El lobo de mar (Los mejores clásicos)

Jack London

Fragmento

cap-40

INTRODUCCIÓN

JACK LONDON: LA VIDA COMO LUCHA

Uno de los grandes dilemas de la civilización occidental ha sido el enfrentamiento entre dos actitudes ante la existencia: la contemplativa y la activa. En la Edad Media no se entendía la perfección absoluta sin el retiro, sin la «descansada vida» que huye del «mundanal ruido». En los comienzos de la Era Moderna, el ideal caballeresco derivó, sin embargo, hacia la síntesis de unos principios aparentemente opuestos. El paradigma de esa postura fue la obra El cortesano, de Baldassare Castiglione, en la que se ahondaba en la idea de que el sujeto ideal era aquel que podía conjugar las armas con las letras, un hombre total con un código de comportamiento social, cultural y moral que lo hacía superior, capaz de responder de igual forma en el campo de batalla que ante el papel en blanco o la lectura más densa, en la soledad de su habitación. Escritores y militares como Garcilaso de la Vega o Miguel de Cervantes trataron de responder de algún modo a esas pautas. La novela de Jack London, El lobo de mar, se sitúa en un proceso de reciclaje de la polémica multisecular, toda vez que el Romanticismo canonizó tanto al héroe solitario, activo, que surca los mares, recorre las selvas y se enfrenta, incomprendido, a los enemigos y a la misma sociedad, como al héroe sensible, contemplativo, sublimado por la inspiración y el genio artístico. En ocasiones, estos dos arquetipos conviven en un mismo personaje, sea literario o real: Martín Fierro es un gaucho pero a la vez un cantor, que lo mismo interviene en una pelea a cuchillo que improvisa una pieza con la guitarra en una reunión de amigos en una taberna; Walt Whitman es al mismo tiempo el poeta identificado con la naturaleza y el autor de unos versos a Lincoln («¡Oh Capitán!, ¡Mi Capitán!»), el representante del trascendentalismo filosófico y artístico y el voluntario que marcha a la guerra como enfermero; el pirata de Espronceda es tanto quien atesora «diez cañones por banda» como quien canta en la popa, con Asia a un lado y al otro Europa, en rima consonante.

En El lobo de mar, lo que se opone es un tipo de vida al otro. Las dos modalidades entran en conflicto, conviven de un modo forzoso y, como resultado de ese choque, se producen derivaciones, matices, cambios, evoluciones, tanto en una visión como en la otra. Los protagonistas parten de su propia ubicación en el mundo y la confluencia les delata. Humphrey van Weyden, el intelectual, el sensible, el contemplativo, el idealista, culto y refinado, es víctima de un accidente cuando viaja a bordo de un ferry en la bahía de San Francisco. Debido a la niebla, su embarcación choca con otra y comienza a hundirse al tiempo que marcha a la deriva. Es recogido in extremis por otro barco, cuyo capitán, Lobo Larsen, posee un carácter diametralmente opuesto a Van Weyden: su principal arma es la fuerza física, y defiende el materialismo, el hedonismo y el individualismo. A pesar de aparecer como brutal y cínico, primario en muchas ocasiones, pasional y activo, tiene cierta inclinación por el mundo del pensamiento, y es a su modo un intelectual, autodidacta y adicto a los diálogos sobre las cuestiones fundamentales que atañen al hombre, a la vida y a su sentido.

Lo que ha variado aquí del planteamiento romántico o posromántico es la posibilidad o ausencia de desdoblamiento: en London, cada personaje es una cara de la moneda, mientras que los héroes idealistas son personalidades de dos caras. Las novelas de aventuras, que gozaron de tanto auge a finales del siglo XIX y comienzos del XX en el ámbito anglosajón, suelen privilegiar el lado activo del ser humano más que el contemplativo. Bajo el legado de los británicos Stevenson o Kipling, y del estadounidense Melville (Moby Dick, de 1851, su obra maestra, es solo una muestra de las casi dos decenas de libros de relatos y novelas de aventuras publicados entre los años cuarenta y los cincuenta), en Estados Unidos cultivan el género Frank Norris (La capitana de la «Lady Letty», 1898), Stephen Crane (La roja insignia del valor, 1895), Mark Twain (Las aventuras de Tom Sawyer, 1876; El príncipe y el mendigo, 1881; La vida en el Mississippi, 1883; Las aventuras de Huckleberry Finn, 1884, y Un yanqui en la corte del rey Arturo, 1889), Ambrose Bierce (autor de una gran cantidad de cuentos y novelas inspirados en sus correrías como periodista de guerra), y muchos otros. Como para muchos de los artistas de la época, los argumentos de las novelas de aventuras, la concurrencia feliz de protagonistas activos que luchan contra el medio, la sociedad o la naturaleza salvaje y acechante, provienen de experiencias personales. En las siguientes generaciones, habrá un representante excepcional que seguirá la línea de sus predecesores: Ernest Hemingway, en quien se han visto rasgos de London. Nadie como él ha plasmado, en su tiempo, sus propias vivencias y aventuras en unas novelas que le llevaron a recibir el máximo reconocimiento literario, el Premio Nobel, en 1954. Hemingway, como London, fue un hombre de acción. Esta le impelía a escribir. Por eso, cuando su salud se resintió de tal modo que no podía llevar una vida activa y, por ende, no podía seguir creando, se suicidó. Valerie Danby-Smith, secretaria del Nobel y esposa de su hijo, declaró en 2009 que fueron tres las causas de su final trágico: el menoscabo de su salud, la imposibilidad de escribir y haber tenido que abandonar la isla de Cuba tras la llegada de Fidel Castro.

Todavía hay otro escritor contemporáneo a este último, excelente conocedor de la tradición anglosajona de los libros de aventuras, que se posiciona muy claramente alrededor de la disyuntiva entre el héroe activo y el contemplativo: Jorge Luis Borges. El argentino elabora su obra narrativa bajo la influencia de sus dos linajes: el paterno (una familia de intelectuales, artistas y escritores, de origen anglosajón), y el materno, emparentado con los guerreros y políticos que fueron decisivos para la independencia argentina a comienzos del siglo XIX. En la mayoría de sus cuentos hay un rastro de esa disyuntiva e, incluso, en algunos de ellos se convierte en el leitmotiv obsesivo, como en «El Sur», donde el protagonista, un hombre de letras, escritor e intelectual absolutamente contemplativo, tiene un accidente y, después de debatirse entre la vida y la muerte, entra en una especie de letargo lleno de ambigüedades, y el lector no sabe si de verdad convalece, viaja al Sur y muere heroicamente en una pelea a cuchillo con un gaucho, o fallece en la cama del hospital soñando una muerte heroica a cuchillo con un gaucho. En el caso de Borges, la situación es la contraria a London y Hemingway: la actividad literaria no surge de su vida, de su experiencia, sino de la frustración por no haber nacido con la pericia de los hombres de acción, para el desenvolvimiento en la sociedad.

Jack London (seudónimo de John Griffith Chaney) fue en gran medida un personaje activo, y la totalidad de su obra así lo testifica. A la vez, tuvo desde la infancia una verdadera curiosidad por el universo de los libros, el ámbito intelectual y la aventura de la escritura literaria. De hecho, a pesar de sus orígenes humildes, su niñez pobre y su vida nómada y aventurera, llegó a acumular quince mil volúmenes en su biblioteca personal. Su formación autodidacta se desarrolló, sobre todo, en la biblioteca pública de su ciudad, San

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