El Navegante (Archivos NUMA 7)

Clive Cussler
Paul Kemprecos

Fragmento

1

Bagdad, 2003

Carina Mechadi ardía de furia. La joven italiana echaba chispas mientras observaba la destrucción y el desorden reinante en las oficinas administrativas del Museo Arqueológico iraquí. Habían volcado los archivadores. Los ficheros aparecían desparramados como si hubiesen sido pillados por un tornado. Las mesa y las sillas estaban hechas astillas. El alcance de la destrucción era espantoso.

La joven soltó una ristra de insultos que hacían referencia a la paternidad, la orientación sexual y el coraje de los vándalos que habían hecho semejante estropicio.

Los insultos pasaron por encima al joven cabo de marines que se mantenía cerca con una carabina M4 entre las manos. Las únicas dos palabras italianas que el marine conocía eran pepperoni y pizza. Pero no necesitaba un diccionario para saber que había presenciado una exhibición de lenguaje soez digna del más procaz de los carreteros.

El lenguaje fuerte era todavía más desconcertante dado su origen. Carina medía treinta centímetros menos que el marine. El equipo de combate que los militares habían insistido que llevase hacía que la delgada joven pareciese todavía más menuda. Ofrecía el aspecto de una tortuga demasiado pequeña para su caparazón con el chaleco antibalas. El uniforme de camuflaje para el desierto era de un hombre de talla pequeña.

El casco que tapaba su largo pelo negro le cubría la frente hasta casi ocultar sus ojos azules.

Carina advirtió la sonrisa de asombro del marine. Enrojeció de vergüenza y dio por acabados los insultos.

—Lo siento.
—Ningún problema, señora —dijo el cabo—. Si alguna vez quiere ser sargento instructor, el cuerpo de marines se alegrará de tenerla.

El enfado desapareció del rostro moreno. Los labios sensuales, que parecían más adecuados para la seducción que los insultos, se abrieron en una gran sonrisa que dejó ver unos dientes blancos perfectos. Apagado el fuego de sus palabras, su voz era baja y calma. Con un ligero acento, manifestó:

—Gracias por el ofrecimiento, cabo O’Leary. —Miró los destrozos a sus pies—. Como puede ver soy muy apasionada cuando se trata de este tipo de cosas.

—No la culpo por ponerse hecha una furia... —Las mejillas del marine enrojecieron y desvió la mirada—. Perdón, quería decir enojada, señora. Menudo desastre.

La guardia republicana de Saddam Husein había montado una posición defensiva en el complejo del museo, situado en el corazón de Bagdad en la ribera occidental del Tigris. Las tropas iraquíes habían escapado a la vista del avance norteamericano, y dejado el museo desprotegido durante treinta y seis horas. Centenares de vándalos se habían movido por el complejo hasta que habían sido expulsados por el personal directivo de la institución.

Los guardias se habían deshecho de sus uniformes y quemado sus tarjetas de identidad en su prisa por regresar a la vida civil. En un último gesto de desafío, alguien había escrito en la pared del patio: muerte a todos los americanos.

—Hemos visto todo lo que necesitábamos —dijo Carina con una mueca.

Escoltada por el cabo O’Leary, salió de las oficinas administrativas. Su andar pesado solo era en parte culpa de las botas militares que calzaba. La aplastaba el sentimiento de temor de lo que encontraría, o no encontraría, en las galerías abiertas al público, donde las mejores piezas se habían exhibido en más de quinientas vitrinas.

La caminata por el largo pasillo solo sirvió para reforzar sus temores. Muchos sarcófagos se veían abiertos y las estatuas estaban decapitadas.

Carina entró en la primera galería y el aire escapó involuntariamente de sus pulmones. Fue de sala en sala, horrorizada. Cada vitrina parecía haber sido limpiada con una aspiradora.

Llegó a la sala que había contenido los objetos babilónicos. Un hombre regordete y de mediana edad estaba inclinado sobre una vitrina rota. Junto a él había un joven iraquí que levantó su AK-47 cuando entraron.

El marine se llevó la carabina al hombro.

El hombre regordete alzó la mirada para mirar al marine a través de las gafas de cristal grueso. Había desdén más que miedo en sus ojos. Su mirada pasó a Carina y una sonrisa encendió su rostro.

—Mi querida señorita Mechadi —exclamó con gran afecto. —Hola, doctor Nasir. Me alegra ver que está bien. —Carina se volvió hacia el marine—. Cabo, este es Mohammed Jassim Nasir. Es el conservador jefe del museo.

El marine bajó su arma. Después de una pausa para demostrar que no se había sentido intimidado por el norteamericano, el iraquí hizo lo mismo. Los dos hombres continuaron mirándose con desconfianza.

Nasir se acercó para tomar las manos de Carina entre las suyas.

—No tendría que haber venido tan pronto. Esto es todavía peligroso.

—Usted está aquí, profesor.
—Por supuesto. Esta institución ha sido mi vida.
—Lo comprendo. Pero la zona alrededor del museo es segura. —Hizo un gesto hacia su escolta—. Además, el cabo O’Leary me vigila muy de cerca.

Nasir frunció el entrecejo.
—Espero que este caballero sea mejor guardia de lo que fueron sus amigos. De no haber sido por mis valientes colegas el desastre habría sido total.

Carina comprendió la furia de Nasir. Las tropas norteamericanas habían llegado cuatro días después de que las autoridades del museo hubiesen comunicado a los comandantes el saqueo. Carina había intentado con desesperación hacer que se moviesen más rápido. Había exhibido su tarjeta de identificación de la UNESCO colgada alrededor de su cuello debajo de las narices de los oficiales norteamericanos que se habían limitado a responderle que la situación era demasiado peligrosa.

La joven no veía qué sentido podía tener discutir quién era el culpable cuando el daño ya había sido hecho.

—Hablé con los norteamericanos —dijo—. Según ellos se habría librado una sangrienta batalla si hubiesen venido antes.

Nasir dirigió una mirada de desprecio en dirección al marine.

—Lo comprendo. Estaban demasiado ocupados vigilando los pozos de petróleo. —La expresión poco comprensiva en su rostro moreno sugería que habría preferido el derramamiento de sangre al saqueo.

—Estoy tan disgustada como usted —manifestó Carina—. Esto es terrible.

—Bueno, no es tan malo como parece aquí —comentó Nasir con un inesperado optimismo—. Los objetos robados de esta vitrina eran de menor importancia. Por fortuna, el museo tenía preparado un plan de contingencia después de la invasión de mil novecientos noventa y uno. Los conservadores se llevaron la mayoría de los objetos a unos depósitos que solo conocen cinco de las principales autoridades del museo.

—¡Eso es maravilloso, profesor!

La alegría de Nasir duró poco. Se atusó la barba con nerviosismo.

—Desearía que el resto de las noticias fuesen igual de buenas —añadió, con un tono de pesar—. A otras partes del museo no les ha ido tan bien. Los ladrones saquearon los más grandes tesoros de Mesopotamia. Se llevaron la copa sagrada y la máscara de Warka, la estatua de Bassetki, el marfil de la leona que ataca a los nubios y los toros gemelos de cobre.

—¡Esas piezas no tienen precio!
—A diferencia de los ladronzuelos que echamos del museo, las personas que se llevaron las antigüedades más valiosas eran expertos. Por ejemplo, no hicieron el menor caso del Obelisco Negro.

—Sin duda sabían que el original está en el Louvre.

Los labios de Nasir esbozaron una sonrisa.
—No tocaron una sola de las copias. Eran muy organizados y selectivos. Venga, se lo enseñaré

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos