Otel | La sangre del muerto (Flash Relatos)

Paul Pen

Fragmento

OTEL

Lorena rebuscó con la mano derecha en el compartimento situado frente al cambio de marchas. No desvió la mirada de la carretera, aunque hubiera dado igual porque los faros del coche tan sólo iluminaban otro tramo más de la interminable línea blanca que venía siguiendo desde hacía más de treinta kilómetros de carretera secundaria. Removió viejos recibos de cajeros automáticos, tíquets de aparcamiento y varias monedas de un céntimo hasta dar con lo que buscaba. Desenvolvió el caramelo a tientas y dejó el envoltorio en el montón de papeles acumulados en aquel hueco. Aunque quiso evitarlo, los ojos se posaron en el indicador de gasolina. La aguja rozaba por abajo la franja roja que indicaba que conducía en reserva. Lorena encestó el caramelo Halls en su boca y aspiró una helada bocanada de menta hasta que el frescor ardió en su garganta. El caramelo tintineó al chocar entre sus dientes como haría un cubito de hielo contra el cristal de un vaso. Deseó que aquel chute mentolado se convirtiera en nicotina. Era una de esas noches en que las que se preguntaba por qué demonios había dejado de fumar.

Giró la cabeza en ambas direcciones. La lluvia repiqueteaba sobre el capó. Los limpiaparabrisas pugnaban por abrir un hueco en la cortina de agua que resbalaba por la luna delantera como si fueran las manos de una criatura que, acechando desde fuera, quisiera espiar el interior del coche. Un Ford Escort que ya tenía veinticinco años, dos menos que la propia Lorena, con un freno que silbaba al pisarlo y un depósito que se consumía del todo sólo con mirar el acelerador. Lorena conducía con los hombros echados hacia delante, la barbilla rozando el volante y casi sin parpadear, ansiosa por encontrar un lugar donde parar.

La radio había dejado de sintonizar hacía más de media hora, en algún lugar de la A-66, entre Lena y Mieres. Su ruido blanco, esa suerte de zumbido electrostático, inundaba el interior del viejo coche. Cuando la voz de un locutor irrumpió de forma repentina, Lorena mordió el caramelo con tanta fuerza que se quebró entre sus dientes rasgándole el interior de la mejilla. Chasqueó la lengua. Se sintió estúpida por haberse dejado asustar por la inesperada irrupción del locutor, como si aquel hombre que daba las noticias con estudiada entonación hubiera emergido de la oscuridad que rodeaba el vehículo para sentarse junto a ella en el asiento del copiloto. Un escalofrío erizó el vello de sus antebrazos al imaginar allí dentro la presencia fantasmal.

«En el ámbito local, continúan las investigaciones para tratar de esclarecer el paradero del niño desaparecido en Mieres…», relataba el locutor. Lorena reconoció el nombre de la ciudad cuyo nombre había leído en los carteles de señalización durante varios kilómetros. Prestó atención a la noticia. «… la octava jornada de búsqueda. El muchacho, de doce años, fue visto por última vez en un área de servicio de la A-66. El empleado de dicha gasolinera nos cuenta cómo era el coche en el que asegura haber visto al niño de Mieres.» Una segunda voz, aún aflautada por el influjo de una adolescencia no muy lejana, describió un todoterreno de color negro en cuyos asientos traseros viajaba el niño. Lorena bajó el volumen de la radio. Uno de los muchos gestos sencillos con los que alguien puede abstraerse de la desgracia ajena.

Justo en ese momento vio las luces. Cuatro manchas desenfocadas de color rojo, brillando en la distancia. Lorena aceleró. Oyó el motor revolucionarse sin intención alguna de cambiar de marcha. Los borrones de luz difusa se fueron haciendo cada vez más nítidos a medida que el coche se acercaba a ellos. Al cabo de un centenar de metros, Lorena pudo leer aquellas letras.

OTEL.

Tragó los últimos restos espesos del caramelo disuelto en saliva. Redujo la velocidad buscando la entrada al camino. Cuando la encontró, accionó el intermitente. La luz trasera tiñó de naranja la parte derecha del arcén, avisando inútilmente de una maniobra que no afectaba a ningún otro vehículo. Las ruedas del Ford Escort se abrieron paso por el camino de grava mientras Lorena trataba de descifrar si la letra apagada era una H o una M. Había visto suficientes películas de terror como para desconfiar de un motel que aparece en medio de la nada en una noche de tormenta, así que sus ojos se esforzaron por sortear la cortina de agua en busca de una H. «Podrías preocuparte si estuvieras en Texas o Wisconsin», surgió un pensamiento en su cabeza. «Pero esto es sólo Asturias.»

—Y el último pueblo que he pasado se llamaba Bendición —añadió en voz alta—. Nada puede ir mal.

Detuvo el coche delante de la única puerta iluminada. Los faros le mostraron un jeep aparcado también cerca de la entrada. Lorena recordó algo. Dudó si había mantenido hacía poco, quizá con Roberto, una conversación sobre ese tipo de coches. ¿O había visto un anuncio de un todoterreno antes de salir de casa? Apagó el motor girando la llave. Los limpiaparabrisas se echaron a descansar sobre el cristal sin completar la última pasada, como dos perros famélicos que se rinden en mitad de la carretera.

Recuperó el móvil que había lanzado sobre el asiento del copiloto al iniciar el viaje, cuando aún parecía una buena idea emprender el camino desde Madrid ya de noche, un día antes de lo acordado, para hacer por primera vez aquel viaje que seguramente repetiría muchas otras a partir de ahora. Una magnífica ocurrencia que consistía en aparecer sin avisar en el piso que la nueva empresa había cedido a Roberto, meterse de madrugada bajo las sábanas que él llevaría un par de horas calentando, abrazarle por la espalda y susurrarle al oído: «Tu primer regalo de cumpleaños llega antes de lo esperado».

Encendió el teléfono y la pantalla iluminó el interior del vehículo. Era raro que Roberto no la hubiera llamado aún. Habitualmente, a esas horas de la noche ya se habían llamado para contarse sus días respectivos, una conversación que solían mantener en el sofá pero que habían trasladado al teléfono desde que él aceptara aquel trabajo cerca de Oviedo. Entonces observó en la esquina superior izquierda de la pantalla que no tenía cobertura.

—Gracias, Orange —escupió al teléfono.

Lorena salió del coche. Con un brazo sobre la cabeza como único paraguas, se fijó en las letras rojas empeñada en descifrar el contorno de la inicial apagada, pero la lluvia se le metía en los ojos y le impedía ver nada. Alcanzó un pequeño porche techado que precedía a la puerta de entrada, una puerta doble de madera que alojaba dos grandes cristales en cada una de sus hojas, más propia de un mesón o una cafetería que de un hotel. «O un motel», apuntó su pensamiento. Lorena trató de girar el pomo.

—No puedes estar cerrado —murmuró—, tienes esas letras rojas encendidas.

Golpeó con los nudillos una de las puertas. Con la nariz pegada al cristal, intentó mirar a través del visillo que lo cubría por dentro, buscando en los bordes de la tela algún pliegue que le permitiera examinar el interior. Cuando oyó el rechinar de una silla contra el suelo, golpeó de nuevo con mayor vehemencia. Una silueta casi translúcida se proyectó contra la tela del visillo. Fue ganando en opacidad, definiendo su

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