Poesía de los Siglos de Oro (Los mejores clásicos)

Varios autores

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

1. PERFILES DE LA ÉPOCA

Comúnmente llamamos Siglo de Oro, Edad de Oro o Siglos de Oro, como han querido los directores de esta colección que se rotule la presente antología, a un periodo que se extiende desde finales del siglo XV o principios del XVI hasta las postrimerías del XVII. No es fácil poner de acuerdo a los estudiosos sobre límites más precisos.

A veces se han propuesto algunos hitos significativos. El arranque podría situarse simbólicamente en la creación de las Coplas a la muerte de su padre (h. 1477) de Jorge Manrique, primera obra cuya lectura y vigencia se ha mantenido de forma ininterrumpida en nuestra literatura (recordemos que nuestros clásicos no conocieron ni el Cantar de Mio Cid ni el Libro de buen amor ni otras obras medievales, que fueron redescubiertas en el siglo XVIII). También podría pensarse como punto de inicio en la publicación de La Celestina (h. 1499) o, más tardíamente, en el acceso al trono de Carlos I (1517), que posibilitó un intenso contacto con la cultura europea, en especial la italiana y la flamenca. El límite final acostumbra a situarse convencionalmente en el año de la muerte de Calderón (1681), el más tardío de los grandes genios áureos.

La Edad de Oro acostumbra a dividirse en dos etapas complementarias y contrapuestas: el Renacimiento, que viene a coincidir con el siglo XVI, y el Barroco, que se corresponde con el XVII. A lo largo de ellas se puede observar una continuidad y, al mismo tiempo, una evolución muy notable de las formas artísticas, que intentaremos analizar, en lo que atañe a la poesía, en el epígrafe 3 de esta introducción.

Desde el punto de vista histórico-político los Siglos de Oro de la literatura y el arte coinciden con la hegemonía española en el orbe occidental. Recordemos algunos aspectos significativos de esta situación. Los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón (V de Castilla), consiguieron la unión en sus personas de dos de las tres coronas que existían en la Península Ibérica. Aunque cada reino continuó con sus propias leyes e instituciones, la acción política exterior y muchas de las empresas del reinado fueron acometidas conjuntamente. El protagonismo correspondió a la corona de Castilla, más poblada y rica en aquel momento. Incluía las dos Castillas, León, Galicia, Asturias, los señoríos vascos, Extremadura, Murcia y Andalucía. La corona aragonesa comprendía cuatro reinos: Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca. En 1512 se incorporará el reino de Navarra, reclamado por Fernando el Católico como herencia de su padre, Juan II de Aragón.

La pujanza de la nueva monarquía se evidenció en su predominio frente a la nobleza levantisca, en la conquista del reino moro de Granada y en el descubrimiento de América. El mismo año en que se produjeron estos acontecimientos, 1492, se decretó una polémica medida: la expulsión de los judíos que no querían convertirse al cristianismo. Para entender la verdadera dimensión histórica de este fenómeno, que hoy parece fuera de toda lógica, no es malo recordar que lo mismo había ocurrido en Francia e Inglaterra en los siglos anteriores. A pesar de estos ilustres precedentes, no parece que la determinación, en la que la reina Católica puso un especial empeño, fuera acertada, ni desde el punto de vista económico ni demográfico ni humanitario.

Para velar por la pureza religiosa de los nuevos cristianos, se había creado el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Este órgano de control de la fe quedó en manos de la monarquía, por lo que no resulta sorprendente que en muchas ocasiones olvidara los objetivos religiosos para los que fue creado y se convirtiera en un instrumento de represión política.

Al acceder al trono Carlos I, más interesado en principio por la política centroeuropea que por la española, se desencadenó la guerra de las Comunidades (1520-1521).

La Reforma protestante, iniciada en 1517, condicionó la política del rey de España, que fue elegido emperador con el nombre de Carlos V. En la guerra desatada entre Roma y las nuevas iglesias, defendió la ortodoxia católica, aunque impulsó una vía intermedia representada por Erasmo de Rotterdam. Sin embargo, al final de su reinado ese intento de conciliación había fracasado por completo y el Concilio de Trento (1545-1563), convocado para intentar unir a los cristianos, se ocupó de definir la doctrina católica en contraposición a la de los protestantes.

Su hijo, Felipe II, emprendió una política en defensa decidida del catolicismo, aunque no faltaron conflictos con el Papado. En 1580, a raíz de la muerte de don Sebastián, su sobrino, se convirtió en rey de Portugal. En 1588 intentó dar el asalto a la Inglaterra de Isabel I, pero la armada que envió para este fin fue deshecha por una tormenta. Al mismo tiempo, la rebelión de las Provincias Unidas (actual Holanda) exigió nuevos esfuerzos bélicos y presupuestarios.

La conquista y colonización de América, consumadas en los reinados de Carlos I y Felipe II, proporcionaron a la corona ingentes cantidades de metales preciosos, en especial de plata; pero la costosa política internacional y la desatención a las actividades económicas consumieron esos tesoros y llevaron a la bancarrota al estado en varias ocasiones.

El permanente contacto con Italia (Nápoles y Sicilia pertenecían a la corona española desde los tiempos de Fernando el Católico) y con Flandes propició un espectacular desarrollo del arte y la cultura.

Felipe III heredó de su padre inmensos estados y también los problemas económicos y militares que acarreaban. Confió el gobierno al duque de Lerma, que siguió una política que se ha denominado Pacifismo barroco. En efecto, llegó a compromisos con Inglaterra y con Francia y firmó una tregua con Holanda. Era, en cierto sentido, la renuncia a continuar ejerciendo la hegemonía en el mundo occidental; pero resultaba imprescindible para la maltrecha economía española. Los cánceres de este reinado fueron la inoperancia y la corrupción interna. El duque de Lerma y sus allegados se enriquecieron desvergonzadamente a costa del erario público.

De ahí que el reinado de Felipe IV, que entregó el gobierno a Olivares, se iniciara con medidas de moralización, más aparentes que reales, y con una agresiva política exterior, conocida con el nombre de Austracismo, que suponía la acción conjunta de las dos ramas de la casa de Austria, la española y la germánica, frente al protestantismo.

España entró de lleno en la contienda centroeuropea conocida como Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Las victorias iniciales, en especial la de Nördlingen (1634), determinaron que Francia entrara en guerra al lado de los protestantes. Se produjo en ese momento la sublevación de Cataluña (Corpus de sangre, 1640) frente a los impuestos y la “unión de armas” con que el conde-duque de Olivares pretendía atender los cuantiosos gastos militares. También Portugal se sublevó y consiguió la independencia. Las tropas hispano-austriacas sufrieron una dura derrota en Rocroi (1643) y el omnipotente valido tuvo que abandonar el poder.

El resto del siglo está marcado por el reajuste tras la derrota, tanto en el periodo en que aún reinó Felipe IV como en el que correspondió a su hijo Carlos II.

Los Siglos de Oro españoles podríamos caracterizarlos, desde la perspectiva que da la historia, por un

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