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Pasada la medianoche […] una hija nació de ese tronco de plenitud y buena fortuna; después de lo cual, su febril temperatura (mizaj-i-wahhaj) sobrepasó cualquier límite de moderación […]. Ese inesperado incidente y desgarradora desgracia llenaron de perplejidad al mundo.
Del Padshah Nama Desai,
Taj Mahal: The Illuminated Tomb
Burhanpur, miércoles 17 de junio de 1631
17 Zi’l-Qa’da A. H. 1040
El gemido de la emperatriz, estertóreo y agotado, se alzó en el aire de la noche y se deshizo en pequeños guijarros de sonido. La una de la madrugada. El amanecer, que todavía se hallaba a horas de distancia, teñía el horizonte de un gris fantasmal. Las diyas de aceite y las velas se agitaron bajo una impulsiva corriente de aire, derramando luz desde las habitaciones que daban al río Tapti.
Mumtaz Mahal gritó de nuevo sin hacer ruido, con los labios crispados sobre sus blancos dientes y con los ojos cerrados.
—¡Mamá! —exclamó desesperadamente Yahanara, cogiendo la mano de su madre entre las suyas, jóvenes y fuertes—. ¿Quieres que te dé un poco más de opio?
Mumtaz negó con la cabeza y se recostó en las almohadas con el cuerpo exhausto a causa de los escalofríos. Una vez pasada la contracción, y a pesar del largo día y la larga noche de sufrimiento, sus facciones recobraron una inconmensurable belleza. Era visible en el perfecto dibujo de su nariz, en la impecable curva de su barbilla, en su resplandeciente piel y en sus acuosos ojos, en cuyo iris reverberaban tonalidades gris oscuro. Aunque aquel año cumpliría los treinta y ocho, seguía conservando la lozanía de la juventud.
La emperatriz Mumtaz Mahal, la Elegida de Palacio —el nombre que el emperador Sha Yahan le había otorgado pocos años después de casarse con ella—, dejó que su mano descansara en contacto con las de su hija. Los dolores regresarían al cabo de un minuto. Mientras luchaba por dar a luz el que sería su decimocuarto hijo a lo largo de diecinueve años de matrimonio, se sintió agradecida incluso por eso, ya que estaba casada con un hombre al que amaba por encima de todo: Yurram. A pesar de que hacía años que este era Sha Yahan, para ella seguía siendo Yurram, el nombre que su abuelo, el emperador Akbar, le había dado al nacer.
Un ruido embotó sus sentidos. Opio. Lo reconoció enseguida en el cuenco de plata labrada; era dulce al gusto mezclado con dátiles, zumo de tamarindo, un puñado de anacardos, almendras trituradas y pasas. Se había tomado cinco bolas, cada una del tamaño de un jamun, desde que había roto aguas… ¿Cuándo había sido eso? Pero el opio, que siempre había sido eficaz, esa vez solo había conseguido amortiguar el dolor, y no sabía si tomar más. Las comadronas, con su constante parloteo y sus consejos, le habían dicho que no haría ningún daño al feto ya formado en su interior, pero Mumtaz no las creía. El vientre empezó a latirle de nuevo, y ella gritó, atormentada por la inquietud de que Yurram pudiera oírla. A pesar de que a su esposo no le estaba permitido acercarse a la cámara de partos, sin duda andaría cerca. Había normas que ni siquiera el emperador del Imperio mogol podía saltarse.
Un enjambre de comadronas revoloteaba por la habitación, manteniéndose a distancia de la cama donde yacía su emperatriz. Mumtaz no podía soportar su contacto tan pronto.
Los dedos de Yahanara se crisparon, y Mumtaz, a pesar de sus gritos, dijo entrecortadamente:
—Suéltame, beta.
La joven obedeció, asustada, y se cubrió el rostro. Cuando Mumtaz pudo incorporarse, extendió el brazo a ciegas. A su izquierda, una voz dijo:
—Yo también estoy aquí, madre. Yo te confortaré. Si no quieres que te cojan la mano con fuerza, yo te la cogeré suavemente.
La emperatriz suspiró. Se volvió hacia su segunda hija, Roshanara, y después hacia Yahanara. Pensó en lo mucho que se parecían y sonrió para sí, ya que las dos habrían odiado semejante comparación. Yahan tenía diecisiete años y era alta y delgada. Tenía unas facciones cinceladas en planos y ángulos y unas gruesas cejas que parecían haber sido depiladas para seguir el sinuoso perfil de los arcos superciliares. Con aquel calor llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido en una trenza que le caía por la espalda. Roshan era una versión suavizada de su hermana mayor, con el rostro ovalado, la piel más clara y reflejos verdes en sus ojos. Sin embargo, a pesar de esa sofisticación exterior, solo tenía catorce años; tres menos que Yahan, aunque suponían toda una vida de diferencia. Roshanara no debería estar allí, pero había insistido, y Mumtaz había acabado cediendo, incapaz de discutir mientras daba a luz. Al fin y al cabo, sus hijas serían mujeres algún día, y era mejor dejarlas que vieran y aprendieran lo que una mujer debía hacer en la vida. Entre las dos hermanas existía ya cierta rivalidad, si bien tan trivial en esos momentos que resultaba casi inexistente; pero ella estaba allí para controlarlas, pensó Mumtaz, ya que ambas necesitaban la mano de una madre. Yurram no le servía de gran ayuda porque sentía demasiado amor por una de ellas y demasiado poco por la otra.
Cuando su vientre se crispó con la siguiente contracción, Mumtaz se preguntó por qué sus pensamientos eran tan diáfanos. No recordaba haber pensado en nada durante sus trece partos anteriores. Aquellos episodios habían sido simples y fáciles: un dolor en la parte baja de la espalda, un poco de opio, y el niño había nacido llenando la habitación con sus gritos y pintando una sonrisa en el rostro de todos, mientras Yurram reía al otro lado de la puerta. Pero también recordaba la dureza de aquellos primeros años, cuando Yurram, ella y los niños habían vagado por el reino, tras ser oficialmente exiliados, perseguidos por las tropas del emperador Yahangir, el padre de Yurram. Algunos de aquellos nacimientos habían tenido lugar en tiendas o al pie del camino. Incluso en ese momento, cuando tenían todo el Imperio en la palma de la mano, Mumtaz aún podía oír el lejano retumbar de los cascos de los caballos que los perseguían, y sentir el terrible miedo a ser apresados.
No todos sus hijos habían sobrevivido. Antes de Yahanara, había dado a luz una niña que falleció a los tres años de edad y de cuyo nombre y rostro debía hacer un esfuerzo para acordarse. En aquella época, todavía mantenían buenas relaciones con el emperador Yahangir, de modo que este había enviado sus condolencias a su hijo y a su nuera al saber de la desaparición de la niña. Otros de sus hijos habían fallecido en el parto, misericordiosamente y sin dar tiempo a Mumtaz a crear un vínculo con ellos. Algunos habían muerto a los pocos días de haber nacido; otros, como la mayor de sus hijas, habían sucumbido a la gripe o a las fiebres cuando apenas empezaban a gatear, a caminar o a hablar. Aun así, todavía le quedaban seis hijos. Yahan y Roshan, las dos únicas niñas, estaban allí con ella, mientras que los cuatro chicos aguardaban con su padre en la sala contigua. Y si el que iba a nacer también lograba sobrevivir…
Se acarició el vientre, y por primera vez un pensamiento acudió a su mente: si ese niño vivía y ella no moría, serían siete; eso sin contar que todavía le quedaban unos años de fertilidad. A pesar de que Yurram y ella llevaban casados muchos años, a pesar de la pesada carga del imperio, a pesar de las otras mujeres de su harén, él acudiría a su lecho. Así pues habría más niños. Al final, aquello, como todo lo demás, estaba en manos de Alá.
—Yahan, pronto estarás en edad de casarte —dijo con voz débil cuando hubo pasado la contracción.
—¿Sí? —preguntó ella. Y añadió en voz baja—: Sí. —Aquellas dos palabras sonaron cargadas de añoranza, y Mumtaz contempló a su hija. Ella había sentido lo mismo a la edad de Yahanara, incluso mucho antes, y sin la paciencia que su hija tenía—. Bueno, ya hablaremos de esto cuando te encuentres mejor, madre.
—Tu bapa y yo hemos considerado la cuestión —dijo Mumtaz.
Las palabras se le agolpaban en los labios porque deseaba aprovechar aquel valioso momento de calma. De repente y con toda claridad había comprendido la verdad de lo que iba a ocurrirle. Su única preocupación era que no podría volver a ver a Yurram antes de que… Y deseaba contemplar su rostro, tocarlo y escuchar su voz. Sin embargo, también tenía un deber que cumplir para con sus hijos. Hizo un gesto cansado con la mano.
—Ven, acércate.
Las palabras iban dirigidas a Yahan, pero Roshanara también se acercó.
—Hay un emir en la corte. Es de una buena familia que ha servido al imperio durante generaciones. Provienen de Persia, y descienden del sha, pero sus posesiones ancestrales se hallan en Badajshán. Tu bapa y yo no te forzaremos a un matrimonio que no desees, Yahan, pero…
—Ya sabes, madre, que solo deseo lo que tú desees —repuso Yahanara—. No sé a qué viene todo esto. Ya tendremos tiempo después. Ahora reserva tus energías para el parto.
La emperatriz Mumtaz cerró los ojos, agotada, y yació inmóvil en la cama durante tanto tiempo que las dos jóvenes acabaron cruzando una mirada de temor. Roshanara se inclinó al oído de su madre y le susurró:
—¿Cómo se llama, madre?
—Nayabat Jan.
Ninguna de las dos chicas sabía nada del mirza Nayabat Jan. Solo habían estado en la corte unas cuantas veces, en el balcón del zenana, tras el trono de su padre, y en esas ocasiones no habían prestado atención a los nombres porque se habían dejado deslumbrar por el oro y la plata de los estandartes, por el absoluto silencio de una sala rebosante de hombres y por las filas de cabezas con turbantes, deferentemente inclinadas ante su bapa.
Mumtaz respiró hondo cuando el dolor se apoderó de nuevo de la parte baja de su espalda.
—Yahan, llama a tu padre.
Yahanara se puso en pie. Las órdenes de su madre se obedecían nada más salir de sus labios; sin embargo, cuando comprendió lo que esta le pedía, vaciló.
—Madre, bapa no puede entrar en esta habitación. —Hasta ahora no —contestó Mumtaz—. Aun así, quiero que venga.
Las comadronas cogieron sus velos, se cubrieron con ellos y adoptaron una actitud sumisa antes incluso de que el emperador hiciera acto de presencia. Alguna de ellas chascó la lengua en señal de desaprobación, pero Mumtaz, aunque lo oyó, no hizo el menor caso.
—Dile que venga.
Yahanara hizo una reverencia.
—Estará aquí tan pronto como haya abierto la puerta,
madre.
—Sal, Roshan —dijo Mumtaz a su hija pequeña—. Ahora quiero estar a solas con tu bapa.
Roshanara se alejó del lecho con una expresión de disgusto y fue a sentarse contra la pared con las esclavas, quienes ya le habían hecho un hueco. Cuando Yahanara puso la mano en el tirador, notó el frío metal y oyó que una de las comadronas decía:
—La cabeza asoma, majestad. Ya falta poco.
La princesa Yahanara Begam se apoyó en la puerta y se masajeó la dolorida nuca. Su madre llevaba treinta horas de parto y por fin la cabeza del bebé coronaba. Al principio, aquel encierro había sido como los muchos otros en los que Yahanara había estado presente. Las esclavas habían reído y reclamado en voz alta el nacimiento de un varón. La sabia comadrona mayor se había quedado sentada en un rincón (ocupando un puesto destacado entre las comadronas menores), riendo las bromas y manteniendo los dedos ocupados con una labor de punto para que estuvieran ágiles cuando llegara el momento. Aparte del opio, Mumtaz solo había querido comer manzanas, y Yahanara se las había pelado y dado pacientemente en la boca. Eran las primeras manzanas de los valles de Cachemira, deliciosamente pequeñas y redondas, casi del tamaño de las cerezas. Su aroma había llenado la habitación en aquel caluroso mes de junio —en medio de las llanuras, a kilómetros de distancia de las frescas montañas de Cachemira—, embriagando los sentidos de todas. Yahanara había visto gotear saliva de los labios de la comadrona mayor, pero la fruta era exclusivamente para la emperatriz, y nadie, ni siquiera sus hijas, las princesas de regia condición por sangre y nacimiento, tenían derecho a ella. Sin embargo, desde hacía unas horas, las cosas habían cambiado, y no por el hecho de que Mumtaz llevara tiempo de parto, sino porque se había esforzado en exceso, con los ojos vidriosos durante las contracciones y una conversación totalmente lúcida entre una y otra; como si no fuera a tener tiempo de hablar otra vez.
Al pensar en ello, Yahanara se recogió las puntas de su ghagara y corrió por el oscuro pasillo en busca de su padre. Cuando llegó al final, una mano le cerró el paso. Se detuvo, jadeando por la carrera.
—¿Qué pasa, Aurangzeb? —preguntó—. ¿Qué haces despierto? Deberías estar en la cama. Esto es asunto de mujeres.
La figura de su hermano surgió de entre las sombras. Tenía trece años y era casi tan alto como ella. También era igualmente delgado, pero mientras que Yahanara mostraba porte y seguridad, él se hallaba en la edad en que la torpeza dominaba los movimientos de unas extremidades demasiado largas para el cuerpo.
—¿Madre está bien, Yahan? ¿Puedo entrar a verla?
Yahanara dio un paso atrás, ofendida.
—Madre ha pedido ver a bapa y he venido a buscarlo. Si
ni siquiera él puede entrar en sus aposentos, ¿cómo te atreves
a pensar que tú podrías?
Aurangzeb meneó la cabeza con aire ausente, como si no la hubiera oído.
—¿Y por qué yo no puedo entrar? Tú sí puedes. ¿Ocurre algo? ¿Ha nacido el niño? ¿Por qué tarda tanto?
Todavía tenía la mano en el brazo de Yahanara, y esta se zafó de él con un gesto impaciente. En la penumbra de aquel corredor del palacio de Burhanpur, los labios del príncipe Aurangzeb se torcieron en un breve gesto de desagrado. Yahanara pensó que no se trataba de que no les cayera bien. Aurangzeb era uno de ellos, compartían con él el mismo padre y la misma madre —y eso ya era bastante infrecuente en aquellos días, cuando bapa podría haber tenido numerosas esposas y concubinas—, y nada debilitaba sus lazos comunes; sin embargo, una ligera irritación surgía siempre entre ellos y Aurangzeb. Se trataba de su vehemencia, de su suprema confianza (injustificada, en opinión de Yahanara, puesto que era simplemente un niño que no había hecho nada destacado y a buen seguro nada haría en el futuro), en su insistencia en lo que él creía que estaba bien y estaba mal.
—No seas tonto y no se te ocurra entrar en la cámara de partos, Aurangzeb —dijo Yahanara enérgicamente—. Recuerda que eres un príncipe y debes seguir lo que marca la costumbre.
Su hermano se había vuelto hacia las puertas del otro extremo del pasillo, pero al oír las palabras de Yahanara se detuvo. Ella lo dejó allí y corrió hacia su padre, sabiendo que nada salvo la mención de las convenciones (que para Aurangzeb era un concepto sagrado al que rendía reverencia) lo había detenido. Corrió velozmente, con el corazón latiéndole con fuerza, sin prestar atención a los eunucos que estaban en sus puestos de vigilancia y que se inclinaron al pasar ella. ¿Dónde estaba bapa? ¿Dónde? Irrumpió en los aposentos de su padre y lo zarandeó hasta despertarlo.
—Madre te quiere ver —dijo entre sollozos—. ¡Ve! ¡Se está muriendo!
Cuando el emperador Sha Yahan entró en la cámara de partos, Mumtaz dormía tras haber dado a luz su decimocuarto hijo. Yahanara y él habían esperado al otro lado de la puerta durante veinte minutos, cogidos de la mano, mientras escuchaban los gritos de dolor de la emperatriz y después el llanto del recién nacido. La matrona del harén, Satti Yanum, había asomado la cabeza cuando habían llamado.
—Su majestad está bien, mi señor —dijo antes de volverse hacia Yahanara y espetarle—: ¡Niña tonta, mira que despertar a tu padre con miedos como ese!
—Quiero verla, Satti —declaró Sha Yahan.
—Ahora no. Dentro de un rato. No podéis presenciar el
nacimiento, mi señor. Permaneced fuera y os avisaré.
De ese modo se habían quedado esperando en la puerta, con la oreja pegada a la madera, y habían oído los gemidos del recién nacido, el suspiro de Mumtaz y el silencio cuando se durmió. Luego, Satti abrió la puerta a su emperador.
El recién nacido, una niña, se hallaba en una cuna de oro y plata, en un rincón de la estancia. Las mujeres que la rodeaban, comadronas y esclavas, se apartaron y se hicieron invisibles cuando Sha Yahan entró y se inclinó apenas sobre la criatura. Estaba despierta, y sus vívidos y