El italiano

Gabriel García Márquez
Arturo Pérez-Reverte
Robert Louis Stevenson
Guy de Maupassant

Fragmento

libro-7

 

El perro lo descubrió primero. Corrió hacia la orilla y se quedó olfateando y moviendo el rabo mientras gruñía con suavidad junto al bulto negro, inmóvil entre la arena y el agua color de nácar que reflejaba la primera claridad del día. El sol no sobrepasaba aún la sombra oscura del Peñón, proyectándola en la superficie de la bahía silenciosa y quieta como un espejo, salpicada por los barcos fondeados que apuntaban sus proas hacia el sur. El cielo era azul pálido, sin una nube, sólo marcado por la columna de humo que ascendía cerca de la embocadura del puerto; allí donde un barco, alcanzado durante la noche por un submarino o un ataque aéreo, había estado ardiendo toda la madrugada.

—¡Argos!… ¡Ven aquí, Argos!

Era un hombre. Lo comprobó mientras se acercaba, con el perro correteando ahora entre ella y el bulto inmóvil, como si la invitase gozoso a compartir el hallazgo. Un hombre vestido de caucho negro mojado y reluciente. Estaba tumbado de bruces en la orilla, el rostro y el torso en la arena y las piernas todavía en el agua, cual si se hubiera arrastrado hasta allí o lo hubiera depositado la marea. En la cintura llevaba sujeto con correas un cuchillo, en la muñeca izquierda, dos extraños y grandes relojes, y en la derecha un tercero. Las agujas de uno de ellos marcaban las 7 y 43.

Se arrodilló a su lado en la arena húmeda, y le tocó la cabeza: tenía el pelo negro y lo llevaba muy corto. Del pecho pendían una máscara de goma y un extraño aparato con dos cilindros metálicos. Sangraba por la nariz y los oídos y seguramente estaba muerto. Ella recordó las explosiones nocturnas, los focos de la defensa antiaérea que habían iluminado el cielo y el barco incendiado, y por un instante pensó que podía tratarse de un marinero. Pero en seguida comprendió que ese hombre no venía de una de las naves ancladas en la bahía, sino del mar mismo. O del cielo. Era un aviador, o un submarinista. Tal vez uno de los alemanes o italianos que atacaban Gibraltar desde hacía dos años. Y la línea de demarcación entre España y la colonia británica se hallaba a sólo tres kilómetros de allí, siguiendo la playa hacia levante.

Iba a levantarse para avisar a la Guardia Civil —había un puesto cercano tierra adentro, en la zona militar de Campamento— cuando creyó oírlo respirar. De modo que se inclinó de nuevo hacia él, acercándole dos dedos a la boca y el cuello, y entonces sintió un leve aliento y el latido muy débil del pulso en la arteria. Miró alrededor, confusa, en demanda de ayuda. La playa estaba desierta: a un lado la curva de arena que llevaba hasta la población de La Línea y la frontera, y al otro las casitas lejanas y sueltas de los pescadores de Puente Mayorga, que a esas horas faenaban en la bahía. No había nadie a la vista. El edificio más próximo era su propia casa, situada a un centenar de pasos de la orilla: una pequeña vivienda de una planta rodeada de palmeras y buganvillas.

Decidió llevar al hombre allí para socorrerlo antes de avisar a las autoridades. Y esa determinación cambió su vida.

libro-8

1. Un enigma veneciano

El nombre de la librería era Olterra, y eso debía haberme puesto sobre aviso; pero en el invierno de 1981, como mucha otra gente, yo lo ignoraba todo sobre aquel misterio.

Me había detenido por casualidad ante el escaparate cuando paseaba por la calle Corfù, entre la Accademia y la Salute, porque un libro llamaba mi atención. Era La gondola, de Cargasacchi. Había dos ejemplares expuestos, uno de ellos abierto por una página con el plano detallado de esa embarcación. Siempre me interesó la arquitectura naval, así que entré en la librería, que era pequeña, confortable, calentada por una estufa de butano, con un ventanal trasero que daba a un canal de muros desconchados y portones roídos por el agua. La atendía una señora mayor de rostro agraciado y cabello blanco recogido en la nuca, que leía sentada en una silla con un elegante chal sobre los hombros. Un perro labrador dormitaba en la alfombra, a sus pies. Nos saludamos, pregunté por el libro y me trajo uno de los que estaban expuestos. Tras hojearlo un poco, lo puse aparte para llevármelo y miré otros. Había muchos de asunto náutico, así que me entretuve con ellos. Y mientras lo hacía, reparé en las fotografías de la pared.

Eran dos, en marcos acristalados. En blanco y negro. La más pequeña mostraba a una pareja de mediana edad sonriendo a la cámara mientras el hombre, maduro pero de buen aspecto, pasaba un brazo en torno a la cintura de la mujer. Tras observarla un poco advertí que esa mujer era la librera misma, diez o quince años atrás. En la otra foto, de mayor tamaño aunque peor calidad y más antigua, se veía a dos hombres: uno vestido con mono de faena y gorra de marino, y otro en pantalón corto y camiseta, posando ambos junto a una especie de torpedo situado en la cubierta de un submarino. Los dos sonreían, y el del pantalón corto aparentaba gran parecido con el hombre de la otra fotografía, aunque en ésta se lo veía mucho más joven. Pero era fácil reconocer la sonrisa atractiva, simpática, y el cabello muy corto y negro que en la segunda foto era ya encanecido y escaso.

La librera sorprendió mi observación, pues cuando volví la vista comprobé que me miraba.

—Interesante —comenté, más por cortesía que por otra cosa.

—¿Es usted español?

—Sí.

No dijo que ella también lo era, o al menos todavía no. Yo lo ignoraba, desde luego. En todo momento me pareció una completa veneciana. Hablábamos en italiano, y no cambiamos de idioma hasta algo más tarde.

—¿Por qué le parece interesante? —preguntó.

Señalé la foto de los hombres junto al torpedo.

—El maiale —dije.

Me miró con curiosidad, ligeramente sorprendida.

—¿Sabe qué es un maiale?

—Acabo de ver uno en el museo naval, junto al Arsenal.

No era sólo eso. También había leído algún libro y visto algunas fotos: Segunda Guerra Mundial, torpedos tripulados con cabezas explosivas, ataques submarinos contra Alejandría y Gibraltar. Una guerra oculta y silenciosa.

—¿Le interesa ese asunto?

—Algo.

Todavía me observó, pensativa, y luego se puso en pie para buscar en uno de los estantes. Mientras lo hacía, el perro —era una perra— se alzó sobre sus patas, me dio una vuelta alrededor y volvió a tumbarse con indiferencia en el mismo sitio que antes. Al fin la librera trajo dos volúmenes. All'ultimo quarto di luna, se titulaba uno. En el último cuarto de luna. Tampoco el otro título parecía revelador: Decima Flottiglia MAS. Las cubiertas eran más explícitas. Una mostraba a unos buceadores cortando una red submarina; otra, a dos hombres navegando medio sumergidos a bordo de uno de esos torpedos tripulados.

Los puse aparte con el libro sobre las góndolas. Seguía contemplando las fotografías de la pared.

—Un hombre apuesto —dije.

Ella no miró las fotos sino a mí, como si calculase hasta qué punto yo establecía una relación entre ellas. Después la vi mover un poco la cabeza.

—Realmente lo era —dijo en español.

Quedé asombrado por su pronunciación perfecta.

—Discúlpeme… ¿Somos compatriotas?

—Lo fuimos.

Me intrigó aquel verbo en pasado.

—¿Hace mucho que está aquí?

—Treinta y cinco años.

—Ahora lo comprendo. Parece nacida en Italia.

—Es una larga historia.

Me había vuelto a mirar las fotografías. Al hombre que le pasaba la mano por la cintura.

—¿Vive todavía?

—No.

—Lo siento.

Se quedó callada. Alzaba despacio una mano para tocarse el cabello recogido en la nuca, con un sorprendente ademán que me pareció casi de coquetería. Se había vuelto al fin hacia las fotos con una sonrisa dulce, y esa sonrisa parecía atenuar las arrugas del rostro, rejuveneciéndolo.

—Falleció hace cinco años —dijo.

Toqué con un dedo la portada de un libro y luego señalé la foto de los dos hombres y el maiale.

—¿Uno de ellos?

Apenas sonaba a pregunta, porque en realidad no lo era. Asintió la mujer.

—Lo fue.

Su tono era suave y rotundo al mismo tiempo. Y había en él algo de orgullo, advertí. Incluso desafío. Recordé entonces el nombre de la librería.

—¿Qué significa Olterra?

Sonrió de nuevo. Seguía mirando las fotografías, inmóvil. Al cabo de un momento encogió los hombros como si fuese a decir una obviedad.

—Significa hombres valientes —respondió—. En el último cuarto de luna.

Salí de allí quince minutos más tarde con los tres libros en una bolsa y caminé despacio hasta el canal de la Giudecca. Era uno de esos días invernales venecianos muy fríos y con el cielo despejado sobre la laguna, así que anduve por el muelle Zattere disfrutando del sol. Al llegar a la punta de la Aduana, que en aquella época todavía era lugar poco frecuentado por los paseantes, me senté en el suelo, la espalda apoyada en la pared, y hojeé los libros. Por entonces no era novelista, ni pretendía serlo. Sólo un periodista joven, reportero entre continuos viajes, al que le gustaban las historias del mar y los marinos. Y me hallaba de vacaciones. No sospeché que lo que entonces leía era el principio de otros muchos libros y largas conversaciones. El comienzo de una compleja indagación sobre personajes y sucesos dramáticos, la resolución de un misterio y el germen de una novela que tardaría cuarenta años en escribir.

Han pasado dos meses, pero Elena Arbués lo reconoce en el acto.

Está sentado a una mesa en la puerta del bar Europa de Algeciras, en conversación con otros dos hombres: bronceado, gafas oscuras, vueltas las mangas de la camisa blanca sobre los antebrazos, pantalón azul con cinturón de cuero y alpargatas. Parece conversar animado y sonríe mucho. Durante su breve y único encuentro anterior no llegó a verlo sonreír: un trazo blanco, simpático, que ahora ilumina el rostro moreno de corte meridional, atractivo, inequívocamente mediterráneo, que ella sabe es italiano, aunque lo mismo podría ser español, griego o turco. Una característica criatura del sur, nacida entre orillas e islas sin árboles ni agua: aceite, vino tinto, atardeceres rojizos, profundidades cálidas y dioses sabios y cansados. Mirarlo trae todo eso a su memoria. Y es, además, un hombre guapo. Más ahora que aquel día, pálido y manchado de sangre. Lleva el pelo igual de corto que la otra vez, cuando ella lo arrastró desde la orilla hasta su casa para tumbarlo en el suelo del pequeño saloncito con vistas a la bahía, todavía inconsciente, cubierto de arena, con Argos dándole lametones en las manos y el rostro arrugados, blanquecinos por una larga inmersión en el agua.

Conoce incluso su nombre, si es que era auténtico el que figuraba en la libreta de identificación que encontró en una funda de hule al cortar con unas tijeras de costura la parte superior del traje de caucho: Lombardo, Teseo. 2º Capo Regia Marina N. 355.876. Bajo la goma vestía un ligero mono de lana azulgrís con una estrella en cada solapa y tres galones en forma de ángulo en las mangas. Marina de guerra italiana, sin duda. Venido del mar, seguramente de un submarino, para atacar los barcos anclados en el puerto de Gibraltar y en la parte norte de la bahía. Un hombre rana. Un buceador de combate.

Aquel amanecer no había sabido bien qué hacer, así que improvisó sobre la marcha. Tras despojarlo del traje de caucho y abrir el mono para comprobar que no tenía otras lesiones, friccionó el pecho y los brazos con alcohol para hacerle entrar en calor y luego limpió la sangre de los oídos y la nariz. Más que de heridas parecía proceder de un golpe en la cabeza, aunque no era visible hematoma alguno. Recordó los sonidos y el barco incendiado durante la noche y acabó concluyendo que el daño se debía a alguna clase de conmoción interna. Tal vez una onda expansiva transmitida por el mismo mar. Quizá la explosión de una de sus propias bombas.

En cualquier caso, el hombre recobró el sentido. Elena había vuelto a tapar el frasco de alcohol cuando, al girarse de nuevo, vio que había abierto los párpados y la miraba con unos ojos verdes y turbios, cuyas córneas estaban inyectadas en sangre. Cuando ella habló de ir en busca de un médico, él siguió mirándola con fijeza, cual si no comprendiera sus palabras o el sentido de éstas; y tras un largo momento movió débilmente la cabeza a uno y otro lado. Debió acercarse a sus labios para escuchar lo que dijo a continuación: unas palabras y un número pronunciados con un suspiro de leve aliento. Teléfono, por favor. Eso fue lo que dijo. Por favor. Lo hizo en español, con suave acento de su propio idioma. Teléfono, repitió, y un número, 3568. Y se desmayó otra vez.

Ahora, detenida en la esquina del callejón del Ritz con la plaza Alta, disimulada entre la mucha gente que transita por el bullicioso centro de la ciudad, ella lo observa de lejos, atenta a los nuevos detalles, recordando la caminata de quince minutos hasta el locutorio telefónico de Campamento, aún vacío de militares. La ficha reluciente en su mano, el ruido al encajarse en la ranura, la sombra de dos años de soledad y rencor, las dudas con el dedo índice a un centímetro del disco de marcar mientras, a través de la ventana, contemplaba el cartel de TODO POR LA PATRIA sobre la puerta del puesto de la Guardia Civil. Un pasado todavía fresco, doloroso, agolpado sobre el presente incierto. La decisión final: tres, cinco, seis, ocho. Una voz al otro lado, masculina, española, sin acento ninguno. Teseo Lombardo, dijo ella. Y siguió un silencio. ¿Quién habla?, preguntó la voz. Da igual quién hable, respondió. Luego dio la dirección, colgó el teléfono y regresó a la casa.

Permanece inmóvil en la esquina, sin apartar los ojos del hombre ajeno a su presencia, aparentando contemplar el escaparate de una zapatería cuyo cristal le devuelve su propio reflejo, el fondo oscuro dibujando el luminoso contraluz de la calle: el vestido ligero y veraniego ceñido al talle, las dos manos sosteniendo el bolso contra el regazo, el cabello castaño corto, a la moda, levemente ondulado. Un buen aspecto de mujer todavía joven, figura esbelta, casi delgada, tal vez demasiado alta para la media española, con su 1,76 de estatura cuando no lleva zapatos de tacón: Elena María Arbués Ortiz, veintisiete años, viuda desde hace dos. Propietaria de la librería Circe, situada en la calle Real de La Línea de la Concepción.

Los tres hombres se han levantado de la mesa y caminan entre la gente que llena la plaza, en dirección a la calle Cánovas del Castillo. Van en mangas de camisa y tienen un aspecto sano, desenvuelto, que parece unirlos en un vago aire de familia. Relajados, conversando entre ellos, se dirigen hacia el puerto. Elena está a punto de dejarlos ir y ocuparse de sus asuntos —ha venido en autobús a la ciudad para resolver unos trámites burocráticos—, pero en el último momento cede al impulso. A la curiosidad que la incita desde aquella mañana en la playa y en su casa de Puente Mayorga. Al deseo de saber más del desconocido que hace dos meses ocupó una hora y media de su vida, del que no había vuelto a tener noticias, y al que no ha podido olvidar.

Cuando regresó a la casa después de la llamada telefónica, el hombre estaba despierto, ante la mirada vigilante de Argos, tumbado cerca, que vino feliz a su encuentro al verla aparecer. Seguía en el suelo, sobre la alfombra manchada de arena, cubierto por dos mantas y con la cabeza en el cojín que Elena había dispuesto bajo su nuca. A un lado estaban los restos del traje de caucho, y también los extraños relojes de esferas fluorescentes que ella había retirado de sus muñecas al darle las fricciones con alcohol. Pero observó que el cuchillo, que cuando salió a telefonear se hallaba aparte con los otros objetos, estaba ahora de nuevo a su lado, al alcance de su mano derecha. Bajo el mango de madera negra, la hoja desnuda relucía en la misma luz que, entrando por la ventana abierta al sur y la bahía, iluminaba el perfil del inesperado y extraño huésped.

—He avisado —dijo Elena mientras acariciaba al perro.

La mirada inquieta del yacente pareció relajarse. La observaba con fijeza, estudiándole cada expresión y ademán. Su desconfianza cedía poco a poco.

—No sé a quién —añadió ella—. Pero lo he hecho.

Asintió el hombre despacio, sin dejar de mirarla.

—Gracias —dijo al fin, ronco, débilmente todavía.

Estaba en pie frente a él, indecisa. No sabía qué más hacer. Era una situación absurda y extraña.

—Sean quienes sean —respondió—, supongo que vendrán pronto.

Lo vio asentir de nuevo y parpadear incómodo, como si contuviera un gemido. Debía de sentirse muy mal, pensó. Exhausto, dolorido y mal, pese a que era un hombre fuerte, de torso atlético. Había notado sus músculos de nadador cuando le daba las fricciones en el pecho. Seguía teniendo los ojos enrojecidos por los derrames, pero la nariz y los oídos ya no sangraban. Pensó ella otra vez en el petrolero incendiado y en lo que sabía de ondas expansivas transmitidas por el agua. Precisamente Samuel Zocas, el doctor Zocas, lo había comentado unos días atrás hablando de guerra, bombas y barcos en la tertulia del café Anglo-Hispano. Una explosión submarina, aunque fuese a cierta distancia, podía reventar por dentro a un ser humano.

—¿Ha avisado a alguien más?

El hombre —el italiano, ya sin la menor duda— hablaba un buen español, con sólo ligero acento. El tono era desconfiado, cual si el pensamiento le causara una viva inquietud. Lo tranquilizó ella con un movimiento de cabeza, cruzó los brazos y miró el cuchillo desnudo con reproche.

—Todavía no.

Remarcó el todavía y él parpadeó de nuevo, embarazado por su propia pregunta y la respuesta, antes de mirar al perro, extender torpemente una mano y acercar más el cuchillo para taparlo con las mantas como avergonzándose de que estuviera a la vista.

—Discúlpeme —murmuró.

Sonaba sincero. Ahora, pese al cuchillo oculto, parecía aún más desvalido. Señaló Elena una botella de vino de Málaga que estaba sobre la repisa de la chimenea apagada.

—Quizá le vaya bien un poco de eso.

Asintió él, y le trajo ella un vaso lleno en un tercio. Arrodillándose, lo acercó a sus labios. Bebió él tres cortos sorbos, y al tercero tosió. Elena miraba los galones en las mangas del mono militar.

—¿Secondo capo, Regia Marina? —dijo señalando el bolsillo donde le había metido de nuevo la libreta de identificación.

—Sottufficiale.

—¿Teseo, se llama? ¿Teseo Lombardo?

Lo vio dudar un momento, sobresaltándose al escuchar su propio nombre. Al cabo pareció recordar y comprender, aliviado.

—Sí —dijo.

—¿Qué ha hecho?… ¿De dónde viene?

No respondió a eso. No apartaba los ojos de los suyos.

—¿Por qué me ayuda? —preguntó a su vez.

Encogió Elena los hombros. No era una demanda de respuesta fácil. Ni siquiera para ella misma.

—Está herido —resolvió decir—. Y lo necesita.

Seguía mirándola inquisitivo, esperando algo más. Movió ella la cabeza, se puso en pie y dejó el vaso en el aparador.

—No lo sé —confesó, aunque no fuera del todo cierto.

En ese momento, Argos levantó la cabeza para emitir un leve gruñido de alerta. Después se oyó el motor de un automóvil deteniéndose ante la casa, llamaron a la puerta y el italiano salió de sus vidas.

Eso había sido todo, sesenta y cuatro días atrás. Piensa ahora Elena en ello, recordándolo mientras, excitada por la curiosidad —su corazón late tan deprisa que a veces debe detenerse para recobrar la calma—, camina detrás de los tres hombres procurando no llamar su atención. Mantiene la distancia con suma cautela; a esa hora el centro de la ciudad hormiguea de gente y es fácil pasar inadvertida. Los ve entrar en un estanco y una farmacia, y luego en una tienda de ultramarinos de la que salen cargados con paquetes envueltos en papel de estraza. Si tienen cartillas de racionamiento, piensa, se habrán quedado sin cupones. Aunque tal vez los extranjeros no los necesiten.

Sigue tras ellos. Nada observa en su actitud de misterioso o clandestino: conversan con animación, muy relajados, y parecen de buen humor. En dos ocasiones ve Elena reír al hombre al que socorrió en Puente Mayorga. Recorren así el resto de camino hasta el puerto, donde entre los tinglados y las grúas se encuentran amarrados barcos de diferentes pabellones. Antes de llegar a la entrada se detienen en la pequeña dársena del río de la Miel y embarcan en un bote a motor mientras ella, parada en el muelle, los sigue con la vista. Desde allí observa que se dirigen al dique exterior, hacia un barco grande de casco negro y alta chimenea situada a popa, con aspecto de buque cisterna, amarrado al extremo del dique. Está lejos de las otras naves, situado aparte; y siete kilómetros más allá, en línea recta y al otro lado de la bahía, se alza la mole parda y brumosa del Peñón, un poco desdibujada en la calima bajo el sol cenital.

Desde donde se encuentra, Elena alcanza a distinguir una bandera italiana que ondea en la brisa de poniente. Conoce el nombre del barco porque lo ha visto, pintado en letras blancas cerca de la proa, al pasar junto a él en los transbordadores que van y vienen a La Línea y Gibraltar. Y antes estuvo un tiempo en la playa misma de Puente Mayorga, varado allí por sus tripulantes para evitar que fuera apresado por los británicos. Se llama Olterra.

Situado frente al Círculo Mercantil de La Línea, el café Anglo-Hispano conserva el estilo del siglo viejo: mesas de madera y mármol, espejos, mecheros de gas que nadie enciende y un cartel taurino con los nombres de Marcial Lalanda, Domingo Ortega y Morenito de Talavera. Cruje el suelo de madera y hay polvo en las cortinas, pero los ventanales dejan entrar mucha luz y muestran el animado ir y venir de la calle Real. Un par de veces por semana, Elena Arbués acude a tomar algo parecido a café, haciendo tertulia con sus amigos el doctor Zocas y Pepe Aljaraque, archivero del ayuntamiento. A veces se suma Nazaret Castejón, bibliotecaria municipal. Empezaron a reunirse allí hace un año y medio, por las mismas fechas en que Elena abrió su librería.

—No estoy de acuerdo contigo, doctor.

—Me sorprendería que lo estuvieras, estimado amigo.

Pepe Aljaraque golpea con un índice las páginas del Gibraltar Chronicle, abierto sobre la mesa, y se reclina en el respaldo de la silla. Es rubio y casi albino. El bigote caído, lánguido, acentúa su aspecto escandinavo, desmentido por el acento andaluz.

—La pena de muerte no tiene sólo un carácter punitivo, sino también ejemplar —afirma, rotundo—. Y más en los tiempos que corren. Te lo dice un patriota español que detesta a los ingleses.

—Y funcionario —ríe Samuel Zocas—. Patriota y funcionario municipal.

—Sí, bueno… Son sinónimos.

Mueve el doctor la cabeza mientras agita la cucharilla en su taza de sucedáneo de café. Acaba de llegar de la consulta particular, situada en su domicilio, que alterna tres días a la semana con servicios en el Colonial Hospital de Gibraltar.

—Demasiadas penas de esa clase se imponen en los últimos años —mira de soslayo al camarero, ocupado en sus cosas, y baja un poco la voz—. Hay otros métodos menos bárbaros.

Alza las manos Aljaraque, en ademán de impotencia.

—Ah, eso… Son tiempos brutales, como sabemos todos. Y a tales tiempos, tales métodos. El ser humano no escarmienta nunca.

El médico no parece convencido.

—Aun así, con guerra o sin ella, ejecutar a un trabajador español de los muelles, padre de familia, acusándolo de saboteador, es un exceso.

—No seré yo quien defienda a la pérfida Albión, ¿eh?… Que conste. Pero ese hombre, agente alemán, proyectaba hacer estallar una bomba en el Arsenal.

Adopta Zocas un aire dubitativo. Es menudo, calvo, miope, y la única mácula en su pulcro aspecto son dos dedos de la mano izquierda amarillos de nicotina. Siempre parece recién rasurado y huele a loción de afeitar como si acabara de salir de la barbería. Lleva lentes de acero y cierra con atrevidas pajaritas los cuellos impecables de sus camisas.

—Eso es lo que dicen —concluye, escéptico—. A saber si es cierto.

—En todo caso, se considera probado. Y ojo, no discuto el acto patriótico, que como simpatizante del Reich que soy puedo incluso aplaudir… Pero quien la hace y lo pillan la paga. Es de lo más normal. Los hijos de la pérfida Albión no se andan con bromas.

—Incluso así, intenciones no son hechos.

Se vuelve Aljaraque hacia Elena, que pasa distraída las páginas de un Blanco y Negro.

—¿Qué opinas tú?… Hoy estás muy callada.

—Os escucho —responde ella—. Pensaba en sabotajes.

—¿Y coincides en lo natural de la pena de muerte, si a uno lo pillan?

—Supongo que no es lo mismo un saboteador que un soldado.

—¿A qué te refieres?

Tarda ella en responder, pensando en el encuentro que tuvo por la mañana en Algeciras. En los tres hombres a los que siguió hasta el puerto.

—Hablo de alemanes e italianos —se decide al fin—. De enemigos de verdad para Inglaterra.

—Oh, pues claro. Eso es diferente. Son soldados que luchan por su patria en una guerra declarada. Nada hay que reprocharles.

—Pero a los espías los ahorcan, ¿no?

—Precisamente para eso sirve el uniforme —interviene Zocas, que ha sacado del bolsillo una lata de puritos Panter—. Quien lo viste es militar y queda protegido por la Convención de Ginebra. A quien no lo lleva, se esconde tras una divisa enemiga o es de otra nacionalidad no beligerante se le considera reo de soga o de piquete de fusilamiento.

—No es lo mismo servir a tu país que traicionar a la patria o actuar tras un disfraz —observa Aljaraque—. Nadie civilizado ejecuta a un prisionero de guerra.

El médico suelta una bocanada de humo mientras lo mira con cortés reproche.

—Bueno, Pepe, en España… —de nuevo observa con disimulo al camarero, que sigue ajeno a la conversación, y baja aún más la voz—. Aquí se ejecutó a unos cuantos, ¿no?… Ya me entiendes.

Apura el archivero el resto de su café y bebe un sorbo de agua.

—Las guerras civiles son otra cosa, oye. El salvajismo llevado al extremo. La ausencia de reglas.

—¿A mí me lo vas a contar, que tuve que tomar las de Villadiego?

Elena sabe que Samuel Zocas tiene motivos para decir eso. Obligado a refugiarse en Gibraltar por sus ideas liberales —perteneció a una logia masónica, se comenta, aunque nunca hablan de ello—, sólo pudo regresar sin que las nuevas autoridades lo incomodasen cuando personas influyentes, afectas al régimen, lo avalaron a uno y otro lado de la verja.

—Ya veréis como lo de ese desgraciado no es el último caso —está diciendo Aljaraque—. La comarca hierve de espías, saboteadores, agentes de unos y otros… Estamos en el ojo del huracán.

—Y nuestras autoridades hacen la vista gorda —señala tristemente Zocas.

—No siempre, cuidado. España está en la cuerda floja. Ya no es como cuando Alemania ganaba la guerra. Ahora la cosa anda indecisa; y Franco, que es un fenómeno, hace encaje de bolillos y guarda las formas. No es la primera vez que la Guardia Civil detiene a agentes nazis o fascistas y los expulsa de aquí.

—Yo tuve ocasión de ver a un buzo —dice Zocas—. Fue hace un par de meses, y lo comenté con vosotros.

—¿El del último ataque a Gibraltar?

—Ése… Estaba en el hospital cuando trajeron al cadáver.

—Italiano era, dijiste. Y luego lo publicaron los periódicos.

—Al parecer lo dejó un submarino en la bahía. Debieron de ser más, pero sólo cogieron a uno… Hundieron aquel petrolero llamado Sligo o algo parecido. ¿Te acuerdas, Elena? Fue cerca de tu casa.

La joven, que seguía pasando páginas de la revista, se queda inmóvil.

—Cómo olvidarlo —dice, simulando naturalidad—. Todavía hay restos allí. De ese barco y de otros.

—De haberlo cogido vivo lo habrían fusilado por saboteador —comenta Aljaraque—. Los ingleses son bien crueles y cabrones.

—No creo —lo contradice Zocas—. Era un soldado, a fin de cuentas… Ellos son duros pero respetan las reglas.

El archivero, que se ha puesto serio de pronto, mira brevemente a Elena.

—Respetan las suyas, y sólo cuando les conviene —apunta, grave.

También Zocas parece caer en ello, pues dirige a la mujer una mirada repentinamente contrita, de disculpa.

—Perdóname, Elena. No pretendía…

—Claro —sonríe ella, tranquilizada por el giro de la conversación—. No te preocupes, doctor.

—Soy un torpe.

—Olvídalo, por favor.

Sigue un silencio corto e incómodo. Aljaraque mira el Gibraltar Chronicle y el doctor, aún violento, se toca el nudo de la pajarita. A Elena, como a unas cuantas esposas más, la dejaron viuda los ingleses hace algo más de dos años, durante el ataque por sorpresa en Mazalquivir a la escuadra francesa del Mediterráneo —Francia acababa de rendirse a la Alemania nazi— para impedir que cayera en manos del enemigo. Unos cañonazos equivocados y ocho marinos españoles muertos,

Por fin, como buscando despejar el momento, habla de nuevo Zocas.

—En lo de aquel italiano muerto nada puede reprocharse a los ingleses, ¿no?… Son soldados unos y otros, matan y mueren. Cada cual cumple con su deber.

—Pues yo respeto más a los del Eje —insiste Aljaraque—. Ya sabéis que soy germanófilo e italianófilo.

Le toma el pelo Zocas.

—Dicho así suena a enfermedad venérea, Pepe. Pásate un día de éstos por mi consulta.

Mira el otro de reojo a Elena, amoscado.

—Eso no tiene gracia, hombre.

Mientras aparenta prestarles atención, ella rememora su propia historia, o más bien la del esposo perdido, primer oficial a bordo del mercante español Montearagón aquel 3 de julio de 1940: un barco neutral que estaba donde no convenía estar, una disculpa diplomática británica —very and serious terrible mistake— y una indemnización para las familias, víctimas secundarias de un holocausto que pronto sería general. Ochocientas libras esterlinas que permitieron a Elena abrir la librería para ganarse la vida. Y aun así, tuvo suerte. En los últimos tiempos, los mistakes, británicos o de otros, ya no son terribles. No se indemniza a nadie.

—Hay que tener valor, ¿verdad? —dice ella de pronto—. Meterse de noche en esas aguas y jugársela de semejante manera.

—No es ésa la fama que tienen los italianos —señala Aljaraque.

Modula Zocas un aro de humo mientras alza un dedo objetor.

—Siempre hay valientes en todas partes. Es cuestión de motivaciones.

—Pues aquel buzo que murió debía de estar motivadísimo.

—No te extrañe… Una bahía como ésta, con docenas de mercantes en la parte norte y las unidades de la Royal Navy en el puerto, es un panal de rica miel para hombres audaces.

—Bueno —señala Aljaraque—, los ingleses han extremado su vigilancia con redes antisubmarinas, patrullas navales, reflectores y cosas así… Ahora hay ataques aéreos, pero nada desde el mar.

Asiente Elena, pensativa.

—No —dice muy despacio—. Nada desde el mar.

Curro, el empleado de la librería, golpea con los nudillos el cristal de la ventana para entregar a Elena las llaves. Mira ésta el reloj y comprueba que son las siete y media. Tras despedirse de sus amigos —hoy toca pagar las consumiciones a Pepe Aljaraque—, sale a la calle. Curro es un joven linense flaco y con gafas, con estudios de bachillerato, que perdió tres dedos de una mano durante la Guerra Civil, en la batalla de Peñarroya. Tiene veintitrés años y es de toda confianza. Dos días por semana, Elena le permite irse media hora antes para que asista a la academia nocturna donde estudia inglés.

—He abierto la caja de novedades de Espasa-Calpe, doña Elena… Tamb

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