Los dioses guardianes

Barbara Wood

Fragmento

Egipto: El presente

EGIPTO: EL PRESENTE

Se detuvo en el oscuro corredor para secarse el sudor de los ojos y pensó: «De modo que morir es eso...».

Había hecho un buen trecho a rastras, utilizando el brazo sano, medio reptando, medio deslizándose hacia el fondo de un pozo que medía treinta metros, y estaba seguro, sin tener que recurrir a una linterna, de que se hallaba cerca de la antesala; el aire olía a rancio.

Se hallaba tumbado boca abajo, el sudor iba goteando en su frente y notaba un agudo dolor en el hombro derecho, donde le habían acuchillado el brazo. La extremidad ahora colgaba, pues el hueso estaba prácticamente partido, y de vez en cuando rozaba las paredes de toscos cantos del estrecho pozo. Era el único que quedaba de la expedición; los otros seis habían muerto. Era el último miembro vivo, y consciente de que le quedaba poco tiempo. Iba a morir, a soportar una larga agonía, pero no le importaba. Lo único que tenía importancia para él en aquel momento, antes de que los demonios lo agarraran, era llegar a los ataúdes. Luego todo habría acabado.

Consciente de que se iba acabando el tiempo, apretó rabiosamente los dientes, se apoyó en el brazo sano y cubrió a rastras los últimos metros.

De pronto le falló el suelo y cayó en la oscuridad. El frío suelo de piedra de la antesala se levantó y le golpeó, cortándole la respiración. Se quedó un instante tumbado de costado, aturdido, con los labios extendidos en un mudo gesto agónico.

«Voy a quedarme así —pensó—, y moriré. Qué fácil sería...»

Sabía, sin embargo, que aquello no era posible, no lo era hasta que hubiera hecho lo que tenía que hacer con los ataúdes. Entonces podía recompensarse a sí mismo con el lujo del sueño final.

Una punzada de dolor en el muslo le cortó la respiración y le obligó a darse la vuelta. Palpó por debajo de su cuerpo y sacó un largo objeto metálico. Una linterna. Abandonada poco antes por alguien que corría presa de un pánico ciego.

Apretó el interruptor y una luz ámbar iluminó la pequeña sala. Vio que no estaba solo.

—¡Ah! —murmuró haciendo esfuerzos por incorporarse—. Estáis aquí.

Siete misteriosas siluetas, con los rostros de perfil, miraban sin expresión al intruso, clavando cada una de ellas su frío ojo en él.

—Hijos de perra —susurró, respirando aceleradamente. Le resonaba la garganta—. Todavía no habéis vencido. No vais a vencer mientras me quede una pizca de aliento. Todavía no..., estoy destrozado...

No respondieron, los Siete, pues no eran más que imágenes pintadas en el muro:

Amón, el Oculto, áureo, desnudo y musculoso.

Am-mut, el Devorador, una bestia con las patas traseras de un hipopótamo, las delanteras de un león y la cabeza de un cocodrilo.

Apep, perteneciente a la Cobra, un hombre de cuyos hombros brotaba una serpiente, en el lugar donde debía situarse la cabeza.

Ajej, el Alado, un antílope con las alas y la cabeza de un pájaro grotesco.

El Erecto, un jabalí con brazos humanos que se sostenía sobre las patas traseras.

La Que Encadena La Muerte, una mujer esbelta y bien formada con cabeza de escorpión.

Y finalmente, Set, el asesino de Osiris, el más formidable de los antiguos demonios egipcios, una bestia primaria del terror, de encendido pelo rojo y resplandecientes ojos como ascuas.

El hombre notó que la garganta se le encogía de ira; soltó un gruñido. Abandonando la linterna y echando la cabeza hacia atrás, exclamó:

—¡No venceréis!

Una serie de imágenes destellaban en su cerebro, cargadas de recuerdos contra los que intentaba combatir; las siluetas de seis muertes inhumanas e inenarrables. Cada una de ellas, cada uno de los miembros de la expedición, se veía derribado por un invisible y sobrenatural poder; cada uno de ellos convertido en la víctima torturada de uno de los Siete que custodiaban la tumba. Uno a uno, todos muertos, todos desaparecidos, dejándolo a él solo: el último en combatir.

El hombre soltó un sollozo.

—Voy a pelear... Llegaré a los ataúdes y venceré...

La cámara empezó a tambalearse; él sabía que se estaba muriendo. La conmoción había detenido la hemorragia del hombro, no tardaría en detenerlo a él.

Cayó de espaldas, se golpeó la cabeza contra la piedra. A su alrededor declinaron y fluyeron las tinieblas; durante un instante, permaneció en el aire en una dimensión desconocida, y luego todo pudo enfocarse nítidamente otra vez. Oyó decir a su propia voz:

—Hijos de puta. ¿Teníais que matarla? ¿Teníais que hacerlo?

Después recordó los ataúdes. La razón primordial por la que había llegado allí, no en aquellos momentos sino tres semanas antes. Los sellados ataúdes que contenían las respuestas a todos los misterios. Tres catastróficas e infernales semanas; pero antes de estas, cuatro meses. Cuatro meses y tantos acontecimientos desde el comienzo que le habían llevado a aquel momento increíble.

A buscar quién durmió allí, quién yacía enterrado en aquel lugar, y por qué su secreto había sido guardado con tanto esmero, tan laboriosamente.

Los dioses guardianes

1

«Eran tales las actitudes sexuales de los antiguos egipcios que no tienen parangón en la sociedad actual. Si bien la Literatura de la Sabiduría nos instruye en el camino de la virtud y la honradez, hasta el punto de que a veces nos recuerda el protocristianismo, y el Libro de los Muertos enumera los pecados por los cuales puede negarse al hombre el derecho al paraíso, la cuestión de la probidad sexual jamás constituyó tema de discusión. No estamos afirmando, sin embargo, que perdonaran la promiscuidad, por cuanto sabemos que se condenaba y castigaba el adulterio; ahora bien, ello no surgía de la moralidad, como ocurre en nuestra sociedad profundamente puritana, sino de la necesidad de mantener el orden público. En otras palabras, Mark Davison, está usted hablando, como de costumbre, como si se estuviera tirando un pedo.»

Levantando el pulgar de la tecla de la grabadora, Mark echó una ojeada por la ventana. Entre él y el brumoso horizonte, la enfurecida y abismal extensión de agua del mar. En la parte inferior, bajo el suelo de su dormitorio que se aguantaba sobre unos pilares, las olas batían contra las rocas y a menudo la casa de armazón de madera se estremecía. Mark acercó de nuevo el micrófono a sus

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