En la guarida del zorro

Charlotte Link

Fragmento

cap-2

 

El niño no estaba seguro de que lo que había visto fuese un zorro, tal vez se tratara de otro animal, pero finalmente decidió que era un zorro porque la idea le gustaba mucho más. Lo había visto deslizándose como una sombra oscura y fugaz por el pequeño valle, entre la hierba, los matorrales bajos y las piedras, y cuando llegó al otro lado, al único en que el valle no limitaba con prados que ascendían suavemente colina arriba, sino con una pared escarpada de roca, se perdió entre los pedruscos y desapareció. Fue como si la pared se lo hubiera tragado en un instante.

El niño siguió observando, fascinado. Daba la impresión de que había una entrada en la roca, una hendidura que bastaba para que un animal no muy pequeño, al menos como un zorro, pudiera escabullirse dentro sin problemas. Tenía que investigar el misterio. Dejó caer la bicicleta sobre la hierba y corrió colina abajo. Conocía muy bien la zona, iba a menudo a aquel pequeño valle tranquilo, aunque tuviera que recorrer más de ocho kilómetros en bicicleta para llegar. No era fácil encontrar aquel paraje, puesto que no había ningún camino que condujera hasta allí. Pero por eso se estaba tan bien. Podía tumbarse al sol o sentarse en una piedra tranquilamente, contemplar el cielo y quedarse absorto en sus pensamientos.

El niño llegó al sitio por donde había desaparecido el zorro. Cuando era más pequeño, había trepado arriba y abajo por aquella pared de roca, imaginando que escalaba el Everest. Ahora tenía diez años y esos juegos le parecían infantiles, pero todavía recordaba muy bien la sensación de aventura que siempre le había transmitido aquella pendiente escarpada. Sin embargo, nunca había descubierto nada que le hiciera sospechar que hubiera una abertura en la roca.

El corazón le latía con fuerza mientras buscaba una entrada entre los helechos, altos y tupidos, y todavía empapados de la lluvia que había caído la noche anterior. No estaba seguro de que el zorro hubiera desaparecido exactamente allí. El niño le dio una patada a la roca. Unas cuantas piedras se desprendieron y rodaron sobre los helechos.

Delante de él había una hendidura. No había podido verla nunca porque los helechos la ocultaban, pero era evidente que en la pared de roca había una abertura. Y era lo bastante grande para que un zorro entrara por ella. El niño resoplaba a causa de la emoción. Metió el brazo en la grieta, temiendo tropezar enseguida con algún obstáculo, pero le dio la impresión de que se trataba realmente de una cueva.

Sacó el brazo y volvió a dar patadas en la roca, esta vez con mucha más fuerza. De nuevo se desprendieron piedras hacia el suelo, algunas grandes. La abertura se agrandó un poco. El niño se arrodilló y apartó las piedras. Nunca se había fijado en que en ese sitio estaban bastante sueltas. ¿Las habría apilado alguien? Miró arriba. Quizá mucho tiempo atrás se produjo un desprendimiento de tierras, algunas partes de la roca se fragmentaron y se precipitaron al suelo, y cerraron aquella entrada al interior de la montaña.

Ya había apartado suficientes piedras para dejar al descubierto un boquete lo bastante grande para poder pasar por él. Descansó unos instantes para recobrar el aliento. Aunque el día era frío y húmedo, el niño estaba empapado en sudor. Mover las piedras, algunas muy grandes y pesadas, había sido agotador. Y a eso cabía añadir la excitación. Temblaba de los pies a la cabeza.

Luego entró reptando por la abertura.

Nada más cruzar la entrada, ya pudo ponerse de pie. Un adulto habría tenido que pasar con la cabeza agachada, pero para un niño de su edad había sitio de sobra. Recorrió un pequeño pasadizo, que enseguida se ensanchaba formando una especie de cueva. La luz del día entraba débilmente y apenas pudo ver nada. Solo distinguió vagamente las paredes, en parte de roca, en parte de tierra, y raíces que colgaban del techo bajo, así como unos finos regueros de agua que goteaban sobre el suelo, y allí eran absorbidos por la rocalla y el fango. Casi no se atrevía a respirar de tanta emoción, de tanto entusiasmo. Había descubierto una cueva. Una cueva en la roca, accesible únicamente a través de una entrada secreta que nadie había hallado antes.

Dio media vuelta y se abrió paso entre las angostas paredes para regresar a la entrada. No había encontrado ni rastro del zorro, pero quizá no lo había descubierto debido a la oscuridad. Tenía que ir a casa a buscar una linterna, luego volvería y exploraría la cueva a conciencia. También llevaría algunas cosas (lápices de colores, sellos, un vaso de plástico) y las dejaría dentro. Esa sería la prueba. Volvería todos los días y controlaría los objetos. Si todo seguía siempre en su sitio, se demostraría que él era de verdad el único que conocía la existencia de aquel lugar secreto.

Al llegar al exterior estuvo a punto de echar a correr hacia la bicicleta, pero se controló y se tomó la molestia de volver a apilar todas las piedras y cerrar cuidadosamente la entrada. Incluso fue a buscar tierra mojada y embarró las ranuras para que nadie sospechara que la rocalla estaba suelta, tan solo amontonada. Después enderezó lo mejor que pudo los helechos que había pisado. En el futuro tendría que ir con más cuidado y moverse con más cautela y habilidad para no dejar un camino trillado que condujera directamente a la entrada. La cueva sería su secreto, nadie más tenía que descubrirla. No se lo contaría a nadie; a su madre y a su padrastro, por supuesto que no, pero tampoco a sus amigos del colegio. Nunca había hablado con nadie de aquel sitio, al que tanto le gustaba ir, y ahora aquel paraje había cobrado mucha más importancia.

«Mi valle —pensó—, mi cueva.»

El zorro le había señalado el camino y, al pensarlo, se le ocurrió el nombre que le daría a aquel rincón del mundo que le pertenecía únicamente a él:

Fox Valley.

El valle del Zorro.

Le pareció que sonaba enigmático, especial.

El valle del Zorro.

Contempló satisfecho su obra. Era imposible que alguien reconociera que había una hendidura en la roca. Nadie encontraría nunca su escondite. Y él pasaría mucho tiempo allí, y quizá ampliaría el pasadizo y fortificaría la cueva y se crearía un maravilloso refugio para toda la eternidad.

Fue hacia la bicicleta.

—Volveré pronto —murmuró.

cap-3

Agosto de 2009

cap-4

1

En el viaje de vuelta entre el norte y el sur de Gales, volvieron a enredarse en la discusión infructuosa, larga y enervante en la que llevaban semanas enzarzándose. Cuando salieron del parque nacional de la costa de Pembrokeshire y llegaron a Fishguard, incluso se pelearon. De no haber sido así, tal vez las cosas habrían ido de otra manera. Si hubieran intentado aclarar el asunto con calma, a uno de los dos se le habría ocurrido decir: «No echemos a perder este fantástico día. Cambiemos de tema. Esta noche nos sentaremos tranquilamente delante de una copa de vino y lo hablaremos».

Pero no salieron de la espiral en la que estaban atrapados y todo desembocó en una tragedia, aunque nadie podría haberla previsto. La trifulca venía latiendo desde hacía tiempo y, en opinión de Vanessa, en el fondo era… por nada. Matthew, su marido, trabajaba en una empresa de Swansea que desarrollaba software y había obtenido muy buenos resultados durante muchos años. Últimamente la situación había empeorado, la competencia era más fuerte, el mercado, más duro y se movía más rápido, y en la empresa se habló de tomar medidas de reestructuración que consistían básicamente en sopesar la opción de captar empleados más jóvenes en otras empresas para que sustituyeran a los que ya no eran competitivos. Matthew estaba convencido (Vanessa lo llamaba «idea fija») de que iban a despedirlo. Al menos consideraba la posibilidad. Y puesto que había recibido una oferta de Londres para trabajar en otra empresa, no veía por qué razón no podía adelantarse a la amenaza del despido aceptando el puesto en la ciudad.

—Porque no cobrarás la indemnización —argumentó Vanessa.

—De acuerdo. Pero ¿de qué me servirá la indemnización si el puesto de Londres ya está cubierto entonces y me quedo en paro?

—¡Ya encontrarás otra cosa!

—¿Y si no encuentro nada?

Evidentemente el problema no era ese, el problema era Londres. Vanessa daba clases de Literatura en la Universidad de Swansea. No veía por qué tenía que dejar su trabajo, a sus alumnos, todo su entorno, para seguir a su marido a Londres solo porque quería avanzarse a un despido que, hasta entonces, solo existía en su imaginación.

—Te comportas como un pachá del siglo XIX —dijo Vanessa, furiosa—. Tú decides y yo te sigo obedientemente a donde quieras ir. Pero las parejas ya no funcionan así. No iré a Londres, Matthew. ¡Quítatelo de una vez de la cabeza!

Matthew suspiró.

—Después de quince años en Swansea —replicó—, ¿tan malo sería un cambio?

—No. Pero no precisamente ahora. Y menos aún si solo es porque te conviene a ti.

Max, el gran pastor alemán de pelo largo que iba en los asientos de atrás, levantó la cabeza y gimió. Matthew echó un vistazo por el retrovisor.

—Me temo que Max tiene que salir. No aguantará hasta que lleguemos a casa.

Vanessa no contestó. Apretaba los labios con tanta fuerza que acabaron transformándose en una línea blanca. A la primera oportunidad, Matthew salió de la carretera principal y siguió por la comarcal que se adentraba de nuevo en el parque nacional. Caía la tarde y el sol ya estaba muy bajo. Un atardecer cálido, claro y magnífico del mes de agosto. Una luz cobriza se posaba sobre los campos de los alrededores. Divisaron a un excursionista solitario que trepaba una de las vallas que separaban los prados. Aparte de eso, no se veía un alma. El parque nacional que se extendía a lo largo de muchos kilómetros de litoral pero también se desplegaba hacia el interior, era un imán para los turistas. En verano siempre estaba lleno de gente paseando a pie, a caballo o en bicicleta de montaña, principalmente por la zona que daba a la costa. En cambio, lejos del mar se podía caminar a veces durante horas sin cruzarse con nadie.

Pasaron junto a un pequeño aparcamiento situado debajo de la carretera que tenía unas vistas preciosas sobre el paisaje. Había una mesa de picnic con dos bancos y una papelera metálica. La papelera estaba vacía. Parecía evidente que allí no solía ir nadie.

Matthew frenó.

—Anda, vamos a dar un paseo con Max —dijo—. Nos sentará bien.

Vanessa negó con la cabeza.

—Ve tú. Necesito estar sola. Quiero pensar. Te espero aquí.

—¿Seguro?

—Sí, seguro.

Salieron del coche. Notaron el aire caliente. Habían puesto el aire acondicionado del coche a veinte grados y en el exterior debían de estar todavía a veinticuatro. No había ni una sola nube en el cielo azul. Era uno de esos días de verano con los que se podría soñar todo el invierno.

«¿Te acuerdas de aquel fantástico domingo de agosto? Aquel área de descanso en el fin del mundo… Aquella calma y el calor…»

No, no hablarían así. Vanessa pensó que seguramente siempre relacionarían aquel domingo con la pelea. Tanto daba cómo acabaran decidiéndose las cosas; ellos recordarían un largo viaje desde Holyhead a Swansea en el que discutieron la mayor parte del tiempo. Y que Matthew fue a dar una vuelta con Max, mientras ella se quedaba en el coche porque estaba tan enfadada que no quiso acompañarlo.

Había un sendero que al principio descendía ligeramente hacia el valle y luego trazaba una curva cerrada hacia la izquierda, rodeando la colina. A partir de allí, no se veía nada más desde el aparcamiento. Vanessa vio desaparecer a Matthew y a Max por el recodo. Antes, Max volvió la cabeza hacia su dueña un par de veces, inquieto, pero finalmente echó a correr y tomó la delantera, mientras Matthew caminaba detrás más despacio. Vanessa notó en los hombros levantados y tensos de Matthew que también estaba enfadado. Se sentía incomprendido, claro. Pero él tampoco era muy comprensivo. Seguramente pasearía un buen rato con el perro. Matthew necesitaba moverse cuando estaba agobiado. Luego, como casi siempre, volvería mucho más relajado y sereno.

Se apartó del coche, avanzó lentamente hacia la mesa de picnic y se sentó en el banco de madera, que el sol había calentado. La luz crepuscular era tan suave que ya no cegaba. Contempló el valle poco profundo y extenso, plagado de ondulaciones y muy verde. Un muro de piedra se extendía por la cara norte y terminaba junto a una pequeña arboleda. Aparte de eso, solo se veían matas bajas de retama, en esa época de un verde polvoriento. En abril, cuando florecían, aquel paraje seguramente rebosaría de manchitas amarillas.

¡Qué preciosidad! Vanessa pensó que deberían ir allí más a menudo. Las distintas zonas del parque nacional no quedaban muy lejos de Swansea, pero podía contar con los dedos de una mano las veces que ella y Matthew se habían encaminado hacia aquel lugar en los últimos quince años. Y, cuando lo habían hecho, siempre habían ido a nadar a la costa. No estaría mal pasar un fin de semana practicando el senderismo en otoño. A Max le encantaría, le gustaba mucho pasear. Bueno, quizá a esas alturas ya estarían preparando la mudanza a Londres.

Londres.

«No quiero alejarme de todo lo que conozco —pensó— y tampoco quiero una relación de fin de semana, Matthew en Londres y yo en Swansea… Eso no es lo que yo me había imaginado…»

Al mismo tiempo, se preguntó si aferrarse a lo conocido era la actitud adecuada para una mujer de treinta y siete años. A esa edad, ¿había que ser menos sedentaria? ¿Más flexible? ¿Más aventurera?

¿Más curiosa?

Estaba tan absorta en sus pensamientos que no se dio cuenta de que el tiempo pasaba. Dos o tres veces oyó circular un coche arriba, en la carretera principal. Por lo demás, todo estaba tranquilo. Cuando finalmente miró la hora y comprobó que Matthew y Max llevaban fuera veinte minutos, oyó que un coche se acercaba. El vehículo aminoró la marcha al llegar a la altura del área de descanso y luego aceleró, pero frenó al cabo de unos instantes. Vanessa se volvió, pero no vio nada. Una pequeña elevación poblada de setos separaba el área de descanso de la carretera. Desde allí, los coches solo se veían cuando circulaban por una curva más alejada. Entonces apareció. Una furgoneta blanca con un rótulo en el lateral, que Vanessa no pudo leer a tanta distancia. Se fijó en que el vehículo circulaba muy despacio. Luego el conductor dio media vuelta en medio de la calzada y se marchó. Salió de su campo visual, pero Vanessa siguió oyéndolo. Le dio la impresión de que el vehículo pasaba circulando lentamente y después aceleraba. Y frenaba de nuevo. Vanessa frunció el ceño. ¿Daría otra vez media vuelta? ¿Por qué iba todo el rato arriba y abajo? ¿Era el mismo vehículo que había oído un par de veces antes sin que le hiciera caso? Oyó que se acercaba de nuevo y aminoraba la marcha. Esta vez dobló hacia el aparcamiento. Vanessa volvió la cabeza, pero no vio nada. Oyó que se cerraba la puerta de un coche. Al parecer, el vehículo había aparcado justo en la entrada, no había llegado hasta el área de descanso. Tal vez era alguien que quería orinar y había visto que había una mujer en la zona de picnic.

Vanessa intentó ignorar la inquietud que se estaba apoderando de ella y contempló el valle.

«Ya va siendo hora de que Matthew vuelva», pensó.

Deseaba que Max apareciera ladrando por la curva. Le habría gustado tener a su lado aquel perrazo. Al mismo tiempo, se calificó a sí misma de histérica. Solo porque un coche había pasado varias veces arriba y abajo… Solo porque de repente se sentía más sola que la una…

Aunque no percibió ningún sonido, un nerviosismo súbito la obligó a darse la vuelta bruscamente. Había notado una sensación inexplicable de peligro, se le había erizado el vello de todo el cuerpo y, a pesar del calor, sintió un escalofrío.

Había un hombre detrás de ella.

A menos de dos pasos. Se había acercado sin hacer ruido.

Vanessa se levantó de un brinco. No estaba segura de si había lanzado un grito, pero era muy posible.

Aquel hombre era muy inquietante.

Intentaba ocultar la cara. A pesar del calor que hacía ese atardecer, llevaba una gorra de béisbol calada hasta los ojos, gafas de sol negras como el carbón y totalmente opacas, y un fular negro que le tapaba la boca. Vanessa solo podía verle la nariz. Vestía pantalones de chándal negros y un jersey negro de cuello alto. También llevaba guantes.

Vanessa tragó saliva.

—¿Qué…? —dijo.

El hombre se abalanzó sobre ella moviéndose con mucha rapidez. Actuó tan de improviso que no le dio la menor posibilidad de defenderse, ni siquiera de apartarse. Notó que le apretaban algo húmedo en la cara, un olor penetrante la envolvió, le irritó los bronquios e hizo que tosiera convulsivamente. El olor le provocó dolor y mareo, y le nubló los sentidos en un instante. Braceó sin apenas fuerzas, como un muñeco de goma colgado laxamente de un hilo, y perdió el conocimiento.

Se precipitó en una negrura absoluta.

En una noche infinita.

cap-5

2

Estaba empapado en sudor, aunque hacía rato que se había quitado el jersey grueso, la gorra, el fular y los guantes, y lo había tirado todo a la parte de atrás de la furgoneta. Ahora solo llevaba los pantalones de chándal y una camiseta blanca sin mangas. Y las zapatillas de deporte gastadas.

No obstante, sudaba tanto que notaba cómo el agua le corría por la espalda.

Se dio cuenta de que conducía muy deprisa y levantó el pie del acelerador. Solo le faltaba llamar la atención de una patrulla de la policía precisamente ahora. No había bebido alcohol, pero cabía la posibilidad de que le preguntaran qué hacía a esas horas entre la costa oeste y Swansea. Aunque eso no era sospechoso. Y no estaba prohibido.

«Relájate, Ryan —se dijo—. Has pasado el domingo en la playa y ahora vuelves a casa. Eso no tiene nada de raro.»

Aun así, redujo la velocidad. Y a pesar de los pensamientos tranquilizadores, no paraba de sudar y el corazón seguía latiéndole con fuerza.

Había intentado no hacer caso de la voz interior que lo amonestaba, que le advertía desde hacía días, de la voz que continuamente le susurraba que su plan se pasaba de la raya. Que el secuestro y la extorsión le venían más que grandes. Ryan Lee tenía antecedentes penales, la policía lo conocía de sobra y ya lo habían detenido en dos ocasiones, por robo y por un delito de lesiones. Había intentado ganarse la vida trabajando honradamente, pero siempre había fracasado de un modo u otro, la mayoría de las veces porque no conseguía levantarse pronto mucho tiempo seguido para llegar con puntualidad al trabajo. Entonces lo despedían y volvía al mal camino. Sabía muy bien lo que era vivir fuera o al límite de la ley.

Pero hay malos caminos y malos caminos.

Una cosa era robar un par de ordenadores en una tienda de electrodomésticos, abrir un coche, quitarle el bolso a una vieja de un tirón o buscar camorra.

Y otra muy distinta era asaltar a una mujer, anestesiarla, secuestrarla y esconderla para exigirle cien mil libras al marido.

Podían torcerse tantas cosas que, si daba rienda suelta a sus temores aunque solo fuera un segundo, le entraba vértigo. Un ejemplo: naturalmente, lo primero que haría sería advertir al marido de que no avisara a la policía. Pero no había nada que asegurara que no se pusiera en contacto enseguida con la pasma. Entonces él, Ryan, no se enfrentaría solo a un hombre, que además estaría en estado de shock y aturdido, sino a todo el aparato policial de la región. En esas circunstancias, la entrega del dinero sería el momento más peligroso porque, obviamente, lo aprovecharían para intentar atraparlo. Su única baza era la rehén. No querrían ponerla en peligro.

Se dio cuenta de que conducía muy despacio, llamativamente despacio, y aceleró. Tenía las manos tan húmedas que se le resbalaban del volante. Sería mejor que pensara en la mujer. Se llamaba Vanessa Willard. Era doctora y profesora de la Universidad de Swansea. Le había dicho enseguida su nombre y su profesión, y le había dado el nombre del marido y su dirección en Mumbles, una pequeña localidad en los alrededores de Swansea. También el número de teléfono. Todo lo que quería saber. Todavía estaba mareada a causa del cloroformo que le suministró con ayuda de un pañuelo y que hizo que durmiera profundamente una hora entera. Luego la arrastró hasta la furgoneta casi sin problemas y la trasladó unos cuantos kilómetros hacia otra zona; solo «casi sin problemas» porque el jueves por la noche, de eso hacía tres días, se había enzarzado en una violenta pelea de bar y el brazo derecho aún le dolía horrores. Aun así, cargó con ella para recorrer el último trecho del camino que llevaba a la cueva. La parte más complicada, meterla por el bajo pasadizo. Solo se podía avanzar agachado y, además, ya casi era de noche y apenas entraba luz en la cueva. Llevaba una linterna, pero no tenía ninguna mano libre para sujetarla. Primer error. Conseguir una linterna frontal, como las que usan los mineros, tendría que haber entrado en los preparativos.

Enseguida se dio cuenta de que el tema de la iluminación no había sido ni con mucho el único error. Al despertarse, y después de vomitar a causa del cloroformo, la mujer empezó a llamar a gritos a su marido, y Ryan supo entonces que el marido se encontraba muy cerca del área de descanso. Solo había sacado a pasear al perro, y ella lo estaba esperando. Después de dar muchas vueltas, cuando por fin descubrió a la mujer sola en el área de descanso, recorrió varias veces en ambas direcciones el mismo tramo de carretera para comprobar si había alguien más en la zona. También consideró si era un objetivo adecuado para llevar a cabo su plan. El BMW, grande y caro, lo convenció, y también la forma de vestir de la mujer: aunque llevara tejanos y una camiseta informal, le dio la impresión de que eran prendas calculadamente sencillas, pero por las que había que pagar un dineral. No le hacía falta un millonario, no por cien mil libras, pero tampoco podía llevarse por error a una persona que dependiera de la asistencia social.

Así pues, decidió que era la víctima perfecta.

Y más tarde se enteró de que por poco no lo sorprenden un hombre y un pastor alemán. Pensándolo bien, en ese mismo instante comenzaron los sudores que todavía le duraban.

«Tendrías que haber estado más alerta —se repetía una y otra vez—, tendrías que haber sido mucho más prudente. Mucho más desconfiado. Mucho más cauteloso.»

Vanessa se había acurrucado en la cueva, conmocionada y todavía con ganas de vomitar, de modo que Ryan se atrevió a soltarla y encendió la linterna. El fular le tapaba la boca y la nariz. Vanessa echó un vistazo alrededor, se dio cuenta de que estaba bajo tierra, vio la caja alargada de madera con la tapa abierta y enloqueció. Gritando despavorida, intentó arrastrarse a gatas hacia el pasadizo y, cuando él consiguió agarrarla de la pierna derecha, se revolvió como un felino. Ryan sabía que no había un alma en kilómetros a la redonda y que nadie podía oírla, pero sus gritos lo pusieron nervioso. Estaba muy fuerte gracias a los ejercicios de musculación que practicaba con regularidad y la mujer no tenía ninguna posibilidad puesto que, además, sufría los efectos secundarios del cloroformo. Sin embargo, le dio muchísima guerra. Se defendió como una posesa, arañando, mordiendo y golpeando, y se alegró de ir tan tapado y enmascarado porque no le dejaría rastros de sangre en la piel. Podría haberla dejado fuera de combate de un puñetazo, pero aún no sabía su nombre ni su dirección; necesitaba esos datos y no los obtendría si perdía el sentido. Tampoco quería hacerle daño. Le daba lástima y esperaba que aquella historia acabara rápidamente y sin contratiempos por el bien de los dos.

Consiguió agarrarla por las muñecas y la neutralizó. En ese mismo instante, la mujer se derrumbó, desolada. En sus ojos, muy abiertos y de mirada trémula, se reflejaba un terror infinito.

—Quiero dinero —le dijo Ryan. Su propia voz le sonó ronca y extraña por debajo del grueso fular—. Nada más. Cuando tu familia pague, te sacaré inmediatamente de aquí. ¿Era tuyo el coche?

—De mi marido y mío —contestó la mujer con un hilo de voz.

A decir verdad, era una suerte que hubiera un marido. De lo contrario, Ryan habría tenido que tratar con padres o hermanos que probablemente vivirían repartidos por todo el Reino Unido. La existencia de un marido dejaba claro quién sería el responsable de realizar el pago. Y no se había presentado la peor contingencia posible: que estuviera completamente sola y no hubiera nadie a quien extorsionar. Esa era la posibilidad que Ryan más había temido.

—¿Cómo se llama tu marido? —preguntó.

La mujer hizo varios intentos frustrados antes de que la voz la obedeciera de nuevo. Había gritado tanto que estaba afónica.

—Matthew —consiguió decir finalmente—. Matthew Willard.

—¿Y tú?

—Vanessa. Vanessa Willard. Soy doctora y profesora en la Universidad de Swansea. No gano mucho dinero.

—¿Dónde vivís?

Le dio la dirección y el número de teléfono. Ryan se lo grabó en la memoria. Anotarlo le parecía peligroso.

—No… somos millonarios —dijo la mujer—. Tiene… que haberse confundido.

Ryan negó con la cabeza.

—Quiero cien mil libras. Su marido podrá conseguirlas.

La mujer parecía confusa. Seguramente pensaba que pediría un rescate millonario. Pero ¿cómo iba a saber ella los entresijos, las circunstancias?

El momento más complicado llegó al explicarle que tenía que estirarse dentro de la caja y que él cerraría la tapa. No intentó huir, pero comenzó a respirar entrecortadamente, tan fuerte que Ryan creyó que le había dado un ataque de asma.

—Por favor —consiguió decir finalmente—, por favor, ¡no me haga esto! ¡Por favor!

Le aseguró que estaría bien.

—La caja tiene suficientes agujeros para respirar. Te dejaré una linterna. También he puesto unas cuantas revistas dentro. Y suficiente agua y comida. Es posible que tu marido pague mañana mismo. Entonces saldrás enseguida.

—Estoy en una cueva. ¿No basta con eso? ¿Por qué…?

Ryan le dijo que cerraría la entrada de la cueva con piedras, pero que ella podría retirarlas trabajando con paciencia, y no podía permitir que eso sucediera.

—Vendré a verte cada día —le prometió.

Era mentira. Swansea estaba demasiado lejos y no pensaba correr el riesgo de llamar la atención. Podría llevar a la policía hasta el escondite. Sin embargo, le pareció aconsejable decirle algo que la consolara un poco.

Al entrar en la caja, la mujer lloraba y temblaba como un flan. Ryan la oyó sollozar mientras cerraba la tapa y la fijaba enroscando seis tornillos en los agujeros que previamente había abierto con una barrena. Por suerte, la mujer no vio que él también temblaba. Si se hubiera dado cuenta de que él tampoco tenía los nervios muy templados, todavía se habría puesto más nerviosa.

Ryan llegó a las afueras de Swansea y redujo la marcha. El vehículo era de una cadena de tintorerías en la que trabajaba desde hacía medio año. Por fin un trabajo, aunque fuera agotador y le aportara bien poco. Consistía en recoger la ropa sucia en varios hoteles y restaurantes de Swansea y alrededores, y en repartirla una vez lavada y planchada. Por eso tenía la furgoneta blanca con el rótulo «Clean!». Esa era la única ventaja que le reportaba aquel trabajo: un vehículo a su disposición. No podía utilizarlo con fines privados (y secuestrar a una mujer entraba claramente en el ámbito del uso privado), pero hasta entonces nunca lo habían controlado, y siempre llenaba el depósito, confiando en que así no lo descubrirían.

El domingo por la noche, poco antes de las nueve y media, había poco tráfico en Swansea y Ryan entró sin problemas en la ciudad. Como tantas otras veces en su vida, en esa época no tenía domicilio fijo, vivía unos días aquí y otros allá. Últimamente se alojaba en casa de Debbie, una ex novia con la que había tenido una relación de varios años, antes de que se separara de él por sus constantes tropiezos con la ley. No obstante, seguían siendo amigos, y lo acogió la última vez que se quedó en la calle. Trabajaba por turnos en una empresa de limpieza y apenas paraba en casa.

Ryan sabía que a esas horas no estaría porque ese fin de semana la habían destinado a un gran complejo que albergaba salas de cine y tiendas de comida rápida. Se daría una ducha rápida y se bebería una cerveza; esperaba que el alcohol disipara la tensión y el pánico que lo atenazaban. Después buscaría una cabina telefónica y llamaría a Matthew Willard. Naturalmente, tenía que contar con la posibilidad de que Willard hubiese avisado a la policía al no encontrar a Vanessa en el área de descanso, pero supuso que la pasma no se habría puesto en marcha al cabo de tan poco tiempo. Las denuncias por la desaparición de un adulto no se investigaban hasta pasadas veinticuatro horas. ¿O eran cuarenta y ocho? ¿O eso no era más que un rumor persistente?

El corazón se le había calmado un poco, pero volvió a latirle a un ritmo irregular y desquiciado. Había pasado por alto muchas cosas, había acometido el plan de manera muy chapucera. ¿Y si la policía ya estaba en casa de Willard? ¿Y si ya habían organizado un dispositivo de búsqueda?

Tenía que concentrarse en que la conversación fuera lo más breve posible. No podía permitir que localizaran la cabina telefónica desde donde iba a llamar.

Le entró vértigo al pensar que se había lanzado a una verdadera locura.

Pero creía que no tenía elección. Para ser exactos, esa creencia se convirtió en certeza cuando Damon le hizo llegar dos veces el recado de que quería recuperar de inmediato las veinte mil libras que le debía. Al poco, le envió a dos matones para que se lo recordaran de otra manera y, después de esa visita, estuvo diez días de baja porque apenas podía moverse. Conocía a Damon: no cedería. Y un día, en un futuro no muy lejano, lo tirarían al agua cabeza abajo en el puerto de Swansea, tan seguro como que dos y dos son cuatro. Ryan era lo bastante realista para saber que no podía huir de Damon, que le seguiría la pista en cualquier parte del mundo. Era un hombre poderoso, astuto y sin escrúpulos. No sabía qué era la moral, ni la compasión. Era incapaz de aceptar una derrota.

Damon era extremadamente peligroso y Ryan comprendió que tenía que reunir las veinte mil libras. Esa era su única posibilidad.

Puestos a hacer, también podría haber aspirado a conseguir un millón de libras. Ambas cantidades eran igual de disparatadas.

Así fue cómo se gestó el plan del secuestro. Ryan recordó la cueva de Fox Valley que había descubierto de niño y a la que no había vuelto desde hacía casi veinte años. Fue y comprobó que nadie más conocía su existencia. No había ni rastro de que alguien hubiera estado allí. De niño disimuló la entrada a la perfección, añadiendo piedras que había trajinado fatigosamente, aunque naturalmente no con la intención de preparar un escondite para la víctima de un secuestro. Lo hizo porque le gustaba la idea de tener un lugar en el mundo que no conociera nadie más, que fuera solo suyo.

A partir de ahí se creó una situación que no tenía nada que ver con la ilusión infantil de poseer un secreto. Si las cosas iban mal, pasaría muchos años en la cárcel. Hasta entonces, siempre se había librado de ir porque le habían suspendido la pena. Le tenía un pánico atroz a la cárcel. Pero tenía muy claro que su particular modo de vida acabaría por llevarlo a prisión y por eso decidió que no exigiría solo veinte mil libras, sino cien mil. Veinte para quitarse de encima a Damon, el usurero con el que había cometido la insensatez de mezclarse. Y ochenta para salir adelante empezando una nueva vida en otro sitio. Una vida sin peleas, sin robos, sin estafas. Aún no sabía qué haría exactamente, pero imaginarse con ochenta mil libras en el bolsillo le provocaba una sensación apabullante de ser intocable. Con tanto dinero, estaba seguro, podía montar un negocio. No hacía falta que se estrujara el cerebro por adelantado. De momento, había cosas más importantes en las que concentrarse.

No solía haber sitio delante del portal de Debbie, por lo que aparcó la furgoneta en Glenmorgan Street y bajó andando por Paxton Street. No le gustaba mucho aquella zona, a veces incluso le parecía desoladora. De todos modos, no podía quedarse para siempre en casa de su antigua novia, por mucho que aún la quisiera.

Notó enseguida que algo no iba bien, pero no encontró ningún motivo concreto para justificar el mal presentimiento y se dijo que eran imaginaciones suyas. Tenía los nervios a flor de piel, nada raro después de lo que había ocurrido ese día. En su situación, cualquiera habría sido malpensado.

Sin embargo, había algo extraño. La calle estaba desierta y oscura. En algunos edificios todavía había luces encendidas. Pero no se veía un alma, todo estaba tranquilo, como muerto, en una calma absoluta. ¿Demasiada calma teniendo en cuenta que hacía una noche calurosa? Levantó la cabeza como un animal que olisquea una presa.

«Mierda, Ryan, tranquilízate —se dijo—, te esperan días muy duros y si no te dejas de paranoias, ¡será mejor que olvides el asunto!»

Se obligó a avanzar hacia el edificio donde vivía Debbie.

En los años que llevaba moviéndose en los límites de la ley (y a menudo también al otro lado de esos límites), había desarrollado un buen olfato para detectar a la pasma. Casi los olía realmente cuando los tenía cerca. Muy pocas veces se equivocaba. No obstante, se dijo que no podía ser. Había hecho algo horrible, pero era imposible que la policía ya estuviera sobre su pista. Aunque Willard hubiera denunciado la desaparición de su mujer y hubiera armado un cirio tremendo, era muy improbable que dieran por sentado que se trataba de un secuestro. ¿No creerían más bien que Vanessa Willard había abandonado a su marido? ¿Que se había fugado con un amante?

Se paró en seco al pensar en una posibilidad alarmante. ¿Y si lo había visto alguien? ¿Y si alguien lo había visto arrastrar a la mujer inconsciente hacia el coche?

«Es poco probable», pensó. Había mirado atrás varias veces y no había perdido de vista ni un segundo la carretera, el lugar. No había nadie en kilómetros a la redonda. Sin embargo, también había creído que lo inspeccionaba todo con muchísima precisión antes de acometer el secuestro, y se le había escapado que Matthew Willard y su perro estaban paseando por los alrededores.

Aun así, la idea de que iban a por él era un disparate. El nerviosismo le estaba jugando una mala pasada.

Siguió andando. No se fijó en el coche aparcado delante del edificio que albergaba un centro de acogida para indigentes. De repente cayó en la cuenta de que en esa zona estaba prohibido aparcar y lo invadió una inquietud extraña. Volvió la cabeza y vio que el coche no estaba vacío, a diferencia de los vehículos estacionados correctamente en la calle. Dentro había dos hombres, y Ryan supo al instante que la sensación de que lo acechaba un peligro no lo había engañado.

Giró sobre sus talones y echó a correr calle abajo. Oyó que se cerraba la puerta de un coche. Luego, un grito:

—¡Alto! ¡Policía!

No hizo caso. Siguió corriendo, oyó pasos detrás de él. Lo seguían. Ya se vería quién conocía mejor el barrio.

Al llegar al final de la calle, torció a la izquierda, hacia Oystermouth Road, aunque sabía que no podía seguirla mucho rato porque no encontraría dónde esconderse. Tampoco pensaba cruzar al otro lado porque allí comenzaban las grandes zonas de aparcamiento que daban al puerto deportivo y estaría al descubierto, exponiéndose demasiado rato antes de llegar al puerto. Tenía que alejarse del agua y buscar cobijo en el centro de la ciudad. Sabía que era rápido, más de una vez se había librado de alguien que lo perseguía con tenacidad. Porque estaba en forma, porque corría en zigzag como una liebre, porque conocía Swansea como la palma de su mano. No obstante, aquel puto policía le pisaba los talones, y eso que había tenido que salir del coche y al principio Ryan le llevaba una ventaja considerable. Pero esa ventaja se estaba esfumando de manera alarmante.

Aceleró el paso. Jadeaba un poco, pero no demasiado. Le dolía horrores el brazo que se había lastimado en la reciente pelea, pero no le preocupaba. Se concentró de lleno en la huida; estaba familiarizado con ese tipo de situaciones y sabía que no podía malgastar energías preguntándose qué había pasado, pero la cuestión le taladraba el cerebro con insistencia y no había manera de silenciarla. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser?

No conseguía aumentar la distancia con el hombre que lo perseguía; al contrario, daba la sensación de que el policía corría cada vez más deprisa. ¿De dónde habían sacado a aquel puto velocista? ¿Y dónde se había metido el otro policía? En el coche había dos personas. Seguramente lo habían dejado atrás.

Ryan torció a la izquierda sin avisar, haciendo un movimiento en zigzag, y se lanzó en plancha al otro lado de una verja. Llegó a Recorder Street, que rodeaba las casas y los pequeños jardines que se extendían por la parte de atrás del edificio en el que vivía Debbie y formaba una manzana con Oystermouth Road. No era la mejor opción y no la habría escogido nunca si el otro no hubiera estado tan cerca. A mano derecha, más allá del West Way, se extendía el gran aparcamiento de los almacenes Tesco. A esas horas del domingo estaba bastante vacío y no había dónde esconderse. Tenía que entrar rápidamente en uno de los patios traseros de los edificios. Luego intentaría saltar muros y trepar por los tejados de los cobertizos y las casitas de los jardines. Esperaba que en eso sería superior al poli. Cuando se librara de él, buscaría un escondite y seguiría pensando qué hacer. Tenía que acabar con el secuestro, eso estaba claro. Liberaría a Vanessa Willard lo antes posible y después…

La sombra apareció tan repentinamente delante de él que no tuvo tiempo de pararse ni de esquivarla. Chocó de frente con la persona que llegó de pronto por una senda estrecha que pasaba entre las casas y, mientras los dos caían al suelo y oía la voz del otro, «¡Policía», supo que había subestimado al enemigo y que aquel había sido el error más estúpido que había cometido en las últimas doce horas. Uno de los policías corría más deprisa de lo que él creía y el otro conocía muy bien la zona, incluso sabía que se podía llegar a Recorder Street cruzando los jardines que se extendían por la parte de atrás del edificio de Debbie. Entre los dos lo habían empujado a la trampa en la que acababa de caer. Alguien le retorció el brazo a la espalda y tiró de él para levantarlo. Las esposas se cerraron alrededor de sus muñecas.

—Ryan Lee, queda detenido como sospechoso de un delito de lesiones graves.

¿Qué?

¿A qué película absurda había ido a parar?

cap-6

3

Recibió la respuesta en comisaría.

La pelea en el bar del jueves anterior. El tío al que no conocía de nada, que no paraba de decir tonterías y lo había puesto furioso. Había sacudido de lo lindo a aquel idiota, de eso se acordaba vagamente, pero no recordaba que le hubiera causado lesiones graves. Solo tenía un recuerdo borroso de lo que sucedió aquella noche, de las imágenes y las sensaciones, porque había bebido muchísimo y, después de la pelea, se fue a casa tambaleándose, siguió bebiendo y a última hora se quedó totalmente en blanco, pero no podía haber sido… tan brutal como se lo pintaban. ¿O sí?

—¿En serio es… tan grave? —preguntó, incrédulo.

Un par de ganchos directos a la mandíbula…

Uno de los policías que lo habían detenido asintió enérgicamente.

—Sí. Además de unos cuantos dientes partidos y la nariz rota, sufrió una conmoción cerebral y tiene fractura de cráneo. Diría que no es ninguna tontería.

—¿Fractura de cráneo?

—Se partió el cráneo al chocar con el borde de una mesa. Después de que usted lo tumbara.

—No era mi intención —aseguró Ryan—. Fue una pelea normal y corriente, y yo también recibí lo mío…

Para demostrarlo enseñó el antebrazo, que tenía toda la gama posible de tonos morados, pero eso no era nada frente a una fractura de cráneo, claro.

—Él me provocó —añadió débilmente.

A nadie le interesaba esa información. Provocación más, provocación menos, había mandado al hospital a un muchacho y aún no se sabía si le quedarían secuelas para toda la vida. Había muchos testigos, puesto que el bar estaba abarrotado de gente. Interrogando con paciencia a los clientes, pronto averiguaron el nombre de Ryan y, finalmente, que vivía en casa de Debbie. El hecho de que hubiera intentado huir para evitar la detención había empeorado aún más las cosas.

Sabía que estaba con la mierda al cuello.

Le leyeron sus derechos. Entre otros, podía avisar de su detención a un familiar o a un conocido. Ryan renunció a hacerlo. Solo podría haber llamado a su madre, con la que no hablaba desde hacía años, y a Debbie. Una habría reaccionado con espanto y temor, y la otra sin disimular su enfado, y no quería exponerse ni a la una ni a la otra. Sin embargo, le pareció oportuno aprovechar el derecho a reclamar la presencia inmediata de un abogado.

Aaron Craig se presentó en comisaría esa misma noche, aunque fuera domingo y bastante tarde, disgustado porque le habían estropeado de mala manera las últimas horas del fin de semana. El abogado tenía cincuenta y seis años, y tres décadas atrás, lleno de idealismo y con toda la energía, había iniciado un proyecto personal para ofrecer apoyo y asistencia legal a delincuentes juveniles, especialmente a los que provenían de familias problemáticas. Su objetivo no era ayudarlos únicamente en los tribunales, sino ser su amigo, un mentor, un referente. A esas alturas, su idealismo estaba en las últimas. Había echado un cable a demasiados chavales que luego lo habían decepcionado amargamente, y hacía mucho que el ardiente idealista, el hombre motivado, se había convertido en un cínico rematado y cansado. Aaron Craig representaba a Ryan Lee desde que lo pillaron por primera vez robando en una tienda a los siete años, y hacía tiempo que no confiaba en que aquel hombre, que ya había cumplido los treinta y uno, llegara a ser algún día un ciudadano honrado o, al menos, una persona medio decente. No obstante, se sentía responsable y, cuando se enteró del embrollo en el que se había metido esa vez, sacrificó la noche del domingo.

Después de que le tomaran declaración a Ryan, que lo admitió todo, aunque insistió en que no tenía intención de herir tan gravemente a su adversario, Aaron habló con él en privado. No intentó quitarle hierro al asunto.

—Lo tienes muy mal —dijo—. Muy mal, que te quede claro. El muchacho está gravemente herido, ¡maldita sea! ¿Te han dicho cuántos años tiene? Diecinueve. Le diste tal paliza a un chico de diecinueve años que tendrá que pasar unas cuantas semanas en el hospital, ¡y solo porque iba borracho y se metió un poco contigo!

—Me provocó —replicó Ryan.

—Molestó a medio bar. Eso es lo que han declarado, acabas de oírlo. Estaba más borracho que una cuba, se tambaleaba de mesa en mesa diciendo tonterías. Nadie se lo tomó en serio. ¡El único que saltó y perdió los estribos fuiste tú!

Ryan se quedó callado. ¿Qué podía decir?

Aaron suspiró.

—Esta vez te encerrarán, Ryan. No podré evitarlo.

Ryan lo miró suplicante.

—Aaron… Por favor, ¡tienes que ayudarme! Quiero decir que… un delito de lesiones graves… ¿Seguro que terminará así?

—Me temo que sí —dijo Aaron—. Cuando acabaste con él, tu víctima estaba tirada en el suelo, inconsciente y sangrando. Le han diagnosticado una conmoción cerebral y fractura de cráneo, y no se sabe si le quedarán secuelas para toda la vida. Lo considerarán un delito de lesiones graves. Si tenemos suerte, conseguiré que te apliquen el artículo 20, cuya ventaja consiste en que reconozcan que no actuaste con premeditación ni con malas intenciones. Tú también estabas borracho, te sentiste provocado y todo eso. No podías imaginar que se abriría la cabeza al chocar contra el borde de una mesa. Lo intentaré, Ryan. Haré lo que pueda.

—¿Y si no funciona? —preguntó Ryan, desanimado.

—Entonces te aplicarán el artículo 18. Dicho de manera sencilla: delito de lesiones corporales graves. Te pueden caer hasta veinticinco años de cárcel.

—¿Veinticinco años? Aaron, si ni siquiera llevaba un arma. Yo…

—Eso es irrelevante —aclaró el abogado.

Ryan notó que se le hacía un nudo en la garganta. Le costaba tragar saliva.

—Y si me creen… Si creen que yo no quería hacerle… ¿Cuánto tiempo…?

—Un máximo de cinco años. Y supongo que te lo impondrán. No me imagino que el juez sea clemente contigo. Ya te han suspendido la pena dos veces. Y los pequeños delitos que has cometido hasta ahora llenan un archivador entero de la policía. Estás fichado desde que eras un crío. ¿Quieres que te diga qué verá el juez? Un caso perdido, al que hay que obligar a enfrentarse a la realidad.

Ryan se derrumbó. Sabía que Aaron tenía razón. Había ido demasiado lejos. Por nada, otra vez por nada. Ni siquiera conocía al chaval. Y empezaba a comprender que no podía hablar de la existencia de una provocación seria que lo hubiera empujado a cometer el delito del que lo acusaban. Porque era cierto lo que los testigos afirmaban en el atestado policial: el chaval, debilucho y borracho, había molestado a casi todo el mundo. De hecho, apenas se entendía lo que decía. Pero solo uno se había dejado llevar por un arrebato de violencia incontrolable: Ryan Lee, un hombre que tenía el umbral de la agresividad muy bajo y no había manera de subirlo.

—Te aconsejé que siguieras una terapia de control de la agresividad —dijo Aaron—, pero supongo que la cosa ha quedado en la simple promesa de que lo intentarías, ¿verdad?

Ryan miró al suelo. Se lo había propuesto en serio. Era consciente de que se enfurecía demasiado deprisa y de que tenía que hacer algo urgentemente para evitarlo. Pero al final no se puso las pilas.

—Bueno —dijo Aaron—, pues parece que después de tantos años te ha llegado el momento de pasar por el aro. No te queda más remedio, muchacho. ¡A lo mejor cuando salgas habrás comprendido de una vez cómo funciona la vida!

—¿Crees que tendré que cumplir toda la pena?

—Si en la cárcel te esmeras de verdad, si te portas bien y te muestras aplicado y arrepentido, seguro que te excarcelan antes de tiempo por buena conducta. Tal vez al cabo de dos años.

Dos años. Toda una eternidad…

—Pero me dejarán en libertad hasta el día del juicio, ¿no? —inquirió Ryan.

Así había sido en los dos casos en que lo habían procesado: Aaron siempre había conseguido ahorrarle la prisión preventiva.

Sin embargo, para su espanto, Aaron respondió también negativamente a esa pregunta, que Ryan había planteado casi de manera retórica.

—Las cosas no pintan bien. Me temo que no van a dejarte salir.

—Pero…

—Lo intentaré, pero por desgracia hay suficientes motivos para que decreten prisión preventiva. Evidentemente, el hecho de que no tengas domicilio fijo y hayas intentado huir cuando iban a detenerte pesa mucho. Lo siento, pero no tienes buenas cartas.

—¡Tengo que salir! —exclamó Ryan en tono de súplica.

Comenzó a sudar, igual que por la tarde, cuando regresaba a Swansea. Mierda, Vanessa Willard estaba dentro de una caja en una cueva y, aunque se administrara bien las provisiones, solo tendría comida y bebida para una semana. Luego, se acabó. Por si fuera poco el tormento que sufriría durante esa semana, encerrada en un lugar estrecho y oscuro, aterrorizada, después le llegaría una muerte lenta, espantosa, terrible.

Tenía que soltarla. Tenía que liberarla sin falta antes de que lo metieran en la cárcel un mínimo de dos años.

—Aaron, por favor. Es muy importante. ¿No podrías…? ¿No podrías responder por mí? ¿Garantizar que no me escaparé? ¡Te juro que me presentaré al juicio! ¡Por favor!

—Haré lo que pueda —dijo Aaron—. Confía en mí. Pero no puedo prometerte nada.

—¿Cuándo me llevarán ante el juez de instrucción?

—Pronto. Dentro de las próximas veinticuatro horas.

—¡Es muy importante que salga de aquí!

—¡Ryan! —Aaron se apoyó en la mesa y lo miró a los ojos—. Ryan, eso lo decidirán otros, ¡tú no tienes ni voz ni voto ni puedes pedir nada! Desgraciadamente, no te queda más remedio que esperar y te aconsejo que estés tranquilo, que no llames la atención y, sobre todo, que te comportes educadamente porque, de lo contrario, tu situación no hará más que empeorar. La justicia británica te ha concedido muchas oportunidades en los últimos catorce años y tendrás que aceptar que nadie va a hacerte demasiadas concesiones ahora. Iré al grano: ¡tú te lo has buscado! ¡Tú solo!

—¡Aaron! ¡Solo un día! ¡Tengo que salir un día!

—¿Por qué?

—Porque…

Se interrumpió. La cuestión era qué ocurriría si se lo contaba todo a Aaron Craig. Era su abogado y estaba obligado al secreto profesional. Si conseguía librarlo de la prisión preventiva, cosa que el letrado consideraba altamente improbable, el propio Ryan podría salir y liberar a Vanessa, siempre y cuando Aaron aceptara que habría que dejar encerrada a la mujer en la cueva otras veinticuatro horas. Si no lo aceptaba, Aaron tendría que actuar. En ese caso, había dos posibilidades. La primera consistía en que él mismo fuera a Fox Valley y liberara a Vanessa, pero era imposible hacerlo sin darse a conocer, ya que no podía quitar los tornillos, poner tierra de por medio y abandonar a Vanessa a su suerte. La mujer podría haberse herido en el interior de la caja o quizá estaría en estado de shock. Aaron no tendría más remedio que llevarla al hospital o llamar a una ambulancia. La policía no creería que el abogado hubiera secuestrado y encerrado a Vanessa Willard y, tan pronto como abriera la boca, cualquiera ataría cabos y supondría que actuaba en nombre de un cliente que había planeado un crimen atroz y había empezado a ejecutarlo. ¿Cuánto tardarían en caer sobre su pista, en dar con el hombre al que habían detenido esa misma noche y había exigido de inmediato la presencia de Craig?

El verdadero peligro era Vanessa Willard, también en el caso de la segunda posibilidad, que consistía en que Aaron enviara a la policía a Fox Valley mediante una llamada telefónica anónima. Ryan no tenía ni idea de lo que había visto Vanessa, de lo que sabía, puesto que había recorrido varias veces el tramo de carretera que pasaba por encima del área de descanso. ¿Y si Vanessa se había fijado en la furgoneta blanca y en el rótulo? Clean! era una cadena de lavanderías que se extendía por todo el Reino Unido, de modo que la policía tendría que investigar muchos vehículos aunque al principio limitaran las pesquisas a Pembrokeshire y a la zona de Swansea. Ryan había considerado ese riesgo, que también habría existido cuando liberara a Vanessa, pero tenía previsto limpiar a fondo el vehículo para que no pudieran relacionarlo con Vanessa Willard. Ahora ya no tendría ocasión de hacerlo. La furgoneta estaría plagada de huellas, pelos, fibras, escamas de piel y a saber qué más. Su jersey, los guantes y la gorra de béisbol también estaban en el asiento de atrás. Había sido un idiota al no quitarlos de allí enseguida, y ahora Vanessa podría identificarlos. Pronto demostrarían su culpabilidad, las pruebas contra él serían contundentes. Y sabía de sobra hasta dónde podía llegar con sus peticiones a Aaron: entre las cosas que estaba dispuesto a hacer por él no se incluía la eliminación de huellas en el lugar de un crimen.

—Debo solucionar un par de asuntos importantes —dijo—. Prefiero no hablar de ello.

—¿Puedo hacerlo yo por ti?

—No —respondió Ryan, y desvió la mirada.

Tal vez ya había empezado a firmar la sentencia de muerte de Vanessa Willard.

Solo quedaba una probabilidad ínfima.

Que la cita con el juez de instrucción acabara de manera positiva para él.

cap-7

4

Apenas veinticuatro horas después, el lunes por la tarde, llevaron a Ryan al juzgado de instrucción, donde decidirían si lo ponían en libertad o lo mantenían en arresto hasta el día de la vista oral, y tal como había previsto Aaron Craig, se puso en duda la conveniencia de dejar en libertad a alguien como él, y más aún teniendo en cuenta la gravedad de los hechos que se le imputaban. La circunstancia de que hubiera huido cuando los policías le dieron el alto no mejoró las cosas, y tampoco que no tuviera domicilio fijo y que hubiera estado viviendo desde hacía meses en casa de distintos amigos, últimamente con su antigua compañera. Aaron esgrimió el argumento de que su cliente trabajaba de conductor en una lavandería desde hacía medio año y desempeñaba sus tareas de manera satisfactoria. También respondió por él y garantizó que no saldría de Swansea y se presentaría puntualmente al juicio. Tocó todos los registros posibles, pero fracasó. El juez de instrucción conocía a Ryan Lee y estaba harto de él y de sus aventuras de siempre. Además, en vista de las circunstancias, prácticamente no tenía alternativa.

El magistrado decretó prisión preventiva. Ryan fue trasladado a la cárcel de Swansea a la espera de procesarlo en breve.

Ryan sabía que había llegado el momento de contárselo todo a su abogado. Aaron Craig era la única posibilidad que le quedaba a Vanessa Willard.

Sin embargo, el miedo y la inquietud no habían cambiado, a lo sumo habían aumentado y lo oprimían todavía más. Por el delito de lesiones graves le caería un mínimo de cinco años, pero si ponía a Aaron al corriente del secuestro y se descubría el asunto de Vanessa Willard, le esperaban al menos diez años. O doce. O más. No lo sabía con exactitud, pero intuía que no se iría de rositas después de lo que había hecho.

A finales de la primera semana, ya arrastraba unos días terribles. La cárcel resultó ser el infierno que había imaginado y sabía que aquello solo era el aperitivo, que la prisión preventiva era más confortable y permitía gozar de más privilegios que la verdadera cárcel. No obstante, lo peor era que no podía pensar en nada ni en nadie que no fuera Vanessa: Ryan era un delincuente, un hombre inestable y violento, pero jamás le habría hecho intencionadamente a nadie lo que le haría a Vanessa Willard si no tomaba cartas en el asunto para que la liberasen lo antes posible. No conocía a aquella mujer, pero aquella semana sufrió con tanta intensidad su destino que casi creyó que se fundía con ella y juntos formaban una sola unidad. Le parecía oír sus gritos y cómo la voz se volvía cada vez más ronca y se quebraba. Le parecía verla intentando salir de la caja, rompiéndose las uñas y clavándose astillas en la piel al arañar desesperadamente la tapa. Notaba que el pánico se apoderaba de ella y casi la arrastraba a la locura. La imaginaba intentando tranquilizarse por momentos, dándose ánimos, reuniendo fuerzas y, mediante el yoga o técnicas de relajación, tratando de alcanzar un estado mental que le permitiera vencer la desesperación. Luego la imaginaba derrumbándose de nuevo, revolviéndose entre gritos en su encierro, dándose de cabezazos, aullando como un animal, atormentada, torturada, exasperada por el miedo a morir.

Ryan perdió casi tres kilos a lo largo de la semana, y de noche lo despertaban sus propios gritos.

El sábado fue consciente de que, por mucho que las hubiera racionado, a Vanessa no le quedaban provisiones.

El domingo dio por hecho que la mujer llevaba veinticuatro horas sin beber nada. No obstante, se dijo que Aaron se enfadaría mucho si le pedía que fuera a verlo a la cárcel en fin de semana y se propuso llamarlo al día siguiente para contárselo todo y pedirle que se encargara de realizar los trámites pertinentes para liberar a Vanessa.

El lunes por la mañana rehusó el desayuno. Había pasado la noche entera en vela y estaba al límite de sus fuerzas. No paraba de darle vueltas a cómo podían rescatar a Vanessa y el resultado siempre era nefasto para él, aunque mucho más para ella. El riesgo de organizar la liberación sin haber eliminado antes los indicios que pudieran señalarlo le parecía enorme.

¿Cómo había podido meterse en semejante aventura? ¿Cómo había podido creer que saldría bien?

«Diez años de cárcel o más —pensaba, aterrorizado—. No lo resistiré. Jamás en la vida. No puedo arriesgarme. No puedo.»

Estaba tan alterado que el lunes por la mañana tenía fiebre y el médico tuvo que hacerle una visita.

—¿Qué le pasa? —preguntó—. Los accesos de fiebre tan repentinos no son habituales.

—La situación —contestó Ryan—. Es eso.

El médico le administró un medicamento que le bajó la fiebre. El suplicio continuó.

«Es muy probable que todavía no esté muerta —le decía su voz interior—, todavía no eres un asesino. Todavía tienes la posibilidad de salir mejor parado que si ella…»

«Pero si no digo nada, aún saldré mejor parado.»

«Entonces tendrás que vivir con ello.»

«Todo se acaba borrando. Todo se torna vago. También los recuerdos terribles.»

«Vanessa Willard se convertirá en una pesadilla que te perseguirá toda la vida.»

«No quiero estar encerrado para sie

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