Bel Ami (Los mejores clásicos)

Guy de Maupassant

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

En la última página de esta novela, Jorge Duroy, el protagonista, ha «llegado», pero ¿en qué estado? Lo que nos presenta Bel Ami es la descripción de dicho estado y el panorama de la carrera recorrida. Bel Ami es el relato de un logro. De un ascenso, puesto que en el éxito de Duroy hay algo de proeza deportiva. ¡Oh! Lo que Bel Ami escala no es un monte abrupto, centelleante de vertiginosos glaciares, acorazado por soberbias rocas; es una montaña asquerosa, un pico hediondo, un colosal muladar, pero la ascensión exige energía, empeño, perseverancia, un olfato poco susceptible y mucho estómago. En pocas palabras, técnica. Como cualquier escalada. Y la escalada requiere que el escalador encuentre su «vía», y luego sus «presas». De presa en presa, la vía conduce entonces a la cima.

La «vía» de Duroy es el periodismo; las presas son las mujeres. Presas que forman auténticos travesaños de escalera. Y, seamos justos, Bel Ami posee todas las aptitudes necesarias para subir por una escalera semejante. No sabe escribir tres palabras seguidas, lo que podría ponerlo en un aprieto en caso de que, entonces como ahora, a un periodista se le exigiera que supiera escribir. Pero él gusta. Sabe gustar. Y a quien conviene: en esta sociedad parisina, acomodada en el poder y la fortuna, que pretende aprovecharse de uno y otro para mayor placer propio, la mujer reina, desde la cortesana de mayor o menor rango hasta la musa de los salones donde se hacen y se deshacen los ministerios. Saber traficar con mujeres es poder traficar con influencias.

Por supuesto, hay tráfico y tráfico. El tráfico de mujeres al que se dedica Duroy tiene el rostro del amor; el amor que se hace. Al final de Papá Goriot, cuando Rastignac lanza su desafío a París, piensa en desayunar; al final de Bel Ami, cuando Duroy lanza el suyo, piensa en dormir. La última palabra de la novela es «cama». Duroy no es sólo un presumido, es el macho, más aún, el supermacho. Lleva el sexo como Musset lleva el corazón, en bandolera. ¡Qué digo! Lo lleva en la cara, en la nariz: es su bigote. A su innegable belleza viril, Duroy añade el prestigio del uniforme, patente en los lomos del militar aun regresado al estado civil, y la muchacha que dormita en el fondo de toda mujer lo huele como un perfume, no se resiste a ello. Encanto que Duroy refuerza con juegos de manos y técnicas de alcoba recogidos a su paso por las guarniciones y que en la noche de las sábanas prosiguen la seducción del militar, despojado del uniforme. Por no hablar del brío del fanfarrón a quien las victorias amorosas han dado seguridad y al que la costumbre de asaltar sin miramientos le ha llevado a habituarse a utilizar un vocabulario a base de murmullos, muy eficaz en el cosquilleo con bigote. Cómo no comprender a las queridas.

Pero no basta con esto. El juego de Bel Ami es más sutil que el de un simple «castigador» de cuartel. El bello macho es asimismo un cruce de hembra más bien astuta. Crueldad sorda, capaz de estallidos sádicos (véase la conducta de Bel Ami con la señora Walter), y que transige sin esfuerzo ni contradicción con una pasividad próxima a la cobardía, con la picardía instintiva, esa invencible inclinación por la mentira, esa propensión a la injusticia que a los mujeriegos, por misoginia innata, les gusta despreciar en sus parejas, y que a las mujeres, por su lado, les encanta descubrir en sus cómplices: ahí los tenemos en igualdad de condiciones. Más puta que macarra (véase cómo acepta Bel Ami los luises de la señora de Marelle), el hombre, sin dejar de ser sexualmente supermacho, se convierte en hombre-chica. Una mezcla desquiciante.

Ahí está el secreto del erotismo de Bel Ami. Pues Bel Ami tiene un erotismo propio. Erotismo del bigote, por supuesto, al que responde el erotismo de la cabellera sobre el que Baudelaire lo ha dicho todo. Y no bigote al estilo Flaubert, una escoba vikinga para remojar en la cerveza de las jarras metálicas y cuyas puntas la boca ávida chupa en el acto. Sino escobilla espumosa sobre unos labios de los que resalta su carnosidad roja y húmeda, pilosidad muy elegante o traviesa de un hombre tierno y pillo que armoniza con el París de los pisos de soltero, de los simones y de los velos que el aliento ya frío humedece en el punto del beso. Es también la sal y la pimienta desconcertante del Jules con debilidades encantadoras (y cautivadoras), del toro con eclipses íntimos. Willi Forst, cineasta austríaco muy mediocre, en su película Bel Ami (1939) supo percibir la trastienda del personaje y cubrió a su don Juan con una capa de sensibilidad vienesa.

Bel Ami llega, pues, por medio de las mujeres. Cinco mujeres, cinco peldaños. La señora Forestier es la educadora: además de prestar su propio talento, un gran talento, a Duroy, enseña a Bel Ami los arcanos del periodismo, de la política, del mundo financiero; pule al zafio. La señora de Marelle es la cómplice: de ella aprende el periodista los mil y un modos de empleo de la sociedad parisina, las recetas de los convencionalismos, a medias o por completo. La señora Walter es la víctima, puro escalón: gracias a ella, Duroy obtiene su primer ascenso importante, jefe de la sección de Ecos. Susana Walter es la esposa, la pavita ingenua, el dinero, la posición ventajosa que aporta el enchufe definitivo: consagra a Bel Ami como redactor jefe y capitalista. En cuanto a Laurina de Marelle, la chiquilla, promesa de mujer, es la oportunidad de Bel Ami, la que interpreta a su manera infantil el papel de hada madrina de los cuentos: «madrina», pues es ella quien bautiza como Bel Ami a Duroy. Cabe mencionar, de paso, a Raquel, la chica del Folies Bergère: es funcional, dinamómetro y al mismo tiempo staring-partner; permite a Duroy medir su fuerza, probar su forma física; es su pista de entrenamiento.

Bel Ami ya está en la cima. Posee poder y billetes, sinónimos tanto para Maupassant como para Balzac. Pero Duroy no es un corsario romántico, un filibustero de guantes amarillos. No posee la gracia, la elegancia, la aristocracia de un Rastignac. El dandismo ha cedido el lugar al «zafismo» (el término, muflisme, es de Flaubert). Vulgaridad (esos ¡diantre!, ¡demonios!, ¡rayos!, ¡pardiez! que puntúan su conversación), crasa ignorancia (aunque con una malicia que puede parecer ingenio), avidez feroz: el ambicioso estilo Luis Felipe convertido en el arribista transformado de la Tercera República, con el agravante de la inmovilidad que nos hace pasar de Balzac a Zola. Rastignac merecía la lección de un condenado a trabajos forzados como Vautrin; Duroy sólo tiene derecho a la lección de un fracasado charlatán como Saint Potin. Nada que hacer: Bel Ami no es más que un suboficial que se ha dado más de un garbeo por los barrios con ambiente. Y un suboficial de la peor ralea: la colonial. Basta con ver la «sonrisa cruel y satisfecha» que se dibujó en sus labios «ante el recuerdo de una escapada que costó la vida a tres hombres de la tribu de los Ouled-Alane, y que les había valido, a él y a sus camaradas, veinte gallinas, dos corderos y oro suficiente para juerguearse durante seis meses». Esa sonrisa aflora de nuevo bajo el bigote en cada esfuerzo logrado en la escalada.

¿Cínico, el alpinista en el estercolero? Ni hablar. El cinismo es el precio de la candidez engañada: Rastignac. Para que haya «ilusiones perdidas» tiene que haber ilusiones. Bel Ami no alberga ninguna. Bel Ami es inocente y entu

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