Crisis polar (Archivos NUMA 6)

Clive Cussler
Paul Kemprecos

Fragmento

1

El océano Atlántico El presente

A todos aquellos que veían al Southern Belle por primera vez se les podía perdonar que se preguntasen si la persona que había bautizado al enorme barco de carga poseía un siniestro sentido del humor o si sencillamente era corto de vista. A pesar del nombre que recordaba a una de aquellas mujeres de perturbadora belleza de antes de la guerra de Secesión, el Belle era, simple y llanamente, un monstruo de metal sin nada que insinuase una pulcritud femenina.

El Southern Belle pertenecía a la nueva generación de supercargueros construidos en los astilleros norteamericanos después de muchos años durante los cuales Estados Unidos se había dejado pillar la delantera por los astilleros de otras naciones. Había sido diseñado en San Diego y construido en Biloxi. Con una eslora de doscientos treinta y cinco metros, era más largo que dos campos de fútbol unidos, y tenía espacio suficiente para cargar mil quinientos contenedores.

El gigantesco barco era controlado de la imponente superestructura en la cubierta de popa. Con una anchura de treinta y cuatro metros y seis pisos de altura, parecía un edificio de apartamentos, y albergaba los camarotes de los oficiales y la tripulación, los comedores, un hospital y consultorios, despachos y salas de conferencias.

En el puente de mando, situado en el máximo nivel de la superestructura, las hileras de pantallas de veintiséis pulgadas hacían que pareciera un casino de Las Vegas. El amplio centro de operaciones reflejaba la nueva era en el diseño naval. Los ordenadores controlaban todos los aspectos de los sistemas y funciones integradas.

Pero los viejos hábitos se resisten a morir. El capitán del barco, Pierre «Pete» Beaumont, observaba el horizonte a través de los prismáticos, pues seguía confiando más en sus ojos que en toda la sofisticada maquinaria electrónica a su disposición.

Desde su ventajosa posición en el puente, Beaumont tenía una visión panorámica de la tempestad que azotaba a su barco. El viento huracanado levantaba olas grandes como casas. Las olas rompían por encima de la proa y bañaban casi hasta la mitad las hileras de contenedores amarrados en cubierta.

El nivel de violencia extrema que rodeaba al barco hubiese hecho que otras embarcaciones menores corrieran a buscar refugio y que sus capitanes pasasen un mal rato. Pero Beaumont se comportaba como si estuviese a bordo de una góndola en el Gran Canal.

Le gustaban las tormentas. Disfrutaba con el toma y daca entre su barco y los elementos. Ver la manera como el Belle se abría paso en el mar embravecido en una impresionante exhibición de potencia le provocaba una emoción casi sensual.

Beaumont era el primero y único capitán de la nave. Había seguido la construcción del Belle desde el principio y conocía hasta la última tuerca. El barco había sido diseñado para el servicio regular entre Estados Unidos y Europa, por una ruta que lo llevaba a través del océano más caprichoso del mundo. Tenía la más absoluta confianza en que la tempestad estaba bien dentro de los límites que soportaba la nave.

En Nueva Orleans habían cargado caucho sintético, lana, plásticos y maquinaria, y después habían navegado alrededor de Florida hasta un punto en mitad de la costa atlántica, para poner rumbo directo a Rotterdam.

El servicio meteorológico había acertado de pleno con el pronóstico. Habían anunciado vientos muy fuertes que darían paso a una borrasca atlántica. La tormenta los había pillado a unas doscientas millas de la costa. Beaumont permaneció tranquilo, incluso cuando los vientos ganaron en intensidad. El barco había aguantado temporales peores.

Observaba el horizonte cuando se tensó bruscamente y pareció apoyarse en los prismáticos. Los bajó por un instante, se los llevó de nuevo a los ojos y masculló una maldición. Se volvió hacia el primer oficial.

—Mira en aquel sector. Alrededor de las dos. Dime si ves algo fuera de lo normal.

El oficial era Bobby Joe Butler, un joven con talento oriundo de Natchez. Butler no ocultaba su ambición de comandar algún día un barco como el Belle, quizá incluso el propio Belle. De acuerdo con la indicación del capitán, Butler enfocó los prismáticos en un sector a unos treinta grados a estribor.

Solo vio el agua gris y alborotada que se perdía en la bruma del horizonte. Entonces, más o menos a una milla del barco, avistó una línea blanca de espuma que era por lo menos el doble de la altura del mar en el fondo. Incluso mientras miraba, la ola creció rápidamente en altura como si obtuviese potencia de las otras olas.

—Parece que se nos viene encima una muy grande —comentó Butler, con su deje del Mississippi.

El primer oficial miró de nuevo a través de los prismáticos. —Las olas hasta el momento tenían unos diez metros. Esa parece doblarlas. ¡Caray! ¿Has visto alguna vez una tan enorme?

—Nunca —respondió el capitán—. Ni una sola vez en mi vida.

El capitán sabía que su barco podría resistir el embate si se colocaba de proa para disminuir el área de impacto. Le ordenó al timonel que programara al piloto automático para enfrentarse a la ola y mantener el rumbo firme. Luego cogió el micrófono y apretó un interruptor que conectaba al puente con el sistema de megafonía.

—Atención a todos los tripulantes. Les habla el capitán. Una ola gigante está a punto de golpear al barco. Busquen una posición segura lejos de cualquier cosa suelta y sujétense bien. El impacto será severo. Repito. El impacto será severo.

Como una medida de precaución, le ordenó al oficial de comunicaciones que transmitiese un SOS. El barco siempre podría anular la llamada, si era necesario.

La ola verdiblanca se encontraba ahora a una distancia de media milla.

—Mira eso —le dijo Butler. Unos brillantes destellos iluminaban el cielo—. ¿Relámpagos?

—Quizá —respondió Beaumont—. ¡Me preocupa más esa maldita ola!

El perfil de la ola no se parecía en nada a lo que conocía el capitán. A diferencia de las olas normales, que tenían la cresta curvada, esta era absolutamente vertical, como una pared en movimiento.

Beaumont tuvo la extraña sensación de estar viéndolo todo desde un punto exterior a su cuerpo. Una parte observaba a la ola de una manera desinteresada, científica, fascinado por el tamaño y la potencia, mientras que la otra lo contemplaba todo con un asombro impotente ante aquel inmenso y amenazador poder.

—Sigue creciendo —anunció Butler, asombrado.

El capitán asintió. La ola había alcanzado una altura de treinta metros, casi tres veces más de cuando la había visto por primera vez. Su rostro adquirió un tono ceniciento. Comenzaron a aparecer grietas en su confianza a prueba de bombas. Un barco del tamaño del Belle no podía girar en un periquete, y aún estaba atravesado cuando la gigantesca ola se encabritó como un ser vivo.

Se había preparado para soportar el choque pero se sintió perdido cuando una brecha lo bastante grande como para engullirse el barco se abrió en el océano delante de la ola.

Beaumont miró en el abismo que había aparecido mágicamente delante de sus ojos. Es como el fin del mundo, pensó.

El barco se metió en la brecha, se deslizó por la pendiente y hundió la proa en el océano. El capitán cayó contra el mamparo delantero.

En lugar de golpearlo, la ola se desplomó sobre el barco, y lo sumergió debajo de miles de toneladas de agua.

Las ventanas del puente implosionaron con la presión, y pareció como si todo el océano Atlántico hubiese entrado en la sala. El agua golpeó al capit

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