Si te miento

Clare Mackintosh

Fragmento

cap-2

1

La muerte no me sienta bien. La llevo como un abrigo prestado; me queda ancha por los hombros y la arrastro por el suelo. Me queda fatal. Me resulta incómoda.

Tengo ganas de quitármela de encima; de dejarla tirada en el armario y volver a ponerme mis prendas hechas a medida. No quería dejar mi antigua vida, aunque albergo esperanzas en la siguiente; esperanzas de convertirme en alguien bello y vital. Por ahora, estoy atrapada.

Entre vidas.

En el limbo.

Dicen que las despedidas inesperadas son más fáciles. Menos dolorosas. Se equivocan. Cualquier sufrimiento, salvo el del adiós que se prolonga por una enfermedad que te va consumiendo, es menos intenso en comparación con el horror provocado por una vida sesgada sin previo aviso. Una vida arrebatada con violencia. El día de mi muerte caminé por una cuerda floja entre dos mundos, con la red de seguridad hecha jirones bajo mis pies. Por aquí se iba a la seguridad; por allí, al peligro.

Di un paso adelante.

Morí.

 

 

Antes bromeábamos con la muerte, cuando éramos muy jóvenes para hacerlo, cuando la muerte era algo que ocurría a los demás.

—¿Quién crees que morirá primero? —me preguntaste una noche cuando nos habíamos quedado sin vino y estábamos tumbados junto a la estufa eléctrica de mi piso alquilado en Balham.

Una mano juguetona, que me acariciaba el muslo, suavizó tus palabras. Yo respondí enseguida.

—Tú, por supuesto.

Me tiraste un cojín a la cabeza.

Llevábamos un mes juntos; gozando de nuestros cuerpos, hablando sobre el futuro como si perteneciera a otra persona. Sin ataduras, sin compromisos, solo posibilidades.

—Las mujeres viven más años. —Sonreí—. Lo sabe todo el mundo. Es por la genética. La supervivencia del más fuerte. Los hombres no saben apañárselas solos.

Te pusiste serio. Me tomaste la cara con una mano y me obligaste a mirarte. Se te veían los ojos negros con la luz mortecina; las resistencias encendidas de la estufa se reflejaban en tus pupilas.

—Es verdad.

Me desplacé para besarte, pero tú seguías sujetándome con los dedos e impedías que me moviera; noté la presión de tu pulgar en el hueso de la barbilla.

—Si te ocurriera algo, no sé qué haría.

Sentí el más fugaz escalofrío, a pesar de la intensidad del fuego. Pisadas sobre mi tumba.

—Aceptarlo.

—También me moriría —insististe.

Entonces puse freno a tu dramatismo juvenil, levanté una mano para apartar la tuya y conseguir que me soltaras la barbilla. Con mis dedos entrelazados con los tuyos para que el rechazo no te doliera. Te besé, con ternura al principio, luego con más pasión, hasta que te echaste hacia atrás y yo me coloqué encima de ti y mi melena ocultó tras una cortina nuestros rostros.

Habrías muerto por mí.

Nuestra relación era joven; una chispa que podía sofocarse con la misma facilidad con la que podía consumirse envuelta en llamas. No habría imaginado que dejarías de amarme; que yo dejaría de amarte. No pude evitar sentirme halagada por la profundidad de tu sentimiento, la intensidad de tu mirada.

Habrías muerto por mí y, en ese momento, yo también creía que habría muerto por ti.

Pero jamás creí que ninguno de los dos tuviera que hacerlo.

cap-3

2

ANNA

Mi hija Ella tiene ocho semanas. Está con los ojos cerrados, y sus pestañas largas y negras le acarician las mejillas sonrosadas, que se mueven arriba y abajo mientras mama. Los dedos de su mano diminuta están desplegados sobre mi pecho como una estrella de mar. Estoy sentada, pegada al sofá, y pienso en todo lo que podría estar haciendo mientras ella toma pecho. Leer. Ver la tele. Hacer la compra por internet.

Hoy no.

Hoy no es un día para hacer las cosas de siempre.

Contemplo a mi hija, y, después de un rato, sus pestañas se levantan y clava sus ojos azul marino en mí, con solemnidad y confianza. Sus pupilas son estanques profundos de amor incondicional; mi reflejo es diminuto, pero estable.

La pequeña Ella empieza a succionar con más lentitud. Nos miramos, y pienso en que la maternidad es el secreto mejor guardado: ni todos los libros, películas ni consejos del mundo pueden prepararte para el omnipresente sentimiento de serlo todo para una personita. De que esa persona lo sea todo para ti. Yo perpetúo el secreto, no se lo cuento a nadie, porque ¿con quién iba a compartirlo? Menos de una década después de haber terminado el colegio, mis amigas comparten sus camas con amantes, no con bebés.

Ella sigue mirándome, pero, poco a poco, el enfoque de su mirada se nubla, tal como ocurre cuando la bruma matutina se cierne sobre una panorámica. Se le caen los párpados una vez, dos, y al final los cierra. Sus succiones —siempre tan ávidas al principio y después rítmicas y relajadas— se ralentizan hasta que pasan varios segundos entre cada una. Para. Se duerme.

Levanto una mano, presiono ligeramente el dedo índice sobre mi pecho y rompo la unión entre mi pezón y los labios de Ella, luego vuelvo a ajustarme el sujetador de lactancia. La pequeña sigue moviendo la boca durante un rato; a continuación, el sueño la sumerge en un lugar más profundo y sus labios se congelan formando una «o» perfecta.

Tendría que tumbarla. Aprovechar al máximo el tiempo que permanezca dormida. ¿Diez minutos? ¿Una hora? Nos queda mucho para alcanzar cualquier clase de rutina. ¡Ay, la rutina! El lema de la madre novata; el tema de conversación de las mañanas de café postparto con las que mi asesora del centro sanitario me da la tabarra para que asista. «¿Ya duerme de un tirón? Deberías intentar el método del llanto controlado. ¿Has leído a Gina Ford?»

Yo asiento en silencio, sonrío y respondo: «Ya le echaré un vistazo», y luego me aparto para hablar con otra de las madres novatas. Con alguien diferente. Alguien menos estricto. Porque la rutina me da igual. No quiero dejar a Ella llorando arriba mientras estoy sentada en la planta baja publicando un post en Facebook sobre mi «pesadilla de la maternidad».

Duele llorar por una madre que no regresa. Mi pequeña Ella no tiene por qué saberlo todavía.

Se agita mientras duerme, y noto cómo se me forma el sempiterno nudo en la garganta. Cuando está despierta, Ella es mi hija. Cuando los amigos señalan su parecido conmigo o cuando dicen lo mucho que se parece a Mark, yo no lo veo. Miro a Ella y solo veo a Ella. Pero, dormida... Cuando está dormida veo a mi madre. Hay un rostro en forma de corazón oculto bajo esas mejillas rechonchas de bebé, y la curvatura de la línea de su cabello es tan parecida a la de mi madre que sé que, dentro de unos años, mi hija se pasará horas ante el espejo, intentando domar esos pelillos que

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