Ten, toma un puro.
¡Enciéndelo y sé alguien!
Pete Kelly’s Blues
Smoke! Smoke! Smoke that cigarette!
Canción de 1947
En La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein) se ve al infame doctor Pretorius, un villano vicioso pero vivaz, cenando en una cripta cavernosa, cavada en el camposanto de las tierras del Barón. Con una gran servilleta de un blanco inmaculado, metida por dentro del cuello duro, el viejo científico remilgado usa, como mesa, un ataúd vacío —del cual sus servidores acaban de extraer el cadáver exquisito de una virgen del pueblo. «Cosa bella», exclamó el primer enterrador como si la mujer muerta se llamara Casabella. «Espero que sus piernas estén firmes», musitó el doctor Pretorius, algo receloso. El dilema del doctor nace de observar los llenos muslos marmóreos de la lívida muchacha mientras piensa en su cena. ¿Acaso tenía el pollo frío en mente? El doctor Pretorius suspira pero procede enseguida a cenar a la luz de las velas la copiosa comida regada con un buen Mosela frío.
No es hasta que está sorbiendo tranquilo su café (ni leche ni azúcar), que el viejo necrófilo se da cuenta de la presencia del monstruo en su campo de visión. La criatura se le acerca rápida: una amenaza incoercible, imperiosa. Impertérrito, el doctor Pretorius convida al monstruo obra del hombre con la maestra hebra con lumbre: «Tenga, un puro». Hace, sin embargo, una confesión pertinente: «Es mi único vicio». Pero el humanoide huraño tampoco es virgen. Había saludado al doctor llamándolo Fuma, aunque no lo conocía. Pese a una recurrente fobia al fuego, el monstruo ha fumado hace poco su primer habano. De hecho, parece que ahora todo el mundo le ofrece puros. ¿Es acaso porque la criatura es un recién nacido? Sea como sea, tomó el hábito de un ermitaño antes en la película: el eremita tocaba al violín el Ave María y el monstruo se conmovió hasta las lágrimas. Más tarde se convirtió al vicio al apreciar un buen cigarro. El hombre creado por Frankenstein aspiraba su habano con deleite y, de la mañana a la noche, se había transformado en un connoisseur apreciable: «¡Bueno! ¡Bueno!». Esto, incluso entre cadáveres, es savoir vivre.
Estas dos secuencias, en un filme con un final feliz, contienen toda la historia de la relación de cinco siglos entre el caballero europeo y su tabaco. Todo empezó en el Nuevo Mundo, donde el tabaco no era para los caballeros sino para los brujos —y para el jefe indio titular: el que llevaba las plumas.
Como casi todo en América, todo comenzó con Colón (nuestro Colono). Podemos ser precisos en cuanto al descubrimiento: «Puesto que el Almirante, a las diez de la noche, estando en el castillo de popa, vido lumbre». Era América pero no era aún América. En cuanto a los puros, Colón puede ser alabado o criticado. Arribar —simplemente— a tierras americanas fue un logro bastante ambiguo en ese amanecer de la geografía y mañana de la historia de una tarde. Para ser precisos, todo empezó con el segundo mejor desembarco del Gran Almirante: primero probó, luego aprobó. (Probable no reprobable, debo admitirlo.) En esta ocasión confundió a Cuba con Cipango —¿o era Catai? Este navegante que no solía navegar tampoco podía nombrar la isla. De hecho, ¡ni sabía nadar! Vino, es visible tan sólo por el dinero. O, mejor dicho, por el oro. El dinero hace girar al mundo (y te puede hacer girar alrededor del mundo) pero tiende a devaluarse y a declinar de lo absoluto a lo obsoleto. Justo como el dólar de los Confederados. El oro, por el contrario, es para siempre. O eso es lo que pensó el Descubridor tras leer Il Milione de Marco Polo.
Pero no hay mucha gente que conozca lo mucho que debe Colón a dos marineros insignificantes llamados Rodrigo. (En la España medieval uno de cada tres hombres se llamaba Rodrigo y una de cada dos mujeres Ximena.) Fue Rodrigo de Triana el primero en otear América desde el palo mayor de la Santa María. La nao española había sido rebautizada en honor de la Virgen María. Pero antes esta carabela era conocida como Marigalante, en honor de alguna mujer mala que hacía el Puerto de Palos. Colón la reformó. «Las burdas del trinquete son bastante retorcidas», se quejaba. «Pueden llevar a la gente a atar demasiados cabos.»
Un descubrimiento, visto desde una nao, se parece bastante a un naufragio. Así, hubo un poco de desconcierto cuando Colón descubrió América a bordo de la Santa María. Fue el muy joven Rodrigo de Triana quien gritó desde el palo mayor, «¡Veo tierra!». Colón lo reprendió: «¡Es Habeo terram, no Ya veo tierra!». «Ya veo», dijo Rodrigo. «Digo, ¡habeo!» Pero antes de que el eco del «¡Habeo!» se extinguiese murió el eco del «¡Ya veo!». Después llegó el ruido, la alarma y la confusión como en el puente del Titanic cuando el teniente Lightoller gritó: «¡Abandonen el barco!», y el barco le abandonó a él. La Santa María volvió instantánea a su estado de Marigalante, con la nave comportándose como una buscona de los muelles. Pinzón, punzante como una puya, lanzó el bauprés por la borda diciendo: «¡Allá va eso!». Colón lo miró furioso. Lo que había hecho estaba fuera de tono pero, aunque sin ton, Pinzón tenía el son: «Ahí va el timón, ahí va el bauprés... y es que, en el trópico, todo anda al revés...». El Gran Almirante pareció calmarse y, ya tranquilo, le conminó: «E ancora qué vas a fare...?». De esta semilla de retruécano ítalo podría venir la enemistad que creció entre Colón y los Pinzones como hiedra de cien cabezas. Al menos explicaría por qué los otros Pinzones, Vicente y Martín Alonso, trataron de llegar antes que Colón a España trayendo la buena nueva: «¡Hemos descubierto América y ustedes no estaban!». La interpretación de Pinzón era que Colón (cuidado con la rima) andaba demasiado ávido, probablemente de oro, aunque impávido lo pronunció pávido[1].
Colón escribió a Isabel y Fernando diez años más tarde acerca del suceso: «Para la hesecuçión de la inpresa de las Indias no me aprovechó rasón ni matemática ni mapamundos; llenamente se cunplió lo que diso Isaías». Colón se refería al profeta Isaías. Esto hace que la sátira anterior pueda ser no sólo probable sino también posible. Isaías habla de la enseña de las gentes que los Gentiles deberán buscar. Tanto de más para aquellos que creyeron que Colón, marino de profesión, descubrió el Nuevo Mundo con la ayuda del recién inventado sextante y las eternas estrellas. ¿Descubrió también Colón el tabaco gracias a una profecía? En las Escrituras no se menciona que nadie fume. Pero, una vez en América, el primer descubrimiento fue la planta indígena.
Rodrigo de Xeres (cuyo apellido delata que viene de Jerez, cálida tierra de caldos: ya connoisseur de nacimiento) fue enviado por Colón a tierra para buscar oro. De Xeres no volvió con pepitas, pero sí con una noticia verdaderamente nueva: había encontrado la tierra de los hombres-chimenea. Colón se molestó con De Xeres. No sólo había sido incapaz de encontrar oro, como hiciera Polo, sino que volvía con esas patrañas. ¡Una bonita historia! ¿Qué le iba a decir él al rey Fernando? «Majestad, mi avanzadilla me puso una zancadilla.» Demasiado sol, demasiado pronto. ¿O acaso quería decir quimera y no chimenea? ¡Demasiado Amontillado! Pero De Xeres explicó, con sobriedad, que los salvajes a quienes había observado echaban realmente humo. Como chimeneas. Adondequiera que fuesen llevaban consigo un tubo marrón ardiendo por un extremo. Se colocaban el otro extremo en la boca, y parecían beber del tubo. Después expulsaban el humo por la boca y la nariz. ¡Y daba la impresión de que disfrutaban con ello! El tubo lo encendían con la ayuda de un vademécum que portaba una rama ardiendo. Bonito vicio. De lo más inusual, Señor. Su Excelencia. Quiero decir, Gran Almirante. Colón dijo: «Esto es lo que me gusta de las islas. Que aquí llaman, a los vagos, parias».
Pero Colón, que era un hombre del Renacimiento temprano y, por tanto, curioso, decidió darse una vuelta por la tierra de los hombres-chimenea, que De Xeres llamaba To Bago. Llegó, sin embargo, a una aldea india que los nativos denominaban Gibara. Éste es un nombre arahuaco cuya raíz reaparece en otras islas caribes y en Suramérica: jíbaro, jibarito, indios Jívaros. Colón fue a tierra para ver con sus propios ojos lo que De Xeres había visto con los suyos. Lo que presenció Colón nos lo describe mejor el cándido monje fray Bartolomé de las Casas a quien, según Borges, la humanidad debe dar las gracias por algunas desgracias —y miles de males. Déjenme nombrar algunos de ellos: la guerra civil americana, el asesinato de Lincoln, La cabaña del Tío Tom, el negro Jim en la balsa con Huckleberry, las novelas de Faulkner, Black Power, los peinados afro, la música cubana, el tango and all that jazz. El pío padre, horrorizado por el sufrimiento de los indios, había recomendado al rey que mejor dejara que sufriesen sólo los africanos. Como en un acto de magia negra, el monje acababa de crear la esclavitud negra en América.
Pero eso queda en el futuro. Ahora, con el pasado americano a punto de empezar a convertirse en presente histórico, el padre Las Casas estaba volviendo a contar la historia de cómo Colón descubrió el tabaco y no adquirió el vicio. Dice Las Casas en su Historia de las Indias, hablando de esos deshollinadores hombres-chimenea: «Siempre los hombres con un tizón en las manos» no para sus mujeres, sino para «tomar sus sahumerios, que son unas hierbas secas metidas en cierta hoja, seca también, a manera de mosquete hecho de papel, de los que hacen los muchachos la Pascua del Espíritu Santo, y encendido por la una parte del, por la otra chupan o sorben o reciben por el resuello para adentro aquel humo; con el cual se adormecen las carnes y cuasi emborracha, y así diz que no sienten el cansancio. Estos mosquetes, o como les nombraremos, llaman ellos tabacos».
Las Casas escribía este informe cuarenta años después de que sucediera (Caballeros europeos ven hombres fumando, toma uno) y cuarenta años eran más de lo que es un siglo hoy en día, debido a la inflación crónica de las fechas. Pero Alexander Esquemeling, casi tres siglos más tarde, describe una escena similar en Bucaniers in America: «Con hojas de tabaco sin cortar, los nativos (en Cuba) hacen unos pequeños proyectiles, que los españoles llaman gigarros, y que se fuman sin pipa». Los mosquetes se han convertido en proyectiles. ¿Una mejora en la tecnología de las armas de fuego o cigarros mejor hechos? Lo cierto es que Colón observó esta combustión-con-humo cubana como otra atracción más, de esa feria recién inaugurada que era América —o que aún no era América. Para ello, necesitaremos a un hombre llamado Américo. ¡Pero había tantas curiosidades en el Orbe Novo! Incluso se podía hacer una lista de extravagancias y peculiaridades. ¡Pasen y vean, señoras y señores! ¡Pasen y vean! ¡La función va a comenzar!
Primero, el descubrimiento. Aquella extraña mañana en la que «oyeron pasar pájaros», y toda la noche a oscuras y húmedos, vieron espejismos que parecían tierra firme. Acaso Colón recordó a san Lactancio, temprano doctor de la Iglesia, que vio al ave Fénix —un pájaro al que le da por arder de vez en cuando— como un precursor del Espíritu Santo. Lactancio, teólogo, pensó que era idiota creer en las Antípodas: no era digno de cristianos. ¿Hombres con la cabeza en el suelo y los pies en el aire? ¡Grotesco! ¡Inaudito! Pero Colón diría más tarde que había visto, en América, hombres con la cabeza en el pecho. También informó a Isabel y a Fernando de la existencia de hombres que se pasaban la vida cabeza abajo —usando un pie como parasol. Asimismo, había perros que no ladraban. Nadie más oyó jamás hablar de esos sabuesos silentes pero, incluso a comienzos del siglo XX, había zoólogos en busca de ese canino discreto por todo el Caribe. (Más tarde, en los Estados Unidos, habría mucha gente tras las huellas de Bigfoot. Curiosamente éste es el nombre griego de Edipo.) Existían, igualmente, los árboles cuya sombra te hacía quedarte dormido —la mandrágora, la mata que mata. Colón, asimismo, afirmó que había visto sirenas, pero no las pudo oír cantar. Esas ninfas americanas, al contrario de sus colegas griegas, eran dulces y calladas, y jamás le cantaron ni a una balsa para que naufragase. Y en Aván, o así parece que le habían relatado, la gente nacía con cola. Las historias de algunos, aparentemente, eran buenas para pedir las dos orejas. Y el rabo.
Comparado con este susodicho zoo, un locutor mudo con un puro, incluso si era un ur-puro, es un cómico de vodevil que ha olvidado su chiste. Además, aún quedaba pendiente la inevitable cuestión del oro que, como pensó el alquimista, era esencial. Tras tres días en tierra, Colón estaba a un tris de obsesionarse con el oro. Como cualquier catador en el nuevo Yukón, el Almirante comía, bebía y meaba oro. (Freud diría más tarde que también lo defecaba.) El Gran Almirante estaba convencido de que estaba en el Oriente (de hecho, como en una parodia cruel, estaba en la provincia de Oriente, Cuba) y que la «tierra donde nace el oro» no quedaba lejos. Ergo, estos nativos deben saberlo, seguro. El Almirante de la Mar Océana disipó el humo espeso para preguntar a uno de los brujos humeantes si conocía dónde se encontraba la Tierra del Oro. Colón, un promotor de genio (en el Hollywood de los años treinta habría sido uno de los jefazos, acaso el boss de Columbia Pictures) se había traído su propio intérprete. No iba a fiarse de los traductores traidores de Kubla Kan, como habían hecho los Polos. (Especialmente Niccolo Polo, cuyo nombre rimaba con soy solo.) Uno de los intérpretes de Colón se llamaba Luis de Torres, un marrano que sabía hebreo, árabe y, según Las Casas, ¡incluso caldeo! Probablemente este último idioma quería decir que Torres, un converso que acompañó a De Xeres en su periplo para descubrir el tabaco, era un adivino con don de lenguas. ¿O es que, acaso, el Gran Viajero planeaba hacer a su vez un viaje en el tiempo?
Colón desconfió al instante del raro artefacto con el que el hechicero hacía nubes durante la reunión. ¿Podía también hacer llover? Eran ritos de futilidad. Además, el artefacto parecía de veras un mosquete. El Admirante Admirable se llevó aparte a Xeres para preguntarle: «¿Estás seguro de que esa cosa es segura?». ¿Tenía miedo de que lo hicieran volar por los aires? De Xeres no iba a ponerse a explicarle sobre la válvula de seguridad en la boca del brujo y todo lo que hizo fue replicar a su superior, casi insubordinado: «¿Un puro explosivo? ¡Ridículo!». Quizás. Pero el Gran Marinero no estaba tan descabellado y, cuando el hechicero abrió la boca y no salió humo, supo que estaba a un pelo de hablar del oro. Colón mandó callar a su intérprete para ser él su propio traductor. «Cubanacan», dijo el chamán desde detrás de su botafumeiro, y Colón brincó como un lagarto huyéndole al humo. «¡Ku Bana Kan! ¡Eso es! ¿Le habéis oído? Caballeros», se volvió a sus hombres (un tipo bien educado, Colón siempre llamó caballeros a la variopinta horda de siete regiones españolas que se trajo a América), «caballeros, nos hallamos en la tierra donde los hermanos Polo se hicieron ricos. ¡En este mismo lugar nació lo oro!». Y, debido a su acento italiano, pareció que decía: «Lo adoro». Después se envolvió brusco, ganado por la fiebre del oro y no vio que el brujo estaba hablando en verdad en taíno, no chino. Y lo que el viejo brujo ahumado quería decir con Cubanacan era el «centro de Cuba», una isla tan lejana de China entonces como lo está de Rusia ahora. Esta es la tierra que Firmano Lactancio llamó con desprecio las Antípodas.
Colón nunca encontró oro en la isla que llamó Juana, salvo tres o cuatro pepitas. Le fue vedado visitar la tierra mítica donde el vil metal crece como el árbol del bien y del mal. Pero su búsqueda del oro propició la leyenda de El Dorado y muchos vinieron a América en busca de la ciudad de oro, a las orillas de un lago de oro, con mareas doradas en olas de oro en playas adoradas. Colón, no obstante, había descubierto (y desestimado) el vegetal oro marrón llamado tabac, tabaka: tabaco. No muchos años después del Descubrimiento, riquezas mil nacerían de las hojas del tabaco. Tanto en el Nuevo Mundo como en el Viejo Continente (como en Asia) se gastaron fortunas en comprar tabaco —sólo para verlo convertirse en humo.
Hay también dos subproductos del tabaco, uno indígena y primitivo, el otro sofisticado pero ridículo —y los dos se originaron en América. Uno era una costumbre regional que se hizo vigente y aún se practica en algunas regiones de América, primordialmente en el sur profundo. El otro abrumó a Europa en el siglo XVIII y fue por algún tiempo un vicio europeo. Después de muchos años, murió: polvo al polvo. Sus beneficiarios los llamaban, respectivamente, la picadura y rapé o tabaco de mascar y tabaco en polvo. Ésta es otra historia, así que seré breve. El rapé[2], un hábito distinguido, tuvo su apogeo cuando todas las reales testas de Europa llevaban una peluca bajo la corona. Aunque hechos de tabaco ni el tabaco de mascar ni el rapé son realmente tabaco. Se mascan o se huelen, y sus jugos se tragan o se escupen y se estornudan pero jamás completan esa transformación ideal de la planta cuyas hojas secas y curadas conforman un objeto que arde para convertirse en cenizas, como un ave fénix diaria que fuera a posarse al cenicero. En el tabaco manipulado para ser mascado o esnifado, la hebra, literalmente, no se encendía. Lo que deja completamente fuera el asombro original de Colón y la metáfora mítica tan evidente para todo hombre que fuma: él es, con su pipa, su cigarrillo, su puro, un Prometeo portátil que roban el fuego a los dioses más permisivos.
Pero ¿son tan permisivos? Todo fumador lleva en su paquete de cigarrillos o en su caja de puros su propia Pandora.
El padre Las Casas hace recuento de los primeros europeos a quienes vio fumando sin sufrir el buen padre el conocido síndrome de la curiosidad humana, seguida del rechazo y la náusea violenta, casi existencial. Por fortuna Cuba, una isla de lo más desafortunada, no soporta el peso de la culpa de haber corrompido al mundo con un vicio: aquellos españoles aviesos fueron avistados por el buen padre en la vecina isla designada inapropiadamente como Haití. Los indios la llamaban Bohío pero el Gran Almirante con infalible oído italiano les oyó decir, alto y claro, Haití. Justo después Colón bautizó la isla como La Española y se olvidó de Haití. ¡Ay de ti! Las Casas escribió sobre esos marinos españoles con permiso en tierra en la isla La Española: «Españoles cognoscí yo en esta isla Española, que los acostumbraron a tomar, que siendo reprendidos por ello, diciéndoseles que aquello era vicio, respondían que no era en su mano dejallos de tomar; no sé qué sabor o provecho hallaban en ello». Pero nosotros sí, padre. Nosotros sí.
Eso es el tabaco fumado en su lugar de origen. Pero, ¿cómo vino a Europa? Existen varias versiones sobre cómo el tabaco llegó a esos caballeros europeos para quienes, como la nicotphilia del doctor Pretorius, iba a convertirse en su único vicio. Según algunos académicos, el vocablo tabaco proviene del árabe tubbaq. Para aumentar la confusión reinante entre tabocas y tobacos y tabacos, Oviedo, el historiador, a comienzos del siglo XVI argumentó que taboca (o tabaco), el instrumento en forma de Y, no se usaba para fumar sino para cohoba, es decir, para aspirar. Pero Oviedo llamó al tabaco por el nombre de cohoba, «que vino a ser aceptado en Europa como palabra nativa por un tiempo». Para añadir oscuridad a la extrañeza, los indios cubanos llamaban al cohoba, cohiba. ¿Confuso? Por favor, siga leyendo. Pero antes, un mensaje de nuestros impostores: Tu boca, dame tu boca, tu boca loca. Eso es irse de la lengua un cómico de la legua.
Otro historiador, el inglés Thacher, en su biografía de Colón, cita una cláusula del testamento de su hijo Diego que comienza «A Antonio, tobaco mercador». Otro biógrafo de Colón, Henri Harrisse, declara su perplejidad al encontrarse con tobaco en vez de tabaco y tobaco mercador en vez de mercador de tabaco. La polémica fue resuelta cuando en 1893 se publicó en Roma una Raccolta di documenti que revelaba que la frase colombina comenzaba «A Antonioto Baco, mercador». ¿Queda claro? Bueno, sí y no. Tanto mercador como Antonioto son formas chuecas de decir mercader y Antonio. Debemos recordar que Diego Colón no era Cristóbal Colón, un italiano con un español imperfecto. Baco, por otra parte, era un apellido más que dudoso en aquellos siglos piadosos: era extraño que un católico tuviera por nombre el del dios pagano de los borrachos. Pero, de vuelta a Baco —o mejor al tabaco. Aquí vemos a los lingüistas echándose los unos a los otros las palabras como dardos: tabaco, taboca, tabococoa —hasta que alcanzan una etimología imposible del tabaco: Tob-Bonus, Ach-Fumus, A-Ejus, o «Bueno es el humo si lo fumo». (Esta pequeña insensatez nocturna fue publicada en The Gentleman’s Magazine, en enero de 1788.)
Un tal doctor Ernst publicó una pieza de detección etimológica en The American Anthropologist en 1889. Dice el doctor Ernst que cuando Rodrigo de Jerez y Luis de Torres vieron a un nativo fumando tabaco en Gibara le preguntaron qué estaba haciendo y él respondió con una frase que en arahuaco moderno podría ser dattukupa, o «Estoy fumando». A De Jerez no le importaba un pimiento, pero De Torres era un lingüista de cierta clase. Fuera como fuese, los dos descubridores traspusieron las sílabas y oyeron, en vez de dattukupa, algo cercano a dattupaku —que suena casi como «that’s tobacco» («Eso es tabaco»). El doctor Ernst nunca mencionó cómo era posible que esos dos españoles recién salidos de la Edad Media pudieran hablar inglés moderno.
Una de las primeras descripciones botánicas de la planta del tabaco se encuentra en Gerard’s Herball, publicado en 1936.
El tabaco, o beleño del Perú, tiene tallos del tamaño del brazo de un niño y crece en seis o siete pies de tierra fértil y bien estercolada, que se dividen en varias ramas de gran longitud, en las que las extensas ramas están repartidas, con la distribución más común, anchas, suaves, en pico; de un color verde claro y delicado, tan sujetas al tallo que parece que lo abrazan y rodean. Sus flores crecen en lo alto de los tallos, con la forma de un capullo acampanado, algo grandes y redondas; por dentro huecas, del color de un clavel claro, que tienden al blanco hacia los bordes. La semilla se encuentra dentro de receptáculos puntiagudos, los vasos de las semillas, como el de las semillas del beleño amarillo, pero menor y de color más pardo. La raíz es grande, ancha y con la apariencia de la madera, con algunas hebras de fibras anexas.
Las muy pequeñas semillas de la planta de tabaco tienen una vitalidad asombrosa. «Su mayor de sus muchos enemigos», dice el Herbal, «es el hornmoth, la oruga de la hawkmoth». Así que Lewis Carroll tenía, después de todo, razón: su oruga fumadora es un gusano adicto a la yerba.
Ahora sabemos que el tabaco fue encontrado por primera vez por los navegantes europeos en el Nuevo Mundo, en el Caribe, en una isla cuyos nativos denominaban Cuba. Pero ¿qué pasa con su nombre, tan poco arábigo? Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia General y Natural de las Indias, publicada en 1526, comenta, con una indignación moral que hoy en día no parecería pasada de moda:
Usaban los indios desta isla, entre otros sus vicios, uno muy malo, que es tomar unas ahumadas, que ellos llaman tabaco, para salir de sentido... La cual toman de aquesta manera: los caciques e hombres principales tenían unos palillos huecos, del tamaño de un jeme o menos, de la groseza del dedo menor de la mano, y estos cañutos tenían dos cañones respondientes a uno, como aquí está pintado (en forma de Y), e todo en una pieza. Y los dos ponían en las ventanas de las narices, e el otro en el humo y hierba que estaba ardiendo o quemándose; y estaban muy lisos e bien labrados. Y quemaban las hojas de aquella hierba arrebujadas o envueltas de la manera que los pajes cortesanos suelen echar sus ahumadas; e tomaban el aliento e humo para sí, una e dos e tres e más veces, cuanto lo podía porfiar, hasta que se quedaban sin sentido grande espacio, tendidos en tierra, beodos o adormidos de un grave e muy pesado sueño. Los indios que no alcanzaban aquellos palillos, tomaban aquel humo con unos cálamos o cañuelas de carrizos, e a aquel tal instrumento con que toman el humo, o a las cañuelas que es dicho, llaman los indios tabaco, e no a la hierba o sueño que les toma (como pensaban algunos).
Oviedo se contradice al decir lo que el tabaco es exactamente, caña u hoja, pero acaba comentando algo que merece nuestra atención: «Esta hierba tenían los indios por cosa muy presciada, y la criaban en sus huertos e labranzas, para el efeto que es dicho». Oviedo es el primer europeo en dejar por escrito que el tabaco se cultivaba. Más aún, había visto a los indios fumar, no en Cuba sino en La Española. Otros los habían visto en Trinidad y en su gemela, la pequeña isla que hoy llamamos Tobago. Más aún incluso: Oviedo había acertado al ver lo que pasó inadvertido a Colón: el valor y el precio del tabaco. Cortés, un verdadero conquistador, conoció a los mayas que fumaban en pipa y a los aztecas que aspiraban el tabaco. Viajeros y navegantes portugueses encontraron indios que fumaban en Brasil y las regiones amazónicas, aunque es aquí donde el humo del tabaco se hace tenue, para desaparecer finalmente. En Colombia y el Perú, los indios se inspiraban con coca, en el Uruguay y la Argentina bebían mate como los chinos beben té. Más abajo estaban los indios patagones de la Tierra de Fuego: tenían mucho fuego, pero poco humo. Pero Jacques Cartier, el navegante francés, vio a indios fumar en Canadá por 1535. Las pipas de los sioux, los cheyennes y otras tribus extendidas durante los siglos XVIII y XIX por lo que es hoy los Estados Unidos eran un signo de paz, como ahora sabemos que eran señales de humo de los apaches belicosos. Debemos, sin duda, estos datos al cine. Pero ¿cómo se extendió este hábito de fumar por placer desde América hasta Europa? Por barco, por supuesto.
El historiador británico Hugh Thomas, en su Unfinished History of the World, dice a propósito de la sífilis: «Esa enfermedad... era desconocida en Europa antes de 1492, cuando Colón la trajo de Cuba, junto con el tabaco». Lord Thomas, no fumador, ha aceptado esta postura, que muchos historiadores americanos consideran impostura, de que los españoles contrajeron la sífilis, una enfermedad venérea, de los indios cubanos. Luego hay dos plagas modernas vinculadas al descubrimiento de América: los chancros y el cáncer de pulmón. Esto, evidentemente, es una visión del Paraíso Encontrado como el infierno. Thomas escribe que los indios que importó Colón fueron «los primeros sifilíticos de Europa». Presumiblemente, también fueron los primeros fumadores europeos. Durante los siglos XVIII y XIX, el rapé y la sífilis fueron la ruina binaria —y venérea— del caballero inglés. Pero el tabaco llegó a Europa (y a los bolsillos y bocas de los caballeros) por distintas vías.
Más aún, sin el tabaco sabríamos de cierto lo que es el amor y acaso incluso el significado de la melancolía. Pero no podríamos discernir entre Herpes 1 y Herpes 2. Herpes 1 es un virus. Herpes 2 es también un virus. Pero no sabríamos qué clase de virus (considerado como agente de la infección en los seres humanos), si no se hubiera prestado especial atención a un tumor espectacular en las hojas de tabaco llamado Mosaico. Los plantadores de tabaco de Virginia observaron por vez primera este asombroso mal en el siglo XVIII, pero se le reconoció como virus en 1892. (Virus, por cierto, no proviene de Virginia: significa, pidiendo prestado a Shakespeare, una «destilación leprosa» particularmente letal y escurridiza.) Hasta entonces sabíamos que el cuerpo humano podía ser atacado por organismos externos, menores que el ojo de un piojo. Los llamamos microbios y bacterias, enemigos todos, pero no podíamos verlos, ni mucho menos hacer conteo físico de ellos. (Eran llamadas formas biológicas para diferenciarlas de la materia viva.) Estaba a punto de hablarles del Mosaico, esa bella y maldita excrecencia cuyo nombre no está dedicado a Moisés sino a la Musa. Prefiero, no obstante, expandirme sobre el virus L. Hermes y Afrodita, dice el mito, hicieron el amor para fecundar al infecundable, un magnífico monstruo: el hermafrodita. (Llegué a ver uno, petrificado, en las escaleras del Musée des Beaux Arts, en Bruselas.) Ahora el engendro se da entre el monstruoso Herpes y la bella Afrodita de nuevo. La consiguiente historia del Amor y su enemigo más pequeño viene a continuación. Pero antes, otro mensaje de nuestros patrocinadores: el Veneno de Venus, vino de apelación descontrolada.
Hablando de Xeres (o de Jerez, que es aquello que nos gusta beber antes de cenar), Rodrigo atrapó el vicio y fue atrapado por éste en menos tiempo del que tardas en deletrear nicotina tabacona. De vuelta a España, en su Ayamonte natal, su mujer lo sorprendió fumando en su habitación: su único vicio pero un vicio oculto. Ella, devota de edad media en la Edad Media, pensó que Rodrigo había hecho un pacto con el Diablo y salió corriendo para ir a denunciar a su marido a la sucursal del Santo Oficio de la Inquisición más cercana —nueva y algo virulenta agencia del Bien para combatir al Mal, Dios mediante. Condenado por confiado el combustible Xeres ardió en la hoguera. Es decir, lo convirtieron en un puro humano.
El conde Corti, en su libro A History of Smoking, cuenta una historia diferente sobre el final de Xeres entre sus pares. Rodrigo volvió a España para hacer una demostración pública del acto de fumar, con entrada gratuita y a la luz del día. Sucedió allá en Ayamonte ya hace mucho tiempo, pero los vecinos de Rodrigo aún no lo han olvidado. Después de ver al bueno de Xeres echando humo por sus cinco orificios, sin quemarse, se convencieron de que el Diablo había tomado posesión de su cuerpo. El cura de la parroquia lo denunció al Santo Oficio, y fue sentenciado a pasar varios años en una cárcel de Sevilla. Cuando volvió a casa se encontró con que todos sus paisanos fumaban. ¡Y sin que se les impusieran penitencias en la penitenciaría! Eso es fumar y guardar la forma. O, por otro lado, una metáfora sobre los hombres y las modas.
En cuanto al otro explorador que descubrió el tabaco, Luis de Torres, la Jewish Encyclopaedia afirma que este traductor intérprete no sólo fue el primer guía turístico de América (llevó a Colón a ver a los indios fumando) sino también el hombre que introdujo el tabaco en Europa. El que hizo que los europeos fumaran pipas, puros, cigarrillos y aspiraran rapé, pero no que mascaran tabaco. También los enseñó a liar sus cigarrillos, a mirar a las bellezas que pasan esgrimiendo barritas níveas como si fueran batutas de una orquesta celestial entre nubes de humo, a quedarse boquiabiertos ante un bronco que reina y da rienda suelta en el país de Marlboro, y aceptar que el Camel sea un animal turco que vale su precio en ducados españoles. ¿Y todo eso lo hizo un judío, él solo? Pues no sólo eso sino que esculpió (o ayudó a esculpir) el primer indio de palo para una tienda de tabacos. ¡No lo creo! Si al menos De Xeres hubiese sido judío habrían podido ser como medio Marx. O la mitad de los hermanos. ¿Pero un judío solo? ¡No me lo puedo creer! Eso es material para un monologuista —o, al menos, el ingrediente de que estaba hecho Jack Benny.
En posterior fecha, en Francia, donde vivía gente más tolerante, a pesar de estar sometidos a una reina cruel, Catalina de Medici, tan despiadada y fanática como un auto da fé, la Inquisición ella sola, el tabaco prosperó de todas maneras. Catalina de Medici tenía a un buen hombre como embajador en Portugal, Jean Nicot, lingüista y compilador del mejor diccionario francés de la época. El embajador Nicot envió a su reina algunas semillas (tabac de l’Amérique) para que fueran plantadas, cultivadas y las hojas usadas —un polvo potente— como medicina para gárgaras y como vomitivo. Recomendó el tabaco como particularmente bueno para inhalaciones y como dentífrico. Nicot llamó al tabaco la Planta Sagrada. Pero en Francia se la denominó la Hierba de la Reina. A cambio, el tabaco lo recompensó a él: a Jean Nicot no se le conoce hoy como filólogo de genio, sino como el hombre que dio el nombre científico a la planta del tabaco, Nicotiana tabacum, y a la nicotina, el alcaloide que aporta al tabaco su valor como droga. Es también aquello que te ensucia los dedos y los dientes cuando fumas. El tabaco es, de hecho, ¡el único dentífrico conocido que limpia las manchas que produce!
Como un último homenaje a Jean Nicot, en 1961 se fundó en Francia la Confrèrie de Jean Nicot, hermandad llamada la académie de fumeurs et d‘amis du tabac. Esta academia de fumadores está compuesta de ochocientos amigos del tabaco, divididos en dieciséis secciones regionales. La ironía de todo ello reside en que no existe ninguna prueba de que Nicot fumara, oliera o mascara tabaco.
Todos los colegiales ingleses conocen la historia de sir Walter Raleigh, a quien otra persona (en este caso un criado) encontró en su casa echando humo por la boca, la nariz y las orejas —o, al menos, eso parecía. Creyendo que su amo estaba ardiendo, el sirviente «lo empapó con cerveza». Esta es una historia apta para eruditos ingleses, pero prueba cómo la vida, en esa isla escéptica, era muy diferente a la española, incluso cuando ambos fumadores precoces vivieron en la misma época, tan turbulenta y peligrosa. (Como cualquier otra época, en cualquier caso.) Raleigh, como De Xeres, terminó en el patíbulo, pero sólo años más tarde del suceso y por causas distintas a fumar en la cama. Por medio de la poesía (y, probablemente, la pederastía, que entonces rimaban) se asoció con Christopher Marlowe, ese extraordinario poeta y dramaturgo. Se dice que sir Walter aprendió a fumar en Virginia, importó el hábito a Inglaterra y ayudó a que se extendiera su vicio sin sevicia. Ni siquiera estas aseveraciones son ciertas, porque nunca se ha llegado a probar que Raleigh estuviese en esa zona de América que más tarde se conocería con el nombre de Virginia. Según parece, sacó de contrabando su tabaco de Florida o, incluso, de América del Sur. En el fondo, no importa. Lo que importa es que Raleigh fumó, y que escribió este poema:
Pero el buen fumar es un fuego duradero
En la boca siempre ardiendo
Robert Burton en su Anatomy of Melancholy (La anatomía de la melancolía) criticó a Raleigh por una falta doble. Según él, ir a Compostela fue «un viaje tan próspero como aquel que hizo a Guayana» —fracaso por el que finalmente lo ejecutaron. Acerca de las importaciones de Raleigh, aduce que «hay mucha más necesidad de eléboro que de tabaco». El mismo Burton, más tarde, llamaría al tabaco «divino, precioso, superexcelente tabaco, que va mucho más allá de todas las panaceas, oro bebible, piedra filosofal, el remedio soberano para todos los males». Después de tanta altivez, ¡cómo cayó tan bajo! Aquí va otra vez Burton opinando sobre el tabaco «del que por lo general la mayoría de los hombres abusa, tomándolo como los borrachos la cerveza, que se vuelve una plaga, una maldad, una purga de los bienes, de las tierras, de la salud; infernal, demoníaco, y maldito tabaco». Finalmente, lo llamó la «ruina y derrumbe del cuerpo y el alma».
Raleigh le pegó el vicio a Marlowe —para él, Kit. Marlowe, la primera persona en fumar en un teatro (durante una de sus obras, seguramente el Doctor Fausto), acuñó el mejor eslogan inglés para el tabaco: «All they that love not tobacco and boys are fools». Marlowe escribió boies en vez de boys, pero todos los isabelinos captaron el mensaje y al menos un hombre, su sponsor, se puso feliz al oír al poeta decir: «Los que no aman ni el tabaco ni los muchachos son todos idiotas».
Sabemos que Marlowe, fue retratado por un contemporáneo como «grosero y de mal corazón», murió joven y de mala manera: no por el cáncer de pulmón sino acuchillado en un ojo. El espiar —y no el fumar— fue la causa indirecta de su muerte. Pero no veo que ningún óptico te diga, al venderte un par de gafas, que mirar perjudica seriamente la salud. Es cierto, sin embargo, que las Autoridades Sanitarias de aquel tiempo estaban representadas por el nombre más apto de Cazador de Brujas, quien se ocupó del primer poeta del tabaco, que escribió, seguramente inspirado en alguna belleza entre la niebla o el humo:
Oh, más bello que el aire de la tarde
Vestido en la belleza de un millar de estrellas
Marlowe no fue el único en cantar a los hombres y al tabaco. Pero hoy en día, como en tiempos de Marlowe, te irá mejor si te quedas sólo con los hombres. No es ni mucho menos más sano, pero no echarás humo cuando te extingas. Fue un poeta que amó tanto a los chicos como a las chicas, un romántico que vivió al menos trescientos años después que Marlowe, que dijo cómo debe medirse con comprensión el amor al tabaco. «Sublime tabaco», comenzó Byron, exaltando la hebra como divina en el narguile, gloriosa en la pipa, para acabar por acotar:
Aunque tus verdaderos amantes admiran aún más
tu belleza desnuda —¡Dame un puro!
Por favor, observen el cambio de apreciar el tabaco a adorar los puros. La metamorfosis tuvo lugar desde que el legendario Raleigh trajo la hoja de su Virginia real o inventada. Y pasa por la era del rapé (o la época dura de la picadura), a los tiempos cuando Byron lo era todo: aristócrata, poeta, amante, dandi y mito. Durante ese tiempo Europa aprendió a fumar enseñada por unos españoles de ultramar que no eran ya españoles pero todo el mundo iba a aprender una nueva modalidad de fumar, tan distinta de la pipa como del puro. A eso le llamarían cigarrillo.
Ahora las etimologías. Cigarette es francés, y más tarde inglés, del español cigarrillo, mientras que un cigarillo en inglés es un purito, casi un cigarrillo marrón. El inglés cigar viene del español cigarro que, según el diccionario de la Real Academia Española, proviene a su vez de la voz maya siqar, aunque no ofrece el nombre de la traducción. Como pueden observar, incluso la transcripción es sospechosa y hay cierta distancia fonética entre siqar y cigarro. Lo más probable es que cigarro provenga de cigarra. En el sur de España se les llama, a las cigarras macho, cigarros y estos insectos son tan grandes como cigarros, con espesas y largas alas y un color marrón oscuro. No es muy difícil, para el animismo andaluz, ver en la cigarra un puro primitivo. Esta es, por cierto, la etimología ofrecida por el Oxford Dictionary of English Etymology que, positivamente, reconstruye la evolución de las palabras mejor que cualquier otro diccionario disponible.
Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia General y Natural de las Indias e Islas y Tierra Firme del Mar Océano (el nombre completo) hace la primera referencia al cigarrillo. Lo vio, en 1518, el capitán Juan de Grijalva, en Yucatán, México. Grijalva fue recibido, cordialmente, por un cacique (un jefe indio: este vocablo arahuaco, como el tabaco, lo encontraron los españoles por primera vez en Cuba) quien le ofreció un tubito encendido por uno de sus extremos. Estos tubos «se van gastando e consumiendo entre sí hasta se acabar ardiendo sin alzar llama, así como suelen hacer los pibetes de Valencia, e olían muy bien ellos y el humo que de ellos salía». El jefe indio le indicó a Grijalva que debía inhalar el humo —lo que jamás ocurriría con un puro. Grijalva fumaba entonces el primer cigarrillo ofrecido a un europeo por un americano[3]. O ur-americano.
Al cigarrillo le debemos tanto humo como mitología urbana. Le debemos la femme fatale con su larga boquilla, blanca o negra (que tocaba como un piano ya no tan vertical), el gigoló parisino, las películas de serie B, (donde a tanto héroes como villanos los unía el ser fumadores), la filosofía de Bogart (en The Big Shot, el catecismo de las películas del gángster-que-huye, exhala virtualmente su último suspiro desde un Camel y a nadie, dentro o fuera de escena, le dio por pensar que el cigarrillo lo había matado o viceversa: el cigarrillo aún no se había convertido en el blanco que es la bête noire), el ars amatoria de Bette Davis y su accesorio favorito para la conquista, ejemplificado en La extraña pasajera (Now, Voyager): Paul Henreid con acento austríaco, Bette con un cigarrillo.
Es terreno dudoso, dentro del mapa del Nuevo Mundo, si el origen de los cigarrillos está en México o en Cuba (probablemente fuera en España). Pero los puros ya se fumaban en Cuba antes de que Colón viera uno y decidiera que el oro puro era mejor que el puro a secas. No existe ninguna duda de que la planta es una aborigen americana. Más aún que los mismos aborígenes, llamados también pieles rojas. A los puros se les conocía como pieles marrones, y habano es el nombre del color de la verdadera hoja cubana. Aquello a lo que Jerome K. Brooks llamó «la hoja poderosa» en su libro del mismo nombre es, en realidad, una planta muy delicada cuyo nombre científico al ser cultivada es Nicotiana tabacum. De hecho, Nicotiana tabacum no ha sido nunca descubierta en estado silvestre. Los botánicos sospecharon que la Nicotiana rustica era un beleño. Es como si nuestra yerba fuese sospechosa de ser una planta asesina. Cuando crece silvestre, su nombre es Nicotiana rustica, que es la variedad que tanto Raleigh como Nicot popularizaron ante sus respectivas, respetadas reinas. Otra variedad de la planta se conoce con el bonito nombre de Nicotiana alata grandiflora o la yerba de grandes flores aladas —tabaco de jazmín. (Esta última, naturalmente, es una planta ornamental.) Todas las Nicotianae pertenecen a las Solanaceae, y el tabaco no sólo es de la familia de los pimientos y de las petunias (cuyo nombre proviene de Petun, tabaco en tupi) sino también de plantas aparentemente tan distantes como la belladona y la datura venenosa, la berenjena, la patata y el tomate. Y el beleño, que Shakespeare hizo a Claudio utilizar para envenenar al rey Hamlet, vertiéndoselo en el oído mientras dormía: el Bardo lo llamaba hebona[4].
De algunas de estas plantas se pueden hacer injertos de forma no natural. Así podrías cenar un pomate, cruce entre la patata y el tomate, nueva especie. Dado que todas ellas son, como el tabaco, Solanaceae, dentro de poco podrás disfrutar de una pabaco. Una pabaco que sería, en el almuerzo, sustento suculento o, tras el café, opípara pipa. La elección debe resultar fascinante para el viejo doctor Pretorius, sin duda: «Ya sabes, es mi nuevo vicio».
No encontrar evidencia en Cuba de la Nicotiana rustica, tabaco silvestre, ha desconcertado siempre a los historiadores y botánicos (y a algunos exploradores americanos), mientras que los indios cubanos fumaban Nicotiana tabacum como hierba sagrada y como planta placentera. ¿De dónde les vino esta planta cultivada a esos nativos tan poco cultos? Los indios en la mayor isla del Caribe eran primitivos y algunos vivían solamente de frutos silvestres, mientras que otros pescaban... ¡Con las manos! Incluso los taínos, una tribu arahuaca, eran gente tan primitiva que sufría la sífilis de forma placentera —o endémica, como afirman los especialistas, especie lista. Los invasores caribes tenían una divisa, «Ana karina roto». que puede sonar a secuela de novela rusa, pero que significaba «Sólo nosotros somos gente». En consecuencia los caribes trataban a los demás indios como ganado, literalmente: después de matarlos se los comían. Colón, en su ciega obsesión por el oro y, para colmo, de pésimo oído, entendió caníbal en vez de Caribe, y de ahí dedujo que eran los hombres del Kan. Shakespeare, que tenía oído para el inglés pero no para el español (sucedió después de vencida la Armada Invencible), convirtió al caníbal en Calibán, y el apodo prosperó desde entonces hasta lo que se ve de los carros canibalizados de la Cuba de hoy en día: ¡el Caribe vive! Pero Colón estaba aún navegando de isla en isla, machaconamente, tras el oro: todo el día detrás del Kan por su reina, pero nunca pudo alcanzarlo —aunque llamaba al Kan, Kan y al vino vino.
El Gran Almirante habría podido encontrar el tabaco plantado y cosechado, incluso usado como moneda, si hubiese navegado hasta Brasil. Aquí, tras haber oído sirenas silentes en Cuba, podría haber visto a las Amazonas con un solo seno. Pero, ¡ay!, nunca llegó tan lejos. Aunque había otros taínos fumadores en las Indias Occidentales menores. Eran más sofisticados que los encontrados en Cuba, ya que usaban unas pinzas y hasta una pipa para fumar por la nariz. A Colón esas simpatías de los antípodas le resultaban muy antipáticas. De hecho, fue el primer europeo notable por odiar el tabaco, casi tanto como lo haría la reina Victoria más tarde. Aquel que lo descubrió, lo despreció: fue el primer crítico de las costumbres caribes. Decididamente, Cristóbal Colón no era vegetariano, ya que odiaba también el maíz tensa, intensamente.
Más acerca de la mazorca. Su misterio (también llamado el cariz del maíz) es similar al del tabaco, que es otra maravilla que Colón despreció: lo habría arrancado de raíz. Pero esa similitud de origen ha confundido incluso a la Encyclopaedia Britannica, tan sagaz y tan capaz en cuanto a estilo, dice: «La historia moderna del maíz comienza el 5 de noviembre de 1492, cuando dos españoles, a quienes Colón había delegado la exploración del interior de Cuba, volvieron con “una especie de grano que llamaban maíz, que sabía bien, cocido, secado y hecho harina”». Ese era Las Casas pero, esta cita del cuento de los dos marineros convertidos en exploradores, o mejor cateadores (los que buscan oro), que trajeron noticias raras y una doble fecha —el 4 de noviembre para el maíz, 5 de noviembre para el tabaco—, pertenece a la historia del tabaco y sus humos y no a la crónica de la hora de la cena. Si Britannia reinaba sobre las olas, Britannica navega por mares que Colón creía que todos llevaban a China. El único vegetal que agradó al Almirante fue un árbol cuya madera, al quemar, olía como una resina, el mástic. Colón se subió al árbol creyendo que era el no va más y por lo tanto de «gran valía para Vuestras Altezas». Pero, en realidad, tampoco hizo nada para explotar el mástic místico ya que, para él, toda tierra recién descubierta tenía costas doradas.
Antes de ser desterrado de vuelta a España, Colón trajo consigo, desde las Canarias, la banal banana. Pero la contribución cultural que hizo, tanto para el folclor como para la ensalada de frutas, es inmensa. Sin la Musa paradisiaca (sí, la musa del Paraíso), no habrían sido posibles las repúblicas bananeras, ni habría existido la poderosa United Fruit Company que elegía a sus presidentes, de por vida o para siempre, lo que venga primero —y, por supuesto, hoy no habría ninguna Chiquita Banana, ni Banana Split, ni el capo de la mafia Joe Bananas. Y el sombrero maravilloso que Carmen Miranda portó e importó habría sido tan sólo otro amor platánico. Además, nadie podría haber afirmado jamás que la banana plata no es. ¿Qué más? ¡Ah, sí! No tendríamos esa cancioncilla, favorita de Billy Wilder, «Yes, we have no bananas». La tonada atinada que hizo con las bananas lo que Lewis Carroll hiciera en su Alice al English tea party. De la comida a la cena.
Volviendo al maíz, el misterio mayor de la mazorca es que los indios fueran capaces de cultivarla. Como con el tabaco, se supone que no deberían haber sabido cómo hacerlo. Pero sabían incluso cómo unir el maíz y el tabaco para hacer otra cosa. Enrollaban tabaco dentro de hojas de maíz y fumaban lo liado en compañía: así es como nace el cigarrillo. Según el historiador español Fernando Rodríguez de Navarrete, Colón tuvo su encuentro con el maíz en la costa venezolana. Aquí fue donde el Almirante encontró esta otra forma de oro vegetal, más parecido al oro que el mismo oro, y no hizo nada al respecto. Ni siquiera lo comió. Si Colón hubiese convertido el maíz en láminas crujientes, se habría hecho rico: tendrían no Kellog’s sino Colón’s Corn Flakes.
En cualquier caso, el caballero europeo que descubrió el tabaco transformó el rudimentario artefacto —«mosquetes de papel», sagrado sea el humo— en la obra de arte que es el puro. La transformación tuvo lugar en Cuba, pero en realidad fue hecho en su mayor parte por españoles. Se llevaron el tabaco, una sancta cosa para los indios, a Europa y allí lo popularizaron. Pero fue en Europa donde la gente vio al puro como un instrumento para el placer del caballero, como lo habían sido antes el tabaco de pipa y el rapé. En América (en especial en Cuba, pero también en los Estados Unidos) fumar era algo para todos, gracias, sin duda, al puro de cinco centavos. Pero también gracias a que Cuba estaba entonces muy cerca de los Estados Unidos, y los habanos eran más baratos que cualquier otra cosa en La Habana. Hace unos veinte años la idea (sin lugar a dudas venida de Inglaterra) de que los puros, como las rubias de Anita Loos, eran sólo para los caballeros[5] fue disipada por el semblante desangelado de Fidel Castro y la cabeza evangélica del Che Guevara, ambos vestidos con uniformes pedidos prestados al ejército de los Estados Unidos, ambos embutidos en barbas humeantes y ambos portando cigarros gordos, groseros. Éstos, caballeros, no eran caballeros. Sus hábitos significaban que, incluso en las sierras, Maestras o no, se podía cultivar tabaco y fumarlo. Antes de naufragar en Cuba, Che Guevara era un doctor argentino asmático que no tocaba un puro ni con una boquilla larga. De hecho, en su manual para todo guerrillero, Guevara recomendaba la pipa como el artefacto ideal para fumar así en la paz como en la guerra: fácil de llevar, fácil de fumar, fácil de ocultar y difícil de ser detectado por el enemigo del pueblo o del fumar. Che Guevara comenzó a fumar habanos cuando descubrió que, en Cuba, la pipa era considerada tan gringa que se la llamaba cachimba, femenino de cachimbo —el revólver de seis balas del otro Oeste.
Lo que De Xeres y el taíno desconocido significan para el descubrimiento del tabaco, es lo que el canario Demetrio Pela y el indio cubano Erio-Xil Panduca son para su cultivo. Hoy sabemos cómo comenzó de veras el cultivo de tabaco en Cuba por una carta que Pela escribiera a sus parientes en Tenerife. (Como sucede con la mayoría de los documentos históricos, éste ha quedado para la posteridad más por azar que por intento premeditado.) Sucedió a mediados del siglo XVII, ya que la carta de Pela está fechada en 1641. El tabaco empezaba a resultar muy productivo cuando Panduca le reveló su secreto, las palabras de la tribu, a Pela, otro isleño. Por ello el segundo, como dice la carta, hizo del primero su socio de por vida. Ambos compartieron el trabajo duro y los mínimos beneficios de bregar en la primera vega de la que tenemos hoy conocimiento. Casi cincuenta años después, La Habana estaba rodeada de vegas similares, todas ellas localizadas en las riberas de los ríos de la provincia. La vega, por cierto, es al tabaco lo que el viñedo al vino. Si, en español, una vega es una extensión de tierra baja junto a un río, en el habla cubana del tabaco es un campo de tabaco de cualquier dimensión, lo que en el sur de los Estados Unidos se llama una plantación. Si está sembrada con tabaco de preferencia, una vega es un tabacal. Un grupo de vegas es un veguerío, y el dueño de la vega, un veguero. Un tipo de puro campesino, enrollado por el mismo agricultor, se llama también veguero. Para algunos fumadores selectos, veguero es sinónimo de un buen cigarro. Pela y Panduca eran vegueros, pero todavía estaban lejos de producir vegueros. Los habanos aún no eran puros.
Pero, muy pronto, el tabaco comenzó a ser el segundo cultivo más productivo de la isla, no muy lejos del azúcar[6]. La ruta del tabaco conducía a la riqueza —y al trabajo duro. Hay un viejo dicho en Cuba que reza que puedes plantar lo que quieras y sentarte a esperar verlo crecer. Pero, prosigue el dicho, al tabaco no se lo deja plantado: con el tabaco te casas. Algunas veces, el beneficio de la producción de tabaco era escaso, pero otras veces no era ése el caso. Nicotiana se convirtió en un cultivo tan rentable que los hacendados (los magnates de las tierras de caña de azúcar) de los siglos XIX y XX quedaron segundos frente a los cultivadores de tabaco en el siglo XVIII. Los vegueros no eran ricos en tierra, pero su tierra era de sobra rica. Fueron lo suficientemente poderosos para oponerse al gobierno español en su estanco de tabaco en el siglo XIX. Los vegueros eran ricos, blancos y orgullosos. También eran petulantes. El primer cubano en conducir su propia carroza a través de las calles recientemente adoquinadas de La Habana fue don Lorenzo Cabrera (sin parentesco con el autor), quien compró su carruaje dorado por el dinero que había ganado con una operación ilegal, pero no secreta, relacionada con un gran cargamento de tabaco curado. El primer título nobiliario otorgado en Cuba fue para don Laureano de Torres, como recompensa por facilitar una venta muy ventajosa de hoja de tabaco cubano en nombre de la Corona. Si le hubieran preguntado acerca de este real favor que parecía caído del cielo, don Laureano podría haber comentado con Hamlet: «Nada como la hebra para captar la atención del rey». (Por supuesto, donde el príncipe dijo hebra, el autor, un plebeyo, pronuncia hembra.)
El tabaco pertenece a la humanidad, los tabacos solamente a Occidente. Resulta, de hecho, difícil imaginarse a un maharajá con un habano que emerge de entre su barba y su turbante o a un señor de la guerra chino fumando un manila mientras manda una invitación para una decapitación o un samurai que tiene que ver con otro símbolo fálico que no sea su espada corta y su abanico perfumado. Pero el tabaco ha estado con nosotros desde el Renacimiento. De hecho, esa época comenzó, como por casualidad, con su descubrimiento. De alguna manera, la Edad Media se esfumó en Inglaterra cuando Raleigh e