta quedar boca arriba, con los dedos entrelazados y las manos sobre el pecho. Laurie contempló su dormido perfil. A sus ojos resultaba un hombre atractivo, con sus cortos cabellos castaños salpicados de gris, tupidas cejas y recias facciones que siempre, incluso durmiendo, parecían sonreír. Ella lo encontraba a la vez agresivo y amable; audaz y modesto; desafiante y generoso y, casi siempre, alegre y divertido. Con su rápida agudeza y a pesar de su inclinación a correr riesgos, la vida nunca resultaba aburrida a su lado. Por otra parte, podía ser irritantemente tozudo, especialmente en lo que a hijos y matrimonio se refería.

Se inclinó sobre él y lo miró más de cerca. Sin duda sonreía, cosa que a ella sencillamente la irritaba. No era justo que se sintiera satisfecho con aquella situación. Aunque Laurie estaba razonablemente segura de que lo amaba, la incapacidad de Jack para formalizar un compromiso la estaba alejando de él. Jack decía que no era por miedo al matrimonio o a la paternidad, sino que tenía que ver con la vulnerabilidad que provocaba semejante compromiso. Al principio Laurie se había mostrado comprensiva: Jack había sufrido la tragedia de perder a su primera esposa y a sus dos hijas en un accidente de aviación. Le constaba que él cargaba tanto con la pena como con la sensación de responsabilidad, ya que el accidente había ocurrido tras una visita a la familia mientras él estaba siguiendo un cursillo de patología en otra ciudad. También era consciente de que, tras el accidente, Jack había hecho frente a una profunda depresión reactiva; no obstante, la tragedia quedaba casi trece años atrás en el tiempo. Laurie creía que se había mostrado sensible a las necesidades de Jack y también paciente cuando al fin empezaron a salir en serio; pero en esos momentos, casi cuatro años después, notaba que había llegado al límite. Al fin y al cabo, ella también tenía sus propias necesidades.

El zumbido del despertador de Jack rompió el silencio. Un brazo salió disparado, manoteó el botón de apagado momentáneo e inmediatamente regresó al calor bajo la manta. Durante cinco minutos, la tranquilidad regresó al cuarto, y la respiración de Jack recobró su lento y profundo ritmo del sueño. Aquello formaba parte de una rutina matinal que Laurie nunca veía porque Jack se despertaba invariablemente antes que ella. Laurie era una noctámbula que disfrutaba leyendo un rato antes de apagar la luz y que, a menudo, se quedaba despierta más de lo debido. Casi desde el primer día de su vida en común, había aprendido a seguir durmiendo a pesar del despertador de Jack, sabiendo que él lo entendería.

Cuando el despertador sonó por segunda vez, Jack lo apagó, apartó los cobertores, se sentó y puso los pies en el suelo dando la espalda a Laurie. Ella lo vio estirarse y pudo oírlo bostezar mientras se restregaba los ojos. Jack se levantó y se encaminó torpemente hacia el cuarto de baño sin prestar atención a su propia desnudez. Laurie deslizó las manos tras la cabeza y lo observó; a pesar de lo enfadada que estaba, resultaba una agradable visión. Lo oyó usar el retrete y tirar de la cadena. Cuando reapareció, volvió a frotarse los ojos y se acercó a su lado de la cama para despertarla.

Alargó la mano para tocarle el hombro, como de costumbre, y dio un respingo cuando vio que los ojos de Laurie estaban abiertos y fijos en él y en la boca tenía una expresión de irritada determinación.

—¡Pero si estás despierta! —exclamó arqueando las cejas interrogativamente y dándose cuenta al instante de que algo no iba bien.

—No me he vuelto a dormir desde nuestro encuentro de medianoche.

—¿Tan bueno fue? —preguntó Jack confiando en que un poco de humor pudiera despejar el aparente pique de Laurie.

—Jack, tenemos que hablar —dijo ella secamente; se sentó, se cubrió con la manta hasta el cuello y lo miró a los ojos, desafiante.

—¿Y no es eso precisamente lo que estamos haciendo? —repuso Jack adivinando enseguida las intenciones de Laurie y sin poder evitar el tono de sarcasmo de su voz. Aunque era consciente de lo poco que este ayudaba, le resultaba imposible controlarlo: el sarcasmo se había convertido en un arma de protección que había desarrollado durante los últimos diez años.

Laurie quiso responder, pero Jack alzó la mano para interrumpirla.

—Lo siento. No es mi intención mostrarme insensible, pero sospecho que creo saber adónde nos conduce esta conversación, y no es el momento. Lo siento, Laurie, pero tenemos que estar en el depósito dentro de una hora y ninguno de los dos se ha duchado, vestido ni desayunado.

—Jack, nunca es el momento.

—De acuerdo. Digámoslo de esta manera: puede que este sea el peor momento de todos los posibles para una conversación sobre sentimientos. Son las seis y media de la mañana de un lunes tras un estupendo fin de semana y tenemos que ir al trabajo. Si la hubieras tenido en mente, habrías encontrado una ocasión mejor durante los últimos días para haberla planteado, y yo habría estado encantado de abordar el asunto.

—¡Qué tontería! Al menos acepta que es algo de lo que nunca quieres hablar. Jack, el jueves cumpliré cuarenta y tres años, ¡cuarenta y tres! No puedo permitirme el lujo de tener paciencia. No puedo esperar a que por fin decidas lo que quieres porque me habré vuelto menopáusica.

Durante unos segundos, Jack miró fijamente los verdeazulados ojos de Laurie. Se hacía evidente que no estaba dispuesta a ser aplacada con facilidad.

—De acuerdo —contestó dejando escapar un suspiro como si estuviera cediendo en algo y desvió la mirada hacia sus desnudos pies—. Lo hablaremos esta noche, durante la cena.

—¡Necesito que lo hablemos ahora! —exclamó Laurie con decisión. Extendió el brazo y levantó la barbilla de Jack para poder mirarlo a los ojos de nuevo—. He estado consumiéndome dándole vueltas a nuestra situación mientras tú dormías. Aplazarlo no es ninguna alternativa.

—Laurie, voy a levantarme y a darme una ducha. Te lo repito, no es el momento para esto.

—Te quiero, Jack —dijo Laurie tras agarrarlo de brazo para retenerlo—, pero necesito más. Quiero casarme y formar una familia. Quiero vivir en un lugar mejor que este. —Soltó el brazo de Jack e hizo un gesto que abarcaba toda la estancia, señalando la pintura desconchada, la desnuda bombilla, la cama sin cabecera, las dos mesitas de noche que eran dos cajas de vino puestas boca abajo y el solitario escritorio—. No tiene por qué ser el Taj Mahal, pero esto es ridículo.

—Durante todo este tiempo siempre he creído que con cuatro estrellas te bastaba.

—Ahórrate el sarcasmo —espetó Laurie—. Un poco de lujo no nos haría ningún daño con lo mucho que trabajamos. Pero ese no es el problema. Se trata de nuestra relación, que a ti te parece suficiente; pero a mí no. Esa es la cuestión de fondo.

—Voy a darme una ducha —contestó Jack.

Laurie le obsequió con una amarga semisonrisa.

—Está bien. Date una ducha.

Jack asintió, fue a decir algo, pero cambió de opinión. Se dio la vuelta y desapareció en el cuarto de baño dejando la puerta entreabierta. Un momento después, Laurie oyó correr el agua y el sonido de los anillos de la cortina rozando en la barra.

Laurie suspiró. Estaba temblando por una combinación de cansancio y de sobrecarga emocional, pero se sentía orgullosa por no haber derramado una sola lágrima. Le molestaba echarse a llorar en situaciones emocionalmente comprometidas. No tenía ni idea de cómo lo había conseguido, pero la complacía. Las lágrimas nunca ayudaban y con frecuencia la ponían en situación de desventaja.

Tras ponerse su bata, fue al armario en busca de su maleta. En realidad, el enfrentamiento con Jack le había producido cierto alivio. Al responder tal como ella había previsto, él había justificado lo que ella había decidido hacer incluso antes de que se despertara. Abrió los cajones que le correspondían, sacó sus cosas y empezó a hacer el equipaje. Cuando casi había acabado oyó que cerraban la ducha. Un minuto después Jack aparecía en la puerta, secándose vigorosamente la cabeza con una toalla; al ver a Laurie y la maleta, se detuvo de golpe.

—¿Qué demonios estás haciendo?

—Está perfectamente claro lo que estoy haciendo —repuso Laurie.

Durante un momento, Jack no dijo una palabra y se limitó a mirar mientras Laurie seguía recogiendo sus cosas.

—Estás llevando las cosas demasiado lejos —dijo finalmente—. No tienes por qué marcharte.

—Yo creo que sí —contestó ella sin levantar la mirada.

—¡Estupendo! —replicó con brusquedad Jack al cabo de un instante. Después, volvió al baño para acabar de secarse.

Cuando dejó el baño libre, Laurie entró llevando la ropa para vestirse e insistió en cerrar la puerta aunque normalmente solía dejarla abierta. Al salir, completamente vestida, Jack estaba en la cocina. Laurie se le unió para un desayuno frío de cereales y fruta. Ninguno de los dos se tomó la molestia de sentarse a la pequeña mesa de la cocina. Ambos se mostraron correctos, y la única conversación consistió en «permiso» o «disculpa» mientras se movían alrededor de la nevera para coger lo que deseaban. Gracias a lo reducido del espacio, les fue imposible moverse sin rozarse.

A las siete estaban listos para salir. Laurie metió sus cosméticos en la maleta y cerró la tapa. Cuando la empujó sobre sus ruedecillas hasta la sala de estar, vio a Jack levantando su bicicleta de montaña del soporte de la pared.

—No pensarás ir a trabajar montado en eso, ¿verdad? —preguntó Laurie.

Antes de que se decidieran a vivir juntos, Jack solía utilizar la bicicleta para ir y volver del trabajo, así como para ir de recados por la ciudad. Se trataba de una costumbre que siempre había aterrorizado a Laurie, a quien no dejaba de preocuparle la posibilidad de que cualquier día Jack pudiera aparecer en el depósito con los pies por delante. Cuando empezaron a ir juntos al trabajo, él renunció a la bicicleta porque no hubo modo de que Laurie accediera a subirse a una.

—Bueno, se diría que voy a estar solo cuando regrese a mi palacio.

—¡Por amor de Dios, está lloviendo!

—La lluvia lo hace más interesante.

—¿Sabes, Jack? Dado que esta mañana estoy siendo sincera contigo, creo que debería decirte que me parece que este rasgo tuyo tan juvenil de correr riesgos no solamente no es apropiado, sino que resulta francamente egoísta. Es como si te estuvieras burlando de mis sentimientos.

—Eso es interesante —contestó Jack con una sonrisa afectada—. Deja que te diga algo: el que yo monte en bicicleta no tiene nada que ver con tus sentimientos. Y, para serte sincero, son tus sentimientos los que a mí me parecen egoístas.

Una vez fuera, en la calle Ciento seis, Laurie se encaminó hacia el oeste, en dirección a Columbus Avenue para coger un taxi. Jack pedaleó en sentido contrario hacia Central Park. Ninguno de los dos se volvió para despedirse del otro.

Capítulo 2

2

Jack había olvidado el placer que suponía montar en su Cannondale de color púrpura oscuro, pero lo recordó de inmediato mientras se deslizaba colina abajo después de haber entrado en Central Park cerca de la calle Ciento seis. Dado que el parque se hallaba desierto a excepción de alguno que otro jogger, Jack se dejó ir, y tanto la ciudad como sus reprimidas angustias se desvanecieron milagrosamente en la neblina de aquel bosque rodeado de edificios. Con el viento silbándole en los oídos, recordaba como si fuera el día anterior sus descensos por Dead Man’s Hill, en South Bend, Indiana, en su querida dorada y roja Schwinn de anchos neumáticos. Le habían regalado la bicicleta por su décimo aniversario después de que la viera anunciada en la contraportada de un libro de cómics. Convertida en un símbolo de su feliz y despreocupada infancia, Jack había convencido a su madre para que la conservara, y seguía acumulando polvo en el garaje del hogar familiar.

La lluvia seguía cayendo, pero no con la fuerza suficiente para estropearle las buenas sensaciones. De todas maneras, oía claramente las gotas golpeando en la visera de su casco. Su mayor problema consistía en ver a través de los empañados cristales de sus gafas aerodinámicas. Para mantener el resto de su cuerpo lo más seco posible, se había puesto un capote impermeable, que tenía unos ingeniosos ganchos para sujetarlos en los pulgares de manera que, cuando se inclinaba para coger el manillar, la prenda lo cubría como una especie de tienda de campaña. Durante la mayor parte del trayecto evitó los charcos; pero, cuando no podía, levantaba los pies de los pedales hasta que salía de ellos.

Jack salió por la esquina sudeste de Central Park y entró en las calles del centro, atestadas con el tráfico de primera hora. Hubo una época en la que disfrutaba desafiando a los coches; pero aquello había sido, en sus propias palabras, «cuando estaba un poco más chiflado» y se encontraba en mejor forma física. Dado que prácticamente no había montado en los últimos años, no tenía ni de lejos el nivel de antes. Sus frecuentes partidos de baloncesto le ayudaban, pero no requerían el mismo ejercicio constante que la bicicleta. Aun así, no aminoró, y cuando bajó hacia la rampa de la plataforma de carga y descarga de la calle Treinta, en el Departamento de Medicina Legal, sus cuádriceps protestaban. Después de desmontar, se quedó unos momentos apoyado sobre el manillar para permitir que la circulación sanguínea irrigara los músculos de sus piernas.

Cuando el dolor hipóxico de sus pantorrillas hubo disminuido, Jack se echó la bici al hombro y subió los peldaños de la plataforma. Todavía notaba las piernas como de goma, pero estaba impaciente por averiguar cómo iba todo en el depósito. Al pasar frente al edificio, había visto varios camiones de televisión vía satélite aparcados en la acera, con sus generadores en marcha y las antenas desplegadas. También había divisado a los miembros de la prensa en la zona de recepción, al otro lado de las puertas. Algo se estaba cociendo.

Jack saludó con la mano a Robert Harper a través de la ventanilla de la garita de seguridad. El uniformado agente se levantó de la silla y asomó la cabeza por la puerta abierta.

—¿Qué, doctor Stapleton, de vuelta a las viejas costumbres? —preguntó—. Hacía años que no veía esa bici suya.

Jack volvió a saludar con la mano por encima del hombro mientras llevaba su vehículo a los sótanos. Dejó atrás la pequeña sala de autopsias que utilizaban para el examen de los cadáveres en descomposición y giró a la izquierda, justo antes del conjunto central de nichos refrigerados donde se guardaban los cuerpos antes de ser sometidos a autopsia. Luego, hizo un sitio para su bicicleta en la zona reservada a los ataúdes de pino de Potter’s Field, donde depositaban todo tipo de elementos no deseados, así como los cuerpos sin identificar. Tras dejar en su taquilla el abrigo y la ropa para ir en bici, se encaminó hacia la escalera pasando ante Mike Passano, el técnico funerario de turno que estaba en su despacho, ocupado con el papeleo. Jack también lo saludó, pero el hombre estaba demasiado absorto para reparar en el gesto.

Cuando Jack salió al pasillo principal tuvo un atisbo de la atestada recepción. Incluso estando en la parte de atrás del edificio le llegaba el rumor de las conversaciones nerviosas. Algo ocurría. Le picó la curiosidad. Uno de los aspectos más interesantes de su profesión de médico forense era que nunca sabía lo que le esperaba de un día para otro. Acudir al trabajo se convertía así en algo estimulante, casi emocionante, lo cual suponía una gran diferencia con su anterior trabajo, cuando todos los días habían sido cómodos y perfectamente predecibles.

La carrera de oftalmólogo de Jack había concluido bruscamente en 1990, cuando su consulta fue absorbida por AmeriCare, el gigante de la sanidad concertada que se hallaba en plena expansión. La oferta de contratarlo que le hizo AmeriCare constituyó una bofetada más. Aquella experiencia lo obligó a reconocer que el antiguo concepto de una medicina de pago por servicio basada en una estrecha relación entre doctor y paciente, donde contaban exclusivamente las necesidades de ese último, estaba desapareciendo a toda velocidad. Ello le impulsó a convertirse en patólogo forense con la esperanza de librarse de la sanidad concertada, que él interpretaba más como un eufemismo de la falta de sanidad. La ironía final había sido que AmeriCare acabó reapareciendo para acosarlo a pesar de sus esfuerzos para romper el contacto. Gracias a una oferta irresistible, AmeriCare había ganado un concurso para los empleados municipales, y en esos momentos Jack y sus colegas tenían que dirigirse a AmeriCare para sus necesidades en materia de prestaciones sanitarias.

Deseoso de evitar la multitud de periodistas, Jack se encaminó hacia la sección de identificación, donde empezaba la jornada de trabajo. Según un sistema rotativo, uno de los forenses veteranos llegaba temprano para revisar los casos que se habían presentado durante la noche, decidía cuáles se destinaban a autopsia y hacía el correspondiente reparto. Aunque no le correspondiera, Jack tenía la costumbre de acudir a primera hora para ojear los casos y conseguir que le asignaran los más interesantes. Siempre se había preguntado por qué los demás no hacían lo mismo hasta que comprendió que en su mayoría estaban más interesados en escaquearse. La curiosidad de Jack era la culpable de que acabara casi siempre sobrecargado de trabajo; pero no le importaba: para él, el trabajo era el opio que aplacaba sus demonios. Desde que él y Laurie vivían prácticamente juntos, la había convencido para que lo acompañara por las mañanas; lo cual, sabiendo lo que a ella le costaba madrugar, no era hazaña menor. El pensamiento lo hizo sonreír y también preguntarse si Laurie habría llegado ya.

De repente, Jack se detuvo en seco. Hasta ese momento había mantenido la discusión de aquella mañana apartada de su mente a propósito; pero entonces los aspectos de su relación con Laurie y los recuerdos de los espantosos sucesos de su pasado afluyeron de golpe a su conciencia. Irritado, se preguntó por qué se había visto empujado a terminar un estupendo fin de semana con una nota tan desagradable, especialmente teniendo en cuenta que las cosas estaban yendo muy bien entre los dos. Casi se consideraba satisfecho con su situación, lo cual era algo notable si tenía en cuenta que no creía merecer estar vivo y aún menos sentirse feliz.

Le invadió el malhumor. Lo último que necesitaba era que algo le recordara el insoportable pesar y el sentimiento de culpa que arrastraba por la muerte de su esposa e hijas; pero eso era lo que ocurría siempre que Laurie y él hablaban del matrimonio o los hijos. La idea del compromiso y de la responsabilidad que implicaba, especialmente en lo tocante a crear una nueva familia, le resultaba aterradora.

—Contrólate —se dijo por lo bajo.

Cerró los ojos y se masajeó fuertemente la cara con ambas manos. Tras su enfado con Laurie percibía la melancolía, un indeseado recuerdo de sus pasadas luchas contra la depresión. El problema consistía en que quería a Laurie de verdad; las cosas entre los dos eran estupendas salvo en el irritante asunto de los hijos.

—Doctor Stapleton, ¿se encuentra bien? —preguntó una voz de mujer.

Jack miró a través de sus dedos. Janice Jaeger, la menuda investigadora forense del turno de noche lo observaba mientras se ponía el abrigo, dispuesta a volver a casa, aparentemente exhausta. Sus legendarias ojeras hacían que Jack se preguntara si alguna vez dormía.

—Estoy bien —contestó. Se quitó las manos de la cara y se encogió de hombros tímidamente—. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque no creo haberlo visto nunca así, como pasmado, especialmente en medio del pasillo.

Jack intentó pensar en una réplica aguda, pero no se le ocurrió nada; en consecuencia cambió de tema y le preguntó si había tenido una noche interesante.

—Ha sido de lo más movida —contestó Janice—, especialmente para el médico de turno y para el doctor Fontworth más que para mí. Los doctores Bingham y Washington ya están haciendo un post mórtem, y Fontworth los ayuda.

—¿En serio? —preguntó Jack—. ¿Y de qué caso se trata?

Harold Bingham era el jefe del departamento, y Calvin Washington, su segundo. Por lo general ninguno de los dos aparecía hasta pasadas las ocho de la mañana, y era raro en ellos que efectuaran una autopsia antes de que empezara la jornada propiamente dicha. Tenía que haber sucedido algo que tuviera repercusiones políticas, lo cual explicaba la presencia de los medios de comunicación. Fontworth era uno de los colegas de Jack y había estado de guardia durante el fin de semana. Los forenses no acudían durante la noche a menos que hubiera un problema. Para las llamadas de rutina que requirieran la presencia de un médico se contrataba a residentes de Patología.

—Se trata de una herida por arma de fuego, pero es un caso de la policía. Por lo que tengo entendido, habían rodeado a un sospechoso con su novia. Cuando intentaron detenerlo se produjo una lluvia de disparos. Puede que haya un caso de abuso de autoridad. Quizá lo encuentre interesante.

Jack hizo una mueca para sus adentros. Los casos de herida por arma de fuego podían ser complicados cuando había múltiples agujeros de bala. Aunque el doctor George Fontworth era ocho años más veterano que Jack en el departamento, en opinión de Jack resultaba un tipo que solía hacer el trabajo a medias.

—Creo que si el jefe ha intervenido me mantendré alejado del caso —contestó Jack—. ¿Qué ha visto durante la noche? ¿Alguna cosa especial?

—Lo de siempre, pero hubo un caso en el Manhattan General Hospital que me llamó la atención: un joven que fue operado ayer por la mañana de una fractura múltiple que se hizo el sábado mientras patinaba en Central Park.

Jack volvió a hacer una mueca. Con la sensibilidad a flor de piel p

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos