F

Daniel Kehlmann

Fragmento

cap-1

Años más tarde, ya adultos desde hacía mucho y cada uno enredado en su propia desgracia, ninguno de los hijos de Arthur Friedland recordaba de quién había sido realmente la idea de ir a ver aquella tarde al hipnotizador.

Era el año 1984, y Arthur no tenía trabajo. Escribía novelas que ninguna editorial quería imprimir, y relatos que de vez en cuando se publicaban en revistas. No hacía otra cosa, pero su mujer era oculista y ganaba dinero.

Durante el trayecto de ida habló con sus hijos de trece años sobre Nietzsche y marcas de goma de mascar, discutieron sobre una película de dibujos animados que estaban poniendo en el cine y que trataba de un robot que también era el Salvador, formularon hipótesis sobre por qué Yoda hablaba tan raro y se preguntaron si Superman sería más fuerte que Batman. Finalmente, se detuvieron ante los chalés adosados de una calle de las afueras. Arthur llamó dos veces con el claxon; unos segundos más tarde se abrió una puerta.

Su hijo mayor, Martin, había pasado las dos últimas horas sentado junto a la ventana esperándoles, mareado de impaciencia y aburrimiento. El cristal estaba empañado por su respiración, con el dedo había dibujado caras, serias, riéndose y de esas con grandes bocas abiertas. Una y otra vez había limpiado completamente el cristal y observado cómo su aliento lo cubría de una fina niebla. El reloj de pared había hecho tictac una y otra vez; ¿por qué tardaban tanto? Otra vez venía un coche, y otra vez no era, y otro más, y seguían sin ser ellos.

Y de pronto se detuvo un coche y tocó el claxon dos veces.

Martin corrió por el pasillo, pasando por delante de la habitación donde se había retirado su madre para no tener que ver a Arthur. Ya habían pasado catorce años desde que, rápido y sin pensar, había desaparecido de su vida, pero aún seguía torturándola que él pudiera existir sin necesitarla. Martin bajó corriendo los peldaños de la escalera, recorrió el pasillo de abajo, salió de casa y cruzó la calle, tan rápido que no vio el coche que se acercaba a toda velocidad. Los frenos chirriaron junto a él, pero de pronto ya estaba sentado en el asiento del copiloto, con las manos en la cabeza, y solo en ese momento su corazón se detuvo un instante.

—Dios mío —dijo Arthur bajito.

El coche que había estado a punto de matar a Martin era un VW Golf rojo. El conductor tocaba el claxon de forma absurda, tal vez porque sentía que tras un suceso así no era apropiado no hacer nada. Tras esto pisó el acelerador y prosiguió su camino.

—Dios mío —dijo Arthur otra vez.

Martin se frotó la frente.

—¿Cómo se puede ser tan tonto? —preguntó uno de los gemelos desde el asiento trasero.

Martin sentía como si su existencia se hubiese desdoblado. Estaba ahí sentado, pero a la vez estaba sobre el asfalto, inmóvil y descoyuntado. Su destino le parecía aún incierto, ambas cosas eran aún posibles, y durante un momento él también tenía un gemelo: uno, allí fuera, que palidecía poco a poco.

—Lo podían haber matado —dijo objetivamente el otro gemelo.

Arthur asintió.

—Pero ¿cómo es eso? Si Dios tiene todavía previsto algo para él… Lo que sea. Entonces no le puede pasar nada.

—Pero Dios no necesita tener nada previsto. Basta con que lo sepa. Si Dios sabe que lo atropellarán, entonces lo atropellarán. Si Dios sabe que no le pasará nada, entonces no le pasará nada.

—Pero eso no puede ser así. En ese caso daría igual lo que uno hiciera. Papá, ¿dónde está el error?

—Dios no existe —dijo Arthur—. Ese es el error.

Todos callaron, y a continuación Arthur encendió el motor y se puso en marcha. Martin sintió cómo se iban tranquilizando los latidos de su corazón. Aún faltaban unos cuantos minutos, y volvería a parecerle evidente el hecho de estar vivo.

—¿Y qué tal el colegio? —preguntó Arthur—. ¿Cómo te va?

Martin observó a su padre de lado. Arthur había engordado un poco, y su pelo, que en aquella época aún no era gris, estaba siempre tan revuelto como si jamás se hubiera peinado.

—Me cuestan las matemáticas, podría suspender. El francés sigue siendo un problema. El inglés ya no, por suerte. —Hablaba deprisa, para decir todo lo que pudiera antes de que Arthur perdiera el interés—. El alemán se me da bien, en física tenemos a un profesor nuevo, en química es como siempre, pero en los experimentos…

—Iwan —preguntó Arthur—, ¿tenemos las entradas?

—En el bolsillo —respondió uno de los gemelos, y así por lo menos Martin supo cuál de ellos era Iwan y cuál Eric.

Los observó por el retrovisor. Como cada vez, algo le resultaba falso en su parecido, exagerado, contra natura. Y, sin embargo, no empezarían a vestirse igual hasta unos años más tarde. Esa fase, en que les divertía no ser diferenciables, no terminaría hasta sus dieciocho años, cuando por momentos ellos mismos no estaban seguros de quién era quién. Después, de vez en cuando les invadiría el sentimiento de haberse perdido en algún momento y de estar, desde entonces, viviendo cada uno la vida del otro; al igual que Martin nunca pudo deshacerse del todo de la sospecha de haber muerto aquella tarde en la calle.

—No mires con cara de tonto —dijo Eric.

Martin se dio la vuelta y trató de agarrar la oreja de Eric. Casi la tenía, pero su hermano le evitó, le cogió el brazo y tiró hacia arriba retorciéndolo. Gritó.

Eric le soltó y constató alegremente:

—Ahora se echa a llorar.

—Cerdo —dijo Martin con voz temblorosa—. Cerdo imbécil.

—Es verdad —dijo Iwan—. Ahora se echa a llorar.

—Cerdo.

—Cerdo tú.

—Tú eres el cerdo.

—No, tú.

Luego no se les ocurrió nada más. Martin miró fijamente por la ventana hasta que estuvo seguro de que ya no se le saltaría ninguna lágrima. La imagen reflejada del coche se deslizaba en los escaparates al borde de la calle: distorsionada, estirada, encogida hasta ser medio redonda.

—¿Qué tal está tu madre? —preguntó Arthur.

Martin titubeó. ¿Qué debía responder a eso? Arthur le había hecho ya esa pregunta muy al principio, siete años antes, durante su primer encuentro. Su padre le había parecido alto, pero también cansado y ausente, como rodeado por una neblina. Sentía timidez ante ese hombre, pero a la vez, sin que hubiera podido decir por qué, compasión.

—¿Qué tal está tu madre? —había dicho el extraño, y Martin se había preguntado si realmente ese era el hombre al que había visto tanto en sueños, siempre con el mismo impermeable negro, siempre sin rostro.

Pero solo aquel día en la heladería, mientras hurgaba en su tarrina de frutas con salsa de chocolate, se había dado cuenta Martin de cuánto había disfrutado no teniendo padre. Ningún modelo, ningún predecesor y ninguna carga, únicamente la vaga idea de alguien que a lo mejor aparecería algún día. ¿Y ahora se suponía que era él? Sus dientes no estaban muy rectos, llevaba el pelo revuelto, tenía una mancha en el cuello de la camisa, y sus manos parecían curtidas. Era un hombre que hubiera podido perfectamente ser otro; un hombre que se parecía a cualquiera de las muchas personas en la calle, en el metro, en cualquier sitio.

—¿Cuántos años tienes exactament

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