Ciudad total

Suketu Mehta

Fragmento

cap-1

TOPOGRAFÍA PERSONAL

Dentro de nada habrá más gente viviendo en la ciudad de Bombay que en el continente australiano. En la placa de la Puerta de la India se lee «Urbs Prima in Indis». Es también la Urbs Prima in Mundis, al menos en un aspecto que es la principal prueba de la vitalidad de una ciudad: el número de personas que viven en ella. Con catorce millones de habitantes, Bombay es la ciudad más grande del planeta de una raza de urbanícolas. Bombay representa el futuro de la civilización urbana sobre la Tierra. ¡Que Dios nos ampare!

Me fui de Bombay en 1977 y regresé veintiún años después, cuando había crecido y se había convertido en Mumbai. Veintiún años: el tiempo suficiente para que un ser humano nazca, reciba una educación, tenga derecho a consumir alcohol, se case, conduzca, vote, vaya a la guerra y mate a un hombre. En todo ese tiempo yo no había perdido mi acento. Hablo como un chico de Bombay; así es como me identifican en Kanpur y en Kansas. «¿De dónde eres?» Buscando una respuesta —París, Londres, Manhattan—, siempre acabo recurriendo a «Bombay». Enterrada bajo las ruinas de su estado actual —el de catástrofe urbana—, es la ciudad que ocupa un lugar especial en mi corazón, una bonita urbe junto al mar, una isla-Estado de la esperanza en un país muy antiguo. Regresé en busca de esa ciudad con una pregunta sencilla: ¿es posible volver a casa? Mientras buscaba, descubrí que las ciudades estaban dentro de mí.

Soy un chico de ciudad. Nací en una ciudad in extremis, Calcuta. De allí me fui a Bombay, donde viví nueve años. Luego a Nueva York, ocho años en Jackson Heights. Un año, aunque no de forma continuada, en París. Cinco años en el East Village. Desperdigado en el tiempo, casi otro año en Londres. Las únicas excepciones fueron tres años en Iowa City, que dista mucho de ser una ciudad, y un par más en New Brunswick, Nueva Jersey, poblaciones universitarias que me prepararon para volver a la ciudad. Mis dos hijos nacieron en una ciudad grande, Nueva York. Vivo en ciudades por decisión propia, y estoy bastante seguro de que moriré en una ciudad. No sé qué hacer en el campo, aunque no está mal para el fin de semana.

Vengo de una familia de comerciantes viajeros. Mi abuelo paterno abandonó su Gujarat rural a principios de siglo para asentarse en Calcuta y unirse a su hermano en el negocio de la joyería. Cuando en los años treinta el hermano de mi abuelo osó adentrarse en territorio internacional, Japón, tuvo que volver e inclinarse con el turbante en la mano ante los ancianos de su casta para pedir perdón. Sin embargo, sus sobrinos —mi padre y mi tío— siguieron viajando, primero a Bombay, y luego más allá de las aguas negras, hasta Amberes y Nueva York, para acrecentar las riquezas que habían heredado. En su juventud, mi abuelo materno abandonó Gujarat para ir a Kenia, y ahora vive en Londres. Mi madre nació en Nairobi, fue a la universidad en Bombay y ahora vive en Nueva York. En mi familia hacer las maletas e irse a vivir a otro país nunca ha sido motivo de largas deliberaciones. Ibas a donde te llevaban tus negocios.

En una ocasión regresé con mi abuelo a la casa de nuestros antepasados en Maudha, situada en un pueblo de Gujarat que ahora es una ciudad pequeña. Sentado en el patio del viejo caserón de enormes vigas, mi abuelo empezó a presentarnos a los nuevos dueños, los Saraf, usureros gujaratis para quienes Maudha era la gran ciudad.

—Y este es mi yerno, que vive en Nigeria.

—Nigeria —dijo el Saraf, asintiendo.

—Y este es mi nieto, que viene de Nueva York.

—Nueva York —repitió el Saraf, sin dejar de asentir.

—Y esta es la mujer de mi nieto, que es de Londres.

—Londres.

—Ahora los dos viven en París.

—París —recitó diligentemente el Saraf.

Si en ese momento mi abuelo hubiera dicho que vivía en la Luna, el Saraf, sin parpadear, habría seguido asintiendo y repetido: «Luna». Estábamos desperdigados por el mundo de un modo que rayaba en lo absurdo. Pero allí estábamos, visitando la casa donde había crecido mi abuelo, todavía juntos, como una familia. La familia era la goma elástica que nos mantenía unidos, por muy lejos que erráramos.

Fue la muqabla, la competencia comercial, lo que obligó a mi padre a marcharse de Calcuta. Fue la forma en que se compraba y se vendía en el negocio de joyas de mi abuelo. Un grupo de vendedores se reunía en la oficina del comprador con el intermediario el día señalado. Entonces empezaban las negociaciones. El precio no se decía en voz alta, sino que se indicaba mediante los dedos que levantaba el vendedor debajo de un extremo suelto de su dhoti, que el comprador debía agarrar. Parte de la muqabla consistía en escandalosos vituperios por parte del comprador. «¿Se ha vuelto loco? ¿Espera que venda a estos precios?» En un alarde de profunda frustración, el vendedor salía de la oficina hecho un basilisco sin dejar de vociferar. Pero se aseguraba de olvidarse el paraguas. Diez minutos después volvía a buscarlo. Para entonces el comprador tal vez había reconsiderado su postura y podían llegar a un acuerdo, momento en que el intermediario exclamaba «¡Estrechémonos la mano, entonces!», y de pronto todo eran sonrisas. Fue todo ese teatro lo que llevó a mi padre a dejar el negocio de la joyería en Calcuta. No podía soportar los gritos y los insultos; era un hombre culto.

Su hermano se había ido a Bombay en 1966 contra la voluntad de mi abuelo, que no veía razón alguna para que lo hiciera. Pero mi tío era joven y Calcuta empezaba a declinar. En Bombay se introdujo en el negocio de los diamantes. Tres años después mis padres estaban en Bombay de paso, después de que mi hermana pequeña naciera en Ahmadabad, cuando mi tío, recién casado, les sugirió: «¿Por qué no os quedáis?». De modo que eso fue lo que hicimos, cuatro adultos y dos niños, uno de ellos recién nacido, en un piso de una sola habitación donde siempre había huéspedes entrando y saliendo. Vivíamos como un «conjunto familiar», compartiendo el piso y los gastos, y el espacio se agrandó para hacernos sitio. ¿Cómo pueden caber catorce millones de personas en una isla? Del mismo modo que nosotros logramos caber en el apartamento de Teen Batti.

Mi padre y mi tío se hicieron un hueco en el negocio de los diamantes. Nos mudamos a un piso de dos habitaciones de un edificio que se erguía sobre un palacio junto al mar, Dariya Mahal. El palacio pertenecía al maharao de Kutch. Una familia de industriales marwari lo compró junto con sus terrenos; talaron los árboles, se llevaron las antigüedades del palacio y lo llenaron de colegiales. Alrededor del palacio construyeron tres edificios: Dariya Mahal 1 y 2, edificios de veinte plantas que parecían libros de contabilidad abiertos, y Dariya Mahal 3, donde yo crecí, el hermanastro achaparrado e impasible de doce plantas.

Mi tío y mi padre viajaban con regularidad a Amberes y a Estados Unidos. Cuando mi padre me preguntó qué quería que me trajera de Estados Unidos, le pedí una de esas camisetas con una etiqueta que desprende olor al rascarse, sobre las que había leído en alguna revista estadounidense. Volvió con una bolsa gigante de nubes. Me atraqué de esas golosinas enormes y blancas como de algodón y traté de comprender su textura, antes de que mi tía se apropiara de ellas. Después de uno de esos via

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