Lo más importante es el aliento.
La respiración tranquila y lenta, la paciencia del aliento; primero hay que escuchar el propio cuerpo, escuchar los latidos de tu corazón, la calma de tu brazo, de tu mano. El fusil tiene que convertirse en una parte de ti, en una prolongación de ti.
Antes incluso que el blanco, lo importante es uno mismo. Hay que organizar el espacio, tanto si te encuentras en un tejado como detrás de una ventana, en cualquier lugar, tienes que controlarlo, hacerlo tuyo. Nada más molesto que el paso de un gato a tu espalda o el vuelo de un pájaro. Hay que ser uno mismo y nada más, con el ojo en el visor, el brazo metálico tendido hacia el blanco, para alcanzarlo. Desde mi tejado recorro las aceras, exploro las ventanas, observo vivir a la gente. Puedo alcanzarlos con una presión en el gatillo. No es sencillo, muy al contrario, es un oficio difícil que exige precisión y concentración. La gente piensa solo en el disparo y en el resultado del tiro. Ignoran que he escuchado los latidos de su corazón a través del mío, que he contenido cualquier emoción, que he dejado de respirar, justo antes de apretar el gatillo, como suele decirse, pero yo no aprieto nada, sino que libero un percutor metálico que va a golpear un punto que inflama una pólvora que propulsa un proyectil hasta mil doscientos metros y que os mata. O no. A veces, por mucho que hagas el disparo más hermoso del mundo hay imponderables, obstáculos que se levantan entre tú y el blanco que debes alcanzar; una ráfaga de viento puede hacer temblar imperceptiblemente el arma del tirador, un ruido en la calle te distrae, una explosión o el rumor de un coche te sorprende. Pero el propio tiro nunca se pone en duda. Solo disparo a tiro hecho. Disparo poco. Algunos días hago caer un pájaro en la calle tras haberlo observado dando vueltas por el cielo durante una hora, el tiempo de prepararme, prever sus desplazamientos, comprender los movimientos de la masa de aire bajo sus alas, evaluar su distancia, su vuelo. Por lo general apunto al ala y lo veo caer girando, o intento rozar al pájaro sin tocarlo, peinarlo con un disparo. Y cae igualmente. Cuando están bastante arriba algunos se recuperan antes de llegar al suelo, pero la mayoría están aturdidos y se estrellan. Es un buen entrenamiento. Nadie dispara tan bien como yo, porque disparo poco. Nunca más de diez cartuchos al día. Y no es que me haya marcado un límite. Sencillamente, solo disparo a tiro hecho. Todo el trabajo se hace antes.
No sé por qué, pero recuerdo todos mis tiros. No los confundo, son todos distintos. Solo elijo los difíciles. Al comienzo, cuando era un principiante, jugaba como todo el mundo; pero lo hacía para ocultar mi mediocridad. Solo elijo los tiros difíciles porque el placer es mayor. Los que no me comprenden y disparan contra todo lo que se mueve son idiotas.
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Tengo la impresión de que disparo desde siempre, sin embargo apenas hace tres años y, cuando pienso en mis comienzos, me avergüenzo. Todo se aprende. Mi primer disparo fue un hombre al volante de un taxi, a comienzos de la guerra. Creí haberle dado, pues el coche se fue directo contra una pared. Esperé por si el conductor se bajaba, yo estaba temblando, movía el fusil en todas direcciones para ver si se acercaba alguien a ayudarlo, lancé dos balas al azar contra la puerta delantera izquierda, evidentemente no iba a bajar y nadie se acercaba. Yo tenía lágrimas en los ojos, no sabía qué hacer, ni siquiera veía al hombre sangrando por culpa de la cubierta del coche que me tapaba la vista, comencé a sentir pánico, en mi edificio a quinientos metros. Es el efecto de la mirilla. Tenía la impresión de estar allí y ya no era yo mismo. No sabía ya si era el que disparaba o el que recibía los tiros. Tenía miedo, estaba pegado a mi fusil como para arrancarme un ojo. Para más dificultad, había una casa bastante alta a la derecha del coche, me ocultaba la puerta del acompañante. Alguien más se acercó de pronto, corriendo hacia mi ángulo muerto, disparé por reflejo contra el movimiento y, evidentemente, fallé y alcancé el coche, porque no había comprendido aún que con el visor se evalúan mal las distancias que separan los objetos. Me vi obligado a cargar y perdí de vista la escena; como no había prestado demasiada atención al lugar donde apuntaba, tardé más de un minuto en descubrir el coche entre los edificios, por culpa del pánico. Sudaba, hacía calor, era verano, el comienzo de la guerra, y el sudor que me corría por la frente me impedía ver por la mirilla. Cuando recuperé el lugar esperé un cuarto de hora pero nadie salió por el lado opuesto del coche. Me sentía frustrado, ignoraba si el hombre estaba muerto, si lo había matado yo o el accidente. Fue entonces cuando me dije que yo era un cobarde, porque había elegido el disparo más difícil, un hombre cubierto en sus tres cuartas partes dentro de un coche en movimiento. En el fondo, creo que quise darle una oportunidad, y eso es una cobardía. O se dispara o no se dispara. Hay que elegir, o se es un cobarde. Pero eso solo lo comprendí más tarde.
* * *
En silencio, observo la ciudad. Hay que llegar hasta el final. Pocos saben hacerlo. Se detienen en el camino, a veces sin querer, atrapados en el hueco de la mira por una última intuición. Todos ven la sangre y el dolor sin comprender que hay algo más, un misterio tembloroso como un umbral, una pasarela de cuerda que el viento balancea suavemente. Estoy allí, en ese instante. Vivo en el intervalo, entre la acción sobre el gatillo y la llegada del proyectil. Me desvanezco en el aire, entre yo mismo y otro, soberano. Esa desaparición es fecunda. Es un placer inmenso, hay que ser digno de él, saber hacerlo llegar.
Cuando la miraba, yo sabía que en el fondo ella tenía miedo. Solo veía el resultado del tiro, la muerte y todo lo que sigue. Pero todo el mundo muere, ¿qué puedo hacer yo? Ahora siento su pulso, con menos fuerza y precisión que detrás de la mirilla, solo tengo contra mí su cuerpo y ella huye, su rostro demasiado próximo casi desaparece. No puede imaginar la tensión, la fuerza, el deseo detrás del arma. No comprende. Tal vez ser incomprendidos sea el destino de los grandes artistas. No lo sé.
Al principio de la guerra yo tenía aquel fusil ruso que en realidad no me gustaba, pero era el único que me habían encontrado. Ni siquiera sabía ajustar el punto de mira, me costaba darle a un blanco inmóvil a cien metros, que ya es decir. Pero soy inteligente, de modo que aprendí. Ajusté aquel jodido fusil tal vez doscientas veces antes de comprender. Y luego, uno o dos meses después, cuando los combates se generalizaron y vieron que era un tirador extraordinario, me dieron un arma de verdad. A cambio, el oficial que me la entregó me pidió que matara a alguien que, según decía, le tiraba los tejos a su mujer, una señora gorda a la que nadie sensato hubiera querido. Un buen disparo, con el viejo ruso porque el nuevo no estaba aún ajustado. Le di en pleno pecho, justo por debajo del hombro izquierdo, delante de su puerta.
Por aquel entonces, mis únicos amigos eran mi fusil, el mar y Zak, en ese orden de importancia. Pasaba horas mirando el mar desde mi tejado. Aunque no soy romántico, siempre me ha gustado mucho. Cambia de color, se mueve o permanece inmóvil. El primer verano de la guerra, por ejemplo, no se movió en absoluto, apenas se rizaba de vez en cuando. Era de un azul cegador todo el día y ni siquiera por la noche se lo oía. Una vez, Zak y yo fuimos a bañarnos en las rocas, bajo el faro, por la noche, el agua estaba casi tan caliente como el aire. Era como estar en un cuarto de baño. Bombardeaban la montaña y nosotros estábamos en el agua, hacíamos la plancha gozando del espectáculo. No nos quedamos mucho tiempo porque teníamos miedo de que nos pegaran un tiro, por error, como idiotas desnudos en el agua. Pero era agradable, casi podíamos imaginar que hacía fresco al salir. Luego regresamos al frente y volví a subir al tejado. Permanecí, por así decirlo, todo el verano fuera, mi madre solo me vio una o dos veces. Estaba ya medio loca, no se daba cuenta de nada. Solo me preguntaba si aún quedaba gente por matar. La vecina que se ocupaba de ella tenía miedo de mí y eso me gustaba. Me trataba de asesino. Para que callase, bastaba con que yo la mirara a los ojos dando con mi anillo un par de golpes al metal de mi fusil. Tac, tac. Te callas. No sabes nada. Me necesitas para defenderte. Eso decía mi fusil. Me detestas pero estás obligada a soportarme. Es la guerra, ¿tengo que repetírtelo? ¿Preferirías que fuese otro, un desconocido, el que estuviese allí arriba, en el tejado, contemplándote por su mirilla? Piensa en mí como en un ángel custodio. Ella tenía cada vez más miedo. Decía que había oído que se disparaba incluso contra los niños en los patios de las escuelas. «Yo no», mentí. No sé por qué mentí, de hecho. Pero era el comienzo y nadie había comprendido aunque todo había cambiado definitivamente.
Con Zak, no obstante, teníamos ya, difusamente, esa intuición. Sobre todo él. Había entrado en la guerra de pronto, sin vacilar, como quien se zambulle en el agua. Había que verlo en las barreras, orgulloso como un gallo. Detenía los vehículos con aire de superioridad, con un gesto del fusil; llevaba siempre en el bolsillo una antena de radio de automóvil, y la desplegaba como una fusta para azotar a los desobedientes. Su chulería me molestaba un poco, sobre todo con las mujeres –en cuanto detenía a una se volvía ridículo, como un pavo real o un pelagatos–. Para mí, las barreras eran una verdadera lata que me alejaba del tiro y de la guerra. Eran necesarias, claro, debíamos demostrar que nosotros éramos el orden, los combatientes, y que nos encargábamos de la seguridad. Pero constituían una enorme, agotadora pérdida de tiempo, en medio de la circulación, a pleno sol, nos sulfurábamos y acabábamos perdiendo los nervios contra un pobre tipo que no llevaba sus papeles, dándole una buena tunda de palos en la trasera de un camión o, si Zak tenía un buen día, llevándonos a un «espía», con un saco en la cabeza, a dar una vuelta por un sótano del que no salía. Yo admiraba la habilidad de Zak como el primerizo ignorante considera una obra de arte todo lo que ve. Tenía cuatro años más que yo, era normal.
* * *
El 7 de agosto celebré mis dieciocho años. Había un alto el fuego, creo, aunque no para mí. Yo disparaba algo menos porque me estaba haciendo mejor, sin más. De todas maneras, todo el mundo sabía que el alto el fuego era cosa de risa, solo para ganar tiempo. Yo seguía en mi tejado. Por la noche consumía una botella de licor y un paquete de cigarrillos. En la oscuridad se dispara muy poco, claro, pero veía las formas de los combatientes, abajo, y vigilaba la ciudad. Buscaba sombras.
La mejor hora es el alba. La luz es perfecta, no demasiado cegadora, no hay reflejos. La gente se levanta en un nuevo día y desconfía menos. Olvidan durante un segundo o dos que su calle es visible, en parte, desde nuestros edificios. Al alba he hecho algunos de mis mejores disparos. Por ejemplo, aquella señora que parecía muy contenta al salir de su casa, con su bonito vestido y su cesto. Le di en la nuca, cayó de golpe, como una marioneta con los hilos cortados. Era al comienzo, la gente todavía no estaba acostumbrada. A continuación, los disparos se hicieron algo normal, sabían por dónde pasar, dónde estaba el peligro. Como si yo controlara una parte de la ciudad. Era, a la vez, gratificante y frustrante porque los disparos se hacían cada vez más difíciles; de pronto, tuve que aislarme de los compañeros y pasar más tiempo entrenándome. En cierto modo era mejor así, porque comenzaba a estar harto de las barreras y de las interminables partidas de cartas en el puesto de guardia. El oficial que me había dado el fusil me dejaba el campo libre, los compañeros no hacían preguntas; Zak pasaba de vez en cuando a verme en mi tejado, para traerme un bocadillo o solo para charlar un rato. Me tenía envidia, creo, porque siempre ha sido mal tirador. Era incapaz de alcanzar un blanco fijo a cincuenta metros. Lo suyo era el cuerpo a cuerpo, el cuchillo, los puños. Debes conocer tus puntos fuertes y tus debilidades para ser un buen combatiente. Zak era uno de los mejores en las emboscadas. Todo el mundo lo admiraba.
* * *
En aquel momento, en pleno verano, mi madre se volvió definitivamente loca. Salía desnuda al balcón, gritaba todas las noches. Ya no se lavaba porque le daba miedo el agua. La vecina no quería ya venir porque la arañaba y le hacía la vida imposible. Por la noche ponía todos los muebles del apartamento ante la puerta de entrada, primero arrastraba la cómoda por las baldosas, luego el sillón y las sillas. Una vez quise entrar hacia medianoche y me vi obligado a pasar por el balcón. Su estado empeoraba día tras día. Ni siquiera podía ya alimentarse sola. Hacía cosas muy extrañas, como barrer durante cuatro o cinco horas el mismo pedazo de suelo, siguiendo los dibujos de las baldosas. O un día recordaba que tenía que cocinar y ponía cacerolas al fuego sin nada dentro. No tuve más remedio que prohibir al tendero que le vendiera nada, porque compraba, por ejemplo, cinco kilos de lentejas y las dejaba cocer sin agua hasta que el humo y el olor alarmaban a la vecina. Pensé en matarla, para acabar de una vez, pero no lo intenté realmente. La hubiera debido mandar al asilo, pero era la guerra, de modo que había más locos que nunca y no había plazas.
Así conocí a Myrna. La había visto ya porque era del barrio, pero no la conocía. El tendero me dijo:
–Deberías buscar a alguien para que fuera a tu casa, por tu madre. Alguien que estuviera allí todo el tiempo, porque acabará provocando una catástrofe.
Yo no veía qué tipo de catástrofe, pero dije:
–Sí, tal vez. Pero no veo quién va a aceptar. Está loca, no es divertido. Y no puedo pagar mucho.
–Está Myrna. Ya no tiene a nadie. Busca trabajo.
–¿Quién es?
–La hija del electricista.
Yo conocía la historia del electricista, como todo el mundo, pero no sabía que tuviera una hija. Le había acertado un obús de mortero en su tienda, pocas semanas antes. Habían encontrado una mezcla de restos humanos, radios y televisores medio calcinados.
–¿No está casada?
–Tiene quince años, como mucho.
Al comienzo yo no sabía qué pensar; una muchacha de quince años para cuidar de mi madre y vivir en casa; el barrio iba a murmurar. Pero, al mismo tiempo, todos tenían miedo de mí porque sabían que yo era un combatiente. De momento, aparqué el asunto de Myrna, más por pereza que por otra cosa. Yo pasaba dos o tres veces al día por casa, para ver cómo estaba mi madre, y eso era todo. No sabía qué hacer para que se alimentase. Adelgazaba a ojos vista. Y se negaba a hablar conmigo. No recordaba muy bien quién era yo, creo. Hay que decir que entonces iba siempre vestido de caqui. Con la cartuchera y todo. Armas, solo llevaba una automática y un cuchillo. Mejor era ir armado todo el rato, nunca se sabía lo que podía ocurrir. Y, además, era como un uniforme: si llevabas un arma a la vista, entonces sí que eras un soldado. La mayoría de los combatientes tenían un kalashnikov, pero yo no. Ya que dispara mal y el revólver da importancia. Oficial, en cierto modo. El problema de mi fusil es que, con el trípode, la mira telescópica y los gemelos, es un estorbo.
Así pues, hacia finales de otoño me decidí a tomar a alguien para que se ocupara de mi madre, porque yo tenía demasiado trabajo. Los combates se habían reanudado en el frente, sobre todo por la noche, y había hermosos disparos que hacer. Yo había encontrado un artilugio americano para ocultar la llama que se adaptaba a mi fusil, y me había vuelto invisible en la oscuridad. Iba mal para la precisión, pero, por la noche, nunca se dispara muy lejos. Buscaba algunas sombras, aguardaba a que dispararan y apagaba de inmediato su ráfaga con un solo cartucho. Es increíble cómo ilumina un fusil de asalto. Los tipos no comprendían nada, estaban a cubierto, en la oscuridad, y de todos modos caían fulminados.
De día, las calles, los viandantes; por la noche, las casas destruidas y abandonadas, las sombras. No tenía tiempo de pasar por casa y mi madre me preocupaba un poco, de vez en cuando me preguntaba qué desastre encontraría al regresar. Cuando realizas un trabajo físico e intelectual a la vez, en el que estás siempre en tensión, necesitas descansar cuando regresas a casa, sin tener que enmendar las burradas de una loca que solo te reconoce una de cada dos veces. Además, yo era consciente de que debía de sentirse sola y, sin nadie con quien hablar, la situación solo podía empeorar. Sobre todo porque los vecinos comenzaban a estar hartos. Así pues, tras una semana agotadora (había tormentas, estábamos todo el tiempo medio empapados) regreso a casa. Al marcharme había tomado algunas precauciones básicas, apagado y cerrado la bombona del gas, etcétera. El agua no era un problema porque no había mucha y a ella le daba terror. Regreso y no encuentro a nadie. No sé por qué, pero lo primero que pensé es que había muerto. No había nadie, ni vi un especial desorden, y me dije que habría muerto durante la semana. Como estaba reventado, me tendí en la cama y me dormí enseguida, vestido y todo. Ya podían bombardear lo que quisieran, yo dormía. Desperté doce horas más tarde. Tenía hambre, así que bajé a comer algo, y al pasar el tendero me gritó:
–Eh, tu madre está en el hospital.
–¿Ha muerto? –pregunté.
–¿Cómo? No, no, ¿por qué? Creo que está bien. Pregunta a tus vecinos.
Bueno, una cosa más. Tenía que volver al trabajo aquella misma tarde. Pasé por el puesto para decir que no iría porque mi madre estaba en el hospital, fui a preguntar a los vecinos dónde estaba, me miraron como si yo estuviera tan loco como ella y fui a verla. No tenía nada, claro, el médico me explicó que sufría episodios de delirio y que debía tomar una medicación que la calmara. Y que no podía estar sola, porque no comía nada. Entonces pensé en aquella Myrna de la que me había hablado el tendero, para que yo pudiera estar tranquilo. Qué remedio, todo aquello costaría dinero, pero necesitaba tranquilidad para concentrarme. Y, además, sería agradable tener a alguien que preparase la comida, al volver a casa. Desde el comienzo de la guerra solo comía bocadillos o platos que traían los compañeros. Llevé a mi madre a casa, estaba totalmente drogada por los medicamentos que le habían dado en el hospital y bajé a hablar con el tendero.
–Esto no puede seguir así –le dije–. Al final he decidido contratar a alguien para que se quede con ella. ¿Crees que aceptaría esa Myrna?
–Quizás. Se lo preguntaré cuando pase. Te la mandaré a casa, ¿hasta cuándo vas a quedarte?
–Hasta mañana por la mañana.
–Bueno, le diré que pase a verte esta tarde.
Expliqué a los vecinos que buscaba a alguien para que se quedara con mi madre, parecieron aliviados. Aúlla todas las noches, por eso la mandamos al hospital. Como si no tuviéramos ya bastantes problemas, me dijo la vecina.
Hacia las seis llegó Myrna. Parecía aún más joven. Tenía aspecto de niña pero no se la veía perdida ni tímida. Me miró a los ojos.
–Soy Myrna. Me manda el tendero de abajo.
–Sí, ya lo sé. ¿Te ha dicho por qué?
–Me ha dicho que era para encargarme de una señora enferma.
Le expliqué la situación, que yo podía estar mucho tiempo sin volver y que alguien tenía que encargarse de la casa y de mi madre, cocinar, hacer la limpieza y todo lo demás. Fui franco, le dije que no sería divertido porque mi madre estaba como un cencerro. Me preguntó si podía verla y la llevé hasta su habitación. Dormía.
–Parece joven ––dijo.
Y luego hablamos de dinero. Le expliqué cuánto podía darle por semana, para la compra y todo eso, y cuánto le daría a ella. Pensó un momento, dijo que quería probarlo una semana, primero, para ver.
–De acuerdo. Puedes instalarte en la tercera habitación.
Es la habitación de mi hermano, pero emigró hace ya mucho tiempo y no hemo