Los manuscritos de Magdala

Barbara Wood

Fragmento

Capítulo 1

1

Guárdese el judío bárbaro y malintencionado que perturbe el contenido de estas vasijas, pues la maldición de Moisés caerá sobre él; y será maldito en la ciudad así como en el campo, y maldito será el fruto de su cuerpo y de su tierra; el Señor le castigará con una severa fiebre, le infligirá locura y ceguera; y le perseguirá con la peste por siempre jamás.

«¿Qué es esto? —se interrogó Benjamin Messer—. ¿Una maldición?» Desconcertado, dejó de leer el papiro.

Al examinar la vieja escritura, se rascó distraídamente la cabeza. «¿Es posible? —pensó una vez más aturdido—. ¿Una maldición?»

Aquellas palabras, que habían cogido a Ben desprevenido, le hicieron detenerse un momento para preguntarse si no las estaría leyendo mal. Pero no... La escritura era bastante clara. No cabía ninguna duda.

... la maldición de Moisés caerá sobre él...

Ben se recostó en su silla, perplejo por lo que acababa de leer. Observó con detenimiento la escritura de dos mil años de antigüedad que brillaba fuertemente bajo la luz de su lámpara de alta intensidad. El joven paleógrafo reconsideró las circunstancias que le habían conducido hasta ese momento: la inesperada llamada a su puerta a altas horas de la noche; el cartero con su chorreante chubasquero; el sobre empapado con los sellos de Israel; haber firmado por tratarse de una carta de entrega especial; haber llevado el sobre a su estudio; la expectación y emoción al abrirlo y, finalmente, la primera frase.

Esas primeras palabras le causaron tal sorpresa, que ahora Ben permanecía sentado mirando fijamente el papiro como si lo viera por vez primera.

¿Cuál era el significado de esta maldición? ¿Qué le había enviado John Weatherby? La carta adjunta hablaba del descubrimiento de algunos viejos manuscritos a orillas del mar de Galilea. «Posiblemente más importante incluso que el de los manuscritos del mar Muerto», según el viejo arqueólogo Weatherby.

Ahora, Ben Messer observaba ceñudo el manuscrito en arameo que tenía ante sí. Pero no... No se trataba de los manuscritos del mar Muerto. No eran textos bíblicos o religiosos. Sino una maldición. La maldición de Moisés.

Esa declaración inicial le intrigó. No era lo que esperaba. Algo desconcertado, Ben se inclinó de nuevo hacia delante y continuó leyendo:

Soy judío. Y antes de pasar de esta vida a la siguiente, debo descargar mi agitada alma ante Dios y los hombres. Lo que he hecho, lo hice por mi propia voluntad; no pretendo haber sido víctima del destino o de las circunstancias. Confieso libremente que yo, David Ben Jonah, soy el único responsable de mis obras, y que mi progenie es inocente de mis crímenes. Mi descendencia no ha de cargar con el estigma de los errores de su padre. Ni tampoco ha de juzgarme. Pues esto sólo corresponde a Dios.

He llegado a este lamentable estado por mi propia mano. Debo hablar ahora de mis actos. Y luego, por la misericordia de Dios, mi Señor, encontraré, por fin, la paz en el olvido.

Benjamin se enderezó y se restregó los ojos. Bueno, se estaba poniendo aún más interesante. En esas últimas líneas había tropezado con otras dos sorpresas que le hacían repasar el manuscrito para comprobar su traducción. Una de las sorpresas fue la inesperada facilidad para traducir el papiro. Por lo general, era un reto. La mayoría de los manuscritos antiguos abreviaban palabras y prescindían de las vocales, ya que eran en realidad meros apuntes para alguien que ya había memorizado el contenido, lo cual dificultaba la traducción para el paleógrafo moderno. Pero este no. Y la segunda sorpresa resultó ser que el manuscrito no era el texto religioso para el que Ben se había preparado.

Pero, en ese caso, «¿Qué es?», se repetía Ben mientras limpiaba sus gafas, volvía a colocarlas sobre su nariz y se inclinaba nuevamente hacia delante. ¡Qué demonios había encontrado John Weatherby!

Tengo otra razón más para escribir esto antes de morir, y que Dios tenga piedad de mí, pero es una necesidad mayor que lo que dije anteriormente. Es, a saber, que escribo para que mi hijo pueda comprender. Debe ser consciente de los sucesos que tuvieron lugar y también de mis motivos. Habrá oído historias acerca de lo que sucedió ese día. Quiero que conozca la verdad.

«¡Maldita sea! —maldijo para sus adentros Ben—. ¡John Weatherby, no creo que sepas lo que has desenterrado! Dios mío, esto es más que un simple descubrimiento arqueológico, no unos cuantos manuscritos bien conservados para el museo. Parece que has descubierto la última confesión de alguien. ¡Y una última confesión que conlleva una maldición!»

Ben meneó la cabeza. Era increíble...

Estas palabras son, por lo tanto, para tus ojos, hijo mío, estés donde estés. Mis amigos me han conocido como un hombre meticuloso, y seré fiel a mi carácter en este mi último acto. Estos documentos serán preservados para ti, hijo mío, como tu herencia, pues poco más tengo que darte. Hubo un tiempo en que te hubiera legado una gran fortuna, pero ahora ya no existe, y en la hora más oscura sólo puedo ofrecerte mi conciencia.

Aunque sé que no tardaremos en volver a estar unidos en Sión en el nuevo Israel, tendré, no obstante, que luchar para esconder estos manuscritos como si fueran a descansar por toda la eternidad. Los encontrarás pronto, estoy seguro, y, sin embargo, sería la peor de las tragedias que se estropearan antes de que tus ojos los vieran. Por este motivo, invoco a la protección de Moisés para mantenerlos a salvo.

«¿La protección de Moisés?», recabó la mente de Ben como en un eco. Echó de nuevo una mirada a la parte superior del papiro, releyó las primeras líneas y reconoció vagamente la maldición que se hallaba en el Antiguo Testamento.

John Weatherby, en la carta que acompañaba las fotografías de los manuscritos desenterrados, opinaba que él y su equipo habían dado con un descubrimiento arqueológico de tremenda importancia. Pero parecía, ahora se daba cuenta Ben, que el viejo Weatherby no era consciente de lo que había encontrado exactamente.

Ben Messer, cuyo trabajo era traducir los papiros, esperaba que fuesen textos religiosos, extractos de la Biblia, semejantes a los manuscritos del mar Muerto. ¿Pero esto? ¿Una especie de diario? ¿Una maldición?

Estaba aturdido. ¿Qué demonios era esto?

Ruego ahora, hijo mío, al Dios de Abraham para que Él te conduzca al escondite de este pobre tesoro. Ruego con todo mi corazón y con todas mis fuerzas, amén de con mayor desesperación que si implorase que tuviera piedad de mi alma, que un día no muy lejano, amadísimo hijo, leas estas palabras.

No me juzgues, ya que este es privilegio sólo de Dios. Acuérdate de mí en tus momentos difíciles y recuerda que te amé por encima de todo. Y cuando nuestro Maestro aparezca a las puertas de Jerusalén, examina los rostros de los reunidos en su despertar,

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