Apuesta por amor (Caballeros de las sombras 1)

Julianne May

Fragmento

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Capítulo 1

Londres,

Abril de 1815

Querida Lucy:

Tal vez te sorprenda la tardanza de mi respuesta… o quizá no. Lo cierto es que la agonía que he sufrido durante todo este tiempo ha creado la más punzante herida en mi pecho, en mi corazón.

Lo siento, créeme, pero no puedo vivir más así. Por más que lo haya intentado, mi razón aún no comprende cómo es que tu alma ha sido capaz de dejarme aquí, a la merced de la soledad, a una cruel espera de simples cartas que pudieron haber sido palabras directas y melodiosas pronunciadas por tu propia voz.

En fin… ¿Qué sentido tiene explicar el motivo? ¿Qué sentido tiene esperar que estas letras no te sorprendan si tú ya has provocado esto en mí al marcharte para cotizarte en la frívola Londres? ¿Acaso es eso lo que tú llamas amor? No lo entiendo, Lucy. Y lo intenté, en serio. Pero mi corazón no ha podido soportar cada una de las grietas que se le formaron cada vez que despertaba sabiéndome lejos de ti… o peor aún, sabiéndote lejos de mí, pues no fui yo quien se fue para dejarte en las garras del frío abandono.

Como sea, mi querida Lucy, mi alma no ha podido soportar tanto dolor. Y de no haber sido por mi orgullo, y por aquel amor propio del que siempre hablas, pero del que veo que poco sabes en realidad, no habría logrado ver más allá. Y siento culpa, no lo voy a negar. Sin embargo, Lucy, no puedo dejar que mi cuerpo y alma se consuman en la tristeza. No, no puedo. No pude, en verdad. Por lo que no demoraré en expresarte las últimas palabras que me imaginé alguna vez dirigir a ti… Lo siento, Lucy, pero estoy comprometido. Sí, me casaré, y claro es que no contigo.

Es así que me permito enviarte esta última carta para que no vuelvas a escribirme nunca jamás.

Cuídate, y espero que logres encontrar una nueva luz en tu vida como yo acabo de hacerlo, gracias a Dios, con mi querida lady Mary Stewart.

Hasta siempre, Lucy. Hasta siempre, mi dulce flor.

James Spencer

Las manos de Lucy Cartwright, temblorosas, aún sostenían la carta. Pero cuando la más espesa de las lágrimas cayó sobre el papel poseedor del inesperado mensaje, dejó que esta cayera al lustroso piso de madera. Dio un paso atrás sin quitar la mirada de la nota que había quedado a unos pocos centímetros de sus pies. Fue imposible no notarlo: su lágrima había hecho que alguna de aquellas hirientes palabras, se volviera una espantosa mancha que no hacía más que expandirse en el papel, tal como lo hacía el dolor en su corazón.

No podía ser cierto. James Spencer no era así. Su Jimmy no era ese tipo de hombre. Ella lo conocía desde la más tierna infancia. Podía jurarlo una y otra vez, y hasta apostar su propia vida a que algo más había ocurrido. Sin embargo, de solo recordar el carácter sensible y frágil del joven, supo que lo que decía la carta se debía, tal y como él mismo le había expresado, al dolor de la soledad. O peor aún, a la vergüenza que de seguro él tuvo que enfrentar con la familia Spencer.

La ansiedad de James por tornar real su matrimonio con ella lo había arrastrado a confesarles el compromiso secreto que ambos tenían desde hacía dos años. Eso sin mencionar que, desde hacía tiempo, gran parte de Manchester (al menos los que poseían el dinero para dedicarse a pensar en tales asuntos) y una gran porción del sur de Escocia sospechaban que había algo más entre ellos. Poco le importaba a la impulsiva Lucy, aunque eso no quitaba que, tras su partida, la imagen de James se viera afectada. Después de todo, no había sido él quien se había marchado a disfrutar de una temporada en Londres, sino ella. Y eso, para cualquiera, se traducía en ni más ni menos que en un tiempo para «conocer posibles y tentadores pretendientes». ¿Escandaloso? Tal vez para Jimmy y los Spencer, pero para el resto, solo un entretenido rumor del que podían hablar a escondidas. Después de todo y de manera oficial, la relación entre Lucy y James no se trataba más que de una fuerte amistad.

De solo analizarlo y ponerse en los zapatos de James, la joven Cartwright se tomó la cabeza con furia y se acurrucó en el piso, cerca de la carta. El llanto era incontenible: una mezcla de rabia, con dolor e impotencia. Lo cierto era que, por más válidas que fueran las explicaciones por las que ella había decidido ir a Londres, James tenía razón. Lo sabía.

Una vez más, clavó la mirada en el papel y, en el tiempo que contuvo la respiración, dejó que su impulsivo corazón pensara por ella. La decisión fue instantánea: debía ir a verlo. Lucy estaba segura de que el carácter sensible de Jimmy se había debilitado por las habladurías, lo que lo llevó a olvidar el plan que, justo antes de que ella partiera a Londres, ambos habían resuelto cumplir.

No había nada que pensar. Debía marchar en ese mismo instante hacia donde fuese que James estuviera. Solo si la veía directo a los ojos entraría en razón. Y, si eso no era suficiente, Lucy tenía la certeza de que haría lo que fuera necesario para que James recobrara la cordura. Estaba dispuesta a todo… hasta a huir a Gretna Green para sellar su alma con la de él.

Tomó el papel y, reticente a volver a ver las letras que tanto sufrimiento le habían causado, lo dobló y lo guardó en el escote del vestido. Pero al hacerlo, se percató de su vestimenta. Se giró hacia el enorme espejo, que tenía para verse la figura a diario, y suspiró. «Qué ridícula», pensó. Sin duda que el hermoso vestido de seda color celeste cielo, junto al delicado calzado de baile, no era lo más apropiado para presentarse a donde se dirigiría. Y si bien no tenía la más mínima idea de lo que eran los suburbios, tenía el conocimiento suficiente como para deducir que se trataba de un mundo bastante alejado al de la aristocrática y rica Londres. No obstante, tampoco tenía el tiempo suficiente como para cambiarse. Haberse retirado antes de la aburrida velada de los Watson, tras alegar un profundo cansancio, solo le había dado lo justo para huir antes de que su querido padre regresara y notara su ausencia.

Se miró una vez más y se irguió con toda la seguridad que necesitaría para adentrarse en aquellos lares. E intentando ignorar el bucle color fuego que cayó rebelde sobre su sien, se juró a sí misma, y con los ojos clavados en el reflejo de su mirada salvaje verdemar, que no volvería a Londres sin James.

Abrió la puerta de la alcoba y bajó de forma cautelosa. No quería que nadie ni nada se convirtieran en un obstáculo en el camino a la felicidad. Y así logró llegar a la puerta trasera de la terraza por la que lograría escapar a hurtadillas hasta escabullirse en el jardín. Estaba a un solo paso de conseguirlo, a un solo paso que no pudo dar al escuchar aquella voz tan familiar para sus oídos.

—¿Lucy? ¡¿Qué crees que estás haciendo?!

La joven, cuyos ojos jamás habían demostrado tanta sorpresa, intentó contener el volumen de la voz, pero no tardó en acercarse a la impulsiva Cartwright que, por el momento, se mantenía paralizada.

La huida debería esperar unos minutos. Era claro que no podría llevar a cabo el plan sin antes explicar a su querida doncella, y mejor amiga Bethany, que debía partir cuanto antes para salvarse de la infelicidad.

Lucy cerró los ojos al tiempo que suspiró, y se dio media vuelta. Sin duda su amiga estaba más nerviosa que ella.

—Beth, sabes que jamás me aventuraría a nada que no valiera la pena. Solo te pido que no me retrases más porque, como sea, me iré de aquí.

Bethany frunció las cejas y negó con la cabeza de forma histérica.

—¡¿Estás loca?! ¡¿Por qué deberías de huir?! ¡¿Adónde piensas ir?! ¡Y sin mí!

Lucy bufó. Podía sentarse y darle toda la explicación que merecía, pero jamás hubiera podido hacerlo. Jamás lo hubiese logrado sin volver a llorar. Y eso no era lo que necesitaba en ese momento. Debía permanecer fuerte y segura de lo que haría. Así, sacó la nota de Jimmy y se la entregó.

—Léela. No me importa si así me dejarás marchar en paz.

Beth dudó unos segundos, pero necesitaba saber la causa de semejante locura, por lo que no tardó en leerla.

Lucy no podía dejar de mirar la expresión de su amiga, y solo cuando esta se tapó la boca con una mano, se dio cuenta de que había llegado al final.

—¿Ahora entiendes? No puedo quedarme, Bethany. Necesito verlo, necesito decirle que haber venido aquí fue un estúpido error que solo sirvió para volver más fuerte lo que siento por él. Debo irme cuanto antes. Lo siento.

—Pero… ¿y tu reputación? ¿Es que acaso no has pensado en ello, Lucy?

Se hizo un breve silencio.

De solo imaginar algunas de las posibles consecuencias de lo que implicaba huir, ambas se miraron desconcertadas.

—No lo pensé… —Lucy bajó la mirada y clavó los ojos en sus bellas zapatillas de baile. Era cierto, no lo había analizado, pero lo que sí era seguro era lo que sentía por Jimmy. Alzó la vista hacia su amiga y volvió a hablar—: Pero tampoco me importa. Sé que, en cuanto me encuentre con él, no habrá de qué preocuparse. Él me ama, Beth. Y eso hará que, aquí o donde sea, nos casemos. Y ya no importará lo que se pueda decir de mí, porque regresaré como la señora Spencer. Sé que así será. Créeme.

La mirada de Beth no pudo ocultar escepticismo, pero la esperanza que irradiaba la de Lucy provocó que una tenue sonrisa se le dibujara en el rostro.

—Está bien, pero yo iré contigo. —Y le tomó las manos, segura de lo que pensaba hacer por su amiga.

La joven Cartwright abrió los ojos con una sorpresa casi tan inmensa como el cariño que sentía por Bethany. Sin embargo, no podía permitir semejante sacrificio.

—Claro que no. Tú te quedarás aquí y jurarás no haber sabido nada de mi partida.

—Pues estás fuera de quicio si crees que te dejaré ir sola a ese lugar de mala muerte. Ni siquiera llegarás a salir viva de Londres, y menos vestida de este modo.

Era cierto. No se trataba de una mera cuestión de imagen o reputación, sino también de supervivencia. Ir a The Cave, también conocida como The Bloody River[1], una especie de taberna de los suburbios, que también funcionaba como estancia temporaria de pobres y fugaces viajeros, era una cuestión de valientes, rufianes o incluso de asesinos. Pero no era algo que ellas pudieran elegir. Las cartas que James le había enviado a Lucy en secreto habían sido entregadas por un hombre que solía hospedarse en ese lugar. Este viajaba de forma constante a Londres para encargarse de asuntos que ambas desconocían, pero, según James, era de confianza.

—No tienes de qué preocuparte, Beth. Si Jimmy ha confiado su correspondencia a Gregory, no hay nada de qué temer. —Suspiró y le apretó las manos para transmitirle tranquilidad—. Estoy segura de que, en cuanto llegue, estaré en buenas manos. Él me llevará a donde esté Jimmy, y eso es lo único que importa —expresó con una tímida sonrisa.

Bethany sabía que no tenía sentido oponerse. No existía posibilidad alguna de disuadir a Lucy, o mejor dicho, al corazón de Lucy, porque sabía que, cuando su amiga actuaba así, era porque la razón había perdido la batalla.

Suspiró profundo y, aunque con cierta reticencia, sonrió como símbolo de aprobación. Le devolvió la carta y, cuando Lucy se dispuso a escapar, la detuvo una vez más.

—Espera solo un momento. Ya regreso. —Y salió corriendo escaleras arriba.

Lucy resopló y no pudo evitar moverse de un lado a otro, nerviosa de pensar que alguien más la descubriera, pero cambió de expresión en cuanto volvió a ver a su agitada amiga.

—No, Beth. Por todos los cielos…

Las manos de la joven doncella le ofrecían una delicada pero pesada bolsa que Lucy conocía a la perfección. Eran los ahorros de Bethany.

—Lo necesitarás. Y esto también —le dijo al tiempo que le extendió una larga capa que funcionaría para tapar gran parte de la imagen de muchacha rica.

Lucy no tardó en cubrirse con la prenda y tomó, aunque con timidez, el dinero que no había pensado que necesitaría para el viaje en busca de su prometido.

—Te devolveré, tanto la capa como tus ahorros, más rápido de lo que imaginas y ni más ni menos que como la esposa de Jimmy.

Ambas sonrieron y se fundieron en un intenso abrazo que le daría a Lucy las fuerzas y valentía suficientes para escapar y conseguir el coche de alquiler que la llevaría a la desconocida oscuridad de los suburbios londinenses.

***

—¡Acaba con él, Stone!

—¡Aplástale la cabeza contra el suelo!

—¡Termina con ese borracho y hazme rico de una vez por todas!

Y esos solo eran algunos de los gritos reconocibles del bullicio que salía de la masa de gente aglomerada, pura y exclusivamente, para ver la pelea que se acontecía allí, a pasos de The Cave.

El enorme hombre, que respondía al nombre de Stone, se enjugó la frente y escupió a un lado al tiempo que clavó los furiosos ojos en la estilizada figura del contrincante. Todas las apuestas se habían cerrado y el número indicaba que Stone, la Mole, era el favorito. Y a simple vista, cualquiera con un poco de sentido común hubiera apostado por el grandullón. No era que el otro joven fuera poca cosa, pero la altura y la dimensión de los enormes músculos de la Mole duplicaban, como mínimo, a los de Lord Whisky.

Aun así, algunas pobres almas se habían arriesgado a apostar por el joven que, a pesar de la ferocidad que emanaba Stone, yacía tranquilo y enfocado… o lo más enfocado que se puede estar con casi dos botellas de whisky encima. Porque sí, de allí la mitad de su apodo; y la otra, «lord», a modo de burla, pues siempre lucía el mismo traje desprolijo, enmendado y viejo, probablemente robado a algún hombre de buena cuna.

El calor que emanaba la gente era intenso, y la ebriedad que tenía Lord Whisky doblegaba todo lo que sus sentidos percibían, incluso los gritos le llegaban a los oídos de forma molesta. Sin embargo, aquel estado lograba en el luchador una liberación abrumadora. Y el nivel de enfoque era desconcertante, a pesar de los movimientos tambaleantes que le causaba tanto alcohol en la sangre.

Como fuera, no le importó el bullicio ni los gritos a favor de la Mole. En un solo movimiento, se deshizo de su deteriorado abrigo de clase, se limpió la nariz con el brazo y entrecerró los oscuros ojos cual águila a punto de cazar a una presa.

Las risas no tardaron en llegar al ver a aquel hombre, al que a veces llamaban directamente Whisky, en posición de pelea. Solo esos pocos que lo conocían se mantenían en un absoluto silencio.

Stone sonrió de lado al ver el gracioso movimiento de su oponente, quien, sin decir una sola palabra, lo invitaba a que iniciara la pelea. No había duda, aquello sería pan comido para alguien como la Mole: tres pasos al frente, un duro derechazo en el rostro del borracho, y asunto cerrado. Y qué asunto sellaría, pues sería el ganador de una cantidad de dinero que le permitiría, al menos, una semana de despilfarro en comida y diversión.

Stone no se hizo esperar más y se lanzó a concretar su simple pero contundente plan. Y Lord Whisky no lo detuvo. Ni siquiera se opuso, pues en cuanto el imbatible puño de la Mole le tocó el rostro, cayó de inmediato sobre el suelo.

Los gritos de euforia estallaron en cuanto el contrincante de Stone quedó en el piso, y la Mole alzó los brazos como símbolo de victoria. Oh, sí. Reía de forma desencajada mientras analizaba cuántas cervezas bebería para festejar, cuántas rondas regalaría a sus amigos y cuántas mujeres haría suyas en alguna destartalada habitación de The Cave, porque sí, incluso ese lujo podría darse. Pero el abrupto silencio del gentío hizo que la sonrisa se le borrara con la misma inmediatez con la que se le esfumaron las fantasías.

—¡Detrás de ti! —gritó una voz.

Stone, apenas giró, vio el rostro del pobre borracho. No podía entender cómo yacía de nuevo en pie.

—Nada mal, grandullón —se burló Lord Whisky. Y tras regalarle media sonrisa, le lanzó un puño que si bien no noqueó a Stone, lo movió de su lugar y hasta consiguió que una delgada línea de sangre le descendiera por una de las comisuras.

El rostro de la Mole se tornó de un rojo furioso y los ojos se le bañaron en sangre. La ira se había apoderado de él, y eso era motivo de miedo para cualquier sujeto con un poco de juicio… aunque no para Whisky.

Stone avanzó para lanzar otro golpe seguro, pero el escurridizo borracho se agachó con una velocidad que ni el público pudo asimilar, pues solo reaccionaron cuando la Mole vomitó un grito ahogado tras recibir un terrible gancho en la boca del estómago. Y tan fuerte había sido el golpe que, de forma refleja, se dobló para abrazarse a sí mismo del dolor. Pero aquello no conmovió al lord del alcohol, pues, apenas Stone se irguió, no tuvo compasión y le encajó dos puños seguidos, uno en cada lado de la cara de la Mole. Aquel ataque mareó sin remedio al corpulento hombre y, aunque este creía todavía tener las energías suficientes para revertir la situación, su lentitud al tratar de ponerse en posición de lucha lo hizo ganador…, pero no de la pelea, sino del más contundente gancho en la base de su barbilla y que lo desplomó sin marcha atrás.

Uno, dos, tres segundos, pero ni una sola reacción de Stone. Incluso tardó mucho más para despertarse.

El borracho alzó los brazos: Lord Whisky ganó la pelea, y el pequeño grupo que había apostado por él no tardó en acercarse para felicitarlo. No era para menos, tanto Whisky como ellos, tendrían mucho más dinero que repartir y con el que festejar la noche.

Y tratándose de los suburbios, en especial de aquella tenebrosa zona, cualquiera hubiera esperado que le ocurriera lo peor de lo peor al victorioso borracho, pero no: las peleas eran sagradas; y el respeto por sus luchadores, incuestionable. Al menos para toda esa masa de gente pobre que, en su mayoría, era irlandesa.

Quienes habían perdido la apuesta refunfuñaban al tiempo que marchaban hacia el interior de The Cave. Ahogarían las penas con el poco dinero que les quedaba. Y Lord Whisky haría lo mismo para festejar, aunque no sin antes acercarse a quien había abatido.

Stone aún padecía los efectos de los golpes, pero logró ver el rostro de Whisky. Este se había inclinado y le ofrecía la mano para que pudiera levantarse.

La aceptó y se puso de pie.

—Nada mal, borracho —expresó, a modo de elogio, un Stone más calmo.

Ambos sonrieron y, aunque con diferentes motivos, entraron a la taberna para unirse a la juerga que algunos ya habían comenzado.

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Capítulo 2

Sin duda hubiera reparado en el destartalado coche en el que viajaba o, quizá, en el oscuro y tenebroso paisaje que podía vislumbrarse a través de la ventanilla. Pero no, su mente yacía, vaya a saber a cuántos kilómetros de distancia, allí, donde su sensible Jimmy estuviera.

Y lo comprendía, o eso era lo que Lucy creía. Sin embargo… ¿cómo era que se le había ocurrido semejante decisión? ¿Mary Stewart? ¿De todas las mujeres que pudo haber elegido se había decidido por «la Pretenciosa»?

Lucy suspiró enfurecida. No pudo hacer menos por la indignación que sentía. Por un lado, lo entendía: lady Mary Stewart era más que un buen partido, aunque no precisamente por su aspecto. Al menos eso era lo que pensaba la gran mayoría. Su cuerpo estilizado y sus facciones, tan lejanas a las de la belleza exigida de aquel entonces, la hacían ocupar, en teoría, el puesto número uno de las futuras solteronas del reino. Sin embargo, la realidad parecía indicar todo lo contrario. Y tal vez el hecho de ser la hija del duque de Hamilrose tenía bastante que ver.

Lo cierto era que las propuestas le llovían a la atípica lady Mary Stewart. Hasta se daba el lujo de rechazar cada una de ellas. No por nada la llamaban «la Pretenciosa». Y si bien entre los pretendientes hubo alguno que otro de la belleza joven que ella exigía, ninguno de estos tenía la fortuna que debía acompañarlo. Era simple: Mary Stewart podía carecer de la belleza física estándar, pero no tenía un pelo de tonta. Los requisitos con los que debía contar el posible prometido no eran muchos, aunque sí suficientes para asegurarse de que quien la eligiera no fuera por mera conveniencia: juventud, belleza y fortuna. Sin dudas, sabias «pretensiones» para protegerse de aquel mundo que era tan cruel con ella.

Como fuera, y para infortunio de Lucy, James Spencer contaba con los tres. Era joven, apenas dos años mayor que lady Mary Stewart. Era bello como pocos. Su pelo, dorado como el oro pulido, combinaba a la perfección con su deliciosa mirada chocolate. Y ni qué hablar de su sonrisa, escoltada por dos tentadores hoyuelos que más de una fantaseaba con saborear. Sus facciones masculinas eran irresistibles para cualquier mujer que, casada, soltera o viuda, se le cruzara por el camino. Pero claro, no hubiera sido tan fatal para el sexo femenino de no haber sido por el carisma tan especial que solo Jimmy poseía. Ni la mismísima Lucy lograba escapar de la alegría y seducción que tenían sus palabras. Aquel espíritu alegre pero de sensibilidad profunda que tenía James no lo tenía ningún otro hombre en el reino, y eso era para las mujeres como el néctar para las abejas. Por supuesto que a todo esto, como si no fuera suficiente para volverse uno de los hombres más deseados, se le añadía el pequeño gran detalle de la fortuna. Tal vez no tuviera títulos nobiliarios, pero, al igual que los Cartwright, los Spencer eran una de las familias más ricas gracias a la prometedora industria textil.

Lucy volvió a suspirar y clavó los ojos en el cielo londinense. Estaba tan nublado como su razón. Aun así, no dejaba de pensar que todo lo que acababa de ocurrirle era solamente por su culpa. Nadie la había obligado a aceptar el ridículo pedido de su padre, Peter Cartwright. La verdad era que jamás lo hubiera esperado de él, menos después de ella haberle desvelado su ferviente deseo de casarse con James. Cierto era que, tal vez, el momento en que le confesó su compromiso con Jimmy no había sido el más oportuno. De hecho, lejos de recibir la noticia con alegría, Peter le hizo un extravagante e inesperado pedido que Lucy, para entonces, se arrepentía de haber aceptado.

«Maldición, Jimmy», pensó sin poder evitar morderse el labio inferior. La presión de los dientes le hubiesen hecho sangrar la boca, pero el coche se detuvo de forma salvaje, y la voz del cochero le anunció que acababa de llegar a su destino: The Cave.

***

Otra victoria. Otra más para engordar su corto historial en los suburbios… o al menos eso era lo que creía la mayoría de los luchadores de aquellos lares. Dos años eran poco tiempo para muchos de los hombres que se dedicaban al mundo de las peleas. No obstante, día tras día, se hacía más notorio su desempeño. Incluso, grandes peleadores como Stone habían viajado desde otras ciudades solo para pelear con el nuevo y misterioso borracho.

Eran diversas las leyendas sobre su origen, pero la realidad era que se sabía muy poco de Lord Whisky. De hecho, lo único que se sabía con certeza era que amaba beber y siempre ganaba para darse el lujo de compartir al menos una botella de whisky con quienes hubieran apostado por él. Como fuera, no había dudas de que su modo de pelea, y su buena suerte, comenzaba a crearle una fama que él nunca hubiese esperado. Y, en su fuero interior, la preocupación y el desagrado por volverse conocido crecía tan rápido como su popularidad. Claro que, bajo ningún concepto, aquello se tornaba motivo suficiente como para no festejar.

—¡Otra ronda más! —gritó Whisky con ahínco, al tiempo que elevó el vaso para luego chocarlo contra la mesa.

El griterío de alegría fue tan intenso que casi opacó la festiva música irlandesa que sonaba de fondo en manos de unos ebrios que visitaban a diario The Cave.

—Y dígame, milord —expresó gracioso uno de los apostadores que festejaba con él. Las risas fueron inevitables—, ¿qué hará esta vez con el dinero ganado? Porque si es cierto que prefiere dejarlo en otras manos, pues qué mejor que repartirlo entre sus camaradas, ¿no cree?

Todos los de la mesa chocaron los vasos en un grito de euforia.

Whisky apenas sonrió. No le causaba ni una pizca de gracia que se hubiera esparcido aquel rumor. Le molestaba porque siempre había sido precavido con cada uno de sus movimientos en los suburbios. Y aunque sabía que aquellos hombres no eran un peligro, los de mala calaña sobraban y no tardarían en enterarse si él no comenzaba a trabajar en el perfil bajo que siempre había querido tener. Debería ser más cuidadoso. Su pellejo no era lo único en juego.

—¿No piensas que ya lo estoy repartiendo entre ustedes? Que yo sepa la próxima ronda vale más que todas las cervezas que puedan tomar en sus vidas. —Alzó el vaso repleto de su bebida favorita e infló el pecho para hacerse escuchar por el cantinero—. ¡Trae el whisky más costoso, Frank! —Y bebió todo de un solo trago.

El grupo estalló en gritos de alegría que combinaron a la perfección con la música que aún sonaba.

Al menos por ese momento, los había hecho olvidarse de preguntar qué era lo que hacía con el dinero de cada pelea ganada. Aunque, en realidad, no solo el whisky los había distraído, sino también las mujeres que comenzaron a acercarse al ver tanto derroche.

Mujeres… Si por él hubiera sido, las habría evitado hasta el fin de sus días. Pero en las venas de un hombre como él corría sangre. Era de carne y hueso, y aunque la sombra del pasado le había arruinado lo que algunos solían llamar «amor», su cuerpo jamás se negaba a los placeres carnales.

¿Qué mejor, entonces, que las reinas exuberantes, ardientes y libres de pudor que gobernaban en infiernos como The Cave? Lord Whisky no pudo evitar una media sonrisa en cuanto una de ellas, de oscura mirada como la suya, lo miró decidida a volverlo esclavo del placer.

Cerró los ojos y tomó el trago hasta hacer fondo blanco, como si fuera el último en su vida. En el breve instante en que el alcohol le pasó ardiente por la garganta, imaginó las más perversas poses a las que sometería a aquella morena salvaje. En cuanto volviera a posar la mirada en aquella belleza exótica, no habría marcha atrás: terminaría la noche embriagado pero del aroma de esa mujer.

El vaso vacío y la garganta quemada le anunciaron que era momento de abrir los ojos para seguir con su excitante plan. Hubiera tomado la mano de la morena de enormes pechos que, despacio, se le acercaba con la vista fija en él. Sin duda que lo hubiera hecho, pero el tiempo se detuvo cuando sus ojos se abrieron para hallarse, a pocos metros, con la imagen más inesperada. Si la oscuridad era el estandarte de aquel lugar, pues, en ese mismo instante, todo, completamente todo, se iluminó con aquella rebelde onda de fuego… Un bucle que desentonaba con el aire pútrido de The Cave. Un bucle que, para su infortunio, lo llevó a descubrir la más desesperada mirada verdemar. Y tal vez no se hubiese petrificado tanto si no hubiera sido por la inocencia que aquellos ojos irradiaban. Etérea por donde se la viera, la joven intentaba mostrarse al cantinero como alguien más de los suburbios, pero era obvio que no lo era. Los movimientos, el limpio rostro, las expresiones, los ademanes… los zapatos de baile.

Lord Whisky estaba borracho, lo sabía. Pero aquella visión era real. Estaba seguro, aunque no solo porque deseaba que así fuese. De todas las desgracias posibles, descubrir que no solo él se había detenido en esa jovencita era la peor. Dos pares de ojos, deseosos de perversión, disfrutaban de la misma imagen que él. Dos pares de ojos cuyas intenciones eran tan oscuras como la reputación de sus dueños.

Estaba borracho, sí. Pero aquel ángel de rojizos cabellos estaba condenado a la brutalidad de los suburbios.

***

«Por todos los cielos, Lucy. No te puedes acobardar», se dijo a sí misma antes de ingresar.

No quería reconocerlo, pero la piel se le había estremecido y no solo por el húmedo aire londinense. La mirada la tenía fija en la taberna; y el cuerpo, inevitablemente petrificado. Solo el ruido de los cascos del caballo la despertó a tiempo, pues, ni bien se hubo marchado el coche, ella quedó sola en medio de la oscuridad. Tragó saliva y, en el acto, se juró armarse de la valentía que tanto la caracterizaba. No tenía nada de qué temer. Después de todo, y más allá de lo asqueroso o peligroso que fuera aquel lugar, en cuanto se encontrara con el mensajero de James, estaría a resguardo.

Tomó aire, se acomodó la capa para cubrirse la melena color fuego, y entró. El calor humano y la mezcla de olores hicieron que parpadeara más de la cuenta y en contra su voluntad. Le fue inevitable llevarse los delicados dedos a la nariz, aunque la razón no tardó en advertirle que, si no bajaba la mano cuanto antes, aquel gesto la dejaría expuesta. Así, no tardó en simular que solo se acomodaba un rebelde mechón que le caía sobre el ojo. Echó un vistazo más al gentío, que gritaba con una alegría propia del exceso de alcohol, tragó saliva y, tras alzar la barbilla, se acercó al mostrador principal.

La suciedad no pasaba desapercibida ni siquiera en la superficie de madera que la separaba del robusto y desprolijo hombre que yacía detrás sirviendo bebidas sin parar. Se acercó lo más que pudo y, haciéndose lugar entre un grupo de hombres que por fortuna ni la habían registrado, llamó a lo que supuso era el dueño del lugar.

—Señor —expresó con un volumen que hubiera resultado irrespetuoso en su contexto cotidiano, pero el sujeto ni siquiera se percató de su diminuta presencia.

¿Debió, acaso, gritar? Tal vez así le hubiera prestado atención. Aunque, de haberlo hecho, seguro que no solo él se habría girado a verla. Viéndose donde estaba, si era cierto que quería sobrevivir lo suficiente como para ir en busca de Jimmy, pasar lo más desapercibida posible era primordial. Se tomó unos segundos y, tras ver cómo los demás captaban la atención de él, se lanzó a ser una más de ellos.

Tomó una botella vacía que un borracho acababa de abandonar sobre la barra y con la suficiente fuerza, aunque con la precaución suficiente de no romperla, la apoyó delante de las narices del hombre que seguía atendiendo sin descanso.

El corpulento sujeto no pudo evitar fruncir las cejas. La capa la ayudaba a pasar desapercibida, pero no tanto si alguien se enfocaba e

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