PRÓLOGO
El 17 de febrero fue un día fatídico para Sam Flemming.
Sam se consideraba una persona muy afortunada. Había trabajado como broker para una de las firmas más importantes de Wall Street, y a los cuarenta y seis años ya era rico. Más tarde, como el jugador que sabe retirarse a tiempo, Sam cogió su dinero y huyó de los desfiladeros de cemento de Nueva York hacia el idílico Bartlet, en el estado de Vermont. Una vez allí, se dedicó a hacer lo que más le gustaba: pintar.
Sam siempre había disfrutado de buena salud. Y ello formaba parte de su caudal de suerte. Sin embargo, el 17 de febrero, a las cuatro y media de la tarde, empezó a ocurrirle algo muy extraño. Un alto número de moléculas de agua del conjunto de sus células se dividió en dos fragmentos: un átomo de hidrógeno, hasta cierto punto inofensivo, y un radical puro de hidroxilo, muy activo y virulentamente destructivo.
A raíz de esos fenómenos moleculares, las defensas celulares de Sam se dispararon. Pero las defensas contra aquellos radicales puros se agotaron ese mismo día. Ni siquiera las vitaminas antioxidantes E y C, ni el betacaroteno, sustancias que consumía a diario, pudieron contener el repentino y arrollador curso de los acontecimientos. Los radicales puros de hidroxilo empezaron a socavar químicamente el propio núcleo del organismo de Sam Flemming. Muy pronto, las membranas de las células afectadas filtraron fluidos y electrolitos. Y al mismo tiempo, algunas de las enzimas proteicas de las células se abrieron y se volvieron inactivas. Incluso algunas moléculas de ADN sufrieron el ataque y ciertos genes resultaron dañados.
En su lecho del Bartlet Hospital, Sam permanecía ajeno a la fenomenal batalla molecular que se desarrollaba en el interior de sus células, aunque sí era consciente de algunas de sus secuelas: subida de temperatura, trastornos digestivos y un principio de congestión pulmonar.
A última hora de la tarde, cuando el doctor Portland –su cirujano– entró a verle, comprobó con alarma y contrariedad que le había subido la fiebre. Tras auscultarle el pecho, intentó explicarle que, al parecer, había surgido una pequeña complicación. Portland explicó que un principio de neumonía estaba interfiriendo en la normal recuperación de su operación de cadera. Pero a aquellas alturas, Sam se sentía apático y ligeramente desorientado, y no entendió las explicaciones de Portland. La prescripción facultativa de antibióticos y la promesa de una rápida recuperación no llegaron a registrarse en su mente.
Pero lo peor fue que el diagnóstico del médico resultó equivocado. Los antibióticos prescritos fracasaron a la hora de detener la infección. Sam ya no pudo recuperarse y apreciar la ironía que suponía haber sobrevivido a dos atracos en Nueva York, a un accidente de aviación en el condado de Westchester y a un peligroso accidente de cuatro coches en la autopista de Nueva Jersey, para acabar muriendo por las complicaciones de un resbalón en el hielo frente a la ferretería del señor Staley, en Main Street de Bartlet, Vermont.
JUEVES 18 DE MARZO
Delante de los altos cargos del Bartlet Hospital, hizo una pausa lo bastante larga como para saborear el momento. Él había convocado la reunión. Los asistentes, todos jefes de departamento, permanecían en sumiso silencio. Todos los ojos estaban clavados en él. Para Traynor, la dedicación a su cargo como presidente del consejo del hospital era un motivo de orgullo. Disfrutaba de momentos como aquél, pues sabía que su sola presencia bastaba para despertar el temor entre sus subalternos.
–Muchas gracias por haber acudido a esta reunión, a pesar de la nieve. Les he convocado para asegurarles que el consejo del hospital está investigando a fondo la desafortunada agresión que sufrió la enfermera Prudence Huntington la semana pasada, en el aparcamiento subterráneo. El hecho de que la violación se viera frustrada por la aparición providencial de un miembro del servicio de seguridad del hospital no disminuye la gravedad de la agresión.
Traynor hizo una pausa y dirigió una significativa mirada a Patrick Swegler. El jefe de seguridad del hospital apartó la vista para evitar la expresión acusadora de Traynor. La agresión contra la señora Huntington era la tercera de aquella naturaleza en lo que iba de año, y Swegler se sentía responsable.
–¡Hay que acabar con estas agresiones! –Traynor miró a Nancy Widner, la supervisora de enfermeras.
Las tres víctimas estaban a su cargo.
–La seguridad de nuestros empleados es una preocupación prioritaria –afirmó Traynor, mientras sus ojos saltaban de Geraldine Polcari, encargada de dietética, a Gloria Suárez, responsable de mantenimiento–. Por tanto, el consejo ejecutivo ha propuesto la construcción de un edificio de aparcamientos que se construirá en la zona del aparcamiento subterráneo. Estará comunicado con el edificio principal del hospital y contará con un sistema de iluminación adecuado y cámaras de vigilancia.
Traynor hizo un gesto de asentimiento en dirección a Helen Beaton, la directora del hospital. Siguiendo su indicación, Beaton levantó la tela que cubría la mesa de reuniones y dejó al descubierto una detallada maqueta del hospital tal como era en la actualidad, junto con la ampliación propuesta: una enorme estructura de tres plantas que sobresalía por la parte trasera del edificio principal.
En medio de una exclamación de aprobación, Traynor avanzó unos pasos hasta situarse junto a la maqueta. La mesa de reuniones solía convertirse en expositor de cualquier parafernalia médica susceptible de ser adquirida por el hospital. Traynor se acercó un poco más y retiró una estructura con tubos de ensayo que impedía la visión completa de la maqueta. Luego examinó a su público. Todas las miradas estaban clavadas en la maqueta. Todas, excepto la de Werner van Slyke, que se había puesto de pie.
El aparcamiento siempre había sido un problema para el Bartlet Community Hospital, sobre todo cuando hacía mal tiempo. Así pues, Traynor sabía que su propuesta de ampliación habría sido bien acogida aunque no se hubieran producido las recientes agresiones en el aparcamiento. Le alegró comprobar que la propuesta obtenía tanto éxito como él había imaginado. La sala estaba radiante de entusiasmo. Sólo el malhumorado Van Slyke, jefe de material y mantenimiento, permanecía impasible.
–¿Qué pasa? –dijo Traynor–. ¿No aprueba la propuesta?
Van Slyke miró a Traynor con expresión ausente.
–¿Y bien? –Traynor se notaba tenso. Van Slyke le sacaba de quicio. Nunca le había gustado su carácter frío y lacónico.
–Está muy bien –contestó Van Slyke con tono aburrido.
Antes de que Traynor pudiera replicar, la puerta de la sala de reuniones se abrió bruscamente y chocó con el tope del suelo. Todos se sobresaltaron, especialmente Traynor.
En el umbral de la puerta estaba Dennis Hodges, un setentón de aspecto fuerte aunque ligeramente rechoncho, de rasgos toscos y piel curtida. Tenía una nariz rojiza y bulbosa, y ojos pequeños y fríos. Llevaba un grueso abrigo de lana verde oscura y pantalones de pana. En la cabeza, una gorra de cazador a cuadros moteada de nieve. En la mano izquierda sostenía un fajo de papeles.
No cabía duda de que Hodges estaba enfadado. También apestaba a alcohol. Sus ojos, oscuros como el cañón de una escopeta, taladraron a los reunidos y después apuntaron hacia Traynor.
–Tengo que hablarle de unos antiguos pacientes, Traynor. Y a usted también, Beaton –añadió, dirigiéndole una mirada fugaz e irritada–. ¡No sé qué clase de hospital se creen que están dirigiendo, pero no me gusta ni pizca!
–Oh, no –murmuró Traynor cuando se repuso de la repentina irrupción. El susto dejó paso a la irritación. Una rápida mirada alrededor le confirmó que el resto de los presentes estaban tan contentos como él de ver a Hodges–. Doctor Hodges –empezó Traynor, intentando guardar las formas–. Parece evidente que aquí se está celebrando una reunión, si nos perdona…
–Me importa un pimiento lo que estén haciendo –espetó Hodges–. Sea lo que sea, no es nada comparado con lo que usted y su consejo han hecho con mis pacientes. –Se acercó con altanería a Traynor, que instintivamente retrocedió. El tufo a whisky era muy intenso.
–Doctor Hodges –dijo Traynor, enfadado–. Éste no es momento para una de sus interrupciones. Estaré encantado de reunirme mañana con usted y escuchar sus quejas. Y ahora, si es tan amable de dejarnos con nuestros asuntos…
–¡Quiero hablar ahora! –exclamó Hodges–. ¡No me gusta lo que están haciendo usted y su consejo!
–Escúcheme, viejo chalado –le espetó Traynor–. ¡No me levante la voz! No tengo ni puñetera idea de qué se trae entre manos. Pero déjeme decirle lo que hacemos mi consejo y yo: pasamos el día estrujándonos el seso para que este hospital siga abierto, lo que no es tarea fácil en los tiempos que corren. Y consideraré una ofensa cualquier alusión en sentido contrario. Y ahora, sea razonable y déjenos seguir trabajando.
–No puedo esperar –insistió Hodges–. Me dirijo a usted y a Beaton. El descontrol de enfermería, dietética y mantenimiento pueden esperar. Esto es más importante.
–¡Ja! –terció Nancy Widner–. Tan importante como usted, doctor Hodges, que irrumpe atropelladamente para decirnos que las preocupaciones de las enfermeras no son importantes. Me gustaría decirle…
–¡Basta! –dijo Traynor, extendiendo las manos con gesto conciliador–. No nos soliviantemos. El caso es, doctor Hodges, que estamos tratando del intento de violación ocurrido la semana pasada. Estoy seguro de que usted considera la gravedad de los hechos: dos intentos de violación y una violación consumada por un hombre que se cubría el rostro con un pasamontañas.
–Me parece algo muy grave –corroboró Hodges–, pero no más grave de lo que yo tengo en mente. Además, el problema de la violación es un asunto interno.
–Un momento –replicó Traynor–. ¿Quiere decir que sabe quién es el violador?
–Digamos que más o menos –respondió Hodges–. Tengo unos cuantos sospechosos. Pero ahora no quiero hablar de eso, sino de mis pacientes. –Y para enfatizar golpeó con fuerza los papeles que había dejado en la mesa.
–¿Cómo se atreve a entrar aquí y decirnos lo que es importante y lo que no lo es? Ese rol no entra en sus funciones de administrador emérito –dijo Helen Weaton con una mueca.
–Gracias por darme un consejo que no le he pedido –repuso Hodges.
–Está bien, está bien –suspiró Traynor, desanimado. La reunión se había convertido en una batalla verbal. Cogió los papeles de Hodges, se los entregó y le acompañó fuera de la sala. Hodges se resistió al principio, pero luego cedió.
–Tenemos que hablar, Harold –le dijo Hodges una vez estuvieron fuera de la sala–. Es algo muy serio.
–Seguro que sí –dijo Traynor, intentando parecer sincero.
Traynor sabía que en algún momento tendría que escuchar las quejas de su colega. Hodges era el administrador del hospital cuando Traynor todavía iba a la escuela. Había asumido un cargo que ninguno de sus colegas quería. En los treinta años que permaneció al pie del cañón, Hodges había conseguido que el Bartlet Hospital dejara de ser un pequeño hospital rural para convertirse en el principal centro asistencial del condado. Y esa institución en expansión era la que le había entregado a Traynor tres años atrás, cuando fue relevado del cargo.
–Escuche –le dijo Traynor–, sea lo que sea lo que ocurre, puede esperar hasta mañana. Hablaremos a la hora del almuerzo. Además, haré que Barton Sherwood y el doctor Delbert Cantor asistan a la reunión. Si lo que usted quiere tratar afecta la política de esta institución, que es lo que me temo, será mejor que estén presentes el vicepresidente y el director de personal. ¿De acuerdo?
–Supongo que sí –admitió Hodges, reticente.
–Muy bien –dijo Traynor aliviado y a la vez ansioso por volver a la reunión y tratar de salvarla, ahora que Hodges parecía aplacado–. Esta noche hablaré con ellos.
–Aunque ya no sea administrador –añadió Hodges–, todavía me siento responsable. Después de todo, de no haber sido por mí, no te habrían elegido miembro del consejo, y mucho menos presidente.
–Estoy de acuerdo –dijo Traynor. Y luego bromeó–: Pero no sé si debo darle las gracias o recriminarle por tan dudoso honor.
–Me preocupa que el poder se te haya subido a la cabeza.
–¡Por Dios! ¿Qué quiere decir con la palabra «poder»? Este trabajo no da más que quebraderos de cabeza.
–Diriges una entidad con un presupuesto de cien millones de dólares. Además, eres el mayor patrono de esta parte del estado. Eso es poder.
–Pero siguen siendo quebraderos de cabeza. –Traynor sonrió, nervioso–. Y tenemos la suerte de seguir en funcionamiento. Supongo que no hace falta recordarle lo ocurrido a nuestros competidores. El Valley Hospital ha cerrado y el Mary Sackler se ha privatizado.
–Seguiremos funcionando, pero me parece que tus financieros han olvidado cuál es la misión de un hospital.
–¡Y una mierda! –espetó Traynor–. Ustedes, los médicos de la vieja escuela, tendrían que adaptarse a los tiempos actuales. No es fácil llevar un hospital con continuas reducciones de gastos, controles administrativos e intervención gubernamental. Se ha acabado la abundancia de la que ustedes disfrutaban. Los tiempos han cambiado y exigen una readaptación, y estrategias nuevas para sobrevivir. Nos lo imponen desde Washington.
–Seguro que Washington está de acuerdo con lo que estás haciendo tú y tus colegas –rió Hodges, irónico.
–Pues claro que sí. Se llama competitividad, Dennis. La lucha entre los mejores y los más ineptos. Se acabó aquella época de sacar adelante los presupuestos con juegos malabares.
Traynor se detuvo, consciente de que estaba perdiendo los papeles. Se enjugó el sudor de la frente con la palma de la mano y respiró hondo.
–Oiga, Dennis. Tengo que regresar a la sala de reuniones. Vuelva a casa, tranquilícese y duerma un poco. Nos veremos mañana y hablaremos de todo lo que le preocupa, ¿de acuerdo?
–Me siento cansado –reconoció Hodges.
–Se le nota.
–Bien, comeremos juntos mañana. ¿Me lo prometes? Sin excusas.
–Por supuesto –dijo Traynor, y le dio una palmadita de ánimo en el hombro–. A las doce en punto en la cafetería.
Traynor observó aliviado cómo su anciano mentor se dirigía hacia la entrada del hospital. Tenía un andar muy peculiar, avanzaba pesadamente, balanceando el cuerpo como si no pudiera articular las caderas. Traynor regresó a la sala de reuniones, maravillado de la capacidad de Hodges para montar jaleos. Pero, por desgracia, Hodges era algo más que un simple pelmazo: se estaba convirtiendo en un auténtico pájaro de mal agüero.
–Silencio, por favor. –Traynor elevó la voz por encima del barullo reinante–. Disculpen la interrupción. Por desgracia, nuestro amigo el doctor Hodges tiene la facultad de presentarse en los momentos más inoportunos.
–Y no sólo eso –dijo Beaton–. Se pasa el día irrumpiendo en mi despacho para quejarse de que sus antiguos pacientes no reciben un tratamiento de primera. Actúa como si todavía dirigiese este centro.
–Nunca le parece bien la comida –se quejó Geraldine Polcari.
–Ni la limpieza de habitaciones –añadió Gloria Suárez.
–Se presenta en mi despacho todas las semanas –explicó Nancy Widner–. Y siempre con la misma queja: las enfermeras no responden solícitas a las peticiones de sus pacientes.
–Se ha autoproclamado defensor de los pacientes –dijo Beaton.
–Los pacientes son los únicos que le aguantan –dijo Nancy–. En la ciudad se le considera un bobalicón excéntrico.
–¿Creen que de verdad conoce la identidad del violador? –preguntó Patrick Swegler.
–Por Dios, claro que no –dijo Nancy–. Es un farol.
–¿Qué cree usted, señor Traynor? –insistió Patrick Swegler.
–Dudo que lo sepa –se encogió de hombros–, pero se lo preguntaré mañana cuando comamos juntos.
–No le envidio –dijo Beaton.
–No me apetece en absoluto –reconoció Traynor–. Siempre he pensado que se merecía un respeto, pero si he de ser sincero, últimamente ya no lo tengo tan claro. –Y añadió–: Bueno, volvamos a lo nuestro. –Sin embargo, para él, la tarde ya se había estropeado.
Hodges avanzaba pesadamente por el centro de Main Street. En aquel momento no circulaban coches. Estaba nevando y las máquinas quitanieves no habían salido todavía a la calle. Toda la ciudad estaba cubierta de una capa de cuatro centímetros de nieve.
Hodges maldecía entre dientes, intentando dar salida a su enfado. Ahora, camino de casa, se sentía furioso por haberse dejado despachar por Traynor.
Andando junto a la zona arbolada de la ciudad, con su desierto mirador lleno de nieve, mirando en dirección norte, Hodges contempló el paisaje que se extendía más allá de la iglesia metodista. Y allí, a lo lejos, un poco más arriba de Front Street, divisó el edificio principal del hospital. Hodges se detuvo y observó pensativamente la mole del hospital. Tuvo un presentimiento que le provocó un escalofrío. Había dedicado toda su vida al hospital, intentando ofrecer un servicio a los habitantes de la ciudad. Ahora se preguntaba si no estaría abandonando su misión.
Dio la vuelta y desanduvo el camino hasta Main Street. Estrujó las fotocopias que llevaba en el bolsillo del abrigo. Los dedos se le habían quedado entumecidos. Se detuvo al cabo de media manzana. Esta vez observó las ventanas con parteluces de la Iron Horse Inn. Un atractivo resplandor incandescente se derramaba sobre el césped helado y cubierto de nieve.
A Hodges no le costó mucho decidirse a tomar otra copa. A fin de cuentas, su mujer Clara pasaba más tiempo con su familia en Boston que con él en Bartlet. Las cosas habrían sido muy distintas si ella le hubiera estado esperando en casa. Aquella especie de separación tenía algunas ventajas. Hodges sabía que su cuerpo agradecería una dosis extra de reconfortante para aguantar la media hora de caminata que le quedaba hasta su casa. En la entrada, Hodges se sacudió la nieve de las suelas de goma de sus botas, colgó el abrigo de un perchero de madera y dejó la gorra en un anaquel que había encima. Pasó junto al guardarropa, que sólo se utilizaba cuando había fiesta, avanzó por un pasillo corto y llegó a la puerta del bar.
La sala estaba recubierta de pino tosco, sin pulir, que después de casi dos siglos de uso parecía chamuscado. Una enorme chimenea de piedra con un fuego crepitante ocupaba por entero una pared.
Hodges examinó el recinto. A su entender, el reparto de personajes allí reunidos era una pobre reminiscencia del Cheers de la NBC. Vio a Barton Sherwood, presidente del Green Mountain National Bank y vicepresidente del consejo de administración del hospital, gracias a la ayuda de Traynor. Sherwood estaba sentado en un reservado con Ned Banks, el odiado propietario de la New England Coat Hanger Company.
En otra mesa, el doctor Delbert Cantor estaba sentado con el doctor Paul Darnell. La mesa estaba atestada de cervezas, patatas fritas y platos de queso. A Hodges le parecieron dos cerdos en su pocilga.
Durante una décima de segundo, pensó en sacar los papeles del abrigo y pedirles a Sherwood y a Cantor que le escucharan. Pero abandonó la idea porque no se veía con fuerzas, y además, a Cantor y Darnell les sacaba de quicio la osadía de Hodges. Cantor era radiólogo y Sherwood patólogo, y los dos habían sufrido las consecuencias de que Hodges se hiciera cargo de los dos departamentos cinco años atrás. No parecían el público más adecuado para escuchar sus quejas.
En al barra estaba John MacKenzie, otro vecino al que también le hubiera gustado evitar. Tenía un disputa pendiente con él desde hacía mucho tiempo. John era propietario de la gasolinera Mobile, situada cerca de la autopista, y a la que Hodges había llevado durante mucho tiempo los vehículos del hospital. Pero la última vez que había reparado el coche de Hodges, John no encontró la avería. Hodges tuvo que acudir al concesionario de Rutland. En consecuencia, no había pagado la factura a John.
Un par de taburetes más allá de John MacKenzie, Hodges vio a Pete Bergan y gruñó para sus adentros. Pete había sido cianótico en su niñez, y no había podido acabar la secundaria. A los dieciocho años había abandonado los estudios, intentando ganarse la vida a base de trabajos esporádicos. Hodges le consiguió un trabajo de jardinero en el hospital, pero no tuvo más remedio que despedirle por su falta de formalidad. Desde entonces, Pete se la tenía jurada.
Al otro lado de Pete se extendía una hilera de taburetes vacíos. Un poco más allá de la barra y bajando un par de escalones, había dos mesas de billar. La música tronaba en un viejo jukebox situado en la pared del fondo. Alrededor de las mesas de billar se había reunido un grupo de estudiantes del Bartlet College, una pequeña y liberal institución de humanidades que recientemente se había convertido en mixta.
Por un instante, Hodge titubeó en la entrada, intentando decidir si merecía la pena encontrarse con aquella gente para tomar una copa. El recuerdo del frío y la expectativa de un escocés le empujaron finalmente hacia el interior del bar.
Ignorando a todo el mundo, Hodges se dirigió al extremo más alejado de la barra y se sentó en un taburete. El radiante calor del fuego le calentaba la espalda. Carleton Harris, un camarero bastante gordo, puso un vaso frente a él y lo llenó de Dewar’s sin hielo. Carleton y Hodges se conocían desde hacía años.
–Me parece que tendrá que cambiar de sitio –le advirtió Carleton.
–¿Por qué? –preguntó Hodges. Estaba contento de que nadie se hubiera fijado en él.
Carleton señaló una copa medio vacía dos taburetes más allá.
–Me temo que nuestro intrépido jefe de policía, Wayne Robertson, ha venido a repostar. Está en los servicios.
–¡Mierda! –dijo Hodges.
–No diga que no le he avisado –añadió Carleton mientras se dirigía a los estudiantes, que se habían acercado a la barra.
–Joder, seis contra uno. Media docena contra mí –murmuró Hodges para sí. Si se cambiaba a la otra esquina tendría que enfrentarse a John MacKenzie. Decidió quedarse allí. Se llevó el vaso a los labios.
Antes de que pudiera beber un sorbo, alguien le dio una palmada en la espalda. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que la bebida no se derramara.
–¡Pero si es nuestro amigo el matasanos!
Hodges se volvió y miró con ira a la cara del ebrio Wayne Robertson. Robertson tenía cuarenta y dos años y era bastante corpulento. Tiempo atrás había sido todo músculo. Ahora era mitad músculo y mitad barriga. El aspecto más prominente de su perfil era el abdomen, que casi le tapaba la hebilla del cinturón oficial. Robertson iba de uniforme, con pistola y todo.
–Wayne, está borracho –dijo Hodges–. ¿Por qué no se va a casa a dormir? –Hodges se volvió hacia la barra.
–Gracias a usted, no tengo nada que hacer en casa.
Hodges se dio la vuelta muy despacio y miró a Robertson, que tenía los ojos enrojecidos, casi tan rojos como sus gruesas mejillas. Tenía el pelo rubio y lo llevaba cortado a cepillo, estilo años cincuenta.
–Wayne –empezó Hodges–, no empecemos otra vez con lo mismo. Su mujer, que en paz descanse, no era mi paciente. Está borracho. Váyase a casa.
–Usted era el responsable de esa mierda de hospital.
–Eso no quiere decir que yo fuera el responsable de todo lo que pasara allí dentro, idiota –dijo Hodges–. Y además eso pasó hace diez años. –Intentó darse otra vez la vuelta.
–¡Hijoputa! –gruñó Robertson al tiempo que cogía a Hodges por el cuello de la camisa, intentado levantarle de la banqueta.
Carleton Harris salió de la barra con una rapidez asombrosa para su gordura, y se colocó entre los dos hombres. Liberó a Hodges de la presa de Robertson.
–Eh, ustedes –dijo–. Cada uno a su rincón. En el Iron Horse están prohibidos los combates de boxeo.
Hodges se arregló la camisa indignado, cogió su copa y se marchó al otro extremo de la barra. Cuando pasaba al lado de John MacKenzie, le oyó murmurar:
–Gorrón.
Hodges no cayó en al provocación.
–Carleton, nadie le ha pedido ayuda –le gritó el doctor Cantor al camarero–. Si Robertson le hubiera partido la cara a Hodges, media ciudad se habría alegrado.
Los doctores Cantor y Darnell se echaron a reír ruidosamente. Se jaleaban el uno al otro y acabaron atragantándose con las cervezas y palmeándose las rodillas. Carleton los ignoró y volvió a situarse detrás de la barra para servirle una copa a Barton Sherwood.
–El doctor Cantor tiene razón –dijo Sherwood en voz alta para que le oyera todo el mundo–. La próxima vez que Hodges y Robertson se peleen, déjeles en paz.
–¿Usted también? –dijo Carleton mientras mezclaba hábilmente la bebida de Sherwood.
–La diré una cosa del doctor Hodges –dijo Sherwood, todavía en voz alta para que todos le oyeran–. No es un buen vecino. Por un avatar del destino, es propietario de una pequeña franja de tierra que divide mis dos parcelas, ¿y sabe lo que ha hecho? Ha levantado una valla.
–Sí, he vallado mi parcela –exclamó Hodges sin poder contenerse–. Era la única forma de evitar que sus malditos caballos se cagaran por todas partes.
–¿Y por qué no me la vendió? –Sherwood se volvió para encararse con Hodges–. Usted no la quiere para nada.
–No puedo venderla porque está a nombre de mi mujer –contestó Hodges.
–Tonterías –dijo Sherwood–. El hecho de que la casa y las tierras estén a nombre de su esposa no es más que una artimaña legal para proteger sus propiedades contra un posible juicio por negligencia profesional. Usted mismo me lo contó.
–Quizá debería saber la verdad –replicó Hodges–. Sólo intentaba ser diplomático. En realidad, no le vendí las tierras porque le desprecio. ¿Le cabe eso en su cabeza de chorlito?
Sherwood se volvió hacia la sala y se dirigió a todos los presentes.
–Sois testigos. El doctor Hodges reconoce que actúa por desprecio. Desde luego, no me sorprende esta actitud tan poco cristiana.
–¡Cállese! –replicó Hodges–. Parece hipócrita que un banquero hable de ética cristiana teniendo sobre su conciencia todos esos juicios hipotecarios. Usted ha echado a mucha gente de sus casas.
–Eso no tiene nada que ver –respondió Sherwood–. Así es el mundo de los negocios. Tengo que pensar en mis accionistas.
–Paparruchas –dijo Hodges haciendo un gesto obsceno.
Una súbita conmoción en la puerta llamó la atención de Hodges. Se volvió y vio a los asistentes de la reunión del hospital entrar en el bar. Le pareció que a Traynor no le hacía mucha ilusión verle. Hodges se encogió de hombros y volvió a su bebida. Pero no pudo quitarse de la cabeza que estuvieran allí los tres responsables máximos: Traynor, Sherwood y Cantor.
Hodges cogió su whisky, bajó del taburete y siguió a Traynor hasta la mesa de Sherwood y Banks. Le dio una palmadita en el hombro.
–¿Podemos hablar ahora? –sugirió–. Estamos todos aquí.
–Joder, Hodges –soltó Traynor–. ¿Cuántas veces tengo que decírselo? No quiero hablar esta noche. ¡Hablaremos mañana!
–¿De qué quiere hablar? –preguntó Sherwood.
–Algo de unos antiguos pacientes –respondió Traynor–. He quedado con él para comer mañana.
–¿Qué pasa? –preguntó el doctor Cantor uniéndose a la refriega. Había olisqueado la sangre y se había acercado a la mesa como un tiburón atraído por el cebo.
–El doctor Hodges no está de acuerdo en cómo dirigimos el hospital –dijo Traynor–. Pero ya nos enteraremos mañana.
–Seguro que son la quejas de siempre –intercaló Sherwood–. Sus pacientes nunca reciben un trato de primera.
–¡Cuánta ingratitud! –dijo el doctor Cantor, interrumpiendo a Hodges, que se disponía a responderles–. Nosotros, dedicando nuestro tiempo desinteresadamente para mantener el hospital a flote, ¿y qué recibimos a cambio? Críticas y más críticas.
–Y una mierda, desinteresadamente –dijo Hodges–. A mí no me engañan. Su interés no tiene nada que ver con la caridad. Tú, Traynor, utilizas el cargo para alimentar tu ansia de grandeza. Lo suyo es más sofisticado, Sherwood. Lo suyo son puras finanzas, el hospital es el principal cliente del banco. Lo de Cantor es más sencillo. A Cantor sólo le interesa el Centro de la Imagen, esa aventura conjunta que yo permití en un momento de locura. De todas las decisiones que tomé cuando era administrador del hospital, ésa es de la que más me arrepiento.
–Entonces le pareció un buen trato –dijo el doctor Cantor.
–Lo hice porque consideré que era la única forma de poner al día la Unidad de Scanner –dijo Hodges–. Pero luego comprendí que la máquina podía amortizarse por sí sola en menos de un año. Eso me hizo comprender que usted y los demás radiólogos privados estaban robándole al hospital.
–No tengo ningún interés en reabrir esa vieja batalla –dijo el doctor Cantor.
–Ni yo –replicó Hodges–. La cuestión es si alguna vez les mueve la caridad en las cosas que hacen. A ustedes les preocupan las finanzas, y no el bienestar de los pacientes o de la comunidad.
–Usted no es el más indicado para hablar –espetó Traynor–. Usted dirigía el hospital como un señor feudal. ¿Podía explicarnos quién ha cuidado de su casa todos estos años?
–¿A que te refieres? –balbuceó Hodges, con los ojos saltando de uno a otro.
–Es muy sencillo –dijo Traynor animado por la ira. Le había marcado con un cuchillo y ahora quería clavárselo hasta la empuñadura.
–No sé qué tiene que ver mi casa con todo esto –dijo Hodges.
Traynor se puso de puntillas para examinar la sala.
–¿Dónde se ha metido Van Slyke? –preguntó–. Estaba por aquí.
–Está junto al fuego –dijo Sherwood, señalando. Tuvo que esforzarse para contener una sonrisa de satisfacción. El asunto de la casa de Hodges le reconcomía desde hacía mucho tiempo. Y si nunca lo había sacado a colación era porque Traynor se lo había prohibido.
Traynor llamó a Van Slyke, que aparentemente no le oyó. Traynor insistió, pero esta vez subió el tono de voz y le oyó todo el mundo. Se interrumpieron todas las conversaciones. La habitación quedó momentáneamente en silencio, a excepción de la música que salía del jukebox.
Van Slyke avanzó por la sala, incómodo por la sensación de ser el centro de todas las miradas. Pero enseguida los presentes perdieron interés y reanudaron sus conversaciones.
–Vaya, hombre –le dijo Traynor a Van Slyke–. Parecía que estuviera usted avanzando por un mar de gelatina. A veces, en vez de treinta parece que tenga ochenta años.
–Lo siento –dijo Van Slyke, sin perder su expresión impávida.
–Tengo que hacerle una pregunta –prosiguió Traynor–. ¿Quién ha cuidado la parcela del doctor Hodges?
Van Slyke miró a Hodges. Sus labios esbozaron una sonrisa burlona. Hodges apartó la vista.
–¿Y bien? –preguntó Traynor.
–Nosotros –dijo Van Slyke.
–Sea un poco más concreto –dijo Traynor–. ¿Quiénes son «nosotros»?
–Los jardineros del hospital –dijo Van Slyke. No apartaba la vista de Hodges, ni tampoco abandonaba su sonrisa.
–¿Desde cuándo?
–Desde antes de que yo llegara –respondió Van Slyke.
–Desde hoy, queda prohibido –dijo Traynor–. ¿Entendido?
–Claro –contestó Van Slyke.
–Gracias, Werner –dijo Traynor–. Vaya a la barra y beba una cerveza mientras nosotros hablamos con el doctor Hodges.
Van Slyke volvió a su sitio junto a la chimenea.
–Ya conoce el dicho –dijo Traynor–: los que están en el candelero…
–¡Cállese! –espetó Hodges. Iba a decir algo, pero se detuvo. En lugar de eso, salió orgullosamente de la sala con rabia contenida, cogió su abrigo y la gorra, y se zambulló en la glacial noche.
–Viejo tonto –murmuró mientras se dirigía hacia el sur de la ciudad. Estaba furioso consigo mismo por permitir que aquel idiota neutralizase momentáneamente su indignación ante el problema de la atención a los pacientes. Era cierto que el personal de mantenimiento del hospital cuidaba sus propiedades. Todo había empezado hacía años. La cuadrilla del hospital había aparecido un buen día. Hodges nunca había solicitado sus servicios, pero tampoco había hecho nada para evitarlos.
La larga caminata a casa en aquella noche helada sirvió para aliviar la culpabilidad de Hodges respecto a lo del jardín. Después de todo, aquello no tenía nada que ver con la atención al paciente. Cuando entraba por el camino nevado de su casa, tomó la decisión de pagar un cifra razonable por los servicios que había recibido. No pensaba permitir que aquel asunto sofocase sus protestas por cuestiones más serias.
Cuando Hodges llegó a la mitad del largo camino de entrada, vio la explanada inferior. Entre la nieve y el viento distinguió la valla que había levantado para evitar que los caballos de Sherwood entraran en su propiedad. Nunca le vendería un trozo de tierra a un bastardo como aquél. Sherwood se había quedado con el segundo terreno gracias a un juicio hipotecario contra la familia de un antiguo paciente de Hodges. De hecho, su ficha de ingreso en el hospital era uno de los documentos que Hodges llevaba en el bolsillo.
Hodges dejó el camino y cogió un atajo que bordeaba el estanque de las ranas. Se dio cuenta de que algunos niños del barrio habían patinado allí, porque habían retirado la nieve que cubría el hielo y habían colocado unas porterías de hockey improvisadas. Más allá del estanque, la casa vacía de Hodges se recortaba en la noche nevada y oscura.
Rodeando la casa, Hodges se acercó a una puerta lateral del añadido que unía la casa principal con el granero. Se sacudió la nieve de las botas, entró en aquella habitación embarrada, se quitó el abrigo y lo colgó. Después de hurgar torpemente en el bolsillo del abrigo, sacó los papeles que había llevado a lo largo del día y los llevó a la cocina.
Dejó los papeles en la mesa de la cocina y se dirigió a la biblioteca para servirse una copa, en honor de la que no había podido tomar en el bar. Unos golpes insistentes en la puerta le detuvieron en medio del comedor.
Hodges miró su reloj, confundido. ¿Quién podría ser, tan tarde y en una noche como aquélla? Dio media vuelta, atravesó la cocina y se encaminó a la habitación embarrada. Ayudándose con una manga de la camisa, borró el vaho del panel de la puerta acristalada. Fuera había alguien.
–¿Qué pasa? –murmuró Hodges retirando el cerrojo de la puerta. Abrió y dijo–: Me parece raro que vengas a verme a estas horas. –Hodges se quedó mirando a su visitante, que no abrió la boca. La nieve se arremolinaba entre su piernas–. Mierda –dijo, encogiéndose de hombros–. En fin, pasa. –Se dirigió a la cocina–. Pero no esperes que te haga el numerito del anfitrión simpático. ¡Y haz el favor de cerrar la puerta!
Cuando Hodges iba a subir el solitario escalón que llevaba al nivel de la cocina, se dio la vuelta para comprobar si la puerta había sido cerrada. Por el rabillo del ojo distinguió algo que se dirigía a su cabeza a gran velocidad. Se agachó instintivamente.
Aquel brusco movimiento le salvó la vida. Una varilla metálica y plana le golpeó un lado de la cabeza. La fuerza del golpe impelió la barra hacia su hombro, fracturándole la clavícula, y el impacto derribó al atónito Hodges.
Hodges chocó contra la mesa de la cocina. Se agarró a los bordes y logró ponerse en pie. La sangre le manaba en pequeños hilos desde la herida de la cabeza y goteaba sobre los papeles. Hodges se dio la vuelta y vio que su agresor se abalanzaba con el brazo levantado. La mano enguantada sujetaba una varilla de hierro que tenía el aspecto de una palanca corta y plana.
Cuando el arma descendió para asestar un segundo golpe, Hodges alargó la mano y le sujetó el antebrazo a su agresor, impidiendo así el impacto. No obstante, la barra le alcanzó en el cuero cabelludo. Más sangre empezó a brotar de las dañadas arterias.
Desesperado, Hodges clavó las uñas en el antebrazo de su asaltante. Sabía que no podía soltarle, tenía que evitar a toda costa un nuevo golpe.
Las dos figuras siguieron forcejeando durante unos instantes. En una danza mortal, ejecutaron piruetas por la cocina, chocando contra las paredes, derribando sillas y rompiendo platos. La sangre se esparcía por todas partes.
Cuando finalmente pudo liberar su brazo de la presa de Hodges, el agresor gritó de dolor. Una vez más, la varilla se levantó hasta su terrible cenit antes de golpear el antebrazo de Hodges. Los huesos crujieron como frágiles ramas ante el impacto.
La varilla de metal volvió a levantarse por encima del desventurado Hodges, y de nuevo cayó con fuerza. Esta vez, el arma no encontró obstáculos e impactó directamente en la desprotegida cabeza de Hodges, produciéndole una incisión en el cráneo y clavándosele en el cerebro.
Hodges cayó al suelo, misericordiosamente inerte.
1
SÁBADO 24 DE ABRIL
–Un poco más y llegaremos a un río –le dijo David Wilson a su hija Nikki, que iba a su lado en la parte delantera del coche–. ¿Sabes cómo se llama?
Nikki volvió sus ojos color azabache hacia su padre y se apartó un mechón de pelo que le caía sobre la frente. David miró fugazmente a su hija y distinguió las sutiles irisaciones amarillas que irradiaban de sus pupilas. Hacían juego con las hebras color miel de su cabello.
–Los únicos ríos que conozco –dijo Nikki– son el Misisipí, el Nilo y el Amazonas. Y como ninguno de ellos es de aquí, de Nueva Inglaterra, pues tengo que contestar que no lo sé.
Ni David ni Angela pudieron contener la risa.
–¿Qué os parece tan divertido? –preguntó Nikki, indignada.
David miró por el espejo retrovisor e intercambió una mirada de complicidad con Angela. Los dos estaban pensando en algo que ya habían hablado otras veces: Nikki parecía mayor de lo que correspondía a sus ocho años. Ese aspecto les gustaba, les parecía indicativo de su inteligencia. Al mismo tiempo, también eran conscientes de que se había desarrollado más rápidamente debido a sus problemas de salud.
–¿De qué os reís? –insistió Nikki.
–Pregúntale a tu madre.
–No, no. Que te lo explique tu padre.
–Venga, tíos –protestó Nikki–. No tiene gracia. Pero me da igual que os riáis porque soy capaz de buscar un nombre en un mapa. –Cogió un mapa de la guantera.
–Estamos en la autopista 89 –dijo David.
–¡Ya lo sabía! –dijo Nikki, molesta–. No necesito ayuda.
–Le ruego que me perdone, señorita –dijo David con una sonrisa.
–¡Ya está! –dijo Nikki triunfante. Volvió el mapa para leer el nombre–. Es el río Connecticut. Se llama igual que el estado.
–Tienes razón –le respondió David–. ¿Y es también la frontera entre qué y qué?
–Separa Vermont de New Hampshire –dijo Nikki después de mirar el mapa.
–Muy bien –contestó David. Luego señaló hacia adelante y dijo–: Ahí está.
Permanecieron en silencio mientras la furgoneta Volvo azul, que ya tenía once años, recorría el último tramo. Por debajo, las aguas turbulentas del río se dirigían hacia el sur.
–Supongo que ya ha empezado a fundirse la nieve de las montañas –comentó David.
–¿Veremos las montañas? –preguntó Nikki.
–Claro que sí –contestó David–. Las montañas Verdes.
Llegaron al otro lado del puente, donde la autopista se desviaba y giraba gradualmente hacia el noroeste.
–¿Ya estamos en Vermont? –preguntó Angela.
–¡Sí, mami! –contestó Nikki.
–¿A cuánto estamos de Bartlet? –preguntó Angela.
–No estoy muy seguro –respondió David–. A una hora, más o menos.
Una hora y quince minutos después, el Volvo de los Wilson pasaba junto a una señal que decía: «Bienvenidos a Bartlet, ciudad del Bartlet College.»
David quitó el pie del acelerador y el coche disminuyó la marcha. Enfilaron la amplia Main Street, bordeada por grandes robles. Detrás de los árboles se vislumbraban casas blancas de madera. La arquitectura del lugar era una mezcla de estilo victoriano y colonial.
–Parece de cuento de hadas.
–Algunas ciudades de Nueva Inglaterra parecen sacadas de Disneylandia –dijo David.
–A veces tengo la sensación de que te gustan más las imitaciones que los originales –sonrió Angela.
Al cabo de un rato, la zona residencial dejó paso a la comercial y a los edificios oficiales, en su mayoría de ladrillo rojo con ornamentos victorianos. En el centro, los edificios tenían tres o cuatro plantas y también eran de ladrillo rojo. Unas placas de mármol informaban de la fecha en que habían sido construidos, casi todos a finales del siglo XIX y principios del XX.
–¡Mirad! –dijo Nikki–. Un cine. –Señaló una vieja marquesina donde un gran rótulo anunciaba una película de reestreno. Junto al cine había una oficina de correos con una andrajosa bandera estadounidense agitándose al viento.
–Hemos tenido suerte con el tiempo –señaló Angela. El cielo estaba azul pálido, moteado de pequeñas y abultadas nubes blancas. La temperatura superaba los quince grados.
–¿Qué es eso? –preguntó Nikki–. Parece un tranvía sin ruedas.
–Es un puesto ambulante de comida –le explicó David riéndose–. Fueron muy populares en los años cincuenta.
Nikki se acercó al parabrisas todo cuando le permitió el cinturón de seguridad.
Mientras se aproximaban al centro de la ciudad descubrieron un buen número de edificios de granito gris, bastante más imponentes que los anteriores de ladrillo rojo. Tal era el caso del Green Mountain National Bank con su almenada torre del reloj.
–Este edificio parece sacado de Disneylandia –dijo Nikki.
–De tal palo tal astilla –dijo Angela.
Llegaron a un parque, donde el césped había alcanzado un color exuberante, casi de verano. El parque estaba moteado de azafranes, jacintos y narcisos, sobre todo en la zona del cursi mirador central. David se acercó a la acera y detuvo el coche.
–Comparado con la parte de Boston que rodea el Boston City Hospital, esto parece el paraíso –dijo David.
En el extremo septentrional del parque había una gran iglesia blanca cuyo exterior era muy sencillo, a excepción de su enorme chapitel, de estilo neogótico y repleto de tracerías y espirales. El campanario estaba enmarcado por columnas que sostenían arcos de medio punto.
–Nos sobra bastante tiempo antes de las entrevistas. ¿Qué proponéis? –preguntó David.
–Dar una vuelta en coche y luego comer –dijo Angela.
–Me parece muy bien –dijo David poniendo el motor en marcha dirigiéndose a Main Street. En el lado occidental del parque se levantaba la biblioteca municipal que, al igual que el banco, era de granito gris. Aunque esta última parecía más una villa italiana que un castillo.
Un poco más allá de la biblioteca se encontraba la escuela elemental. David se detuvo junto a la acera para que Nikki la contemplase. Era un bonito edificio de principios de siglo, de tres pisos, que estaba comunicado con otro de estilo más reciente.
–¿Qué te parece? –le preguntó David a Nikki.
–¿Si nos venimos a vivir aquí, iré a este colegio? –preguntó Nikki.
–Es muy probable –contestó David–. No creo que en esta ciudad haya más de un colegio.
–Es bonito –dijo Nikki diplomáticamente.
Un poco más adelante pasaron junto a la zona comercial y después llegaron al campus de la Universidad de Bartlet. Los edificios eran del mismo granito gris y con los mismos adornos blancos que los del resto de la ciudad. Una gran parte de ellos estaban recubiertos de hiedra.
–Es muy distinta de la Brown University –dijo Angela–. Pero tiene su encanto.
–A veces me pregunto qué me hubiera pasado si hubiese estudiado en una de estas pequeñas universidades –dijo David.
–Pues que no habrías conocido a mamá –contestó Nikki–. Y yo no estaría aquí.
–Tienes razón, me alegro de haber estudiado en Brown –dijo David riéndose.
Rodearon la universidad y se dirigieron al centro. Cruzaron el Roaring River y descubrieron dos viejos molinos. David le explicó a Nikki que antiguamente se utilizaba la fuerza del agua para hacer muchas cosas. Ahora, aunque la rueda seguía girando lentamente, uno de los molinos era la sede de una empresa de soporte informático. Un cartel anunciaba que el otro molino albergaba ahora a la New England Coat Hanger Company.
Cuando llegaron al centro, David aparcó junto al parque. Esta vez bajaron del coche y pasearon por Main Street.
–Es curioso, no hay basuras, ni pintadas, ni mendigos –dijo Angela–. Parece otro país.
–¿Y qué te parece la gente? –preguntó David. Desde que habían bajado del coche no hacían más que cruzarse con gente.
–Parecen muy reservados –contestó Angela–, aunque no hostiles.
–Entraré y preguntaré dónde podemos comer algo –dijo David señalando la ferretería Staley.
Angela asintió. Ella y Nikki se quedaron mirando el escaparate de una zapatería.
David volvió al cabo de un momento.
–Dicen que el puesto ambulante está bien para algo rápido, pero que si queremos comer bien vayamos al Iron Horse. Yo voto por lo rápido.
–Yo también –dijo Nikki.
–Pues no se hable más –añadió Angela.
Los tres pidieron las típicas hamburguesas; pan tostado, cebolla cruda y bastante ketchup. Cuando terminaron, Angela le pidió que la esperaran un momento.
–No puedo ir a ninguna entrevista si antes no me lavo los dientes –dijo.
Después de pagar la cuenta, David cogió unos cuantos caramelos de menta. Cuando volvían al coche se cruzaron con una mujer que llevaba de una correa a un cachorro de perdiguero.
–¡Qué mono! –exclamó Nikki.
Amablemente, la señora se detuvo para que Nikki acariciase al cachorrillo.
–¿Qué edad tiene? –preguntó Nikki.
–Tres meses –respondió la mujer.
–¿Nos podría indicar cómo se va al Bartlet Hospital?
–Claro –contestó la mujer–. Suban por el parque. La calle de la derecha es Front Street, lleva directo hasta la puerta del hospital.
Le dieron las gracias y se pusieron en marcha. Nikki andaba de lado para no perder de vista al cachorro.
–Es una monada –dijo Nikki–. ¿Si venimos a vivir aquí podré tener perro?
David y Angela se miraron, enternecidos. Después de todo los problemas médicos por los que había tenido que pasar, la modesta petición de Nikki conmovió sus corazones.
–Claro que podrás tener un perro –respondió Angela.
–Y lo elegirás tú –añadió David.
–Bueno, pues entonces quiero vivir aquí –afirmó Nikki–. ¿Vendremos?
Angela miró a David con la esperanza de que contestara él, pero David le indicó que lo hiciera ella. Angela se esforzó por encontrar una respuesta. No sabía qué contestar.
–No es tan fácil decidir si nos quedaremos a vivir aquí –dijo por fin–. Hay que tener en cuenta muchas cosas.
–¿Qué cosas? –preguntó Nikki.
–Pues, por ejemplo, si nos dan trabajo a tu padre y a mí –dijo Angela aliviada de haber encontrado una respuesta tan sencilla.
Los tres se dirigieron hacia el coche.
A pesar de que ya sabían que proporcionaba asistencia sanitaria a más de medio estado, el Bartlet Community Hospital les pareció más grande y más impresionante de lo que habían imaginado. Aunque una señal indicaba que había un aparcamiento en la parte trasera, David aparcó junto a la puerta principal y dejó el motor encendido.
–Es muy bonito –dijo David–. Nunca hubiera pensado que un hospital pudiera ser bonito.
–¡Y qué vistas! –dijo Angela.
El hospital estaba situado en una colina de la parte septentrional de la ciudad. Se orientaba al sur y la fachada principal quedaba bañada por el sol. Por debajo de ellos, en la base de la colina, se extendía la ciudad, de la que destacaba el chapitel de la iglesia metodista. A lo lejos, las montañas Verdes dibujaban un borde festoneado en el horizonte.
–Será mejor que entremos –dijo Angela dándole unos golpecitos en el brazo–. Tengo la entrevista dentro de diez minutos.
David arrancó y se dirigió al aparcamiento. Había dos terrazas que hacían las veces de aparcamientos y estaban separadas por una hilera de árboles. Encontraron un entrada para visitantes en el propio aparcamiento.
Unas señales colocadas estratégicamente les condujeron a las oficinas de administración. Una solícita secretaria les indicó dónde podían encontrar el despacho del director del hospital, Michael Caldwell.
Angela llamó a la puerta, que estaba abierta. Michael Caldwell levantó al vista del escritorio y se puso de pie para saludarla. De tez olivácea y complexión atlética, a Angela le recordó a David. Además, iba muy bien vestido. También debía de tener unos treinta y tantos años, y más de uno ochenta de estatura. Y como David, también llevaba la raya en medio por una tendencia natural del cabello. Pero ahí se acababan los parecidos. Las facciones de Caldwell eran más duras que las de David, y tenía una nariz estrecha y aguileña.
–¡Pasen! –dijo Caldwell con entusiasmo–. ¡Entren los tres! –acercó una sillas.
David miró a Angela. Angela se encogió de hombros. Si Caldwell quería entrevistar a toda la familia, a ella le parecía bien.
Después de las presentaciones, Caldwell volvió a sentarse detrás del escritorio con la carpeta de Angela delante.
–He leído su expediente y estoy realmente impresionado –comentó Caldwell.
–Gracias –respondió Angela.
–Para ser sincero, no esperaba encontrarme una mujer patólogo –dijo Caldwell–. Pero con el tiempo he aprendido que es una especialidad muy atractiva para muchas mujeres.
–Permite un horario de trabajo más estable –dijo Angela–. Y puede compatibilizarse la profesión de médico con la de tener una familia. –Estudió a Caldwell. Su comentario le había hecho sentirse incómoda, pero tampoco quería empezar con prejuicios.
–Por las cartas de recomendación de la Universidad de Columbia que ha presentado, deduzco que para el departamento de patología del Boston Hospital es usted una de sus residentes más brillantes.
–He intentado hacer bien mi trabajo –comentó Angela sonriendo.
–Y no es menos impresionante su expediente de la Columbia Medical School –añadió Caldwell–. Nos encantaría que se quedase con nosotros. Así de claro. ¿Alguna pregunta?
–David también tiene una entrevista de trabajo en Bartlet –dijo Angela–, en una de las más importantes organizaciones de asistencia sanitaria del estado: la Asistencia Médica Global.
–Nosotros la llamamos la AMG –dijo Caldwell–. Es la única organización de asistencia sanitaria de la zona.
–En mi carta ya indicaba que mi trabajo estaba condicionado al de mi marido –dijo Angela–, y lo mismo a la inversa.
–Lo sé –dijo Caldwell–. De hech