El amuleto

Barbara Wood

Fragmento

LIBROPRIMERO

ÁFRICA. HACE CIEN MIL AÑOS

La cazadora acechaba agazapada entre la hierba, las orejas pegadas al cráneo, el cuerpo tenso y listo para saltar.

A escasa distancia, varios humanos buscaban raíces y semillas, ajenos a los ojos ambarinos que los observaban. Pese a su corpulencia y el tamaño de sus músculos, la cazadora era un animal lento. A diferencia de sus competidores, los leones y leopardos, criaturas raudas que perseguían a sus presas, el felino de dentadura afilada se veía obligado a esperar y coger a su presa por sorpresa.

Por ello, permaneció inmóvil entre la hierba amarronada, observando y esperando mientras su presa se acercaba sin albergar sospecha alguna.

El sol continuó su ascensión por el cielo, y en la llanura africana empezó a apretar el calor. Los humanos avanzaban en su interminable búsqueda de alimento, engullendo frutos y gusanos, llenando el aire con el crujido de la comida entre los dientes y algún que otro gruñido o palabra. El felino siguió observando. La paciencia era la clave.

Por fin, un niño que caminaba sobre piernas aún inseguras se alejó de su madre. El felino fue rápido y brutal. El pequeño profirió un grito agudo y la cazadora se alejó al trote con su presa entre las mortíferas mandíbulas. Los humanos se lanzaron sin demora en su persecución, gritando y blandiendo lanzas esmirriadas.

El felino desapareció entre la maleza enmarañada en dirección a su guarida mientras el niño se debatía frenético y chillaba entre los dientes cortantes. Temerosos de seguir al animal por aquel paraje más frondoso, los humanos empezaron a dar saltos, a golpear la tierra con garrotes toscos y a lanzar gritos al cielo, donde los buitres ya se congregaban con la esperanza de hacerse con algo de carroña. La madre del niño, una hembra joven a la que los demás llamaban Avispa, daba vueltas y más vueltas ante la abertura por la que había desaparecido el felino.

De repente, uno de los machos profirió un grito y les indicó por gestos que debían alejarse de allí al tiempo que un cuerpo salía despedido de entre la maleza espinosa. Avispa se negó a marcharse pese a los intentos de otras dos hembras para llevársela a rastras. Se arrojó al suelo y empezó a aullar como atormentada por un intenso dolor físico. Por fin, temerosos de que el felino regresara, sus compañeros la abandonaron y huyeron raudos a una arboleda próxima para trepar hasta la seguridad de sus ramas.

Ahí se quedaron hasta que el sol inició su ascenso hacia el horizonte y las sombras empezaron a alargarse. Ya no oían los lamentos de la madre. El silencio de la tarde solo había quedado quebrado en una ocasión por un grito agudo, seguido de la calma más absoluta. Con el estómago vacío e impelidos por una sed acuciante, bajaron de los árboles, echaron un breve vistazo al lugar ensangrentado donde habían visto a Avispa por última vez y acto seguido emprendieron camino hacia el oeste para seguir buscando comida.

El pequeño grupo de humanos caminaba erguido por la sabana africana, moviendo los largos miembros y los torsos esbeltos con gracia animal. Iban desnudos y no llevaban ornamento alguno, tan solo lanzas y hachas en las manos. Eran setenta y seis componentes de edades comprendidas entre la más tierna infancia y la ancianidad. Nueve de las hembras estaban embarazadas. Concentrada en la búsqueda infatigable de alimento, aquella familia de humanos primitivos ignoraba que cien mil años más tarde, en un mundo que no alcanzaban a imaginar, sus descendientes los denominarían Homo sapiens, «hombre sabio».

«Peligro.»

Espigada yacía inmóvil en el lecho que había compartido con Madre Anciana, los sentidos aguzados por los sonidos y los olores del alba; el humo de la hoguera; el aroma penetrante de la comida asada; el frío cortante; los pájaros en las ramas de los árboles, recién despertados, cantando y graznando en ruidosa cacofonía. Sin embargo, no percibía los rugidos del león, las risas de la hiena ni el siseo de la serpiente que solían anunciar el peligro.

Pese a ello, Espigada no se movió. Si bien tiritaba de frío y anhelaba entrar en calor junto a Madre Anciana, que estaría junto a las piedras de la hoguera, avivando las brasas, siguió tumbada. El peligro no había desaparecido; lo percibía con gran intensidad.

Muy despacio, alzó la cabeza y parpadeó varias veces para escudriñar el alba humeante. La familia estaba despertando. Oyó el ronco jadeo matinal de Raspa, llamado así porque en cierta ocasión había estado a punto de morir atragantado por culpa de una raspa. Fosa Nasal lo había salvado golpeándolo con fuerza entre los omóplatos hasta que la espina salió despedida por encima de la hoguera, pero Raspa no respiraba bien desde entonces. Ahí estaba Madre Anciana, arrojando hierba al débil fuego como de costumbre mientras Fosa Nasal, acuclillado junto a ella, se examinaba una fea mordedura de insecto en el escroto. Hacedora del Fuego amamantaba a su bebé. Hambriento y Bulto aún roncaban en sus jergones, y Escorpión orinaba contra un árbol. A la luz mortecina del amanecer se entreveía la silueta de León, que gruñía de placer sexual con Buscadora de Miel.

Todo parecía en orden.

Espigada se incorporó y se frotó los ojos. Durante la noche, el sueño de la familia se había visto perturbado por los chillidos frenéticos de uno de los hijos de Ratón, un niño que dormía demasiado cerca del fuego y al darse la vuelta se había quemado gravemente con las brasas ardientes. Era una lección que todos los niños aprendían. La propia Espigada lucía una cicatriz alargada en el muslo derecho por dormir demasiado cerca del fuego cuando era niña. A pesar de sus gemidos mientras su madre le aplicaba barro a la herida, el niño parecía encontrarse bien. Espigada observó a los demás integrantes de la familia, que se dirigían somnolientos y arrastrando los pies a beber en la charca. No advirtió en ellos indicio alguno de temor ni alarma.

Pero algo andaba mal. Aunque no veía, oía ni olía nada fuera de lo corriente, la joven hembra sabía con cada instinto de su cuerpo que en las proximidades del campamento acechaba el peligro. Sin embargo, Espigada carecía del intelecto necesario para comprenderlo y del lenguaje que se requería para transmitir sus temores a los otros. Mentalmente escuchaba el concepto de advertencia, pero si pronunciaba la palabra, los demás mirarían a su alrededor en busca de serpientes venenosas, perros salvajes o felinos de afilada dentadura. Al no ver a nadie, se preguntarían por qué Espigada los había alertado.

«No es una advertencia para hoy —le susurró aquella voz interior cuando por fin abandonó la seguridad de su lecho—, sino para mañana.»

Pero la joven hembra de aquella familia de humanos primitivos no tenía modo de expresar aquello, pues carecían del concepto de «futuro». El peligro «venidero» era una idea desconocida para aquellas criaturas, conscientes tan solo del peligro inmediato. Los humanos de la sabana vivían como los animales que los rodeaban, pastando y buscando comida y agua, huyendo de los predadores, satisfaciendo las necesidades sexuales, durmiendo cuando el sol alcanzaba el cenit y tenían el estómago lleno.

Cuando el sol empezó a elevarse en el cielo, la familia dejó la protección de las espadañas y los juncos para salir a la llanura abierta, sintiéndose más seguros ahora que el alba había acabado de disipar la noche y sus amenazas. Con el corazón atormentado por un temor sin nombre, Espigada se unió a los demás cuando se alejaban de la hoguera e iniciaban la búsqueda diaria de comida.

De vez en cuando se detenía para escudriñar los alrededores, con la esperanza de vislumbrar aquella amenaza que presentí

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