Al sur del corazón

Hans Ruesch

Fragmento

Al sur del corazón

1

En el nombre de Alá, el Generoso, el Compasivo.

El cambio repentino en el curso de mi vida, desencadenado por la serie de acontecimientos que me redujeron a mi estado actual, ocurrió el día de mi boda, y, teniendo en cuenta todos los factores, a consecuencia de ella. Para demostrar cuán poco preparado estaba para lo que el destino había planeado para mí, baste decir que cuando mi esclavo me despertó para mis oraciones aquel amanecer aciago, no tenía ni la más remota sospecha de que antes de que el almuédano llamara a vísperas yo iba a ser un hombre casado... y un hombre impulsado por una gran resolución.

—¡Que Alá prolongue tus días, oh Auda!

Con esas palabras mi infiel Yahya retorció una cáscara de limón dentro de la jarra de agua que me había traído y extendió el tapiz junto a mi lecho. Era un joven cetrino de mi edad, evidentemente de sangre servil, de escasa estatura pero sin que nada le faltara, excepto una mano. Observé que en su rostro de mono burlón con pequeñas cejas triangulares se dibujaba la mueca de libertino consumado que siempre anunciaba noticias de índole femenina. Pero aunque habitualmente no me inclinaba a aplaudir el vicio, las aventuras y desventuras galantes de mi esclavo me habían proporcionado mis escasos momentos de alegría en la sombría Hubeika.

—Que Alá te conserve fuerte —repliqué a su saludo, mientras él procedía a lustrar mis sandalias con la cáscara de limón—. Te veo muy animado. ¿Tienes alguna noticia que me alegre la mañana?

—¡Y también tus noches! Un mensajero en un jeep te ha traído una citación real, y eso confirma el rumor que oí anoche en el café de Jelab.

—¿Qué murmuraban tus compañeros de chismorreos?

—Que el rey Nesib te va a admitir por fin en su familia: ¡hoy te casarás con Lahlah!

—¿Será cierto esta vez?

—No cabe duda, Alá mediante. Centenares de camellos y de ovejas están siendo sacrificados para el festín.

—¡Por mi alma y mis ojos! ¿Deberán los camellos y ovejas enterarse de mi casamiento antes de saberlo yo? Me dan ganas de negarme.

—No te será dada la oportunidad de negarte, oh Auda, porque no se te preguntará. Cuando un rey ofrece a su hija, la única elección que le queda al elegido es convertirse en un hombre con una esposa o en un hombre sin cabeza. ¡Así que acepta el dulce sacrificio! Si no aprecias mucho tu cabeza, piensa al menos en los hambrientos que serán alimentados por esta ocasión.

Mi objeción había sido puramente formal. El último resentimiento que pudiera haber albergado contra el rey Nesib se había desvanecido con el anuncio de su decisión, y observé con un sentimiento de culpa que, por encima de mi admiración por el gran soberano que era, estaba empezando a sentir afecto por el hombre. Digo con un sentimiento de culpa porque Nesib había derrotado a mi padre en la guerra, y luego lo perdonó, dejándolo en el trono del sultanato de la tierra de Tee; y eso tuvo que doler a un hombre tan orgulloso como mi padre, y también debería haber dolido a sus hijos.

Durante los primeros años de su expansión en la Península Arábiga, Nesib había seguido la prudente tradición de pasar a espada a los jefes de los vencidos, con todos sus parientes y miembros de su séquito, hasta el último niño y esclavo, a fin de salvaguardarse de una venganza futura de sus descendientes. Pero, a medida que fue aumentando su reino y su poderío, empezó a permitirse el lujo de la misericordia y algunas veces se contentó con tomar a los hijos de los vencidos como rehenes.

Tenía yo trece años cuando me llevó junto con mi hermano mayor Saleeh a Hubeika, donde permanecimos en uno de los serais del gobierno que alojaban a los miles que vivían de la generosidad del rey en la capital: parientes y compañeros de juventud de Nesib, visitantes extranjeros, jefes de tribu llegados para recibir sus subsidios anuales, fugitivos de reinos vecinos y unos cuatrocientos rehenes; todos viviendo en aparente libertad dentro de los muros de la ciudad, pero todos estrechamente vigilados.

Tuve frecuentes ocasiones de reconocer que Nesib estaba ciertamente fortificado con las virtudes árabes, adorando al Todopoderoso de palabra y obra, mostrándose generoso en proporción a su riqueza y siendo accesible hasta para el más humilde, como lo había sido el propio Profeta. Sin embargo, debieron pasar años antes de que pudiera olvidar que me había arrancado del lado de mi padre, a quien lloraba como si ya no estuviese en este mundo, porque no podía prever ninguna oportunidad razonable de volver a verlo jamás.

Fue mi padre quien me enseñó los noventa y nueve nombres de Alá; cómo empuñar el cálamo y la espada; cómo soportar duras cabalgatas sin agua y cómo tirar certeramente en la deslumbrante blancura del desierto. Y fue él quien me enseñó a apreciar nuestra poesía, nacida en el desierto, derivada su cadencia del paso interminable de las caravanas; y la música de las palabras de nuestra lengua, sin rival bajo el sol, tanto es así que Alá la escogió para Sus Revelaciones. Todo esto y más evocaba el recuerdo de mi padre, mientras que Nesib no me había mostrado más que misericordia; y un hombre no puede vivir solamente de bondad.

Sin embargo, con el tiempo empecé a pensar que la vida podría no ser tan amarga si trataba de comprender al rey, en lugar de odiarlo como lo hacían los muchos que continuamente murmuraban, entre sus barbas negras, calumnias de él y de sus ochenta y nueve hijos; y había asumido su defensa hasta ser llamado traidor por mi propio hermano, Saleeh. Tres años mayor que yo, había compartido más plenamente las vicisitudes que culminaron en la derrota de nuestro padre, acumulando el tipo de odio, nacido en la sangre, que solo la muerte puede acallar. Últimamente incluso había empezado a dormir en el tejado cubierto de arena de nuestro serai para no compartir mi habitación.

Pero está escrito que Alá nunca cierra una puerta sin abrir otra, y las mismas palabras que me habían hecho perder el afecto de mi hermano llegaron a los oídos del rey y me ganaron su favor. Tuve acceso a la biblioteca real, el orgullo de Nesib, aunque él desconociera las letras; y fui invitado cada vez con mayor frecuencia a comer o a salir de caza o de cetrería con el séquito real, hasta que empezó a ser un rumor habitual que el rey pensaba darme a su hija Lahlah. A fin de sellar los lazos de amistad entre las dos familias, explicaba mi amigo y socio Ibn Idris, cuyo padre estaba en el gobierno. Porque Lahlah, que me había visto a menudo a través de las celosías, había pedido el matrimonio y Nesib era incapaz de negar un deseo a su hija favorita, afirmaba Yahya, cuya fuente de información era el humilde café de Jelab, tan digno de crédito como cualquier otro.

Sabía que debía de haber algo de cierto en la explicación de mi amigo y esperaba también que lo hubiera en la de mi sirviente. Pero, al transcurrir los meses sin confirmación oficial, empecé a sospechar que había sido objeto de una burla. Así que recibí el

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