El monstrumólogo (Monstrumólogo 1)

Rick Yancey

Fragmento

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PRÓLOGO

Junio de 2007

El director de la institución era un hombre bajo de mejillas rubicundas y oscuros ojos hundidos; tenía una frente prominente enmarcada por un estallido de pelo blanco algodonoso que empezaba a ralear a medida que avanzaba hacia la parte de atrás de la cabeza, de modo que los mechones de cabello se alzaban de la masa como olas en dirección a las rosadas islas de su calva. Estrechaba la mano con rapidez y fuerza, aunque no en exceso, pues estaba acostumbrado a sostener dedos artríticos.

—Gracias por venir —dijo.

Me soltó la mano, me sujetó el codo con sus gruesos dedos y me guio por el pasillo vacío que daba a su despacho.

—¿Dónde está todo el mundo?

—Desayunando.

Su despacho se encontraba al final de la zona común, y se trataba de una habitación claustrofóbica y desordenada dominada por un escritorio de caoba con una pata delantera rota que alguien había intentado arreglar colocando un libro debajo de ella y de la mugrienta alfombra blanca. El escritorio estaba oculto por varias pilas escoradas de papeles, carpetas marrones, revistas y libros con títulos del estilo de Cómo testar los bienes 1 o Consejos para despedirse de los seres queridos. En el aparador, tras su silla de cuero, se veía una fotografía enmarcada de una anciana que miraba a cámara con el ceño fruncido, como diciendo: «¡Ni se te ocurra sacarme una foto!». Supuse que sería su mujer.

Se sentó en la silla y preguntó:

—Bueno, ¿cómo va saliendo ese libro?

—Ya salió. El mes pasado.

Saqué un ejemplar de mi maletín y se lo di. Él gruñó y hojeó algunas páginas con los labios apretados y las pobladas cejas juntas sobre los ojos.

—Bueno, me alegro de haber colaborado —comentó.

Intentó devolverme el libro, pero le dije que era para él. El volumen se quedó un momento entre nosotros mientras su nuevo dueño examinaba el escritorio en busca de la pila más estable en la que colocarlo. Al final, lo metió en un cajón.

Había conocido al director un año antes, mientras investigaba para el segundo libro de la serie de Alfred Kropp. En el clímax de la historia, el héroe se encuentra en Devil’s Millhopper, una dolina de ciento cincuenta metros de profundidad situada al noroeste del pueblo. Yo quería conocer los cuentos y leyendas locales sobre el lugar, y el director había tenido la amabilidad de presentarme a varios residentes del centro que habían crecido en la zona y conocían las historias de la mítica «boca del infierno», ahora convertida en parque nacional; imagino que el diablo se habría marchado para dejar hueco a los excursionistas.

—Gracias —dijo—. Se lo enseñaré a todos.

Esperé a que continuara; él era el que me había invitado a ir. Se rebulló en la silla, incómodo.

—Por teléfono me dijo que quería enseñarme una cosa —comenté para animarlo a hablar.

—Ah, sí. —Parecía aliviado y empezó a hablar muy deprisa—. Cuando lo encontramos entre sus efectos personales, usted fue la primera persona que me vino a la cabeza. Me dio la impresión de que le gustaría.

—¿Qué encontró entre los efectos personales de quién?

—Will Henry. William James Henry. Falleció el jueves. Nuestro residente más antiguo. Creo que no llegó a conocerlo.

—No. ¿Cuántos años tenía?

—Bueno, no estamos seguros del todo. Era un indigente: no tenía identificación alguna, ni tampoco familiares vivos. Pero afirmaba haber nacido en 1876.

Me quedé mirándolo, pasmado.

—Eso significa que tenía ciento treinta y un años.

—Absurdo, lo sé. Calculamos que andaría por los noventa.

—¿Y qué es lo que hizo que pensara en mí?

Abrió un cajón del escritorio y sacó un paquete compuesto por trece gruesos cuadernos amarrados con cordel marrón, cuyas cubiertas de cuero se habían vuelto de color beis por el uso.

—Nunca hablaba —dijo el director mientras tironeaba nervioso del cordel—. Salvo para decirnos su nombre y el año en que nació... Parecía bastante orgulloso de ambas cosas. «¡Me llamo William James Henry y nací en el año de nuestro señor de 1876!», anunciaba a quien quisiera oírlo; y a quien no, también, en realidad. Pero, por lo demás, en cuanto a su procedencia, su familia o cómo llegó hasta la alcantarilla en la que lo encontraron..., nada. Demencia avanzada, afirmaron los médicos, y no había ninguna razón para dudarlo... hasta que encontramos estos cuadernos envueltos en una toalla bajo su cama.

Miré el paquete que tenía en la mano.

—¿Un diario? —pregunté.

—Adelante —repuso encogiéndose de hombros—. Abra el de arriba y lea la primera página.

Lo hice. La letra era muy clara, aunque pequeña, la típica de alguien que ha recibido educación formal cuando tal educación incluía lecciones de caligrafía. Leí la primera página, después la siguiente y después cinco más. Pasé una hoja al azar. La leí dos veces. Mientras lo hacía, oía al director respirar con un resuello pesado, como el de un caballo tras un enérgico trote.

—¿Y bien? —preguntó.

—Ya veo por qué pensó en mí.

—Necesito que me los devuelva, por supuesto, cuando termine.

—Por supuesto.

—La ley me exige que los guarde por la remota posibilidad de que aparezca un familiar para recoger sus pertenencias. Hemos publicado un anuncio en el periódico y realizado todas las averiguaciones pertinentes, pero me temo que estas cosas suceden demasiado a menudo: muere una persona y no hay nadie en el mundo que la reclame.

—Muy triste —respondí mientras abría otro cuaderno por una página cualquiera.

—No los he leído todos, no tengo tiempo, pero siento mucha curiosidad por su contenido. Quizás haya pistas sobre su pasado: quién era, de dónde venía y tal. Quizás ayude a encontrar a un pariente. Aunque, por lo poco que he leído, supongo que no es un diario, sino una obra de ficción.

Estuve de acuerdo en que lo más probable era que se tratara de ficción, basándome en las páginas leídas.

—¿Lo más probable? —preguntó, algo desconcertado—. Bueno, supongo que casi todo es posible, ¡aunque unas cosas son más posibles que otras!

Me llevé los cuadernos a casa y los coloqué encima de mi escritorio, donde permanecieron casi seis meses sin leer. Me agobiaba la fecha de entrega de otro libro y no me apetecía zambullirme en lo que suponía que serían las divagaciones incoherentes de un nonagenario senil. Ese invierno recibí una llamada del director que me animó a desanudar el deshilachado cordel y leer de nuevo las primeras y extraordinarias páginas, pero poco más avancé. La letra era muy pequeña y las páginas, muy numerosas, escritas por delante y por detrás, así que me limité a ojear el primer volumen por encima. Sí me fijé en que el diario abarcaba meses, si no años: el color de la tinta cambiaba, por ejemplo, del negro al azul y vuelta a empezar, como si un bolígrafo se hubiera secado o perdido.

No leí los tres volúmenes completos hasta después de Año Nuevo, de una sentada, de la primera página a la última, y su transcripción es lo que van a encontrar a continuación, con pequeñas modificaciones para corregir la ortografía y algunos usos arcaicos de la gramática.

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UNO

«Una curiosidad singular»

Estos son los secretos que he guardado. Esta es la confianza que jamás traicioné.

Sin embargo, él ya está muerto, y lleva muerto más de cuarenta años, el que depositó en mí su confianza, la persona por la que he guardado estos secretos.

El que me salvó... y el que me maldijo.

No me acuerdo de lo que he desayunado esta mañana, pero sí que recuerdo con la claridad de una pesadilla aquella noche de primavera de 1888 en la que me despertó de mi sueño, con el cabello alborotado, los ojos muy abiertos e iluminados por la luz de la lámpara, y aquel resplandor en sus marcadas facciones, un resplandor que, por desgracia, yo había llegado a conocer a la perfección.

—¡Levanta! ¡Levanta, Will Henry, y apresúrate! —me apremió—. ¡Tenemos visita!

—¿Visita? —murmuré a modo de respuesta—. ¿Qué hora es?

—Poco más de la una. Ahora, vístete y reúnete conmigo en la puerta de atrás. ¡Aligera el paso, Will Henry, y espabila!

Salió de mi diminuto desván y se llevó la luz con él. Me vestí a oscuras y bajé la escalera a toda prisa, descalzo, mientras me colocaba la última de mis prendas: un suave sombrero de fieltro algo pequeño para mi cabeza de doce años. Aquel sombrerito era lo único que me quedaba de mi vida anterior al doctor, así que para mí era un objeto muy preciado.

Había encendido las lámparas de gas del pasillo de arriba, pero solo una brillaba en la planta principal, en la cocina, en la parte de atrás de la vieja casa donde vivíamos los dos en mutua y única compañía sin tan siquiera una doncella que nos limpiara: el doctor era un hombre celoso de su intimidad y dedicado a negocios oscuros y peligrosos, así que de ningún modo podía permitirse los ojos fisgones y las lenguas cotillas de los sirvientes. Cuando el polvo y la suciedad llegaban a ser intolerables, cada tres meses aproximadamente, me ponía un trapo y un cubo en las manos y me decía que «espabilara» antes de que una ola de suciedad nos barriera.

Seguí la luz hasta la cocina, olvidando mis zapatos con los nervios. No se trataba del primer visitante nocturno que conocía desde que llegara allí el año anterior. El doctor recibía numerosas visitas a altas horas de la madrugada, más de las que quería recordar, y ninguna de ellas para alegres intercambios sociales. Su negocio era peligroso y oscuro, como ya he mencionado, y así, en general, lo eran también sus clientes.

El que llamó aquella noche estaba al otro lado de la puerta de atrás; se trataba de una figura esquelética, y su sombra brotaba como un espectro de los relucientes adoquines. El rostro quedaba oculto por el ala ancha de su sombrero de paja, aunque le veía asomar las protuberancias de los nudillos de las deshilachadas mangas, y unos huesudos tobillos amarillos del tamaño de manzanas de los harapientos pantalones. Detrás del anciano, un caballo gruñón de aspecto mustio piafaba y resoplaba mientras sus temblorosos flancos escupían vaho. Detrás del caballo, apenas visible en la niebla, estaba el carro con su grotesca carga envuelta en varias capas de arpillera.

El doctor hablaba en voz baja con el anciano cuando me acerqué a la puerta, y le había apoyado una mano tranquilizadora en el hombro porque resultaba evidente que el hombre estaba casi muerto de miedo. Le aseguraba que había hecho lo correcto, que él, el doctor, se encargaría del asunto. Que todo iría bien. El pobre diablo asentía con su enorme cabeza, que parecía aún mayor con su gorro de paja moviéndose adelante y atrás sobre su cuello larguirucho.

—Es un crimen. ¡Un maldito crimen de la naturaleza! —exclamó en cierto momento—. No debería haberlo sacado; ¡debería haberlo tapado de nuevo para dejarlo a merced de Dios!

—No me pronuncio sobre temas teológicos, Erasmus —repuso el doctor—. Soy un científico. Pero ¿no se suele decir que somos sus instrumentos? En tal caso, ha sido Dios el que lo ha llevado hasta ella y después lo ha dirigido a mi puerta.

—Entonces ¿no me denunciará? —preguntó el anciano mientras miraba de soslayo al doctor.

—Su secreto está tan a salvo conmigo como, espero, lo esté el mío con usted. Ah, aquí está Will Henry. Will Henry, ¿dónde están tus zapatos? No, no —dijo cuando vio que me daba media vuelta para ir a buscarlos—. Necesito que prepares el laboratorio.

—Sí, doctor —respondí, solícito, y me volví de nuevo.

—Y pon una tetera. Va a ser una noche muy larga.

—Sí, señor —dije, y me volví por tercera vez.

—Y tráeme mis botas, Will Henry.

—Por supuesto, señor.

Vacilé, a la espera de una cuarta orden. El anciano llamado Erasmus me estaba mirando.

—Bueno, ¿a qué esperas? —preguntó el doctor—. ¡Espabila, Will Henry!

—Sí, señor. ¡Ahora mismo, señor!

Los dejé en el callejón y, mientras corría por la cocina, escuché decir al anciano:

—¿Es su hijo?

—Es mi ayudante.

Puse el agua a hervir y después bajé al sótano. Encendí las lámparas, coloqué los instrumentos. No estaba seguro de cuáles necesitaría, pero sospechaba que el paquete que entregaba el viejo no estaba vivo; de la carga no había surgido ruido alguno, y nadie parecía tener mucha prisa por bajarla del carro... Aunque quizá se tratara más de esperanza que de sospecha...

Después saqué una bata limpia del armario y rebusqué bajo las escaleras las botas de goma del doctor. No estaban allí y, por un momento, me quedé junto a la mesa de examen, mudo de pánico. Las había lavado la semana anterior y estaba seguro de haberlas dejado bajo las escaleras. ¿Dónde podían estar? De la cocina me llegó el ruido de pasos sobre el suelo de madera. ¡Estaba en camino, y yo había perdido sus botas!

Las encontré bajo la mesa de trabajo, donde las había dejado, justo cuando el doctor y Erasmus empezaban a bajar las escaleras. ¿Por qué las había puesto allí? Las llevé junto al taburete y esperé con el corazón en un puño y la respiración entrecortada. El sótano era muy frío, hacía unos doce grados menos que en el resto de la casa, y así era durante todo el año.

La carga, todavía bien envuelta en arpillera, debía de ser pesada: los músculos de los cuellos de ambos hombres sobresalían por culpa del esfuerzo, y su descenso fue dolorosamente lento. Llegados a cierto punto, el anciano gritó pidiendo un descanso. Se detuvieron a cinco escalones del fondo, y me di cuenta de que al doctor le molestaba el retraso. Estaba deseando descubrir su nuevo trofeo.

Al final consiguieron dejar el bulto sobre la mesa de examen. El doctor guio al anciano hasta el taburete, y Erasmus se dejó caer en él, se quitó el sombrero de paja y se limpió la sudorosa frente con un trapo sucio. Temblaba de mala manera. A la luz pude ver que casi todo en él estaba sucio, desde los zapatos cubiertos de barro reseco hasta las uñas rotas, pasando por las finas arrugas y grietas de su viejo rostro. Despedía un intenso aroma margoso a tierra húmeda.

—Un crimen —murmuró—. ¡Un crimen!

—Sí, saquear tumbas es un crimen —dijo el doctor—. Un delito muy serio, Erasmus. Una multa de mil dólares y cinco años de trabajos forzados. —Se colocó la bata y fue a por las botas. Se apoyó en la barandilla para ponérselas—. Ahora somos cómplices. Debo confiar en usted, y usted en mí. Will Henry, ¿dónde está mi té?

Corrí escaleras arriba. Abajo, el anciano decía:

—Tengo una familia que alimentar. Mi esposa está muy enferma; necesita medicamentos. No encuentro trabajo, y ¿de qué les sirven el oro y las joyas a los muertos?

Habían dejado la puerta de atrás entreabierta. La cerré y eché el pestillo, no sin antes echar un vistazo al callejón. No vi nada más que la espesa niebla y el caballo, cuyos grandes ojos parecían implorarme ayuda.

Oía la cadencia de las voces del sótano mientras preparaba el té: la de Erasmus, con su tono agudo y casi histérico, y la del doctor, controlada y grave, bajo la que bullía una brusquedad fruto, sin duda, de la impaciencia por desenvolver el impío fardo del anciano. Mis pies, todavía descalzos, estaban muy fríos, aunque intenté hacer caso omiso de mi incomodidad. Puse en la bandeja el azúcar, la leche y dos tazas. El doctor no me había pedido una segunda taza, pero pensé que quizás el anciano necesitara una para reparar sus maltrechos nervios.

—... a medio camino, el suelo cedió bajo mis pies —explicaba el ladrón de tumbas mientras yo bajaba con la bandeja—. Como si hubiera dado con un socavón o una bolsa de aire bajo tierra. Caí de bruces sobre la tapa del ataúd. No sé si fue mi caída lo que rompió la tapa o si la rompería el... o si ya estaba rota cuando caí.

—Ya lo estaría, sin duda —repuso el doctor.

Estaban tal y como los había dejado: el doctor apoyado en la barandilla y el anciano temblando en el taburete. Le ofrecí una taza de té, y él la aceptó, agradecido.

—¡Ay, estoy helado hasta los huesos! —gimió.

—Ha sido una primavera bastante fría —comentó el doctor, que parecía aburrido a la par que nervioso.

—No podía dejarlo ahí —siguió diciendo el anciano—. ¿Cubrirlo y dejarlo? No, no. Soy un hombre de bien, temeroso de Dios. ¡Temo el juicio final! Un crimen, doctor. ¡Una abominación! Así que, en cuanto recuperé la cordura, los saqué del hoyo con el caballo y un trozo de cuerda, los envolví... y los traje aquí.

—Ha hecho lo correcto, Erasmus.

—«Él sabrá lo que hacer», me dije. Perdóneme, pero ya estará enterado de lo que se dice de usted y de los curiosos tejemanejes que se traen en esta casa. ¡Hay que estar sordo para no haber oído hablar de Pellinore Warthrop y de la casa de Harrington Lane!

—Entonces, es una suerte para mí que no esté usted sordo —dijo el doctor en tono seco.

Después se acercó al anciano y le colocó ambas manos sobre los hombros.

—Cuente con mi discreción, Erasmus Gray. Sé que yo cuento con la suya. No hablaré con nadie de su participación en este «crimen», como usted lo llama, igual que estoy convencido de que usted callará respecto al mío. Ahora, por las molestias...

Se sacó un fajo de billetes del bolsillo y los dejó sobre las manos del viejo.

—No pretendo echarlo, pero cada momento que pasa en esta casa los pone en peligro tanto a usted como a mi trabajo, y ambos significan mucho para mí, aunque quizás uno un poco más que el otro —añadió con una sonrisa tensa. Después se volvió hacia mí—: Will Henry, acompaña a nuestra visita a la puerta. —Y, de nuevo hacia Erasmus Gray—: Ha realizado un servicio de valor incalculable para el progreso de la ciencia, señor.

El anciano parecía más interesado en el progreso de su fortuna, puesto que observaba boquiabierto el dinero que sostenían sus manos, todavía temblorosas. El doctor Warthrop lo urgió a levantarse y subir las escaleras, para después recordarme que cerrara la puerta de atrás con llave y que buscara mis zapatos.

—Y nada de holgazanear, Will Henry. Tenemos trabajo de sobra para ocuparnos el resto de la noche. ¡Espabila!

El viejo Erasmus vaciló al llegar a la puerta de atrás, me colocó una de sus sucias manos en el hombro mientras con la otra sujetaba el andrajoso sombrero de paja, y sus ojos legañosos se esforzaron por ver a través de la niebla, que ya se había tragado por completo tanto al caballo como al carro. Los resoplidos y el piafar del animal eran la única prueba de su presencia.

—¿Por qué estás aquí, chico? —me preguntó de repente, apretándome con fuerza el hombro—. Estos asuntos no son cosa de niños.

—Mis padres murieron en un incendio, señor. El doctor me acogió.

—El doctor —repitió Erasmus—. Así lo llaman, pero ¿de qué es doctor exactamente?

«De lo grotesco —podría haber respondido—. De lo extraño. De lo incalificable». Sin embargo, me limité a ofrecer la misma respuesta que me había dado el doctor cuando le pregunté lo mismo, poco después de mi llegada a la casa de Harrington Lane.

—Filosofía —afirmé con convicción.

—¡Filosofía! —exclamó el anciano en voz baja—. ¡No es el nombre que le daría yo, eso está claro!

Se caló el sombrero en la cabeza y se sumergió en la niebla, por la que avanzó arrastrando los pies hasta desaparecer por completo.

Unos minutos más tarde descendía las escaleras que daban al laboratorio del sótano después de haberle echado el cerrojo a la puerta y haber encontrado mis zapatos que, tras unos segundos de frenética búsqueda, resultaron estar justo donde los había dejado la noche anterior. El doctor me esperaba al pie de las escaleras, tamborileando con impaciencia en la barandilla. No le parecía que hubiera espabilado lo suficiente, creo. En cuanto a mí, no me apetecía demasiado que se iniciara el resto de la noche. No era la primera vez que alguien llamaba a nuestra puerta a horas intempestivas para traernos paquetes macabros, aunque sin duda aquel era el mayor que yo había visto desde mi llegada a la casa.

—¿Has cerrado bien la puerta? —preguntó el doctor. Me fijé de nuevo en el color de sus mejillas, en la respiración entrecortada, en el temblor de la voz, producto del entusiasmo. Respondí que así era. Él asintió—. Si lo que dice es cierto, Will Henry, si no me ha tomado por tonto (que no sería la primera vez), se trata de un descubrimiento extraordinario. ¡Acércate!

Ocupamos nuestras posiciones de siempre: él junto a la mesa en la que yacía el bulto envuelto en arpillera enfangada, yo tras él, a su derecha, para manejar el alto carrito con los instrumentos y tener a punto lápiz y cuaderno. Me temblaba un poco la mano cuando escribí la fecha en la parte superior de la hoja: «15 de abril de 1888».

Se puso los guantes, que le restallaron en las muñecas, y dio unos cuantos pisotones con las botas en el frío suelo de piedra. Después se puso la máscara que solo le dejaba al aire el puente de la nariz y los intensos ojos oscuros.

—¿Preparado, Will Henry? —dijo en voz baja, amortiguada por la máscara. Tamborileaba en el aire con los dedos.

—Preparado, señor —contesté, aunque nada más lejos de la realidad.

—¡Tijeras!

Le dejé el instrumento, con el mango por delante, en la palma abierta de la mano.

—No, las grandes, Will Henry. Las de podar.

Encorvado, empezó por el extremo estrecho del fardo, donde debían de estar los pies, y cortó por el centro de la gruesa tela; el esfuerzo resultaba evidente en la tensión de la mandíbula. Se detuvo una única vez para estirar y soltar un poco los acalambrados dedos, y regresó a la tarea. La arpillera estaba mojada y cubierta de barro.

—El anciano la ha atado como si fuera un pavo de Navidad —masculló.

Al cabo de lo que me parecieron horas, alcanzó el extremo opuesto. La arpillera se había abierto tres o cuatro centímetros a lo largo del corte, nada más. El contenido seguía siendo un misterio, y así permanecería durante unos segundos más. El doctor me había devuelto las tijeras grandes y estaba apoyado en la mesa para descansar un momento antes del terrible clímax final. Por fin se enderezó y se apretó la parte baja de la espalda con las manos. Respiró hondo.

—Bueno, ya está —dijo en voz baja—. Allá vamos, Will Henry.

Retiró la tela siguiendo la dirección del corte. La arpillera cayó a ambos lados y se amontonó sobre la mesa como los pétalos de una flor al abrirse para recibir el sol de primavera.

Pude verlos por encima de su espalda doblada. No se trataba del corpulento cadáver que me esperaba, sino de dos cuerpos, uno envuelto en otro cual abrazo obsceno. Faltó poco para que me atragantara con la bilis que me subió desde el estómago vacío, y tuve que ordenar a mis rodillas que se mantuvieran quietas. Recuerden que tenía doce años. Un niño, sí, pero uno que ya había sido testigo de más de un espectáculo grotesco. Las paredes del laboratorio estaban repletas de estanterías, y en ellas se guardaban grandes tarros en los que flotaban rarezas en conserva, extremidades y órganos de criaturas que ustedes no serían capaces de reconocer, cuya existencia relacionarían con el reino de las pesadillas y no con el mundo real en el que tan cómodos se sienten. Y, como ya he mencionado, no se trataba de la primera vez que ayudaba al doctor en su mesa.

No obstante, nada me había preparado para el paquete entregado por el anciano aquella noche. Me atrevería a decir que un adulto normal habría huido escaleras arriba y salido de la casa entre gritos, horrorizado, porque lo que ocultaba el capullo de arpillera dejaba en evidencia todos los tópicos y promesas expresados desde miles de púlpitos sobre la naturaleza de un Dios justo y amoroso, sobre la existencia de un universo de equilibrio y bondad, y sobre la dignidad del hombre. El ladrón de tumbas lo había tildado de «crimen». Lo cierto era que yo no encontraba una palabra mejor, aunque un crimen necesita de un criminal... y ¿quién o, mejor dicho, qué era el criminal en este caso?

Sobre la mesa yacía una joven con el cuerpo en parte cubierto por la forma desnuda que la envolvía, que le había echado una pierna enorme sobre el torso y un brazo sobre el pecho. El vestido blanco con el que la enterraron estaba mancillado con el característico tono ocre de la sangre seca, y la fuente de la sangre quedó clara desde el primer momento: le faltaba la mitad de la cara y, por debajo de ella, los huesos del cuello quedaban al aire. Los desgarros en la piel restante eran irregulares y de forma triangular, como si alguien la hubiera atacado con una hachuela.

El otro cadáver era masculino, medía el doble que ella y, como he dicho, envolvía su diminuta figura como una madre que acuna a su niño, con el pecho a pocos centímetros del cuello destrozado y el resto de su cuerpo apretado contra ella. Sin embargo, lo más sorprendente no era el tamaño ni su mera presencia.

No, lo más asombroso de aquel retablo extraordinario de por sí era que el compañero de la joven no tenía cabeza.

—Anthropophagus —murmuró el doctor con los ojos muy abiertos y relucientes por encima de la máscara—. Tiene que serlo, pero ¿cómo? Es de lo más curioso, Will Henry. Que esté muerto es curioso, ¡pero muchísimo más lo es que esté aquí! El espécimen es macho, de entre veinticinco y treinta años, aproximadamente, sin indicios aparentes de lesiones ni de traumatismos... Will Henry, ¿estás tomando nota?

Me miraba. Yo lo miré. El hedor de la muerte dominaba el cuarto, y los ojos me picaban y lagrimeaban. Señaló el cuaderno, olvidado en mi mano.

—Concéntrate en la tarea, Will Henry.

Asentí y me limpié las lágrimas con el dorso de la mano. Después apreté la punta de grafito contra el papel y empecé a escribir debajo de la fecha.

—El espécimen parece pertenecer al género Anthropophagus —repitió el doctor—. Macho, entre veinticinco y treinta años, aproximadamente, sin indicios aparentes de lesiones ni de traumatismos...

Concentrarme en la tarea de secretario me ayudó a tranquilizarme, aunque la curiosidad morbosa tiraba de mí, como la marea de un nadador, y me urgía a mirar de nuevo. Mordisqueé la punta del lápiz mientras intentaba decidir cómo se escribía Anthropophagus.

—La víctima es hembra, de unos diecisiete años, con un traumatismo por dentellada visible en el lateral derecho del rostro y el cuello. El hueso hioides y la mandíbula inferior están expuestos y se ven las marcas de los dientes del espécimen...

¿Dientes? ¡Pero si aquella criatura no tenía cabeza! Levanté la mirada del cuaderno. El doctor Warthrop estaba inclinado sobre sus torsos, lo que, por suerte, me tapaba la vista. ¿Qué clase de ser era capaz de morder sin boca? Tras aquel pensamiento, llegó otra terrible revelación: aquella cosa había estado comiéndose a la chica.

Al moverse rápidamente hacia el otro lado de la mesa, logré observar sin más impedimentos al «espécimen» y a su pobre víctima. Era una muchacha delgada cuyo pelo oscuro se desparramaba sobre la mesa en una cascada de sedosos tirabuzones. El doctor se inclinó de nuevo, examinó con ojos entornados el pecho de la bestia que se apretaba contra ella y recorrió con la mirada el cuerpo de la joven cuyo eterno descanso había quedado interrumpido por aquel abrazo impío, por la caricia mortal de un invasor del mundo de las sombras y las pesadillas.

—¡Sí! —dijo en voz baja—. Anthropophagus, sin duda. Fórceps, Will Henry, y una bandeja, por favor... No, la pequeña de ahí, la que está junto al escoplo. Esa.

De algún modo logré reunir la entereza necesaria para moverme, aunque las rodillas me temblaban de mala manera y no me sentía los pies, literalmente. Procuré no quitarle la vista de encima al doctor y hacer caso omiso de las acuciantes arcadas. Le pasé los fórceps y le acerqué la bandeja a pesar del temblor de mis brazos, mientras intentaba no respirar hondo, pues el hedor a putrefacción me quemaba la boca y se aposentaba como una brasa ardiente en el fondo de mi garganta.

El doctor Warthrop metió los fórceps en el pecho de la criatura. Oí que el metal rozaba algo duro... ¿Una costilla al aire? ¿Acaso aquella cosa también estaba a medio consumir? Y, de ser así, ¿adónde había ido el otro monstruo culpable?

—Muy curioso. Muy curioso —dijo el doctor a través de la mascarilla que amortiguaba sus palabras—. No hay indicios externos de traumatismo y es evidente que se encontraba en la flor de la vida, pero muerto está. ¿Qué te mató, Anthropophagus, eh? ¿Cómo sobrevino tu final?

Mientras hablaba, el doctor daba golpecitos en la bandeja metálica para soltar allí, con el fórceps, las tiras de carne, oscuras y fibrosas como cecina a medio curar, y un trocito de tela blanca que se había pegado a un par de tiras, y entonces me percaté de que no estaba quitando la carne del monstruo, sino que la carne pertenecía al rostro y el cuello de la chica.

Miré abajo, entre mis brazos estirados, al punto en el que el doctor trabajaba, y vi que no había estado raspando una costilla al aire.

Le estaba limpiando los dientes a la criatura.

La habitación empezó a darme vueltas.

—Aguanta, Will Henry —me dijo el doctor en tono tranquilo—. Inconsciente no me sirves. Esta noche tenemos una obligación. Somos estudiosos de la naturaleza y de sus productos, de todos, incluida esta criatura. Nació de la mente divina, si crees en esas cosas, porque ¿cómo iba a ser de otro modo? Somos soldados de la ciencia y cumpliremos con nuestro deber. ¿De acuerdo, Will Henry? ¿De acuerdo?

—Sí, doctor —respondí con voz ahogada—. Sí, señor.

—Buen chico.

Dejó caer el fórceps en la bandeja de metal. Pizcas de carne y gotas de sangre le manchaban los dedos enguantados.

—Tráeme el escoplo.

Regresé con sumo gusto a la bandeja de instrumentos. Sin embargo, antes de entregarle el escoplo, me detuve a prepararme para el siguiente asalto, como el buen soldado raso de la ciencia que era.

A pesar de no disponer de cabeza, el Anthropophagus no carecía de boca. Ni de dientes. El orificio era como el de los tiburones, y los dientes también se parecían: de forma triangular, serrados y blancos como la leche, dispuestos en filas que avanzaban hacia fuera desde la invisible cavidad interior de la garganta. La boca estaba justo debajo del enorme pecho musculoso, entre los pectorales y la ingle. No tenía nariz, que yo viera, aunque en vida no había sido ciego: sus ojos (de los que, confieso, solo había visto uno) estaban en los hombros, no tenían párpados y eran completamente negros.

—¡Espabila, Will Henry! —me llamó el doctor. Estaba tardando demasiado en prepararme—. Empuja el carrito hacia la mesa, para que la bandeja te quede más cerca; te vas a cansar de tanto trotar de un lado a otro.

Cuando tanto la bandeja como yo estuvimos en posición, alargó una mano y le di el escoplo. El doctor introdujo el instrumento en la boca del monstruo y empujó hacia arriba usando el escoplo como palanca para abrir las mandíbulas.

—¡Fórceps!

Se los puse en la mano libre y lo observé meterlos en las fauces repletas de colmillos... Y siguió metiéndolos, más, más aún, hasta que toda la mano desapareció dentro. Los músculos de su antebrazo se hincharon al girar la muñeca para explorar el fondo de la garganta de aquel ser con la punta de los fórceps. Tenía la frente perlada de sudor. Se la sequé con un trozo de gasa.

—Habría abierto un respiradero para no asfixiarse —masculló—. No hay heridas visibles..., deformidades..., ni marcas de traumatismos... ¡Ah! —Dejó de mover el brazo. Tiró del hombro para sacar los fórceps—. ¡Está atascado! Necesitaré ambas manos. Coge el escoplo y tira, Will Henry. Usa las dos manos si hace falta, así. Ahora no permitas que se te escape, o perderé las mías. Sí, eso es. Buen chico. ¡Ahhh!

Cayó de espaldas y agitó la mano izquierda para recuperar el equilibrio mientras sujetaba el fórceps con la derecha; del instrumento colgaba un enredado collar de perlas manchado de sangre rosa. Tras frenar la caída, el monstrumólogo sostuvo en alto el premio que tanto le había costado conseguir.

—¡Lo sabía! —gritó—. Aquí está el culpable, Will Henry. Debió de arrancárselo del cuello en un momento de frenesí. Se le atascó en la garganta y se ahogó.

Solté el escoplo, retrocedí unos pasos de la mesa y me quedé mirando el collar carmesí que colgaba de la mano del doctor. La luz bailaba sobre su capa de sangre, y yo sentí que el aire me presionaba y se negaba a llenarme los pulmones. Me empezaron a ceder las rodillas. Me dejé caer en el taburete mientras me esforzaba por respirar. El doctor no parecía ser consciente de mi estado. Soltó el collar en una bandeja y me pidió las tijeras. «Que se vaya al infierno —pensé—. Que coja él sus tijeras». Me llamó de nuevo, de espaldas a mí, con la mano estirada y los ensangrentados dedos abriéndose y cerrándose. Me levanté del taburete con un suspiro estremecido y le puse las tijeras en la mano.

—Una curiosidad singular —masculló mientras cortaba el centro del vestido de la muchacha—. Los Anthropophagi no son nativos de las Américas. Sí del norte y del oeste de África, y de las islas Caroli, pero no de aquí. ¡Jamás!

Con cautela, casi con cariño, apartó la tela para dejar al descubierto la perfecta piel de alabastro de la joven.

El doctor Warthrop apretó el extremo de su estetoscopio contra su vientre y escuchó con atención mientras movía el instrumento hacia el pecho, volvía a bajarlo y lo pasaba sobre su ombligo, hasta que, al regresar al inicio, se detuvo y cerró los ojos, sin apenas respirar. Permaneció inmóvil varios segundos. El silencio era atronador.

Al final se quitó el estetoscopio de las orejas.

—Como sospechaba. —Gesticuló hacia la mesa de trabajo—. Un tarro vacío, Will Henry. Uno de los grandes.

Me indicó que le quitara la tapa y lo dejara en el suelo, a su lado.

—Sostén la tapa, Will Henry. Debemos actuar con celeridad. ¡Bisturí!

Se inclinó sobre la mesa. ¿Confesaré que aparté la vista? ¿Que era incapaz de obligar a mis ojos a seguir posados sobre aquella reluciente hoja que cortaba la carne inmaculada de la joven? A pesar de desear agradarlo e impresionarlo con mi inflexible determinación, como un buen soldado raso al servicio de la ciencia, nada habría logrado convencerme para contemplar lo que ocurriría a continuación.

—No son carroñeros por naturaleza —dijo—. Prefieren la carne fresca, aunque existen impulsos más poderosos que el hambre, Will Henry. La hembra puede engendrar, pero no dar a luz. Como ves, le falta el útero, puesto que esa zona de su anatomía la ocupa otro órgano más vital: el cerebro... Toma, coge el bisturí.

Oí un suave chapoteo cuando introdujo el puño en la incisión. Rotó el hombro derecho para explorar con los dedos el interior del torso de la joven.

—Pero la naturaleza es ingeniosa, Will Henry, y maravillosa en su inclemencia. La hembra expulsa el óvulo fertilizado en la boca de su pareja, donde reposa en una bolsa situada a lo largo de la mandíbula inferior. Tiene dos meses para encontrar un anfitrión para su descendencia antes de que el feto salga de su bolsa protectora y el macho se lo trague o se ahogue con él... Ah, esto debe de ser. Prepárate con la tapa.

Se tensó, y todo se paralizó un momento. Entonces, con un único tirón teatral, sacó del estómago abierto una masa de carne y dientes que no paraba de moverse, una versión en miniatura de la bestia enroscada alrededor de la muchacha, aunque envuelta en un saco blanco lechoso que se abrió de golpe cuando la criatura de su interior intentó librarse de la mano del doctor; al estallar, la bolsa liberó un líquido hediondo que le empapó la bata y le salpicó las botas. Estuvo a punto de dejarlo caer, pero consiguió apretarlo contra el pecho mientras el engendro se retorcía y agitaba los diminutos brazos y piernas, mientras abría y cerraba la boca armada de dientecitos afilados como cuchillas y escupía por doquier.

—¡El tarro! —gritó.

Lo empujé hacia sus pies. Él metió dentro aquella cosa, y yo no necesité que me apremiara para poner la tapa.

—¡Enróscala bien, Will Henry! —exclamó entre jadeos.

Estaba bañado de pies a cabeza en aquella pringue sanguinolenta que olía peor que la carne podrida de la mesa. El diminuto Anthropophagus daba vueltas y patadas dentro del tarro, manchaba de líquido amniótico las paredes de cristal y arañaba su prisión con unas uñas del tamaño de agujas mientras su boca se movía con furia en el centro del pecho, como un pez fuera del agua que intenta respirar en la orilla. Sus maullidos de sorpresa y dolor eran lo bastante fuertes como para traspasar el grueso cristal; era un sonido espeluznante e inhumano que estoy condenado a recordar hasta el fin de mis días.

El doctor Warthrop levantó el tarro y lo colocó en el banco de trabajo. Empapó un algodón con una mezcla de halotano y alcohol, lo metió dentro del tarro y volvió a enroscar la tapa. El bebé de monstruo atacó al algodón, lo hizo jirones con sus dientecitos y se tragó algunos trozos enteros. Su agresión aceleró los efectos del agente químico para la eutanasia: en menos de cinco minutos, el impío engendro estaba muerto.

monst-9

DOS

«Sus servicios me son indispensables»

Con dos únicos descansos (uno para tomar otra taza de té sobre las tres de la madrugada y otro para aliviar su vejiga a las cuatro), el monstrumólogo trabajó toda la noche y parte del día siguiente, aunque con menos urgencia después del aborto de la abominable criatura que crecía en el interior del cadáver de la joven.

—Cuando llega a término —me explicó en un tono de voz seco y didáctico, lo que, de algún modo, conseguía dotar al tema de una dimensión aún más horrenda—, el bebé de los Anthropophagi rompe su saco amniótico y comienza a alimentarse de su anfitriona hasta que no queda nada salvo los huesos, que procede a perforar con sus dientes de aguja para chupar la médula, que es rica en nutrientes. A diferencia del Homo sapiens, Will Henry, los dientes del Anthropophagus se desarrollan antes que casi todo lo demás.

Habíamos separado los cadáveres, aunque no sin esfuerzo, ya que el animal había hundido hasta el fondo las uñas, que medían cinco centímetros, en su víctima. El doctor las sacó, un rígido dedo tras otro, usando el escoplo a modo de palanca.

—Fíjate en que las uñas tienen púas —me indicó—, como un arpón para ballenas o las patas delanteras de la mantis religiosa. Toca la punta, Will Henry... ¡Con cuidado! Es tan afilada como una aguja hipodérmica y tan dura como el diamante. Los nativos de su hábitat natural las usan para coser o para el extremo de sus lanzas.

Apartó el enorme brazo del pecho de la muchacha muerta.

—El brazo tiene una envergadura casi cincuenta centímetros mayor que el del hombre medio. Mira lo grandes que son sus manos.

Colocó la suya, palma con palma,

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