La ciudad perdida (Archivos NUMA 5)

Clive Cussler
Paul Kemprecos

Fragmento

1

Las Orcadas, en la actualidad

Jodie Michaelson estaba furiosa.

Horas antes, ella y los tres restantes concursantes de Outcasts habían tenido que caminar calzados con sus pesadas botas por una gruesa cuerda extendida sobre una berma de noventa centímetros de altura hecha de piedras apiladas. El número había sido presentado como «La prueba vikinga del fuego». Habían colocado hileras de antorchas a cada lado de la cuerda, para añadir emoción y riesgo, aunque había una distancia de casi dos metros desde las antorchas hasta la cuerda. Las cámaras tomaban las escenas en un ángulo bajo y desde los laterales para hacer que la caminata pareciera mucho más peligrosa de lo que era.

El número había sido un engaño. En cambio no lo había sido la manera como los productores habían urdido las cosas para conseguir que los concursantes hubiesen estado a punto de utilizar la violencia física.

Outcasts era la última oferta en los programas de «telerealidad» que habían brotado como hongos después del éxito de Survivor y Fear Factor. Era una combinación acelerada de ambos formatos, con el añadido de los enfrentamientos a gritos de Jerry Springer.

El formato era sencillo. Diez participantes tenían que pasar por una serie de pruebas en el transcurso de tres semanas. Aquellos que fracasaban, o recibían el voto negativo de los otros, tenían que abandonar la isla.

El ganador ganaría un millón de dólares, con los puntos obtenidos, que parecían obtenerse a partir de lo desagradables que podían ser los concursantes entre ellos.

El programa estaba considerado más despiadado incluso que sus predecesores, y los productores apelaban a toda clase de artimañas para aumentar la tensión. Si los otros programas eran muy competitivos, Outcasts era abiertamente combativo.

El formato del programa había estado basado en parte en un curso de supervivencia, donde el participante debía vivir en alguna zona remota. A diferencia de los otros programas por el estilo, que tendían a estar situados en islas tropicales con aguas azul turquesa y ondulantes palmeras, Outcasts se filmaba en las Orcadas. Los concursantes habían desembarcado en una réplica barata de un barco vikingo, ante un público de gaviotas.

La isla medía casi cuatro kilómetros de largo y un kilómetro y medio de ancho. En gran parte no era más que pura roca retorcida y fragmentada hacía millones de años en algún cataclismo, con unos pocos árboles achaparrados y una plaza de arena gruesa donde se filmaba la mayor parte de la acción. El clima era suave, excepto por la noche, y las chozas forradas con pieles eran tolerables.

Aquel trozo de roca era insignificante a tal extremo que los lugareños la habían bautizado como «isla Pizca». Esto había provocado una divertida discusión entre el productor, Sy Paris, y su segundo, Randy Andleman. Paris tenía una de sus típicas rabietas.

—Por todos los diablos, no podemos filmar un programa de aventuras en un lugar llamado isla Pizca. Tenemos que llamarla de alguna otra manera. —Se le iluminó el rostro—. La llamaremos la isla de la Calavera.

—No parece una calavera —replicó Andleman—. Se parece más a un huevo demasiado frito.

—Pues eso me basta —afirmó Paris, antes de salir disparado.

Jodie, que había sido testigo de la discusión, consiguió que Andleman sonriera cuando le dijo:

—Creo que se parece más al cráneo de un estúpido productor de series de televisión.

Las pruebas consistían en hacer cosas repugnantes como descuartizar cangrejos vivos y comérselos o zambullirse en un tanque lleno de anguilas, que garantizaban el asco del espectador y lo animaban a ver el siguiente programa para descubrir hasta dónde podían degenerar las cosas. A algunos de los concursantes parecían haberlos escogido por su agresividad y su total falta de escrúpulos.

El punto culminante sería cuando los dos últimos concursantes pasasen toda una noche cazándose el uno al otro equipados con gafas de visión nocturna y fusiles que disparaban balas de pintura, una prueba inspirada en un cuento corto titulado «El juego más peligroso». El superviviente recibiría otro millón de dólares.

Jodie era profesora de educación física en Orange County, California. Tenía un cuerpo espectacular, aunque sus curvas se desperdiciaban con las prendas astrosas que le habían dado. Tenía una larga cabellera rubia y una viva inteligencia que había debido ocultar para que la admitieran en el programa. Cada concursante correspondía a un estereotipo, pero Jodie se negaba a desempeñar el papel de rubia estúpida que le habían asignado los productores.

En la última prueba de preguntas y respuestas que sumaban y restaban puntos, ella y los demás habían tenido que responder si una concha era un pescado, un molusco o un coche. Como correspondía al estereotipo de rubia, ella debía responder «Coche».

Caray, no podría volver a la civilización si aceptaba algo así.

Desde el fracaso en la prueba, los productores habían insinuado cada vez más abiertamente que debía salir del programa. Ella les había dado una oportunidad para que la echaran cuando una ceniza caliente le había entrado en un ojo y no había podido acabar con el paso entre las antorchas. Los restantes miembros de la tribu, todos con expresiones graves, se habían sentado en torno a la hoguera. Sy Paris con una voz melodramática había entonado la orden de expulsión del clan y la había mandado entrar en el Valhalla. Por Dios.

Ahora, mientras se alejaba de la hoguera, Jodie se reprochaba con furia haber fracasado en la prueba. Pero así y todo su lenguaje corporal reflejaba alegría. Después de pasar solo unas pocas semanas con estos lunáticos, agradecía poder marcharse de la isla. Era un lugar dotado de una belleza primitiva, pero había terminado harta de las rencillas, las manipulaciones y las vilezas a las que se entregaban los concursantes por conseguir el dudoso honor de ser cazado como un perro rabioso.

Más allá de la «Puerta del Valhalla», una glorieta hecha con costillas de ballena de plástico, había una gran casa rodante donde se alojaba el equipo de producción. Mientras los miembros de la tribu dormían en chozas hechas de pieles y comían gusanos, el equipo disfrutaba de calefacción, cómodas camas y comidas de gourmet. El concursante que era expulsado del juego pasaba la noche en la casa hasta que a la mañana siguiente llegara el helicóptero para recogerlo.

—Mala suerte —dijo Andleman, que la recibió en la puerta. Andleman era un encanto, el polo opuesto del canalla de su jefe.

—Sí, muy mala. Duchas calientes. Comidas exquisitas. Móviles.

—Todo eso lo tenemos aquí mismo.

Jodie echó una vistazo al lujoso interior.
—Ya me he dado cuenta.
—Aquella es tu cama. Prepárate una copa, y hay un paté estupendo en la nevera que te ayudará a desconectar. Tengo que ir a echarle una mano a Sy. Pilla una buena cogorza.

—Gracias, lo haré.

Se acercó al bar y se preparó un martini de Beefeater en un vaso largo. El paté era delicioso. No veía la hora de marcharse a su casa. Los ex concursantes siempre hacían una ronda por las tertulias de la tele donde ponían a parir a las personas que seguían en el programa. Te daban bastante dinero. Se acomodó en un mullido sillón. Al cabo de unos minutos, el alcohol hizo su efecto y se durmió profundamente.

Se despertó con un respingo. En el sueño, había escuchado unos alaridos agudos como el sonido de las bandadas de aves marinas o de los niños en el parque, contra un fondo de gritos y voces airadas.

Curioso.

Se levantó del sillón para acer

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