Al principio era una forma. O ni siquiera eso. Un peso, un peso extra; un lastre. Lo sentí el primer día, en medio del campo. Era como si alguien se hubiera puesto a caminar en silencio a mi lado, o mejor dicho, dentro de mí, alguien que era otra persona, aunque me resultara familiar. Estaba acostumbrado a representar personajes, pero aquello…, aquello era distinto. Me detuve, atónito, azotado por ese frío infernal que he llegado a conocer tan bien, ese frío paradisíaco. Entonces el aire pareció adensarse levemente, una momentánea oclusión de la luz, como si algo se hubiera interpuesto ante el sol, un muchacho con alas, quizás, un ángel caído. Era abril: pájaros y maleza, el destello plateado de la lluvia, el cielo inmenso, las nubes glaciales en su inmenso avance. Imaginadme allí, alguien que ve fantasmas, a mis cincuenta años, asaltado de pronto en medio del mundo. Estaba asustado, y ya podía estarlo. Imaginaba aquellos pesares; aquellas euforias.
Volví la cabeza y contemplé la casa, y vi una forma que resultó ser mi mujer, de pie junto a la ventana de lo que antaño fue el dormitorio de mi madre. Estaba inmóvil, miraba en dirección a donde yo estaba, aunque no a mí directamente. ¿Qué veía? ¿Qué estaba viendo? Por un momento me sentí poca cosa, un accidente en aquella mirada, como si me dieran, por así decir, un golpe de refilón o me lanzaran un beso despectivo. La luz del día que se reflejaba en el cristal hacía que la imagen de la ventana titilara y se moviera; ¿era ella o solo una sombra con forma de mujer? Eché a andar sobre el suelo desigual, volviendo sobre mis pasos, con ese otro, mi invasor, que caminaba a paso firme a mi lado, como un caballero en su armadura. El sendero era traidor. La hierba se aferraba a mis tobillos y había agujeros en el suelo, bajo la hierba, hollados por las pezuñas de ganado inmemorial cuando las afueras de esta población eran campo abierto; eso me haría tropezar, quizás rompería uno de los muchos y delicados huesos que dicen que hay en el pie. Un arrebato de pánico se apoderó de mí como una náusea. ¿Cómo, me pregunté, puedo quedarme aquí? ¿Cómo se me puede haber ocurrido que podía quedarme aquí, totalmente solo? Bueno, era demasiado tarde; tendría que llegar hasta el final. Eso es lo que dije para mis adentros, y en voz alta exclamé: «Ahora tendré que llegar hasta el final». Entonces me llegó el tenue hedor salado del mar y me estremecí.
Le pregunté a Lydia qué había estado mirando.
—¿El qué? —dijo—. ¿Cuándo?
Hice un gesto.
—Desde la ventana, arriba; me estabas mirando.
Me lanzó una de esas miradas tristes que acostumbraba a dedicarme últimamente, bajó y hundió la barbilla, como si estuviera tragando algo. Dijo que no había subido al piso de arriba. Permanecimos un momento en silencio.
—¿No tienes frío? —dije—. Estoy helado.
—Siempre estás helado.
—Esta noche he soñado que era un niño y volvía a estar aquí.
—Naturalmente; nunca te has ido de aquí, eso es evidente.
A mi Lydia siempre se le ha dado muy bien el pareado.
La casa misma ejercía una atracción sobre mí, me enviaba sus alguaciles secretos para pedirme que volviera al… hogar, iba a decir. Un día de invierno, en el crepúsculo, iba por la carretera, y un animal apareció delante del coche, encogido y sin embargo sin aparentar miedo; mostraba unos dientes afilados y sus ojos centelleaban al brillo de los faros. Me detuve de manera instintiva antes de comprender lo que era, y me quedé allí, aterrado, oliendo los vapores mefíticos del humo del neumático y escuchando mi propia sangre percutiéndome en los oídos. El animal hizo un movimiento como para huir, pero volvió a quedarse quieto. Había tal fiereza en su mirada, unos ojos eléctricos de un irreal rojo neón. ¿Qué era? ¿Una comadreja? ¿Un hurón? No, demasiado grande, pero demasiado pequeño para ser un zorro o un perro. No era más que un animal desconocido y salvaje. A continuación echó a correr, pareció que no tuviera piernas, y desapareció en silencio. Mi corazón aún latía con fuerza. Los árboles se inclinaban hacia ambos lados de la carretera, recortándose en un marrón negruzco contra los últimos y tenues rayos del sol. Durante kilómetros había viajado en una especie de duermevela y ahora pensaba que me había perdido. Quería dar media vuelta y volver por donde había venido, pero algo no me lo permitía. Algo. Apagué los faros, salí del coche y permanecí perplejo en la carretera, en aquella húmeda semioscuridad que me rodeaba y me hacía formar parte de ella. Desde aquel altozano de escasa altura, la tierra en penumbra que había delante de mí se convertía en sombras y bruma. Un pájaro que no vi, posado en una rama, sobre mí, emitió un cauto graznido, una lámina de hielo situada al borde de la carretera se partió como cristal al pisarla. Suspiré, y por un instante la respiración se materializó en un copo ectoplásmico delante de mí, como una segunda cara. Avancé hacia la cima del altozano y entonces vi el pueblo, el tenue resplandor de sus escasas luces, y, más allá, el resplandor aún más tenue del mar, y supe adónde había llegado sin darme cuenta. Regresé al coche, me puse al volante y subí de nuevo hasta la cima, y una vez allí apagué el motor y las luces y dejé que el coche descendiera por su propia inercia, en silencio, entre sacudidas, casi en un sueño, y me detuve en la plaza, ante la casa que estaba a oscuras, desierta, todas las ventanas sin luz. Todas, todas sin luz.
Ahora que estamos juntos al lado de estas mismas ventanas, intento hablarle a mi mujer del sueño. Le había pedido que viniera conmigo a echarle un vistazo a la vieja casa, había dicho yo, percibiendo en mi voz un tono engatusador, para ver, dije, si pensaba que podría volver a ser habitable, si un hombre podría habitarla solo. Ella se había reído. «¿Así es como crees que vas a curarte de lo que te pasa, sea lo que sea —dijo—, echando a correr como un niño que tiene miedo y quiere volver con su mamá?». Dijo que mi madre se echaría a reír en su tumba. No lo creo. En vida tampoco fue una mujer que soliera dar grandes muestras de alegría. Las carcajadas siempre acaban en llanto, era uno de sus dichos. Mientras yo le relataba mi sueño, Lydia escuchaba impaciente, observando el tumultuoso cielo de abril sobre los campos, hecha un ovillo para protegerse del aire húmedo de la casa, las aletas de la nariz blancas mientras reprimía un bostezo. En el sueño era la mañana de Pascua de Resurrección, y yo un niño que estaba en la entrada de la casa, contemplando la plaza, donde había llovido recientemente y ahora brillaba un sol cegador. Revoloteaban los pájaros, una brisa agitaba los cerezos, ya en flor, que temblaban intuyendo la primavera. Sentía el frío de la intemperie en la cara, desde el interior de la casa alcanzaba a oler los aromas de la mañana de un día de fiesta: sábanas que huelen a cerrado, el humo del té, las ascuas calcinadas del fuego de la noche anterior, y una fragancia característica de mi madre, un perfume o un jabón, penetrante con un matiz de bosque. Todo esto en el sueño, muy claro. Y estaban los regalos de Pascua, y mientras me hallaba en la puerta había un palpable brillo de felicidad detrás de mí, en las profundidades de la casa: huevos que mi madre, en el sueño, había vaciado y llenado de chocolate —que era otro olor, ese olor a cerrado del chocolate fundido— y un pollo de plástico amarillo.
—¿Un qué? —dijo Lydia con un bufido que fue casi una carcajada—. ¿Un pollo?
Sí, dije categóricamente, un pollo de plástico que estaba de pie sobre unas piernas larguiruchas y que cuando le apretabas la espalda ponía un huevo de plástico. En el sueño lo veía, veía la carúncula modelada, el pico romo, y oía el chasquido del resorte cuando se soltaba dentro del ave y el huevo amarillo recorría el canal y caía bamboleándose sobre la mesa. Cuando el huevo salía, el pollo agitaba las alas con un sonido rítmico. El huevo estaba compuesto de dos mitades huecas y pegadas sin que acabaran de coincidir las junturas, y con las puntas soñadas de mis dedos palpaba los afilados bordes de cada lado. Lydia me miraba con una sonrisa irónica y desdeñosa, no carente de afecto.
—¿Y cómo volvía a entrar? —preguntó.
—¿El qué? —últimamente se me hacía difícil entender las cosas más simples, como si la gente me hablara en un lenguaje incomprensible; conocía las palabras, pero juntas no les encontraba sentido.
—¿Cómo volvías a meter el huevo en el pollo —dijo— para que volviera a salir? En el sueño.
—No lo sé. Simplemente… empujando, supongo.
Ahora sí que soltó una repentina carcajada.
—Bueno, no sé qué diría el doctor Freud.
Suspiré enfadado.
—No todo está… —suspiro—. No todo… —renuncié a mi intento de hablar. Aún me contemplaba con una cariñosa mirada de menosprecio.
—Ah, sí —dijo—. A veces un pollo es solo un pollo…, menos cuando es una gallina.
Ahora los dos estábamos enfadados. Ella no entendía por qué yo había querido volver allí. Decía que era algo morboso. Decía que debería haber vendido la casa hacía años, cuando mi madre murió. Permanecí en un silencio huraño, sin defenderme; tampoco tenía defensa alguna. ¿Cómo podía explicarle las señales, las llamadas que había recibido aquel día de invierno en la carretera, durante el crepúsculo, si ni siquiera podía explicármelas a mí mismo? Ella estaba a la expectativa, aún mirándome, hasta que se encogió de hombros y volvió junto a la ventana. Es una mujer hermosa, de hombros anchos. Un amplio penacho plateado le surge en la sien derecha a través de su tupido pelo negro, una asombrosa llama plateada. Le gusta llevar chales y pañuelos al cuello, anillos, brazaletes, cosas que centellean y tintinean; la imagino como una princesa del desierto, caminando a grandes zancadas en medio de un mar de arena. Es tan alta como yo, aunque creo recordar una época en que yo le llevaba un buen palmo. Puede que me haya encogido, no me sorprendería. No hay duda de que la desdicha marchita.
—Hay algo que tiene que ver con el futuro —dije—. En el sueño —solo con que pudiera transmitirle la viva y poderosa sensación de estar allí, esa densa cualidad del sueño que todo lo invade, sus detalles, tan tremendamente familiares; y yo estoy y no estoy presente. Asentí frunciendo el ceño, manso como un perro—. Sí —dije—. Estoy de pie en la puerta, al sol, esa mañana de Domingo de Resurrección, y de alguna manera es el futuro.
—¿Qué puerta?
—¿Qué? —me encogí de hombros, uno me quedó más bajo—. Aquí, por supuesto —dije, asintiendo, desconcertado, con seguridad—. Sí, la puerta principal de esta casa.
Me miró y alzó las cejas, inclinando levemente hacia atrás la cabeza, de huesos grandes, y hundiendo las manos en las profundidades de su enorme chaqueta.
—A mí me parece más bien el pasado —dijo, perdiendo el poco interés que pudiera tener en la conversación.
El pasado o el futuro, sí, podría haber dicho yo…, pero ¿de quién?
Mi nombre es Cleave, Alexander Cleave, me llaman Alex. Sí, ese Alex Cleave. Os acordaréis de mi cara quizás, de esos famosos ojos cuyo destello de fuego llegaba hasta las últimas filas de la platea. A mis cincuenta años aún soy, pensándolo bien, un hombre apuesto, aunque mis facciones estén un tanto demacradas y desdibujadas. Pensad en vuestro Hamlet ideal, y ese soy yo: el pelo rubio y lacio —ahora un tanto entrecano—, los ojos de un azul claro, transparente, unos pómulos nórdicos, y esa mandíbula prominente, sensible, aunque insinuando abismos de una refinada brutalidad. Menciono la cuestión solo porque me pregunto hasta qué punto mi histriónico aspecto podría explicar la indulgencia, la ternura, el inquebrantable y en gran medida inmerecido cariño que me han demostrado las muchas —bueno, no muchas, no lo que incluso el fidelísimo Leporello llamaría muchas— mujeres que se han visto atraídas a la órbita de mi vida a lo largo de los años. Han cuidado de mí, me han apoyado; por precipitado que fuera a veces mi comportamiento, siempre han procurado evitar mi caída. ¿Qué ven en mí? ¿Hay algo que ver en mí? A lo mejor solo ven la superficie. Cuando yo era joven, a veces se decía de mí que no era más que un guaperas. Eso era injusto. Cierto, yo podía, como digo, ser el héroe de pelo rubio cuando la ocasión lo requería, pero se me daba mejor interpretar a personajes sombríos, introvertidos, esos que no parecen formar parte del reparto, sino que se dirían traídos de la calle para dar verosimilitud a la trama. Mi especialidad era la amenaza, eso se me daba bien. Si se precisaba un envenenador o un vengador vestido con brocados, ahí estaba yo. Incluso en los papeles más alegres, el memo tocado con un canotier o el ingenioso que se empapa de cócteles, yo proyectaba un algo amenazador e inquietante que acallaba incluso a las encantadoras viejecitas de la fila de delante que no se habían quitado el sombrero y las hacía apretar con más fuerza su bolsa de caramelos. También podía interpretar papeles de hombre corpulento; a veces, cuando la gente me veía entrar por la puerta de los actores, se asombraban al ver, en lo que ellos llaman la vida real, no al peso pesado desgarbado y greñudo que esperaban, sino a una persona esbelta y ágil que camina con cauto paso de bailarín. Lo había estudiado bien, ya veis, había observado a los hombres corpulentos y comprendido que lo que los define no son los músculos ni la fuerza, sino una esencial vulnerabilidad. Los tipos pequeñajos son todo empuje y dominio de sí mismos, mientras que los grandotes, si tienen un aspecto presentable, desprenden un atractivo que es mezcla de confusión, extravío, angustia, incluso. Suelen dar menos golpes de los que reciben. Nadie se mueve con más delicadeza que el gigante, aunque es siempre él quien acaba aplastando la judía que sube hasta el cielo o al que le sacan un ojo con un hierro candente. Todo esto lo aprendí, y aprendí a actuar. Fue uno de los secretos de mi éxito, en el escenario y fuera de él, el ser capaz de fingir una corpulencia que no tenía. Y serenidad, el aparentar una absoluta serenidad incluso en medio del caos, ese fue otro de mis trucos. Eso era lo que los críticos intuían cuando hablaban de mi asombroso Yago o de mi retorcido Ricardo el Jorobado. El animal que permanece agazapado es siempre más seductor que el que salta.
Me doy perfecta cuenta de que todo lo que acabo de decir lo he dicho en pasado.
Ah, la escena, la escena; la echaré de menos, lo sé. Debo decir que todos esos viejos dichos que hablan de la camaradería del teatro son ciertos. Hijos de la noche, nos hacemos compañía los unos a los otros contra la oscuridad que se acerca, jugamos a ser adultos. Mis compañeros no me parecen particularmente adorables, pero he de formar parte de un reparto. A los actores nos gusta quejarnos de las épocas de vacas flacas, las épocas en que hacíamos giras por provincias, los escenarios destartalados y las giras por la costa canceladas por la lluvia, pero lo que secretamente amamos es la sordidez de ese mundo. Cuando vuelvo la vista atrás y contemplo mi carrera, que ahora parece haber terminado, lo que recuerdo con más cariño es la atmósfera abarrotada y acogedora de algún local de mala muerte no se sabe dónde, cerrado a cal y canto a la terrosa oscuridad de una noche de otoño, y el olor a colilla y abrigos húmedos; en nuestra caja de luz los intérpretes tartamudeamos y declamamos, reímos y lloramos, mientras en la tenue tiniebla que hay ante nosotros, una imprecisa masa de ojos presta una devota atención a las palabras que bramamos, se queda boquiabierta ante cada uno de nuestros ampulosos gestos. En esta remota región, cuando éramos niños, solíamos decir de los chulos de la escuela que eran unos comediantes; es lo que siempre he hecho yo: me he ganado la vida siendo un comediante; de hecho, ha sido mi vida. No es la realidad, lo sé, pero para mí era lo más parecido, y a veces lo único, más real que lo real. Cuando abandoné ese mundo lleno de gente solo me tenía a mí para no acabar hundido en la desdicha. Y ahí es donde acabé.
Actuar fue inevitable. Desde mi más tierna infancia, tuve siempre la sensación de ser observado. Incluso cuando estaba solo me comportaba con encubierta circunspección, manteniendo una fachada, representando un papel. Este es el orgullo del actor, imaginar que el mundo posee un solo y ávido ojo fijo exclusiva y perpetuamente en él. Y él, naturalmente, actúa, cree que es la única sombra real y sustancial en un mundo de sombras. Tengo un recuerdo que jamás me abandona —aunque recuerdo no sea la palabra, se trata de algo demasiado vívido para considerarlo un recuerdo auténtico—: soy un muchacho, es una mañana de finales de primavera y estoy en el camino que pasa junto a mi casa. El día es húmedo y fresco como una ramita pelada. Una luz irrealmente clara se posa sobre todas las cosas, e incluso en los árboles más altos distingo una hoja de otra. Una telaraña salpicada de rocío destaca en un arbusto. Por el camino se acerca renqueando una anciana, el tronco casi doblado, camina oscilando el cuerpo de manera lenta y dolorosa alrededor del pivote de una cadera lesionada. La observo acercarse. La pobre Peg es inofensiva, la he visto a menudo por el pueblo. A cada paso me lanza una aguda y especulativa mirada de soslayo. Lleva un chal y un viejo sombrero de paja y un par de botas de goma recortadas de manera irregular en los tobillos. Del brazo le cuelga un cesto. Cuando llega a mi altura se detiene y me lanza una mirada penetrante y maliciosa, saca la lengua y murmura algo que no entiendo. Me muestra el cesto, que contiene setas que ha cogido en el bosque, a lo mejor quiere vendérmelas. Sus ojos son de un azul desleído y casi transparente, como ahora los míos. Espera que yo diga algo, jadeando un poco, y al ver que yo no le contesto, que no le ofrezco nada, suspira y niega con su vieja cabeza y sigue andando con paso renqueante, doloroso, manteniéndose junto al borde del sendero, cubierto de hierbas. ¿Qué ocurrió en aquel momento que me afectó tanto? ¿Fue aquella luz tenue que se esparcía sobre todas las cosas, la euforia de la primavera que me rodeaba? ¿Fue aquella mujer, prácticamente una mendiga, su presencia impenetrable? Algo surgía a veces en mi interior, una alegría sin objeto. Miles de voces pugnaban dentro de mí por expresarse. Me veía como una multitud. Yo pronunciaba aquellas voces; aquel sería mi trabajo, ser ellas, ser los que no tienen voz. Así es como nació el actor. Y murió cuatro décadas más tarde, se quedó cadáver en mitad del último acto y salió de escena tambaleándose, sudando, lleno de oprobio, cuando la acción llegaba a su clímax.
La casa. Es alta y estrecha, y ocupa una esquina de la pequeña plaza, justo delante de la alta tapia blanca del convento de las Hermanas de la Caridad. De hecho, no se trata realmente de una plaza, sino de un lugar ancho y espacioso que converge en forma de embudo en una carretera que sube una colina y se adentra en los campos. Recuerdo el momento en que me quedé fascinado con el pensamiento especulativo, algo poco corriente en mi profesión —el actor pensador, otro apelativo que los críticos solían colocarme con una perceptible sonrisita—: ocurrió cuando, en mi infancia, se me ocurrió preguntarme por qué un espacio triangular había acabado recibiendo el nombre de plaza. En la casa de al lado había una loca que vivía en el desván. De verdad, es cierto. A menudo, por las mañanas, cuando me dirigía a la escuela, asomaba su cabecita de muñeca de trapo por la buhardilla y me llamaba, gritando palabras sin sentido. Tenía el pelo muy negro y la cara muy blanca. Tendría veinte, treinta años, y jugaba con muñecas. Nadie sabía con certeza lo que le ocurría, o no querían decirlo; se hablaba de incesto. Su padre era un hombre tosco, con la cara entre marrón y morada, y la cabeza, grande y redonda, se aposentaba sin necesidad de cuello sobre los hombros como una bola de piedra. Le veo con polainas, pero probablemente eso sean imaginaciones mías. Aunque llevar botas de cuero y pantalones de tela de cáñamo no desentonaría, pues aquella época me resulta tan remota que se ha convertido en una especie de antigüedad.
¿Por qué esquivo y agacho la cabeza, como un boxeador que se ve superado por el contrincante? Me pongo a hablar de la casa de mi familia y al cabo de un par de frases ya he pasado a la casa de al lado. Así soy yo.
El incidente que me ocurrió con el animal en la carretera, en aquel ocaso invernal, fue definitivo, aunque no sabría decir lo que se definió entonces. Vi dónde estaba, y pensé en la casa, y supe que debía volver a vivir allí, aunque fuera solo durante un tiempo. Y luego llegó el día de abril en que Lydia y yo recorrimos aquellas carreteras que nos eran tan familiares y encontramos las llaves de la casa, que una mano desconocida había dejado debajo de una losa, junto a la entrada. Esa aparente ausencia de intervención humana fue algo también pertinente a la ocasión; fue como si…
—¿Como si qué? —dijo mi mujer.
Me volví hacia ella y me encogí de hombros.
—No lo sé.
Una vez hube puesto en orden mis asuntos —un contrato bruscamente roto, una gira de verano abandonada: todo solucionado en un santiamén—, un domingo por la tarde trasladé mis cosas a la vieja casa, las cuatro cosas indispensables para lo que, no dejo de pensar, será poco más que una breve tregua en mi vida, un intervalo entre dos actos. Cargué mis bolsas y mis libros en el maletero y en el asiento trasero del coche, sin hablar, mientras Lydia contemplaba la operación de brazos cruzados, sonriendo furiosa. Yo iba de la casa al coche y del coche a la casa sin hacer ni una pausa, con el temor de que si me detenía, aunque solo fuera un instante, no volvería a ponerme en movimiento, me disolvería en un charco de irresolución sobre la acera. Era ya verano, uno de esos días borrosos y brumosos de primeros de junio en los que la memoria participa tanto como el clima. Una brisa suave agitaba la lila que hay junto a la puerta principal. Al otro lado de la calle, unos álamos discutían acaloradamente algo terrible, sus hojas tintineaban. Lydia me había acusado de ser un sentimental. «Todo esto no es más que una nostalgia ridícula», dijo, y soltó una carcajada muy poco convincente. Me detuvo en el pasillo, se plantó en medio y, de brazos cruzados, formó una barrera que no me dejaba pasar. Yo respiraba pesadamente, cargado con mis bártulos, miraba al suelo, la zona de sus pies, con aire taciturno, sin decir nada, imaginé que me armaba de valor y la golpeaba. Es la clase de idea que se me mete en la cabeza hoy en día. Es raro, pues nunca he sido violento: la palabra me bastó siempre como arma. Es cierto que cuando éramos más jóvenes y nuestras relaciones más tempestuosas, Lydia y yo a veces resolvíamos las cosas a tortazos, pero en eso no había ira, sino otras cosas —¡qué erótico resulta ver a una mujer levantar el puño para asestar un golpe!—, pues la peor consecuencia de la refriega era que nos zumbaran los oídos o que se nos desportillara un diente. Estas ideas violentas que me asaltan últimamente son alarmantes. ¿No debería ponerme a salvo? Para que no me hagan daño; para no hacer daño a nadie.
—Sé sincero —dijo Lydia—. ¿Vas a dejarnos?
A dejarnos.
—Escucha, cariño…
—No me llames cariño —gritó—. No te atrevas a hablarme así —me di cuenta de que estaba aburrido. El tedio es el hermano del sufrimiento, algo que he ido descubriendo. Aparté la mirada de ella y la posé en el aire, suave e inquieta. Incluso entonces había momentos en que la mismísima luz parecía abarrotada de figuras. Ella esperó; yo seguía sin decir nada—. Venga, vete, pues —dijo, y se dio media vuelta, indignada.
Pero cuando estaba en el coche, a punto de partir, Lydia salió de la casa con el abrigo puesto y las llaves en la mano y se metió en el vehículo sin decir nada. Al poco surcábamos a toda velocidad la belleza indiferente y desaliñada de la campiña. Nos cruzamos con un circo que venía en dirección contraria, uno de esos circos anticuados que casi ya no se ven, con caravanas tiradas por caballos, pintadas de colores chillones, y a las riendas individuos de aspecto gitano con pañuelo al cuello y pendientes. Me dije que un circo había de ser una buena señal, y comencé a sentirme alegre. Los árboles eran protuberancias verdes, el cielo era azul. Recordé una página del cuaderno escolar de mi hija, que había guardado desde que era una niña, oculto en el fondo de un cajón de mi escritorio, junto con un puñado de programas de estreno ya amarillos y un par de cartas de amor clandestinas. Los brotes florecen, había escrito, con su letra grande y ancha de cinco años. La tierra es marrón. Mi mamá me mima mucho. las cosas pueden salir mal. Un espasmo de deliciosa tristeza se abatió sobre mi ánimo; me dije que quizás Lydia tenía razón, a lo mejor soy un sentimental. Rumié las palabras. Sentimentalidad: emoción inmerecida. Nostalgia: anhelo de lo que nunca fue. Comenté en voz alta lo bien que estaba la carretera. «Cuando era pequeño, se tardaba casi tres horas en hacer este trayecto.» Lydia levantó la mirada y suspiró. Sí, otra vez el pasado. Estaba pensando en mi sueño de la mañana de Pascua. Aún me sentía invadido, como me había ocurrido aquel día en campo abierto: invadido, ocupado, grande con lo que había entrado en mí, fuera lo que fuera. Todavía sigue aquí; me siento preñado; es una sensación muy peculiar. Lo que antes contenía era el blastómero de mí mismo, el núcleo caliente y enrollado de lo que era y podía ser. Ahora el yo esencial ha sido apartado a un lado con brutal indiferencia, y yo soy como una casa recorrida de una punta a otra por un desconocido que no puede resistirse a la sensación de ser el dueño. Soy todo interioridad, miro al exterior con una perplejidad que aumenta de día en día, y veo un mundo en el que nada es exactamente verosímil, nada es exactamente lo que es. ¿Y qué decir de la cosa en sí misma, de mi pequeño desconocido? No tener pasado, ni ningún futuro previsible, solo el firme latido del inmutable presente…, ¿qué os parecería eso? Eso es ser para vosotros. Lo imagino, llenándome hasta la piel, anticipándose y acomodándose a todos mis movimientos, imitando con diligencia los detalles más nimios de lo que soy y hago. ¿Por qué no me retuerzo de malestar al sentirme tan horriblemente habitado? ¿Por qué no siento repugnancia, en lugar de esta dulce y melancólica sensación de anhelo y esperanza frustrada?
La casa también había sido invadida, alguien había entrado y había estado viviendo ahí, un vagabundo o un fugitivo. Había cortezas de pan sobre la mesa de la cocina, y bolsitas de té usadas en el fregadero, unas cositas marrones obscenas y aplastadas. Habían encendido la chimenea de la sala, y en la parrilla se veían los restos chamuscados de los libros que el intruso había utilizado como combustible. Aún se podía leer algún título, o una parte del título. Me agaché e intenté leer lo que decían, concentrado como un pitoniso ante su bola de cristal: El fantasma, La casa de mi madre —un título muy apropiado—, algo llamado La aguja del corazón, y, casi quemado del todo, El necesario…, con una palabra final oscurecida por un chamusco que pensé que podía decir Ángel. No un quemalibros vulgar y corriente, eso estaba claro. Me senté sobre los talones y suspiré, a continuación me levanté y fui de un cuarto a otro, frunciendo el ceño ante la mugre, el mobiliario descolorido, las cortinas empalidecidas por el sol; ¿cómo iba a quedarme allí? Lydia me llamó. Fui hacia donde estaba y la encontré en el lavabo que había bajo las escaleras. Olía a barro, y ella apoyaba una muñeca en la cadera, en una pose a lo David de Donatello, y señalaba con un gesto de asco la taza, donde había incrustado un gigantesco zurullo.
—Qué encantadora es la gente —dijo.
Limpiamos lo mejor que pudimos, recogimos la basura, abrimos las ventanas, arrojamos cubos de agua por la taza del váter. Aún no me había atrevido a subir.
—He tenido noticias de Cass —dijo Lydia sin mirarme, atando el cuello de una abultada bolsa de plástico.
Sentí la habitual opresión en el pecho. Cass es mi hija. Vive en el extranjero.
—¿Ah sí? —dije en tono cauteloso.
—Dice que vuelve a casa.
—Las arpías se reúnen, ¿eh? —mi intención era hacer una broma, pero a Lydia la frente se le puso roja—. Harpazein —dije enseguida—, agarrar. Es griego —interpreté al viejo profesor quisquilloso, distante pero bondadoso; cuando te veas metido en un aprieto, actúa.
—Naturalmente, ella se pondrá de tu lado —dijo.
La seguí hasta el salón. Muebles grandes y oscuros permanecían huraños en posición de firmes en la penumbra de la desolada sala, casi como criaturas vivas. Lydia se acercó a la ventana y encendió un cigarrillo. En los pies, alargados, pálidos y delicados, llevaba unas babuchas de terciopelo carmesí que evocaban Arabia. Me asombra pensar que hubo una época en que me habría puesto de bruces ante ella y cubierto aquellos pies árabes de besos, caricias, lágrimas irrefrenables de adoración.
—No sabía que hubiera que elegir entre uno y otro lado —dije con excesiva inocencia.
Lydia soltó una fría carcajada.
—Oh, no —dijo—, tú no sabes nada.
Volvió la cabeza, envuelta en una voluta de humo de cigarrillo azul ceniza. La vegetación del jardín, amenazante, entraba por la ventana que había a su espalda, y en medio del verde se distinguía un fragmento del delicado azur del cielo de verano. Bajo esa luz, la mata plateada de su pelo se veía oscura, ondulada, brillante. Una vez, en una de nuestras riñas, me llamó cabrón de corazón negro, y experimenté una cálida emoción, como si me hubiera lanzado un piropo: esa es la clase de cabrón de corazón negro que soy. Me miró un instante en silencio, negando lentamente con la cabeza.
—No —volvió a decir con un suspiro amargo y cansino—, tú no sabes nada.
Llegó el momento que yo había anhelado y temido, cuando lo único que le quedaba por hacer era marcharse. Deambulamos por la acera que había delante de la puerta a la luz lechosa de última hora de la tarde, juntos aunque ya separados. No se oía ningún sonido humano, como si todas las demás personas del mundo hubiesen desaparecido (¿cómo puedo quedarme aquí?). En ese instante, un coche cruzó la plaza petardeando y pasó junto a nosotros, y el conductor nos miró durante un segundo, con una mezcla de cólera y sorpresa, o eso pareció. Volvió el silencio. Levanté una mano y toqué el aire que había junto al hombro de Lydia.
—Sí, muy bien —dijo—. Me iré.
Le brillaban los ojos, se metió en el coche y cerró la portezuela. Los neumáticos derraparon cuando se alejó. Lo último que vi de ella fue que se inclinaba hacia el volante con un nudillo de la mano pegado al ojo. Volví a entrar en la casa. Cass, pensé. Cass, ahora.
Cosas que hacer, cosas que hacer. Guardar las provisiones, colocar mis libros, mis fotografías enmarcadas, mi pata de conejo de la suerte. Lo hice en un periquete. Subir al piso de arriba no admitía más demora. Solemnemente, comencé a escalar los peldaños como si ascendiera las escaleras del pasado, sintiendo la presión de los años, como una pesada atmósfera. Aquí está mi habitación, la que da a la plaza. La habitación de Alex. Polvo, y un olor a moho, y excrementos en la parte interior del alféizar, pues los pájaros habían entrado a través de un cristal roto. Es curioso cómo los lugares que antaño nos fueron tan íntimos se nos vuelven indiferentes bajo el polvo del tiempo. Primero nos llega la tenue detonación del reconocimiento, y por un momento el objeto palpita en la repentina conciencia de ser único —esa silla, ese horrible cuadro—, y luego todo se combina en esa monótona familiaridad, las partes de un mundo. Todo lo que había en el cuarto parecía alejarse de mí en una hosca renitencia, evitando mi inoportuno retorno. Permanecí allí un segundo, y solo experimenté una sólida vacuidad, como si hubiera contenido la respiración —y quizás lo había hecho—, y luego di media vuelta y bajé un tramo de escalera, hasta la primera planta, y entré en el espacioso dormitorio de la parte de atrás. Todavía había luz. Me quedé junto a la alta ventana, donde aquel otro día había visto a mi onírica esposa oníricamente de pie, y contemplé lo que ella había visto oníricamente: el jardín que se perdía en el interior de anodinas parcelas, luego un grupillo de árboles, y más allá, donde el mundo se inclinaba, un prado más elevado, donde un ganado en miniatura estaba inmóvil, y todo ello rematado, en última instancia, por un borde montañoso, cuyo azul mate se recortaba plano contra el cielo allí donde el sol causaba una lívida conmoción tras un agolpamiento de nubes. Tras haber agotado el exterior, me volví hacia el interior: techos altos, la cama hundida en el medio, adornada con perillas de latón, una mesilla de noche con agujeros de carcoma, una solitaria silla de madera alabeada de aspecto resentido. El linóleo con su dibujo de flores —tres manchas de sangre seca— tenía una zona desgastada junto a la cama, allí donde mi madre, noche tras noche, inagotable, solía pasear intentando morir. No sentí nada. ¿Estuve allí en realidad? Tuve la sensación de que me diluía en presencia de aquellos signos: el hueco en el colchón, el linóleo desgastado; alguien que me observara desde la ventana apenas me vería ahora, convertido en una sombra tan solo.
Ahí también había rastros de un intruso; alguien había dormido en la cama de mi madre. Una efímera rabia me encendió, se desvaneció enseguida; ¿por qué unas cuantas Ricitos de Oro no iban a depositar sus agotadas cabecitas allí donde mi pobre madre jamás posaría ya la suya?
De niño me encantaba merodear de ese modo por la casa. Mi hora favorita eran las tardes, que poseían una cualidad especial, una nostalgia, una sensación de distancia onírica, de estar rodeado de una atmósfera sin límites, que era al mismo tiempo tranquila y perturbadora. Por todas partes había portentos ocultos. Siempre que algo me llamaba la atención, lo que fuera —una telaraña, una mancha de humedad en la pared, un fragmento de periódico viejo que servía de forro a un cajón, una novela tirada—, me detenía y me quedaba mirando ese objeto durante largo tiempo, inmóvil, abstraído, con la mente en blanco. Mi madre tenía huéspedes: oficinistas y secretarias, maestros, viajantes de comercio. Todos ellos me fascinaban, sus vidas furtivas y un tanto angustiadas, de alquiler. Al habitar un lugar que no podían considerar hogar, eran como actores obligados a interpretarse a sí mismos. Cuando uno de ellos se marchaba a vivir a otra parte, yo entraba en la habitación vacía y respiraba su atmósfera silenciosa y atenta, lo registraba todo, hurgaba en los rincones, revolvía en los cajones y en los armarios misteriosamente mal ventilados, diligente como un sabueso a la busca de pistas. Y hay que ver qué restos incriminadores encontraba: dos hileras de dientes postizos de horrible sonrisa, un par de calzoncillos con sangre, rígidos y quebradizos, un asombroso artilugio parecido al fuelle de una gaita, hecho de goma roja y erizado de tubos y boquillas, y, lo mejor de todo, arrumbado en el fondo del estante superior del guardarropa, un tarro cerrado de un líquido amarillento en el que flotaba una rana perfectamente conservada, la fina boca negra y abierta, las patas traslúcidas, separadas, tocaban delicadamente las turbias paredes de cristal de su tumba…
¿Os acordáis de aquel papel pintado, grueso y con relieve que antes estaba tan de moda? Aquí cubre la mitad de las paredes de la casa hasta la altura del rodapié, rígido a causa de las capas de pintura blanca, ahora amarillenta. Me pregunto si se sigue fabricando. Me he pasado la tarde intentando recordar cómo lo llamaban. Sin resultado. Así, me digo, es como estoy condenado a pasar los días, dándoles vueltas a las palabras, líneas errantes, fragmentos de la memoria, para ver qué acecha debajo, como si fueran losas, mientras yo me marchito lentamente.
Las ocho. Se alzará el telón y yo no estaré allí. Otra ausencia. Me echarán de menos. Cuando un actor abandona una representación, no hay suplente que pueda ocupar completamente su lugar. Deja la sombra de algo detrás de sí, un aspecto del personaje al que solo él puede dar vida, su singular creación, independiente de los diálogos. El resto del reparto lo percibe, también el público. El sustituto es siempre un sustituto: siempre se encuentra con otra presencia anterior. ¿Quién, si no yo, es entonces Anfitrión?
Oí un ruido en el piso de abajo y me recorrió un estremecimiento de temor, me temblaron los omóplatos y sentí un sofoco en la cara. Siempre he sido un alma timorata, a pesar de la negrura de mi corazón. Salí al descansillo haciendo crujir las tablas del piso, me quedé en medio de las sombras y escuché, agarrado al pasamanos, percibiendo la textura pegajosa del viejo barniz y la dureza de la madera. De nuevo el ruido me llegó débilmente a través del hueco de la escalera, un roce débil e intermitente. Recordé el extraño animal que vi en la carretera aquella noche. Entonces, un arrebato de indignación e impaciencia me hizo fruncir el ceño y negar con la cabeza. «¡Bueno, esto es totalmente…!», comencé a decir, y me callé; el silencio se llevó mis palabras y se rio de ellas. Abajo, alguien emitió un juramento apagado, gutural, y de nuevo me quedé inmóvil. Esperé —dos roces más— y luego reculé cautamente en dirección a la puerta del dormitorio, me puse en guardia, tomé aliento, y salí una vez más al descansillo, pero esta vez de manera distinta —¿pues ante quién creía estar yo haciendo esa actuación?—, dando un portazo a mi espalda. «¿Hola?», dije en tono solemne, actoral, aunque con una grieta de temor en la voz. «Hola, ¿quién hay ahí?» Eso produjo un silencio sobrecogedor, a continuación una insinuación de carcajada. Y luego se volvió a oír la voz, que se dirigía hacia arriba:
—Soy yo.
Quirke.
Estaba en el salón, en cuclillas delante de la chimenea, con un palo ennegrecido en la mano. Había estado hurgando entre los restos de libros chamuscados. Levantó la cabeza, me guiñó un ojo en un gesto amistoso y me observó mientras entraba.
—Debe de haber entrado algún vagabundo —dijo sin animosidad—. ¿O ha sido usted el que ha estado quemando los libros? —la idea le hizo gracia. Negó con la cabeza y emitió un chasquido con la mejilla—. No se puede dejar una casa sin que nadie la cuide.
Asentí, parado al pie de la escalera, sin que se me ocurriera nada mejor. La sardónica compostura de Quirke es inamovible e irritante. Es el recadero —está ya un poco mayor para ese empleo— que un abogado de la ciudad nombró hace años para que, a petición mía, cuidara de la casa. Es decir, solicité un vigilante: no hablamos de que fuera Quirke. Introdujo el palo en la chimenea y se levantó con sorprendente agilidad, sacudiéndose las manos. Ya me había fijado en aquellas manos inverosímiles: pálidas, sin vello, gruesas en la palma, de dedos largos y ahusados, las manos de una doncella prerrafaelista. El resto de su cuerpo parece un elefante marino. Es grande, de piel suave, pelo pajizo. De unos cuarenta y cinco años, con ese aspecto eternamente joven de un hijo gandul.
—Alguien ha estado viviendo aquí, un intruso —dije en tono de reproche, aunque él no se dio por aludido, pues ni siquiera se inmutó—. Ha dejado algo más que libros quemados —mencioné con asco lo que Lydia había encontrado en el retrete. Eso a Quirke le pareció aún más divertido.
—Habrá sido un okupa —dijo, y sonrió.
Estaba como en su casa, de pie sobre la alfombrilla que había delante de la chimenea —tiene surco, del mismo origen que el que hay junto a la cama de arriba— y miraba a su alrededor con una expresión de pícaro escepticismo, como si todo lo que había en la sala estuviera dispuesto para engañarle y él no se dejara engañar. Sus protuberantes ojos claros me recordaron unos caramelos muy duros que me gustaban mucho cuando era pequeño. Tenía un trocito de barbilla irritado, seguramente por haber querido apurar demasiado el afeitado. Del bolsillo de su raída americana de pana sacó una botella envuelta en una bolsa de papel marrón.
—Hagamos una pequeña fiesta de bienvenida —dijo poniendo una expresión traviesa y mostrando el whisky.
Nos sentamos a la mesa cubierta por el hule y bebimos mientras caía la noche. No era fácil librarse de Quirke. Dejó caer su enorme trasero sobre una silla de la cocina, encendió un cigarrillo y plantó los codos sobre la mesa, mirándome todo el tiempo muy expectante, mientras sus ojos saltones recorrían interrogativamente mi cara y mi cuerpo como los de un escalador que busca dónde agarrarse en un acantilado más peligroso de lo que parecía a simple vista. Me habló de la historia de la casa antes de que mi familia se instalara en ella: la había estudiado, dijo, era una de sus aficiones, tenía documentos, el registro de la propiedad, declaraciones juradas, escrituras, todo en letras caligrafiadas color sepia, adornado con cintas, sellado y lacrado. Mientras tanto yo recordaba la primera vez que lloré en el cine, en silencio, sin poder parar. Lo primero que noté fue un dolor en la garganta, como si algo la obturara, luego las lágrimas saladas que me llegaban a las comisuras de la boca. Me había escabullido de la función de tarde —el sueño imposible del joven Sniveling, mi suplente, hecho realidad— y me había ido al cine, sintiéndome estúpido y eufórico. Allí, cuando empezó la película, comenzaron también esas inexplicables lágrimas, hipos, gemidos ahogados, y estuve allí sentado temblando, con los puños apretados en el regazo mientras las lágrimas calientes me caían por la barbilla y me mojaban la pechera de la camisa. Estaba atónito, y también avergonzado, por supuesto, pues temía que los demás espectadores que había a mi alrededor se dieran cuenta de mi lamentable crisis emocional, aunque también había algo glorioso en ese abandono, en esa transgresión tan infantil. Cuando la película terminó, salí al frío del exterior con los ojos enrojecidos; oscurecía, y de pronto me sentí vaciado, vigorizado, purificado. A partir de entonces se convirtió en una vergonzosa costumbre, lo hacía dos o tres veces por semana, en distintas salas, cuanto más cutres mejor, sin tener la menor idea de por qué estaba llorando, qué pérdida lamentaba. En algún lugar de mi interior debía de existir un pozo de dolor del que manaran esas fuentes. Despatarrado en la oscuridad habitada por fantasmas, sollozaba hasta quedarme seco, mientras ese espectáculo de violencia y pasiones imposibles se desarrollaba sobre la inmensa pantalla inclinada delante de mí. Y entonces llegó la noche en que me vine abajo en el escenario —sudor, frío, boqueadas de mudez impotente, todo— y supe que tenía que dejarlo.
—¿Qué le trae por aquí? —dijo Quirke—. ¿Para qué ha venido?
En la ventana, la tarde toca a su fin, hay una luz sucia, y la maleza descuidada del jardín se ve toda gris. Quise decirle: He vivido demasiado tiempo entre superficies, he resbalado con pericia sobre ellas; ahora necesito el shock del agua helada, las gélidas profundidades. Sin embargo, ¿acaso no era el hielo mi problema, lo que me penetraba hasta las entrañas? Un hombre invadido por el frío… Fuego, más bien; fuego era lo que necesitaba… Con un sobresalto volví en mí, desde mí. Quirke estaba asintiendo: alguien debía de haber dicho algo importante… Señor, me pregunté, ¿he sido yo? Últimamente, a menudo me asombraba oír cómo la gente respondía a frases que creía haber pronunciado solo en mi cabeza. Sentí deseos de pegar un salto y decirle a Quirke que se fuera, que se fuera y me dejara en paz, con mis propios recursos, con mis propias voces.
—Ese es el problema, de acuerdo —estaba diciendo Quirke, y asentía lenta, solemnemente, como ese santo negro que había en la alcancía y asentía cuando se introducía un penique. ¡Mnemósine, madre de los pesares!
—¿Cuál? —dije.
—¿Cuál qué?
—El problema…, ¿cuál es el problema?
—¿Qué?
Parecíamos patos graznando. Nos quedamos mirando sin saber qué decir.
—Lo siento —dije, levantando una mano de manera cansina para hacerme sombra en los ojos—. He olvidado de qué estábamos hablando.
Pero la atención de Quirke también se había ido a otra parte, y se quedó inmóvil, con un hombro encorvado y las manos virginales de dedos pálidamente unidos apoyadas en la mesa, delante de él. Yo me levanté un tanto ladeado y el mundo de pronto pareció deslizarse hacia un lado y comprendí que estaba borracho. Dije que debía irme a la cama. Quirke me miró entre asombrado y ofendido. Él también debía de estar borracho, pero estaba claro que no tenía ganas de irse a casa. No se movió, y dejó que su mirada dolida se dirigiera a la ventana.
—Aún no ha oscurecido —dijo—, fíjese. Y sin embargo, cuando oscurece, da la impresión de que la noche nunca acabará. Esta es una época del año terrible, si no eres de los que duermen mucho.
No dije nada más, sino que conseguí levantarme apoyando los dedos juntos en la mesa, con un leve bufido, la cabeza colgándome. Quirke exhaló un suspiro que al final se convirtió en un leve gorjeo involuntariamente triste, y por fin logró erguirse, para abrir de inmediato la puerta del pasillo, haciendo que la palanca con lengüeta del fiador entrara y saliera repetidamente del gastado agujero: quirquirquirke. Se adentró tambaleándose en el pasillo, dio un fuerte bandazo hacia un lado y golpeó la jamba de la puerta con el hombro, maldijo, rio entre dientes, se puso a toser. «Buena suerte», dijo, agachándose al pasar bajo el dintel de poca altura y saludándome con el brazo rígido. Sin decir nada caminamos en fila india por la casa a oscuras. Cuando abrí la puerta de la calle los olores de la noche inundaron el vestíbulo, de brea y altramuz, de algo mohoso, de las aceras calentadas por el sol, de la salada bruma del mar, y de muchas otras cosas sin nombre. La bicicleta de Quirke, un armatoste alto, negro y anticuado, estaba encadenada a una farola. Se demoró un momento, miró medio adormilado a su alrededor. La plaza desierta, en el crepúsculo, con sus tejados bajos y encorvados y sus ventanas sombríamente iluminadas, tenía un aire ajeno, levemente siniestro, casi parecía Transilvania. «Buena suerte», volvió a decir Quirke en voz alta, y soltó una carcajada lúgubre, como ante un chiste patético. El sillín de su bicicleta estaba cubierto de rocío. Indiferente a esa húmeda incomodidad, montó y se alejó pedaleando de manera irregular, y yo di media vuelta y cerré la puerta de la casa, divagando caóticamente en mi trastornado corazón.
Mientras me sumergía en el sueño, mi aliento de whisky viciando el aire, sentí como si una parte de mí se me separara del cuerpo y se quedara flotando en la oscuridad de la habitación, como humo, como el pensamiento, como la memoria. La brisa nocturna agitaba el borde de la polvorienta cortina de encaje de la ventana. Aún se veía una especie de luz trémula en el cielo distante. Me puse a soñar. Había una habitación, fresca, de suelos y paredes de mármol, como en una villa romana, y a través de unas ventanas sin cristales se veía una empinada colina ocre y una hilera de árboles que hacían de centinelas. Había pocos muebles: un sofá adornado con volutas en los extremos y una mesa baja en la que había ungüentos en tarros de pórfido y frascos de cristal de colores, y en la otra punta un alto jarrón con una sola azucena inclinada. En el sofá, de cuya superficie podía ver unos tres cuartos, una mujer estaba echada de espaldas, era joven, pecho abundante, una piel inverosímilmente pálida, los brazos desnudos estaban levantados y ocultaba la cara con abandono y vergüenza. Junto a ella estaba sentada una negra cubierta con un turbante, también desnuda, una figura inmensa con unos muslos lustrosos como melones y unos pechos duros, grandes y relucientes, y las palmas de las manos anchas y rosadas. Los dedos corazón y pulgar de su mano derecha se hundían hasta el nudillo y la base del pulgar en los dos orificios del regazo que con tanta licencia ofrecía la mujer. Observé los flecos rosáceos de la vagina, exquisitos como las volutas de la oreja de un gato, y el tenso borde del ano, aceitoso y de color té. La esclava volvió la cabeza y me miró por encima del hombro con una amplia y desenvuelta sonrisa, y, en honor a mí, agitó sus dedos en el interior de la carne abierta de su señora, y la mujer se estremeció y emitió un maullido. En el sueño súcubo mi cara formaba un rictus, y a medida que el sueño se apoderaba de mí, arqueaba la espalda y apretaba la nuca en el almohadón, y entonces me quedé quieto durante un instante muy prolongado, como un dictador muerto que yace en la capilla ardiente sobre un lecho de felpa.
Abrí los ojos y no sabía dónde me encontraba. La ventana no estaba en su sitio, el guardarropa tampoco. Entonces me acordé, y la misteriosa premonición volvió a apoderarse de mí. No había ni luz ni oscuridad, sino un tenue y granulado resplandor que parecía no proceder de ninguna parte, a menos que se originara en la propia habitación, en las mismísimas paredes. Sentí el ritmo irregular y acelerado de mi afanoso corazón. La pegajosa humedad del muslo se estaba quedando fría. Me dije que debía levantarme e ir al retrete a limpiarme, e incluso me vi alzándome de la cama y buscando a tientas el interruptor de la luz —¿estaba soñando aún, medio dormido?—, pero me quedé echado, envuelto en esa sedosa calidez. Lánguidamente, mi fantasía me llevó de nuevo junto a la mujer del sueño y otra vez tracé el perfil de sus blancos miembros y toqué sus lugares secretos, pero ahora sin agitación ninguna, solo con curiosidad, asombrándome ligeramente de su carne irrealmente blanca, de su fantástica lujuria. Cavilando sobre esto en mi amodorrado sopor, me di la vuelta sobre la almohada, y fue entonces cuando vi la figura que estaba en el cuarto, inmóvil, un poco alejada del lateral de la cama. La tomé por una mujer, o por un anciano con aspecto de mujer, o incluso por un niño, de género indeterminado. Tapada de pies a cabeza e inmóvil, seguía con la cara vuelta en dirección a mí, como uno de esos guardianes de los pabellones de hospital de hace mucho tiempo, los que se ocupaban de las fiebres infantiles. Tenía la cabeza cubierta y no distinguía sus rasgos. Las manos se entrelazaban delante del esternón en lo que parecía una actitud de súplica, o de oración angustiada, o algún otro extremo de apasionado esfuerzo. Naturalmente, yo estaba asustado —sentía un sudor frío en la frente, se me erizaban los pelos de la nuca—, pero la impresión que me llegaba con más fuerza era el ser el objeto de una intensa concentración, una especie de necesario examen. Intentaba hablar pero no podía, y no porque el miedo me impidiera hacerlo, sino porque el mecanismo de mi voz no conseguía funcionar en ese otro mundo entre la vigilia y el sueño en que estaba suspendido. Sin embargo, la figura no se movió, no dio señal alguna, simplemente permaneció en esa pose de extrema ambigüedad, esperando, quizás, alguna deseada reacción por mi parte. Pensé: El necesario…, y mientras lo hacía, en ese momentáneo parpadeo de la mente, la figura se esfumó. Yo no fui consciente de que se fuera. Pareció no haber transición alguna entre su estado de visibilidad y de invisibilidad, como si no se hubiera marchado sino tan solo cambiado de forma, o se hubiera refinado hasta pasar a una frecuencia fuera del alcance de mis toscos sentidos. Aliviado y al mismo tiempo lamentando su marcha, cerré los ojos, y cuando volví a abrirlos, a regañadientes, apenas transcurrido un momento, o eso me pareció, una amplia línea de luz ya se abría paso a través de la separación de las cortinas.
Así es como me desperté en ese momento, saliendo sigilosamente del sueño como si hubiera pasado la noche escondido. El haz dorado que se abría paso entre las cortinas era cegador. Los rincones de la habitación se poblaban de sombras marronosas. Me desagradan profundamente las mañanas, su textura envolvente, mohosa, como la de una cama en la que se ha dormido demasiado tiempo. Últimamente hay albas en las que me despierto deseando que sea otra vez de noche y el día haya acabado ya. He llegado a considerar mi vida como el transcurrir interminable de una mañana: sea cual sea la hora, siempre es como si acabara de levantarme e intentara aclararme las ideas y comenzar a controlar la situación. Suspiré, aparté las sábanas de una patada y mis piernas serpentearon encima del colchón lleno de protuberancias. Haría calor. La noche anterior, en mi ebriedad, se me había pasado por la cabeza irme a dormir a la cama de mi madre —sí, aquí está de nuevo Herr Doktor, con su barba y su puro—, pero debí de cambiar de opinión, pues estaba en mi dormitorio de siempre. A menudo, de chaval, en mañanas de verano como esta, había permanecido echado aquí, flotando en una gasa de expectación, convencido de que grandes sucesos estaban a punto de ocurrir, como si dentro de mí existiera un brote que hubiera de abrirse para descubrir la flor maravillosamente intrincada de lo que sería mi vida cuando por fin comenzara. ¡Cuántos planes tenía! O, mejor dicho, no eran planes, eran cosas demasiado vagas e importantes y lejanas como para poder considerarlas planes. ¿Esperanzas, pues? Tampoco eso. Sueños, supongo. Fantasías. Delirios.
Con un gruñido y un gran esfuerzo me levanté de la cama y me puse a rascarme. Sospecho que cada vez me parezco más a mi padre, sobre todo en sus últimos meses de vida, con esa misma actitud escudriñadora, aprensiva. Es su venganza póstuma, el legado de un parecido cada vez mayor. Me dirigí lentamente hacia la ventana y abrí las cortinas harapientas, entrecerrando los ojos a la luz. Aún era temprano. La plaza estaba desierta. Ni un alma, ni siquiera un pájaro. Una alta y afilada cuña de luz daba en la tapia blanca del convento, inmóvil y amenazante. Un día de mayo, cuando era niño, le construí un altar a la Virgen María. ¿Qué me inspiró a acometer tan extraordinaria empresa? Puede que se me concediera algún instante visionario, un atisbo del azul matutino, o el resplandor de un cielo ilimitado de mediodía, o un encendimiento perfumado de azucenas, en las vísperas, en mitad del rosario, mientras se recitaban los gloriosos misterios. Yo era un crío solemne, propenso a arrebatos de fervor religioso, y ese mes de mayo, que es el mes de María —y también, curiosamente, el de Lucifer y el lobo; ¿quién determina estas cosas, me pregunto?—, estaba decidido a construir un altar, o una gruta, como se llamaba a esas cosas en aquella época y en esta parte del mundo, y como probablemente se las llama todavía. Elegí un lugar en el camino que había junto a la casa, donde un pequeño arroyo marrón serpenteaba bajo un seto de espino. No estaba seguro de si las piedras eran gratis, y las recogí con circunspección de los campos y solares vacíos de los alrededores, eligiendo en concreto las piedras blancas silíceas. De los setos recogí prímulas, y cuando me di cuenta de lo rápido que morían las flores, arranqué las plantas con raíces y todo y las sembré en el trozo de tierra que había escogido, entre las piedras, llenando primero los agujeros y contemplando con satisfacción cómo las burbujas lodosas subían y estallaban a medida que los tepes se hundían y se aposentaban y yo los acababa de colocar pisándolos con el tacón de mis botas de goma. La imagen de la Virgen debí de sacarla de mi casa, o a lo mejor convencí a mi madre de que comprara una especialmente para mi santuario: imagino que la recuerdo refunfuñando a causa del gasto. No veía con buenos ojos esa empresa mía, desconfiaba de esa muestra de piedad, pues a pesar de su veneración por la Virgen, prefería las muestras de virilidad a la ñoñería. Cuando acabé el trabajo, me quedé sentado un buen rato, lleno de satisfacción y orgullo, contemplando aquel altar, y sintiéndome virtuoso de una manera empalagosa. Oí al viejo Nockter, el vendedor de manzanas, llegar con su caballo y su carreta, proclamando su mercancía en una calle lejana, y a la loca Maude en su desván arrullando a sus muñecas. Más tarde, cuando el sol ya caía y las sombras se alargaban, mi padre salió de la casa en mangas de camisa y tirantes, y miró la gruta y a mí y de nuevo la gruta, y se pasó la lengua por los dientes, y sonrió y no dijo nada, distante y escéptico, como siempre. Cuando llovía, la cara de la Virgen parecía surcada por las lágrimas. Un día, una pandilla de chicos mayores que pasaba por allí con sus bicis vio el altar. Desmontaron, agarraron la estatua y se la fueron pasando uno a otro, riendo, hasta que a uno de ellos se le escurrió, cayó al suelo y se hizo añicos. Recuperé un fragmento de su manto azul y lo conservé, horrorizado por la blancura a la vista del yeso; tal pureza era casi indecente, y siempre que, posteriormente, oía a algún cura decir que la Virgen María había nacido sin mancha de pecado experimentaba una inquieta y secreta emoción.
La Virgen debía de ser de origen minoico; incluso los colores, cobalto y blanco cal, sugieren las islas griegas. María, una nueva Pasífae, con una serpiente en la mano y sus pechos cónicos a la vista, he ahí una idea para asustar a los curas.
He seguido siendo un devoto de la diosa, y ella a su vez se ha mostrado atenta conmigo en las diversas formas en que se ha manifestado en mi vida. Primero, por supuesto, estaba mi madre. Intentó comprenderme sin conseguirlo, como si me hubieran cambiado por su verdadero hijo al nacer. Era una persona quejumbrosa, enajenada, dada a las preocupaciones y a las inquietudes sin motivo, siempre víctima de injusticias sin especificar, siempre a la espera, parecía —los labios apretados, sufriendo con paciencia—, de una disculpa general del mundo. Todo le daba miedo, llegar tarde y llegar demasiado pronto, que hubiera corriente y que estuviera al ambiente muy cargado, los gérmenes, las multitudes, los accidentes y los vecinos, el que un desconocido la derribara de un golpe en la calle y le robara. Cuando mi padre murió, asumió su condición de viuda como si fuera su estado natural, y como si su vida con él no hubiera sido más que una prolongada y dolorosa preparación. Mis padres no fueron felices; la felicidad no formaba parte de lo que la vida les reservaba. No reñían, creo que su relación no era lo suficientemente estrecha para ello. Mi madre era locuaz, a veces hasta el extremo de la histeria, mientras que mi padre guardaba silencio, por lo que mantenían un violento equilibrio. Cuando él murió, o dejó de apagarse —su deceso físico no fue sino la conclusión oficial de una lenta disolución, como el punto final que el médico clavó aquel día sobre su certificado de defunción, dejando una mancha reluciente—, ella, a su vez, se entregó a un silencio cada vez más acusado. La voz de mi madre se tornó fina, como de papel, con una cadencia llorosa, como la de alguien abandonado en medio del polvo del camino que contempla alejarse las ruedas del carruaje, con una frase a medio acabar y nadie para rematarla. Su relación conmigo se convirtió en una especie de súplica incesante, a veces lastimera y a veces colérica. Lo que quería era que le explicara por qué era yo como era, por qué era tan distinto de ella. Era como si creyera que, de algún modo, podría resolver a través de mí el enigma de su propia vida, de las cosas que le habían ocurrido y de las muchas más que nunca le sucedieron. Pero yo no podía ayudarla, yo no era la persona adecuada para cogerla de la mano y llevarla por el sombrío sendero que hay más allá de las verjas cerradas que protegen todas las riquezas acumuladas de lo que pudo haber sido y no fue. Para ella todo acababa en frustración y en un furioso rechazo, y se aferraba a los postes de la última verja, la que finalmente se había abierto para ella, afirmando los pies en el umbral, hasta que venía el guardián y la arrancaba de allí y la obligaba a seguir avanzando hacia el lugar oscuro. No, yo no podía ayudarla. Ni siquiera lloré ante su tumba; creo que pensaba en otra persona. En lo más profundo de mí, como debe de haber en todas las personas —o al menos deseo que haya, pues no me gustaría ser el único—, existe una parte a la que solo le importa ella misma. Podría perderlo todo y a todos y esa luz piloto seguiría quemando dentro de mí, esa llama constante que nada extinguirá, hasta la extinción definitiva.
Recuerdo claramente el día en que por primera vez tuve conciencia de mí mismo, quiero decir de mí mismo como algo distinto de todo lo demás. De niño siempre prefería esos intervalos del año en los que una estación había acabado y la siguiente aún no había comenzado, y todo era gris, silencioso y tranquilo, y, surgiendo de esa quietud y ese silencio, daba la impresión de que algo se me acercaba, algo pequeño, suave, vacilante se presentaba ante mis sentidos. El día al que me refiero, yo paseaba por la calle principal del pueblo. Era noviembre, o marzo, no un día frío, sino neutro. El cielo estaba cubierto y caía una fina lluvia, tan fina que apenas se percibía. Era por la mañana, y las amas de casa estaban en la calle, con sus bolsas de la compra y sus pañuelos en la cabeza. Un perro que parecía ir a alguna parte pasó trotando a mi lado, sin mirar a derecha ni izquierda, siguiendo una línea recta invisible sobre la acera. Había un olor a humo y carnicería, y el salobre olor del mar, y, como siempre en el pueblo aquellos días, el tenue hedor dulzón a comida para cerdos. La puerta abierta de una ferretería me lanzó su aliento pardusco al pasar. Mientras me llegaban todas estas sensaciones, experimenté algo que solo puedo llamar felicidad, aunque no fuera felicidad, sino algo que era más y menos que la felicidad. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué, en esa vulgar escena que se desarrollaba ante mí, en aquellas imágenes y sonidos y olores corrientes del pueblo, había hecho que esa cosa inesperada, fuera lo que fuera, surgiera en mi interior como la posible respuesta a todos los anhelos sin nombre de mi vida? Todo era en aquel momento igual que siempre, las amas de casa, el perro que parecía ir a alguna parte, lo mismo, y sin embargo, en cierto modo, había sufrido una transfiguración. Junto con la felicidad tuve una sensación de angustia. Fue como si llevara un frágil cáliz que debía proteger, como ese chico del cuento que nos contaban en la escuela que llevó la Sagrada Forma por las calles licenciosas de la antigua Roma oculta debajo de su túnica; en mi caso, sin embargo, al parecer yo mismo era ese cáliz. Sí, eso era, era yo lo que estaba ocurriendo en ese momento. No sabía qué significaba eso exactamente, pero seguramente, me dije, seguramente significaba algo. Y así fue como seguí andando, entre mi felicidad y mi asombro, bajo la fina lluvia, portando el misterio de mí mismo en el corazón.
¿Fue ese mismo frasco con el preciado fluido de los dioses, aún dentro de mí, lo que se vertió en el cine aquella tarde, un frasco que seguía llevando en mi interior y que sin embargo se derramaba al menor movimiento, cada vez que mi corazón latía de manera irregular?
Pasé los años de mi juventud preparándome para ser actor. Vagaba por las calles poco concurridas del pueblo, siempre solo, interpretando solitarios dramas de lucha y triunfo en los que yo recitaba todos los papeles, incluso los de los vencidos y masacrados. Sería cualquier persona excepto yo mismo. Y así ese intenso e interminable ensayo continuó un año tras otro. Pero ¿para qué estaba ensayando? Cuando buscaba en mi interior no encontraba nada acabado, solo un permanente potencial, una espera para seguir adelante. En el lugar donde se suponía que debía estar mi yo no había más que un vacío, un hueco extático. Y ese vacío donde debería estar el yo era invadido por muchas otras cosas. Las mujeres, por ejemplo. Lo ocupaban con la idea de llenarme con todo lo que tenían que ofrecer. No era simplemente que yo fuera un actor y que supuestamente, por tanto, careciera de una parte esencial de mi personalidad; yo suponía un reto para ellas, para su instinto de crear, de dar la vida. Me temo que conmigo no tuvieron éxito.
Lydia parecía la única capaz de concentrarse lo suficiente en mí como para hacerme resplandecer en el mundo con tal parpadeante intensidad que hasta yo pudiera considerarme real. Cuando la conocí, ella vivía en un hotel. Me refiero a que sus padres regentaban un hotel. Aquel verano —ha pasado ya más de la mitad de mi vida— la veía casi cada día mientras entraba y salía por las puertas giratorias del Halcyon, ataviada con extravagantes indumentarias de estopilla y terciopelo y abalorios. Tenía el pelo negro y muy lacio, en el conmovedor estilo de la época, con una atrevida mecha plateada menos pronunciada de lo que sería años después, pero que ya llamaba la atención. En aquel entonces yo no dejaba de pensar en ella. Yo vivía en un asqueroso edificio incrustado en una de esas montañas de adoquines que había delante del río, donde al amanecer me despertaba el retumbo de los apocalípticos cascos de los carromatos que salían de la fábrica de cerveza, y las noches estaban impregnadas del mareante olor dulzón de la malta al tostarse. Deambulaba por el dique, esperándola una hora tras otra, en la atmósfera sofocante y arenosa del verano en la ciudad. Era una mujer exótica, una hija del desierto. Caminaba con una especie de meneo enfurruñado, balanceando los hombros, siempre con la cabeza gacha, como si meticulosamente volviera sobre sus pasos hacia algún lugar o hacia algo importante. Cuando empujaba las puertas giratorias del hotel, los cristales proyectaban una imagen múltiple y astillada de su cuerpo antes de perderse en la penumbra abarrotada del vestíbulo. Yo imaginaba distintas versiones de lo que era su vida. Era extranjera, por supuesto, la hija fugitiva de una familia aristocrática con un fabuloso árbol genealógico; era la examante de un hombre muy rico, y se ocultaba de los agentes de él en ese lugar dejado de la mano de Dios; desde luego, algo debía de haber en su pasado, de eso estaba convencido: una dolorosa pérdida, un secreto, un crimen, incluso. Cuando por casualidad me la presentaron en un estreno teatral —en aquella época Lydia era muy aficionada al teatro, y al parecer iba a ver todas las obras que se estrenaban con un entusiasmo muy poco selectivo— experimenté una inevitable decepción, como si algo se partiera bajo mi diafragma. Una chica más, después de todo.
—Te he visto —me dijo— vagando por los muelles —siempre era desconcertantemente directa.
Pero su toque oriental, su palidez de invernadero y sus cejas negrísimas y el tenue vello de su labio superior ejercían sobre mí un poderoso atractivo. El hotel Halcyon se convirtió para mí en una especie de oasis; cuando no había entrado nunca, imaginaba que tras sus puertas giratorias se ocultaba un mundo secreto de agua y vegetación y sensuales murmullos; casi me llegaba el sabor a sorbete, el olor a sándalo. Lydia tenía una presencia imponente, que era aún más seductora por el hecho de que ella no parecía darse cuenta. Yo admiraba la rotundidad de su cuerpo, la sensación que producía de llenar cualquier prenda que llevara, por amplia o suelta que fuera. Incluso su nombre me sugería opulencia física. Era mi princesa de pelo lacio y formas poderosas, un tanto desamparada. Me encantaba contemplarla cuando habíamos quedado y se acercaba, con esas anchas caderas un tanto caídas y esa sonrisa distraída, siempre vagamente insatisfecha. Yo disfrutaba con ella; me tenía totalmente a sus pies; decidí enseguida, sin tener que pensarlo mucho, que me casaría con ella.
Debería decir que el nombre auténtico —el que le pusieron— de mi esposa es Leah; pero en el barullo del bar del teatro en que nos presentaron aquella noche lo confundí con Lydia, y cuando posteriormente se lo repetí, le gustó, y entre nosotros quedó como un nombre cariñoso, y así seguí llamándola, incluso entre las personas de su familia con quienes tenía más confianza. Ahora se me ocurre preguntarme si esa rendición y ese cambio de nombre obraron en ella una transformación más profunda que la de la mera nomenclatura. Renunció a una parte de sí misma, pero también, seguramente, ganó algo. El trayecto de Leah a Lydia no es corto. Cuando comencé a trabajar en el mundo del teatro jugué con la posibilidad de inventarme un nombre artístico, pero ya había tan poco de mí que fuera real que pensé que no podía permitirme sacrificar la etiqueta imperial que mi madre —pues estoy seguro de que mi padre no tuvo nada que decir en el asunto— me asignó para que al menos pudiera ser un ruido en el mundo, aunque todos, mi madre incluida, enseguida abreviaron mi nombre dejándolo en Alex. En mis primeros papeles me hacía anunciar con el nombre de Alexander, pero no duró. Me pregunto qué se necesita para ser inmune a las abreviaciones.
Busqué el nombre de Leah en el diccionario, que me indicó que en hebreo significa «vaca». Dios mío. No es de extrañar que estuviera dispuesta a renunciar a él.
De todos mis recuerdos de aquella época permanece una leve sensación de bochorno. Yo no era del todo lo que fingía ser. Es uno de los defectos de los actores. No es que contara mentiras de mí, pero permitía que a través de la deliberada imprecisión de mis orígenes asomaran ciertas inexactitudes que eran, francamente, bastante exageradas. El hecho es que de buena gana habría cambiado todo lo que me había hecho como era por una mínima cualidad heredada, algo que no fuera invención mía, y que no habría hecho nada para merecer: clase, cuna, dinero, incluso un hotel venido a menos a la orilla del río y una gota de sangre de Abraham en las venas. Yo era un desconocido, como decimos de los novatos en mi profesión: en mi caso, literalmente un desconocido, incluso para mí mismo.
Creo que decidí ser actor para poder tener a mi disposición un repertorio de personajes que fueran más grandes, más imponentes, de más peso y trascendencia de lo que yo podía aspirar a ser. Estudié, ya lo creo que estudié, me refiero al hecho de llegar a ser otros, mientras al mismo tiempo me esforzaba por alcanzar mi auténtico yo. Dedicaba muchas horas a mis ejercicios, mucho más de lo que exigían mis profesores más exigentes. La escena es una gran academia; dominé todo tipo de habilidades inútiles; sé bailar, sé esgrima, puedo, si lo exigen las circunstancias, bajar por una cuerda desde el techo con un alfanje entre los dientes. Cuando era más joven era capaz de caerme en redondo, ¡paf!, como un buey al que derriban de un golpe. Durante un año asistí a clases de dicción a cinco libras la sesión, impartidas por una amable viejecita ataviada de terciopelo negro y rancio encaje —«Cuando dice güevo, señor Cleave, ¿lo que está queriendo decir es huevo?»—, quien, durante nuestras clases semanales de media hora, se excusaba cada poco y se volvía recatadamente para echar un trago furtivo de un botellín que mantenía escondido en el bolso. Hice un curso de ballet al que asistí durante todo el invierno, sudando obstinadamente en la barra, observado por estúpidas colegialas y efebos de ojos tiernos y dudosas intenciones. Devoraba textos instructivos. Leía a Stanislavski, el libro de Bradley sobre la tragedia y el de Kleist sobre el teatro de marionetas, e incluso los libros de vejetes de nombre rimbombante como Granville-Barker o Beerbohm Tree acerca del arte de interpretar. Buscaba los tratados más desconocidos. Todavía tengo en mis estantes Dell’arte rappresentativa, premeditata ed all’improviso de Perrucci —solía pronunciar el título marcando las erres, como si fuera un verso de Petrarca— sobre la comedia veneciana del siglo XVII, que llevaba a todas partes con estudiado aplomo, y del que había leído algunas páginas, con mucho esfuerzo y la ayuda de un manual. Lo que yo pretendía era ni más ni menos que una transformación total, convertir todo lo que yo era en un nuevo ser milagroso y brillante. Pero era imposible. Lo que yo deseaba solo podía conseguirlo un dios: un dios o una marioneta. Aprendí a interpretar, eso fue todo, lo que significa que aprendí a interpretar de manera convincente el papel de un actor que parece no interpretar. Pero eso no consiguió elevarme de categoría, que era lo que yo pretendía. El hombre hecho a sí mismo que yo era carecía de una base sólida. El que levanta cabeza sin ayuda de nadie teme constantemente darse un golpe, y en sus oídos resuena siempre la carcajada del mundo, como si le dijeran: ¡Mira, menudo coscorrón se ha dado! Yo venía de la nada, y ahora, por fin, a través de Lydia, había llegado al centro de lo que me parecía alguna parte. Naturalmente, me veía obligado a inventar, a elaborar mi personalidad, pues ¿cómo iba a esperar que me aceptaran por lo que era en aquel nuevo y exótico hospedaje que ella me ofrecía?
Nos casamos por lo civil, algo escandaloso en aquella época; eso me hizo sentir bastante iconoclasta. Mi madre no quiso asistir, no tanto por que desaprobara la mezcla de razas —aunque desde luego la desaprobaba—, sino por miedo a aquel mundo para ella extraordinariamente exótico en el que yo estaba entrando. El banquete de boda se celebró en el Halcyon. Aquel día hacía calor, y el hedor procedente del río le dio a la celebración un nauseabundo olor a bazar. Los numerosos hermanos de Lydia, de pelo negro y enormes posaderas, afables y con un curioso aspecto de niños, me dieron golpecitos en el hombro e hicieron algunas inofensivas bromas soeces. Constantemente se alejaban de mí; así es como los recuerdo aquel día, alejándose de mí, todos con aquellos andares familiares de nalgas pesadas que en su caso les hacían caminar como patos, lanzándome una carcajada por encima del hombro con una especie de amigable escepticismo. Mi flamante suegro, un viudo al que no se le escapaba nada y que tenía la noble frente de un rey filósofo que casaba muy poco con él, observaba el acontecimiento, y parecía más el detective del hotel que el propietario. Mi aspecto le había desagradado desde el principio.
¿He descrito el Halcyon? Me encantaba ese viejo hotel. Ahora ya no existe, claro. Los hijos del dueño se libraron de él cuando murió su padre, luego se declaró un incendio, y el edificio quedó arrasado y vendieron el solar. Parece increíble que algo tan sólido pudiera quedar reducido a cenizas. El interior, tal como lo recuerdo, era de color marrón, no el marrón de madera envejecida, sino de barniz antiguo, de repetidas capas de barniz, ligeramente pegajoso al tacto, como un caramelo blando. Un tenue olor a comida recalentada flotaba día y noche por los pasillos. Los cuartos de baño poseían enormes retretes que eran como un trono, con asientos de madera, y las bañeras parecían hechas para dejar en ellas novias recién asesinadas; cuando uno abría los grifos, se oían unos tremendos golpes a lo largo de las tuberías, que hacían que las paredes temblaran hasta el desván. Fue bajo ese techo, en una de sus habitaciones vacías, una veraniega y sofocante tarde de Sabbath, sobre una cama alta y ancha que parecía un altar, donde Lydia y yo hicimos el amor de manera ilícita por primera vez. Fue como coger entre mis manos un pájaro grande y maravilloso y aturullado que zureara y graznara y agitara las alas salvajemente y se estremeciera al final y se hundiera debajo de mí con unos débiles gritos que parecían de aflicción.
Pero esa sumisión en el dormitorio fue engañosa. A pesar del aire distraído de Lydia, de la fijación con su padre y su respeto reverencial por los escenarios, a pesar de sus ajorcas y abalorios y sedas flotantes —había días en que parecía una caravana completa que serpenteara a través de la neblina del calor de las dunas—, sé que, de los dos, ella era la más fuerte. No quiero decir que ella fuera más dura; yo soy duro, pero nunca fui fuerte; esa es mi fuerza. Ella cuidaba de mí, me protegía del mundo y de mí mismo. Bajo su caparazón, yo podía fingir que era tan blando como cualquiera de los cobardicas que aparecen en las comedias de la época de la Restauración, que volvieron a ponerse de moda —algo que ocurre periódicamente— más o menos a la mitad de mi carrera. Lydia incluso heredó algo de dinero cuando su padre decidió morirse un generoso día de Navidad. Sí, éramos una pareja, una obra de dos actores, un equipo. Y entonces, con los ojos enrojecidos y resacoso, en calzoncillos junto a la ventana del dormitorio de mi infancia, dominando la plaza vacía, confuso y sumido en una inexplicable tristeza, me pregunté cuándo ocurrió exactamente el momento de catastrófica falta de atención en que se me cayó la copa dorada de mi vida y dejé que se hiciera añicos.
Descalzo, bajé con paso vacilante, entré en la cocina y me incliné inseguro sobre la mesa. Me dolían los ojos y sentía una terrible presión en la cabeza. La botella de whisky, vacía en sus tres cuartas partes, permanecía solitaria sobre la mesa, en una posición que parecía de inconfundible reprimenda. La cocina, iluminada por el sol, era una tienda de campaña luminosa y tensa sostenida por clavijas de luz que se reflejaban en muchos rincones, el tapón de la botella, el borde del vaso manchado, el filo de un cuchillo insoportablemente reluciente. ¿Qué le había dicho a Quirke? Me acordé de que le había relatado la noche en la que aquel animal me hizo detenerme en la carretera y supe que debía venir a vivir aquí. Le había relatado ese sueño en el que me veía de niño una mañana de Pascua; incluso le había descrito el pollo de plástico, y le había preguntado si conocía la diferencia entre una gallina y un pollo. Consideró la cuestión seriamente durante unos momentos que se prolongaron, sin resultado. A continuación, me oí hablarle de esas tardes en las que me escapaba para ir a llorar a los cines de la periferia. Bajo la influencia del whisky fui incapaz de reprimirme nada, otra versión de esas tormentas de inexplicable aflicción que me acometían en aquella húmeda oscuridad, acurrucado bajo aquellas enormes y relucientes pantallas. Y en aquel momento, en la despiadada luz de la mañana, seguía en pie, apuntalado en la mesa, con los ojos bien cerrados, y me irritaba y avergonzaba pensar en todas las confesiones de la noche anterior.
Comenzó a sonar el teléfono, que me sobresaltó. No sabía que aún estaba conectado. Después de una aturullada búsqueda lo encontré en la sala, en el suelo, junto a un sofá destripado. Era uno de esos modelos antiguos de baquelita; el auricular poseía esa cualidad ósea de un artefacto tribal, al que un largo y criminal uso ha dado forma y pulido. Tardé un momento en reconocer la voz de Lydia al otro lado. Oí su seca carcajada.
—¿Es que ya nos has olvidado? —dijo.
—No sabía que aún funcionaba el teléfono.
—Bueno, pues funciona —hubo un silencio en el que oí su respiración—. ¿Y cómo está el ermitaño?
—Con resaca —desde donde estaba podía ver la cocina; en la ventana había un trozo de cristal deformado, y cuando hacía cualquier movimiento con la cabeza, por pequeño que fuera, uno de los árboles del jardín parecía ondularse, como si se refractara bajo el agua—. Estuve bebiendo con Quirke —dije.
—¿Con quién?
—Con Quirke. Ese que se supone que cuida de la casa.
—Ya vi que la había cuidado mucho.
—Trajo una botella de whisky.
—Para lanzarte a tu nueva vida. ¿Te la partió en la cabeza?
Podía ver la escena: la luz de la mañana, como un gas pálido y pesado, y Lydia de pie en la sala de la casa grande, vieja y oscura junto al mar que había heredado de su padre, con el auricular encajado entre el hombro y la mandíbula, un truco que nunca he sido capaz de hacer, hablándole de soslayo como si fuera un bebé soñoliento que sostuviera junto a su cara. Se percibe el olor salobre del mar, el lejano chillido de las gaviotas. Todo me llegaba tan claro y tan lejano al mismo tiempo que podía haber sido una visión de otro planeta, a inimaginable distancia de este, aunque parecido en todos los detalles.
—Cass volvió a llamar —dijo Lydia.
—¿Ah, sí? —lentamente me senté en el sofá, hundiendo la barbilla hasta que casi me tocó las rodillas, las entrañas de crin del sofá se derramaban por debajo y me cosquilleaban los tobillos desnudos.
—Tiene una sorpresa para ti.
Soltó una breve carcajada.
—¿De verdad?
—Te quedarás de piedra.
No me cabe la menor duda; que Cass te dé una sorpresa es una perspectiva formidable. El árbol que había más allá del cristal deforme de la ventana de la cocina se onduló. Lydia emitió un sonido que para mi consternación me pareció un sollozo; cuando volvió a hablar su voz era ronca y me lanzaba un reproche.
—Creo que deberías volver a casa —dijo—. Creo que deberías estar aquí cuando venga.
Yo no tenía nada que decir a eso. Me estaba acordando del día en que nació mi hija. Salió a este mundo, un ser diminuto, sucio y furioso, portando con ella todas las generaciones anteriores. Yo no estaba preparado para ver tantos parecidos. Era mi madre y mi padre, el padre y la difunta madre de Lydia, y la propia Lydia, y una hueste de misteriosos ancestros, todos agitándose juntos, como en la portilla de un barco de emigrantes que se aleja, en esa cara en miniatura crispada en su lucha por respirar. Yo estuve presente en el parto. Sí, fui muy progre, me encantaba todo ese tipo de cosas; fue otra representación, desde luego, por dentro aquel sangriento espectáculo me horrorizaba. Cuando la criatura salió por fin, yo me hallaba en una especie de aturdimiento, y no sabía adónde mirar. Me pusieron a la criatura en brazos antes de haberla lavado. Qué ligera era, y, sin embargo, vaya peso. Un médico que llevaba unas botas de goma verdes y ensangrentadas habló conmigo, pero no entendí lo que me decía; las enfermeras eran enérgicas y altivas. Cuando me quitaron a Cass me pareció oír el chasquido de un cordón umbilical, del cual yo me había despojado poco a poco cortándolo. La llevamos a casa en un cesto, como un objeto preciadísimo que hubiésemos comprado y nos muriésemos de ganas de desenvolver. Era invierno, y el aire tenía un matiz alpino. Recuerdo la pálida luz del sol en el aparcamiento —Lydia parpadeaba como un preso al que sacaran de las mazmorras— y la brisa fresca y aromática que bajaba de las altas colinas que había detrás del hospital, y que del bebé solo se veía una mancha de un vago color rosa por encima de una sábana de raso. Cuando llegamos a casa, no teníamos cuna para la niña, y tuvimos que colocarla en el cajón superior de la cómoda de nuestro dormitorio. Casi no podía dormir por miedo a levantarme por la noche, y, olvidándome de que estaba allí, cerrar el cajón de un golpe. En el techo aparecían triángulos de luz acuosa formados por los faros de los coches que pasaban, que enseguida eran elegantemente doblados y desaparecían, como los abanicos de las señoras, en el cajón donde la niña dormía. Le pusimos un apodo, ¿cuál era? Erizo, creo; sí, ese era, a causa de los pequeños resoplidos que daba. Días hermosos, de apariencia inocente, tal como se dibujan en mi memoria, aunque siempre se formaban nubes en el horizonte.
—Me parece que estoy hablando sola —dijo Lydia con un agresivo suspiro de exasperación.
Dejé que se me cerraran los ojos, y sentí cómo se tocaban los párpados inflamados. Me dolía la cabeza.
—¿Cuándo llega? —dije.
—Oh, ya sabes que no lo dirá…, eso sería demasiado sencillo —la voz de Lydia siempre asume un tono ofendido cuando habla de nuestra hija, que es una persona difícil—. Probablemente aparecerá sin avisar un día de estos.
Siguió otro silencio en el que oí el susurro de mi propia respiración en el auricular. Abrí los ojos y volví a mirar en dirección a la cocina. Lo primero que me llamó la atención de la imagen, visión, alucinación —de haberle querido poner un nombre, no habría sabido cuál elegir— que vi desde donde estaba fue su vulgaridad: la figura de una mujer, alta, joven, apartándose de la cocina económica y entregándole algo, al parecer, a lo que semejaba un niño sentado. Lentamente dejé el auricular sobre el brazo del sofá. No se oía sonido alguno, solo un tenue, muy tenue susurro, que quizás no era más que el sonido de mi propio ser, la linfa, la sangre, los órganos en funcionamiento, emitiendo su suave susurro en mis oídos. Solo se me concedió vislumbrar aquella imagen —la mujer, si era una mujer, volviéndose con el brazo extendido, el niño, si era un niño, inmóvil— y a continuación desapareció. Me froté los ojos doloridos, intentando retener la imagen. Todo era inexplicable, dolorosamente familiar.
Caminé con paso suave hacia la cocina, y al llegar la recorrí con la mirada. Nadie. Todo estaba igual que hacía un instante, antes de que sonara el teléfono, exceptuando la sensación de que había algo en suspenso, cosas que se ocultaban en silencio, sin atreverse ni a respirar. Regresé al salón, me senté de nuevo en el sofá —más bien me derrumbé— y exhalé un suspiro de estremecimiento. Lydia seguía al teléfono.
—¿Qué? —dijo en tono brusco—. ¿Qué has dicho?
Sentí un frío que me atravesaba.
—He dicho que la casa está encantada —me puse a reír sin poder evitarlo, unas roncas carcajadas imposibles de contener.
Otro silencio.
—Tú eres tu propio fantasma —dijo Lydia apresuradamente, enfadada, y oí cómo el auricular se unía al teléfono con un golpe seco antes de que se cortara la comunicación, y enseguida ella se convirtió también en un fantasma, desvaneciéndose en el aire y la lejanía.
No era la primera vez que veía un fantasma en la casa. Un día, cuando era niño, en las fantasías que crea el aburrimiento en una tarde de verano, subí las escaleras en penumbra que llevaban a la buhardilla, atraído cualquiera sabe por qué. Hacía calor, pues el desván tenía un techo bajo e inclinado. Alguien, mi madre, imagino, en uno de sus periódicos y vanos intentos de ahorrar, había esparcido chalotas sobre el suelo de madera para conservarlas de cara a un invierno que habíamos dejado atrás hacía muchos meses, y en el aire flotaba aquel olor dulzón a podrido, que me evocó una mezcla de recuerdos confusos. En el desván había una sola ventana, redonda como una portilla, en la que yo me inclinaba, escrutando con expresión ausente la inmensidad del denso aire azul a través del cristal polvoriento, cuando algo, que no fue un sonido, sino como un tensarse de la atmósfera del cuarto, me hizo volver la cabeza. Pensé que sería uno de los inquilinos: a veces, en mi deambular por la casa, me encontraba con uno que era un tipo bastante raro, caminando sigiloso, buscando algo que espiar o que robar, supongo. Pero no era un inquilino. Era mi difunto padre, de pie en la puerta abierta, tan real como lo había sido en vida, vestido con un pijama de rayas, unos zapatos sin cordones y una rebeca vieja color trigo, el mismo atavío que llevó día tras día durante los largos meses que precedieron a su muerte. Se mantenía encorvado en una actitud indecisa, sin mirarme, al parecer sin haberse fijado en mí, con la cabeza un poco in