El funcionamiento general del mundo

Eduardo Sacheri

Fragmento

Capítulo 3

3

Entre los rasgos de su padre que más detesta Joel está su forma de conducir. No es que maneje demasiado rápido. Es otra cuestión. Su papá maneja… brusco. Eso. Brusco. Arranca desbocado y después aprieta el acelerador de manera espasmódica y el auto cabecea. Y no importa si va a veinte, a cuarenta o a sesenta. Siempre lo hace cabecear.

Pero no es lo único. El concepto de “distancia de frenado” lo tiene absolutamente sin cuidado. Es más, Joel está convencido de que ni siquiera conoce lo que esa expresión significa. El viejo puede recorrer, como ahora, toda una cuadra de la calle Rosario, en Caballito, a cuarenta kilómetros por hora, respetando el límite de velocidad, pero sin advertir que allá en la esquina el semáforo está en rojo y la calle está ocupada por un colectivo y un taxi. ¿Qué haría una persona normal? Aminorar la marcha a medida que se acerca a la esquina. Su papá no. Ni es normal, evidentemente, ni va a disminuir la velocidad de a poco a medida que se acerque a la esquina. Seguirá a velocidad constante de punta a punta de la cuadra, casi, concentrado en vaya uno a saber qué, y cuando falten diez metros para estrolarse contra el paragolpes trasero del taxi o del colectivo clavará los frenos mientras sus acompañantes no saben si alegrarse porque seguirán con vida o concentrarse en las náuseas inevitables que produce ese hombre que maneja como si estuviese domando un potro.

Mientras Joel y su hermana intentan recuperar el aliento, Federico mira la hora en su reloj y chasquea la lengua. Después los mira a ellos, a Candela con un rápido giro de la cabeza y a él con los ojos alzados al espejo retrovisor.

—Quiero… perdonen. Yo sé que les había prometido que no íbamos a volver a discutir, y menos así, delante de ustedes.

A Joel le gustaría que Candela estuviese en el asiento junto al suyo para ponerse de acuerdo. ¿Se le aceptan las disculpas al viejo? ¿Se le responde que los tienen hartos con eso y que no se van a contentar con una disculpita lanzada así nomás, al voleo, como quien prueba a ver qué pasa? ¿Se permanece en silencio, en una actitud intermedia que ni lo disculpa ni le reclama por haber faltado otra vez a su promesa? Como Candela sigue en silencio Joel interpreta que ésta, la tercera, es la opción que prefiere su hermana. Le parece bien y se queda callado.

—Lo que pasa es que surgió una emergencia. Hoy mismo a la mañana. Algo completamente inesperado, y no sabía qué hacer. Y en el apuro me… me manejé mal y… perdón.

Pasa un minuto largo hasta que Candela le pregunta:

—¿Y cuál fue la emergencia que te surgió?

Federico vuelve a frenar en el último instante antes de estrolarse con la fila de autos que espera en el siguiente semáforo.

—Acaban de avisarme que alguien que fue… alguien importante en mi vida, de cuando era chico, acaba de morirse. Vivía lejos, recontra lejos. En un lugar que se llama Monte Mocho.

—¿Y eso dónde queda? —pregunta Joel, que suele interesarse por la geografía.

—En Chubut, muy al sur, casi en el límite con Santa Cruz.

—¿Pero no es lejísimos eso?

—Sí, hija, lo que pasa… —pega un volantazo para no atropellar a una mujer que cruza la calle por la senda peatonal, con todas las leyes viales del mundo a su favor— es que tengo que ir. Tengo… tengo que ir.

—¿Quién era?

—El que se murió, papá —interviene Joel.

Federico lo mira por el retrovisor con cara de extrañeza.

—Ah, no. Es una mujer. Una profesora, de la escuela, del secundario. Marta Muzopappa, se llamaba.

—Nunca la nombraste —comenta Candela.

—No —confirma su papá.

En realidad, piensa Joel, ¿a quién nombró su papá, alguna vez, de la época del secundario? Ni de cualquier otra época.

—¿Importante por qué? —pregunta.

El viejo lo mira con cara de que no sabe de qué está hablando.

—Dijiste que era alguien importante de cuando eras chico, papá…

—Entiendo que les rompa la paciencia, chicos. Que sea una sorpresa que no se esperaban y… pero tengo que ir. Lo prometí y tengo que ir.

Joel se da cuenta de que su viejo acaba de hacer algo que ha hecho muchas otras veces: para no responder lo que le preguntan contesta otra cosa. Joel le preguntó por qué era alguien importante, pero su viejo sale con que tiene que ir porque lo prometió. ¿Insiste o lo deja así? Mejor lo deja. Cuando el viejo escapa así por la tangente, y después sigue en silencio, significa que se está metiendo para adentro, se pone a pensar en círculos cada vez más profundos excavados en su propio cerebro, ahí donde nadie puede seguirle el rastro.

Federico se ajusta los anteojos sobre el puente de la nariz. Nueva esquina, nuevo semáforo en rojo, nueva sensación de Joel de estar a punto de estrellarse o de vomitar, nueva salvada por los pelos.

—¿Y si te enterabas cuando ya estábamos en Cataratas?

La pregunta de su hermana refleja lo que Joel también está pensando. Eso, ¿qué habría pasado si Federico se enteraba cuando ya estaban en Cataratas? ¿Suspendía las vacaciones por la mitad y los obligaba a volverse?

—No sé —dice su papá después de pensarlo un poco y de pegar otro frenazo—. Pero el asunto es que me enteré antes de viajar, y no me puedo hacer el estúpido.

Y no es tanto lo que dice sino cómo lo dice lo que hace que Joel y Candela se mantengan en silencio el resto del trayecto hasta el Aeroparque.

Capítulo 4

4

—Tiene que haber alguna solución —dice el padre a través del agujero redondo del vidrio que encima le queda un poco alto y lo obliga a adoptar una postura un poco ridícula, levemente en puntas de pie y con el cuello un tanto estirado hacia arriba, como si quisiera crecer.

—Lo lamento, señor. Pero está todo vendido hasta el domingo. Fin de semana largo, víspera de vacaciones de invierno…

La empleada de la aerolínea hace un gesto que abarca al gentío que se desplaza detrás de ellos hacia las puertas de embarque, las salidas a la calle, los mostradores de despacho de equipaje. Candela no está demasiado acostumbrada a los aeropuertos, pero no necesita mayor experiencia para entender que están en medio de un pandemónium proverbial.

—Pero algo tiene que haber… —su padre vuelve a insistir.

Candela cruza una mirada con Joel. Ambos están sumergiéndose en el mar tenebroso de la vergüenza ajena. Si fuera por ellos ya estarían afuera, de vue

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