Chico zigzag

David Grossman

Fragmento

1

El tren silbó y empezó a abandonar la estación. En una ventanilla de uno de los vagones había un niño mirando al hombre y a la mujer que desde el andén le hacían señales con las manos. El hombre solo agitaba una mano, con pequeños y tímidos movimientos. La mujer movía las dos, haciendo ondear un enorme pañuelo rojo. El hombre era su padre, y la mujer era Gabriela, es decir, Gabi. El hombre llevaba el uniforme de la policía, pues era policía. La mujer llevaba un vestido negro, porque el negro adelgaza. También adelgaza un vestido a rayas verticales. Y lo que más adelgaza, solía decir Gabi riéndose, «es estar al lado de otra persona más gorda que yo, pero todavía no he encontrado a ninguna».

El niño de la ventanilla del tren, el que se iba de viaje y se alejaba de ellos mirándolos como si fueran un cuadro que nunca volvería a ver, era yo. Ahora se quedarán solos dos días, pensé. Todo está perdido.

Este pensamiento me tiraba de los pelos obligándome a sa car cada vez más la cabeza por la ventanilla. La boca de papá em pezó a esbozar aquella mueca que Gabi llama «último aviso antes del juicio». Me da igual. Si de verdad estaba preocupado por mí, que no me hubiera enviado dos días a Haifa, y además a casa de quien él sabía.

El hombre con uniforme de ferroviario que se encontraba de pie en el andén silbó con fuerza hacia mí, indicándome con grandes aspavientos que metiera la cabeza dentro. Es de locos ver cómo siempre los hombres de uniforme y con silbato me descubren precisamente a mí, incluso a lo largo de todo un tren. No me metí adentro. Al contrario. Que papá y Gabi me vean hasta el último momento. Que se acuerden del niño.

El tren aún avanzaba dentro de la estación. Poco a poco atravesó unas ráfagas de aire cálido, denso y con olor a motor diésel. Empecé a tener sensaciones nuevas. Olores de viaje. Libertad. ¡Me voy de viaje! ¡Estoy solo! Puse una mejilla y luego la otra, me dejé acariciar por el aire cálido, hacía esfuerzos para permanecer así y que se secase, de esta manera, su beso. Nunca me había besado en público. ¿Cómo es posible que te bese para luego largarte así?

Por lo pronto ya me han silbado tres veces a lo largo del andén. He formado mi propia orquesta. Puesto que ya era imposible ver a papá y a Gabi, metí el cuerpo adentro, lenta y apáticamente, para demostrar que me importan un pito los silbidos.

Me senté. Ojalá hubiera alguien más en el compartimento. ¿Y ahora qué? Cuatro horas de viaje hasta Haifa, y al final del trayecto me esperará, triste, acusador y decepcionado de mí, el doctor Samuel Shilhav. Maestro y educador, autor de siete libros de texto sobre educación y urbanidad, y casualmente también mi tío, el hermano mayor de papá.

Me levanté. Probé dos veces cómo se abría y se cerraba la ventanilla. También abrí y cerré la tapa del cubo de la basura. Ya no había en el compartimento nada más que abrir o cerrar. Todo funcionaba de manera correcta. Era un tren perfecto, de verdad.

Entonces, poniéndome de pie sobre el asiento, conseguí subirme al maletero, y desde allí me colgué cabeza abajo hasta tocar el suelo del compartimento, y busqué debajo de los bancos por si alguien, por casualidad, había perdido dinero. Pero no, ese alguien debía de ser una persona responsable.

Que se vayan al diablo papá y Gabi, cómo han podido encerrarme así en casa del tío Samuel, y además una semana antes del Bar-Mitsvá.* Pase con papá, que siente un gran respeto por su hermano mayor y que venera su competencia en educación. ¿Pero Gabi, que a sus espaldas le llama «mochuelo»? ¿Es este el regalo especial que me había prometido?

En la tapicería de piel de mi asiento había un pequeño agujero. Metí el dedo para hacerlo un poco más grande. A veces se puede encontrar dinero en estos sitios. Pero yo solo topé con espuma y muelles. Durante cuatro horas podré perforar con el dedo un camino de por lo menos tres vagones, hacer un túnel hacia la libertad para poder esconderme y no llegar a casa de Samuel Shilhav (antes llamado Feuerberg), veríamos si volvían a mandarme a él otra vez.

Se me terminó el dedo mucho antes de acabar los tres vagones. Me acosté en el asiento apoyando los pies encima. Estoy encarcelado. Soy un prisionero móvil. Me conducen ante el juez. Se me cayó dinero del bolsillo. Las monedas rodaron por todo el compartimento. Algunas las encontré, otras no.

Todos los jóvenes de la familia han sufrido una vez en la vida este duro tratamiento en casa del tío Shilhav, la ceremonia de torturas que Gabi llama la «shilhavización». Pero para mí esta será la segunda vez. No ha habido aún en la historia un niño que lo haya pasado dos veces y haya salido de ello sano y salvo. Salté sobre el asiento y empecé a tamborilear en la pared del vagón. Después me puse a dar golpes intermitentes. ¿Habría en el compartimento contiguo un prisionero tan desgraciado como yo, interesado en comunicarse con un compañero de destino? ¿Estaría el tren lleno de delincuentes juveniles a quienes enviaban a mi tío? Volví a golpear, esta vez con el pie. Entró el revisor y me gritó que me sentara en silencio. Me senté.

La vez anterior que fui shilhavizado me bastó para toda

* Ceremonia religiosa y festiva que celebra la llegada de un niño a su edad de responsabilidad religiosa, al cumplir trece años. En el caso de las niñas la ceremonia se llama Bat-Mitsvá(N. de la T.)

la vida. Ocurrió después de mi incidente con la vaca Pesia Mautner. Aquella vez el hermano de papá se encerró conmigo en una habitación pequeña y sofocante, y durante dos horas se dedicó a mí sin compasión. Empezó la conversación con ternura, con un cuchicheo dominado, incluso recordaba mi nombre, pero al cabo de unos momentos le ocurrió lo de siempre, se olvidó por completo de dónde estaba y con quién, y se creyó en un gran estrado, en la plaza de la ciudad, frente a un gran público de alumnos y admiradores que habían venido a rendirle el último homenaje.

Y ahora, otra vez. Porque sí. Sin tener culpa alguna. «Antes del Bar-Mitsvá debes escuchar lo que el tío Samuel quiere decirte», dijo Gabi. De pronto se había convertido en «el tío Samuel».

Pero yo sabía que:

Para conseguir separarse de mi padre, Gabi necesitaba que yo no estuviera allí, a su lado.

Me levanté. Me quedé de pie. Me balanceé. Me senté. No tenía que haberme ido de viaje. Los conozco. Se pelearán y se dirán cosas terribles si no estoy con ellos, y será imposible arreglarlo, y es precisamente mi destino lo que allí está de cidiéndose en estos momentos.

—¿Por qué no hablamos de esto en el trabajo? —pregunta ahora mi padre a Gabi—, ya llego tarde.

—Porque en el trabajo siempre hay gente en el despacho, no para de sonar el teléfono y es imposible hablar. Ven, entremos en la cafetería.

—¿En la cafetería? —dice papá sorprendido—, ¿a pleno día? ¿Tan serio es?

—Deja ya de hacer chistes de todo —replica nerviosa, la punta de la nariz ya empieza a gotearle, precediendo a las lágrimas.

—Si se trata otra vez de aquello —comienza papá, endure iéndosele la voz—, olvídate. No hay nada nuevo desde que hablamos. Todavía no soy capaz.

—Esta vez vas a escuchar lo que te quiero decir —dice

Gabi—, y déjame hablar hasta el final. ¡Por lo menos escucharme sí puedes!

Entran en la unidad móvil de la policía y papá arranca. Los galones de sus hombros brillan a modo de advertencia. Su rostro es severo. Gabi se sienta encogida. Aún no habían empezado a hablar y ya estaban peleados. Gabi saca de su bolso un espejito redondo. Mira un momento el rostro que se re

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