Espacio para soñar

David Lynch
Kristine McKenna

Fragmento

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Lynch con su hermano pequeño, John Lynch, en Spokane, Washington, c. 1953. «Fuimos en ese coche cruzando el país cuando nos fuimos a vivir a Durham. Mi padre hizo ese viaje con el brazo en cabestrillo porque había estado arreglando un carro oxidado para mi hermana y se cortó el tendón de la mano.» Fotografía de Donald Lynch.

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Edwina y Donald Lynch, c. 1944. «Mi padre era el jefe de la sala de máquinas de un destructor del Pacifico. A él y a un grupo de colegas les encargaron fabricar cortinas de humo y mi padre preparó una especie de mejunje de su invención, y todos declararon que, sin lugar a dudas, el mejor humo era el suyo.» Fotografía de Arthur Sundholm.

La madre de David Lynch era de ciudad y su padre, de campo. Este es un buen punto de partida, pues nos hallamos ante una historia de dualidades. «Todo se encuentra en un estado tan tierno, toda esa carne, y es un mundo imperfecto», ha observado Lynch, y es fundamental para comprender todo lo que ha hecho.[1] Vivimos en un universo de opuestos, un lugar donde coexisten en una tregua precaria el bien y el mal, el espíritu y la materia, la fe y la razón, el amor inocente y la lujuria carnal; la obra de Lynch habita en el complejo terreno donde lo bello y lo maldito colisionan.

La madre de Lynch, Edwina Sundholm, era descendiente de inmigrantes finlandeses y se crio en Brooklyn. Creció en medio del humo y el hollín de las ciudades, el olor a aceite y a gasolina, el artificio y la aniquilación de la naturaleza; todo ello constituye una parte esencial de Lynch y de su visión del mundo. Su bisabuelo paterno se asentó en un terreno cedido por el gobierno en la región del trigo cercana a Colfax, Washington, donde en 1884 nació su hijo, Austin Lynch. Aserraderos y árboles altísimos, olor a hierba recién cortada, cielos nocturnos tachonados de estrellas que solo se ven lejos de las ciudades… todo eso también forma parte de Lynch.

El abuelo de David Lynch, Austin Lynch, fue granjero como su padre en la tierra recién adquirida; en un funeral conoció a Maude Sullivan, una joven de Saint Maries, Idaho, y al cabo de un tiempo se casó con ella. «Maude era culta y educó a nuestro padre para que tuviera mucha motivación», comentó la hermana de Lynch, Martha Levacy, refiriéndose a su abuela, que era maestra en una escuela de una sola aula en las tierras que su marido y ella tenían en propiedad cerca de Highwood, Montana.[2]

Austin y Maude Lynch tuvieron tres hijos: el padre de David Lynch, Donald, fue el segundo y nació el 4 de diciembre de 1915 en una casa sin agua corriente ni electricidad. «Vivía en un paraje desolado y le encantaban los árboles porque en la pradera no había ninguno —señaló el hermano de David, John—. Decidido a no ser granjero y vivir en la pradera, estudió ingeniería forestal.»[3]

Donald Lynch hacía un posgrado en entomología en la Universidad de Duke de Durham, Carolina del Norte, cuando, en 1939, conoció a Edwina, que estaba especializándose en alemán e inglés. Sus caminos se cruzaron durante una excursión por el bosque en la que a ella le llamaron la atención sus modales cuando él le sostuvo una rama baja para que pasara. Los dos sirvieron en la marina durante la Segunda Guerra Mundial, pero en cuanto esta terminó se casaron. La ceremonia se celebró el 16 de enero de 1945 en la capilla de la marina de Mare Island, California, a treinta y siete kilómetros al nordeste de San Francisco. Poco después Donald se puso a trabajar como investigador científico para el Departamento de agricultura de Missoula, Montana. Fue allí donde él y su mujer empezaron a formar una familia.

David Keith Lynch fue su primer hijo. Nació en Missoula el 20 de enero de 1946, y tenía dos meses cuando la familia se fue a vivir a Sandpoint, Idaho, adonde el departamento de agricultura había trasladado a su padre. Todavía vivían allí cuando en 1948 nació el hermano menor de David, John. Pero él también vino al mundo en Missoula, pues Edwina Lynch, a quien llamaban Sunny, regresó para dar a luz. Ese mismo año la familia se trasladó a Spokane, Washington, donde en 1949 nació Martha. Pasaron 1954 en Durham mientras Donald finalizaba sus estudios en Duke, luego regresaron un breve período a Spokane y en 1955 se establecieron en Boise, Idaho, donde vivieron hasta 1960. Allí fue donde David Lynch pasó los años más importantes de su niñez.

Nunca ha habido un período mejor para ser niño en Estados Unidos que el que siguió a la Segunda Guerra Mundial. La guerra de Corea terminó en 1953; el tranquilizador pero acartonado presidente Dwight Eisenhower permaneció en la Casa Blanca dos mandatos, de 1953 a 1961; el mundo normal todavía prosperaba y no parecía haber muchos motivos de preocupación. Pese a ser la capital del estado de Idaho, en aquella época Boise era una pequeña ciudad y los niños de clase media que crecieron en ella gozaron de un nivel de libertad que hoy día resulta inimaginable. Entonces no se solía invitar a los amigos a jugar a casa y los niños se limitaban a vagar por las calles del vecindario, inventándose sus cosas y sus planes; esa fue la clase de niñez que Lynch conoció.

«La niñez fue realmente mágica para nosotros, sobre todo en verano, y mis mejores recuerdos de David se remontan a los veranos —recordaba Mark Smith, que era uno de los amigos íntimos de Lynch en Boise—. Entre la puerta trasera de mi casa y la de David había menos de diez metros, y en cuanto nuestros padres nos daban de desayunar, salíamos corriendo por la puerta y nos pasábamos el día entero jugando. En el vecindario había muchos descampados, y cogíamos las palas de nuestros padres y cavábamos grandes fuertes subterráneos en los que nos tumbábamos. Estábamos en la edad de jugar a soldados.»[4]

Tanto el padre como la madre de Lynch tenían dos hermanos y, salvo uno, todos estaban casados y con hijos, de modo que era una gran familia de muchos tíos y primos, y de vez en cuando todos se reunían en la casa de los abuelos maternos de Lynch en Brooklyn. «La tía Lily y el tío Ed eran cariñosos y acogedores, y su casa de la calle Catorce era como un refugio; Lily tenía una gran mesa que ocupaba la mayor parte de la cocina y nos juntábamos todos allí —recordaba la prima de Lynch, Elena Zegarelli—. Cuando llegaban Edwina y Don con sus hijos era un gran acontecimiento, y Lily preparaba una gran comida y venían todos.»[5]

Los padres de Lynch eran personas excepcionales, a decir de todos. «Nuestros padres nos dejaban hacer cosas un tanto extravagantes que ahora nadie haría —comentó John Lynch—. Eran abiertos y no intentaban obligarnos a ir en una dirección u otra.» La primera mujer de David Lynch, Peggy Reavey, señaló: «Algo que David me dijo acerca de sus padres y que me pareció extraordinario era que, si uno de sus hijos tenía una idea sobre algo que quería hacer o estudiar, se lo tomaban totalmente en serio. Tenían un taller donde hacían toda clase de cosas e inmediatamente surgía la pregunta: ¿Cómo hacemos que esto funcione? Pasaba de ser algo que tenías en la cabeza a estar fuera en el mundo con una rapidez asombrosa, y eso era algo poderoso.

»Los padres de David animaban a sus hijos a ser ellos mismos —continuó Reavey—, pero el padre tenía unas normas de conducta muy definidas. No permitía que trataras mal a la gente, y si había algo que se te daba bien, se mostraba exigente. El criterio de David cuando se trata de hacer las cosas es impecable, y estoy segura de que su padre influyó en ello».[6]

El amigo de la infancia, Gordon Templeton, recordaba a la madre de Lynch como «una gran ama de casa. Confeccionaba ella misma la ropa de sus hijos y era una gran costurera».[7] Además, los padres de Lynch tenían gestos románticos —«Se cogían de la mano y se despedían con un beso», comentó Martha Levacy—, y al firmar la correspondencia, la madre a menudo dibujaba un sol al lado de su nombre, «Sunny», y un árbol al lado del de su marido, «Don». Eran presbiterianos devotos. «Constituía una parte importante de nuestra educación —señaló John Lynch— e íbamos a la escuela dominical. Entre nuestros vecinos los Smith y nuestra familia existían fuertes contrastes. Los domingos todos los Smith se subían a su Thunderbird descapotable e iban a esquiar, y el señor Smith se fumaba un cigarrillo. Nosotros nos subíamos al Pontiac e íbamos a la iglesia. David pensaba que los Smith eran geniales mientras que nuestra familia le parecía aburrida.»

La hija de David, Jennifer Lynch, recuerda a su abuela como una mujer «remilgada y correcta que participaba activamente en su iglesia. Sunny también tenía un gran sentido del humor y adoraba a sus hijos. Nunca tuve la sensación de que tratara con favoritismo a David, pero él era sin duda el que más espacio mental le ocupaba. Mi padre quería mucho a sus padres, pero también desdeñaba toda esa bondad, la valla blanca y demás. Tiene una idea romántica de todo eso, pero al mismo tiempo lo aborrecía porque lo que él quería era fumar y entregarse a la vida del arte, y ellos en cambio iban a la iglesia y todo era perfecto, tranquilo y bueno. Le volvía un poco loco.»[8]

Los Lynch vivían en un callejón sin salida en la que vivían varios chicos de edad similar a pocas casas unos de otros, y todos se hicieron amigos. «Éramos unos ocho —dijo Templeton—. Willard “Winks” Burns, Gary Gans, Riley “Riles” Cutler, yo, Mark y Randy Smith y David y John Lynch, y nos comportábamos como hermanos. A todos nos gustaba la revista Mad, íbamos a todas partes en bicicleta, pasábamos mucho tiempo en la piscina en verano e íbamos a las casas de nuestras amigas a escuchar música. Teníamos mucha libertad, nos dejaban estar fuera de casa hasta las diez de la noche, tomábamos el autobús solos para ir al centro y nos cuidábamos los unos a los otros. Y David caía bien a todo el mundo. Era simpático, sociable, poco pretencioso, leal y solícito.»

Lynch parece haber sido un chico espabilado que anhelaba una clase de sofisticación que no era fácil encontrar en Boise en la década de 1950, y ha confesado que de niño deseaba «que pasara algo extraordinario». Por primera vez la televisión llevaba a los hogares norteamericanos realidades alternativas y empezaba a socavar el carácter regional único de las ciudades y los pueblos de todo el país. Cabe imaginar que un niño intuitivo como Lynch percibió el profundo cambio que comenzaba a transformar el país. Al mismo tiempo, él era muy de su época y de su tierra, además de un dedicado miembro de los Boy Scouts; de adulto de vez en cuando ha promocionado su título de Eagle Scout, el máximo rango que se puede alcanzar en esta organización juvenil.

«Estuvimos juntos en la tropa 99 —señaló Mark Smith—. Hacíamos muchas actividades, como natación, aprender a hacer nudos, o un campamento de supervivencia de una sola noche donde un tipo nos enseñó qué se podía comer en el bosque para sobrevivir, cómo atrapar una ardilla y cocinarla, etcétera. Tuvimos unas cuantas sesiones en las que aprendimos a hacer todo eso y luego fuimos a las montañas a sobrevivir. Antes de irnos nos compramos todas las golosinas que pudimos, pero en menos de una hora ya nos las habíamos comido todas. Luego llegamos a un lago y nos dijeron que pescáramos un pez, pero nadie pudo, y al hacerse de noche creíamos que íbamos a morir de hambre. Entonces nos fijamos en un avión que volaba en círculos sobre nuestras cabezas y que dejó caer una caja en un paracaídas. Fue todo un espectáculo. La caja estaba llena de provisiones como huevo en polvo, y sobrevivimos.»

Lynch era de esos niños que tienen un don nato para dibujar, y a una edad muy temprana se puso de manifiesto su talento artístico. Su madre se negaba a darle libros de colorear pues le parecía que restringían la imaginación, y su padre le traía de la oficina mucho papel cuadriculado; Lynch disponía de todos los materiales que necesitaba y siempre lo alentaban a ir donde su imaginación lo llevara cuando se sentaba a dibujar. «Eso era poco después de la guerra y estábamos rodeados de excedentes del ejército, así que yo dibujaba pistolas y cuchillos —ha recordado Lynch—. Aviones de combate, bombarderos y cazas, Tigres Voladores y ametralladoras Browning automáticas refrigeradas por agua.»[9]

«Casi todos los niños llevaban camisetas vulgares entonces —recordaba Martha Levacy—, y David empezó a diseñar camisetas individualizadas para todos los niños del vecindario con rotuladores Magic Markers y todos le compraron una. Recuerdo que nuestro vecino, el señor Smith, le compró una para un amigo que iba a cumplir cuarenta años. David hizo un dibujo al estilo de “La vida empieza a los 40” de un hombre que mira fijamente a una mujer atractiva.»

Lynch era un niño carismático y con talento que «sin duda atraía a la gente —comentó Smith—. Despertaba mucha simpatía y puedo imaginármelo fácilmente dirigiendo un plató de cine; derrochaba energía, y siempre tenía muchos amigos porque hacía reír. Tengo un recuerdo de todos sentados en la acera en quinto curso, leyéndonos unos a otros la revista Mad y riéndonos a carcajadas, y cuando vi el primer episodio de Twin Peaks reconocí la misma clase de humor». La hermana de Lynch coincidió en que «gran parte del humor de ese período de nuestra vida está presente en la obra de David».

Lynch fue delegado de clase en séptimo y tocaba la trompeta en la banda del colegio. Como la mayoría de los habitantes en buena condición física de Boise, esquiaba y nadaba —se le daban bien ambos deportes, señaló su hermana—, y jugaba como primera base en la liga menor de béisbol. También le gustaba el cine. «Si iba a ver una película que yo no había visto, cuando volvía a casa me la contaba con todo lujo de detalles —comentó John Lynch—. Recuerdo que le gustó especialmente una que se titulaba El hombre que mató a Liberty Valance, no paraba de hablar de ella.» La primera película que Lynch recuerda haber visto fue Cabalgata de pasiones, un drama deprimente dirigido por Henry King en 1952 que culmina con el protagonista abatido a tiros en una barbería. «La vi con mis padres en un autocine, y recuerdo una escena de un tipo sentado en una silla de barbero que es acribillado con una metralleta, y otra escena de una niña que juega con un botón y de pronto sus padres se dan cuenta que se ha atragantado con él. Sentí verdadero horror.»

A la luz de la obra que Lynch empezó a producir, no sorprende que sus recuerdos de la niñez sean una mezcla de oscuridad y luz. Tal vez el trabajo de su padre con árboles enfermos le imbuyera de una mayor conciencia de lo que ha descrito como «un dolor terrible, un deterioro» que se esconde bajo la superficie de las cosas. Sea cual sea la razón, Lynch era más sensible de lo normal a la entropía que empieza al instante devorando todo lo nuevo, y que le producía desasosiego. Los viajes que hacía con la familia para visitar a sus abuelos en Nueva York también le causaban desazón, y ha recordado que se quedaba muy perturbado por lo que encontraba allí. «Las cosas que me afectaban no eran nada comparadas con las sensaciones que me provocaban —ha admitido—. Creo que la gente tiene miedo, aunque no sepa lo que lo causa. A veces alguien entra en una habitación y nota que pasa algo, y cuando yo iba a Nueva York esa sensación me cubría como una manta. En medio de la naturaleza el miedo es diferente, pero también existe. Pueden pasar cosas horribles en el campo.»

En 1988 Lynch pintó un cuadro titulado Boise, Idaho que habla de esa clase de recuerdos. En el cuadrante derecho inferior de un campo negro se ve la silueta del estado, rodeada de pequeñas letras pegadas en las que se lee el título del cuadro. Cuatro líneas verticales irregulares interrumpen el campo negro, y a la izquierda de la imagen plana una especie de tornado amenazador parece estar avanzando hacia el estado. Es una imagen perturbadora.

Al parecer las corrientes más turbulentas que discurrían por la mente de Lynch no eran evidentes para sus compañeros de juegos de Boise. «Cuando ves ese coche negro subir serpenteando la colina en Mulholland Drive —comentó Smith—, sabes que va a pasar algo escalofriante. Esa no es la persona que era David de niño. La oscuridad que veo en su obra me sorprende y no sé de dónde viene.»

Lynch tenía catorce años cuando en 1960 trasladaron a su padre a Alexandria, Virginia, y la familia se mudó de nuevo. Smith recordaba que «cuando se marchó, fue como si alguien hubiera quitado la bombilla de la farola de la calle. La familia de David tenía un Pontiac de 1950, de modo que encima del capó destacaba el emblema de la marca, que es la cabeza de un nativo americano. Como se le había roto la nariz nos referíamos al coche como el Jefe Nariz Rota, y antes de trasladarse se lo vendieron a mis padres». Gordon Templeton también recuerda el día que se fueron los Lynch. «Se fueron en tren y fuimos unos cuantos en bicicleta a la estación para despedirnos. Fue un día triste.»

Aunque Lynch floreció como estudiante en el instituto de Alexandria, los años que pasó en Boise siempre han ocupado un lugar especial en su corazón. «Cuando imagino Boise, veo el optimismo cromado de los eufóricos años cincuenta», ha dicho. Con la familia Lynch se fueron también otros vecinos, y John Lynch recordaba a David diciendo: «Fue entonces cuando acabó la música».

Lynch había empezado a dejar atrás la niñez cuando se marchó de Boise. Todavía recuerda lo consternado que se quedó al enterarse de que se había perdido el debut de Elvis Presley en The Ed Sullivan Show, y ya estaba seriamente interesado en las chicas cuando la familia se trasladó. «David empezó a ir detrás de una chica muy guapa —contó Smith—. Estaban muy enamorados.» La hermana de Lynch recuerda que «David siempre tenía novia, desde que era muy joven. Cuando estaba en la secundaria me contó que había besado a todas las chicas en un paseo en carreta que dio con su clase de séptimo.»

Lynch regresó a Boise en verano después de acabar el noveno curso en Virginia y pasó varias semanas quedándose en casas de amigos. «Cuando volvió parecía cambiado —recordó Smith—. Había madurado y vestía de otra forma, con un estilo único, y sus pantalones negros y camisas negras chocaban en nuestro grupo. Se le veía realmente seguro de sí mismo, y cuando nos habló de sus experiencias en Washington, D.C., nos quedamos impresionados. Tenía una sofisticación que me hizo pensar: “Mi amigo se ha ido a algún lugar que me sobrepasa”.

»Después del instituto David dejó de venir a Boise y perdimos el contacto —continuó Smith—. Mi hija pequeña es fotógrafa y vive en Los Ángeles, y en 2010 el fotógrafo para el que trabajaba de ayudante le dijo un día: “Hoy fotografiaremos a David Lynch”. En un descanso de la sesión fotográfica, ella se acercó a él y le dijo: “Señor Lynch, creo que podría haber conocido a mi padre. Se llama Mark Smith y es de Boise”. “Me tomas el pelo, ¿no?”, le respondió David, y la siguiente vez que visité a mi hija, lo fui a ver a su casa. No lo había visto desde la secundaria y me dio un fuerte abrazo mientras decía a toda la gente de su oficina: “Quiero que conozcáis a Mark, mi hermano”. David es muy leal, y se mantiene en contacto con mi hija; como padre, me alegro de que David esté allí. Ojalá fuera vecino mío.»

La década de 1950 nunca se ha desvanecido del todo para Lynch. Madres con vestidos camiseros de algodón sacando pan recién hecho del horno; padres de pecho fornido con camisas de sport asando carne en una barbacoa o yendo a trabajar con americana y corbata; los omnipresentes cigarrillos —en los años cincuenta todo el mundo fumaba—, el rock and roll clásico; las camareras con graciosos gorritos; las chicas con calcetines cortos y zapatos planos bicolor, jerséis y faldas plisadas a cuadros… esos son todos los elementos que forman parte del vocabulario estético de Lynch. Sin embargo, el aspecto más relevante que permaneció con él es la atmósfera: el brillante barniz de inocencia y bondad, las fuerzas oscuras que palpitaban por debajo, y la sensualidad encubierta que dominó esos años se erigieron en piedra angular de su arte.

«El vecindario donde se filmó Terciopelo azul (Blue Velvet) se parece mucho al nuestro de Boise, y a media manzana de nuestra casa había un horripilante bloque de pisos como el de la película», señaló John Lynch. Las idílicas estampas estadounidenses con que empieza Terciopelo azul provienen de Good Times on Our Street, un libro infantil que se ha quedado permanentemente grabado en la mente de David. «El paseo en coche de Terciopelo azul también está inspirado en una experiencia en Boise. David y varios de sus colegas se apretujaron una vez en el coche de un chico mayor que ellos que se jactaba de conducir a más de ciento sesenta kilómetros por hora por Capital Boulevard. Creo que fue una experiencia aterradora, con ese loco al volante de un bólido trucado, y a David se le quedaría grabada. Gran parte de su obra se inspira en su niñez.»

Lynch hace alusión a su niñez en su obra, pero su impulso creativo y todo lo que ha producido no pueden reducirse a una simple ecuación. Podemos diseccionar la infancia de alguien en busca de claves que expliquen a la persona en que se ha convertido, pero por regla general no hay un hecho instigador, un Rosebud. Simplemente salimos con algo de lo que somos. Lynch llegó con una capacidad de disfrute extraordinaria y un deseo de dejarse seducir, y se mostró seguro y creativo desde el principio. Él no era uno de los chicos que se compraban una camiseta con un dibujo irreverente. Era el chico que las hacía. «David era un líder nato», comenta su hermano John.

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John y David Lynch en Sandpoint, Idaho, c. 1948. Fotografía de Sunny Lynch.

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De izquierda a derecha: David, John y Martha Lynch en los escalones de la casa de los Lynch en Spokane, Washington, c. 1950. Fotografía de Sunny Lynch.

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Tocando la trompeta con amigos en la calle donde vivían en Boise, Idaho. «Eso es justo delante de mi casa, hacia 1956. Un día nos pusimos a tocar música. No sé quiénes son los niños que llevaban la melodía, pero el de la trompeta soy yo, y Mike Johnson y Riley Cutler están al trombón. El chaval que camina delante de nosotros es Randy Smith. Lo llamábamos Pud.» Fotografía de Mark Smith.

Es un detalle que mi hermano diga de mí que era un líder nato, pero yo fui un chaval normal y corriente. Tenía buenos amigos, no pensaba en si era o no popular y jamás me sentí diferente a nadie.

Se podría decir que el abuelo Sundholm, el padre de mi madre, era un hombre de clase trabajadora. En el taller de carpintero que tenía montado en el sótano había unas herramientas fantásticas, y tenía por allí unas cómodas de madera que eran una maravilla, con sus mecanismos de cierre incorporados y qué sé yo. Por lo visto, esa rama de mi familia eran buenos ebanistas; habían construido armarios para tiendas de la Quinta Avenida. Cuando yo era muy pequeño, mi madre me llevaba en tren a ver a esos abuelos. Recuerdo que era invierno y que mi abuelo me llevaba de paseo en el cochecito. Parece ser que yo hablaba mucho. Le decía cosas al quiosquero de Prospect Park; y creo que también sabía silbar. Era un niño feliz.

Justo después de nacer yo nos mudamos a Sandpoint, Idaho, y lo único que recuerdo de Sandpoint es estar sentado en un charco de fango con el pequeño Dicky Smith. Era una especie de agujero al pie de un árbol, que llenaban de agua con la manguera, y estar allí marraneando con el fango era el paraíso. La parte más importante de mi niñez transcurrió en Boise, pero también me gustaba mucho Spokane, Washington, que es adonde nos mudamos después de Sandpoint. Los cielos de Spokane eran de un azul increíble. Debía de haber una base aérea cerca, porque veíamos pasar unos aviones gigantescos, que iban muy lentos porque eran de hélice. Siempre me encantó hacer cosas con las manos. Lo primero que hice fueron unas pistolas de madera, en Spokane. Me las apañé como pude con la sierra y demás; el resultado fue bastante tosco. También me gustaba mucho dibujar.

En Spokane tenía un amigo llamado Bobby que vivía en una casa al final de nuestra manzana, y cerca había también un bloque de pisos. Lo recuerdo: es invierno, me acerco a su casa embutido en mi pequeño anorak, sería cuando iba a párvulos. Bueno, pues yo con mi anorak y Bobby también con el suyo y hace un frío bestial. El bloque de pisos está un poco apartado de la calle y vemos que hay un pasillo con muchas puertas, y una de esas puertas está abierta. Entramos allí y no hay nadie en el piso. A uno de los dos se le ocurre la idea y nos ponemos a hacer bolas de nieve y meterlas en los cajones de una mesa, un escritorio. Metimos bolas de nieve en todos los cajones, todos los que pudimos encontrar; hacíamos una bola bien dura y la metíamos dentro. Hicimos varias bolas de nieve enormes, como de dos palmos de ancho, y las pusimos encima de la cama, y también dejamos bolas en otras habitaciones. Después sacamos unas toallas del cuarto de baño y las extendimos en la calle, como si fueran banderas. Los coches al acercarse reducían la marcha, pero luego el conductor decía «¡Al carajo!» y pasaba por encima de las toallas. Vimos dos o tres coches pasar por encima, y nosotros en anorak haciendo bolas de nieve. Al final lo dejamos y cada cual se va a su casa. Estoy en el comedor cuando oigo sonar el teléfono, pero no le doy importancia. En aquellos tiempos, el teléfono no sonaba casi nunca, pero el caso es que no me entró pánico cuando lo oí. No sé si contestó mi madre, pero luego se puso mi padre, y al oírle hablar es cuando empiezo a temerme algo. Creo que mi querido padre tuvo que pagar bastante dinero por los desperfectos. ¿Por qué hicimos aquella gamberrada? ¡A saber!

De Spokane nos mudamos a Carolina del Norte para que mi padre pudiera terminar los estudios, y cuando escucho la canción «Three Coins in the Fountain» tengo ya una cierta estatura y estoy contemplando la fachada de la Universidad de Duke y había allí una fuente. Era un día de sol de 1954 y fue increíble, con aquella canción sonando de fondo.

Mis abuelos Sundholm vivían en un hermoso brownstone de la calle Catorce. Mi abuelo era el encargado de mantenimiento de un edificio de la Séptima Avenida. Creo que había tiendas en la planta baja, pero también era un edificio de viviendas. La gente que vivía allí no estaba autorizada a cocinar. Una vez fui con mi abuelo. La puerta de uno de los pisos estaba abierta y pude ver a un hombre que cocía un huevo encima de una plancha de hierro, de las de planchar ropa. La gente se busca la vida. Es verdad que unos años después ir a Nueva York me ponía malo. Todo lo que tenía que ver con la ciudad me causaba temor. El metro, por ejemplo, era una locura. Bajar allí, el olor, el viento que producían los convoyes al pasar, los sonidos… Algunas cosas de Nueva York me daban verdadero miedo.

Austin y Maude Lynch, mis abuelos paternos, vivían en un pequeño rancho en Highwood, Montana. El padre de mi padre era igual que un cowboy y a mí me encantaba verle fumar. Yo entonces ya tenía ganas de fumar, pero él reafirmó ese deseo mío. Mi padre fumaba en pipa cuando yo era un crío, pero pescó una neumonía y tuvo que dejarlo. Sus pipas, sin embargo, estaban por allí y yo jugaba a que fumaba en ellas. Pensando que las boquillas estarían sucias, les habían puesto cinta adhesiva alrededor; yo tenía a mi disposición todas aquellas pipas, unas curvas, otras rectas, y me encantaban. Empecé a fumar siendo muy jovencito.

Mis abuelos tenían un rancho, y la ciudad más cercana era Fort Benton. En algún momento, durante los años cincuenta, se mudaron a una finca más pequeña en Hamilton, Montana; había una casa y bastante terreno. Todo muy rural. Tenían un caballo llamado Pinkeye que yo solía montar. Recuerdo que una vez el caballo se puso a beber de un arroyo y tuve que hacer un gran esfuerzo para no resbalar pescuezo abajo y caerme al agua. Podías salir al patio de atrás y disparar un arma de fuego sin darle a nada. De chaval me encantaban los árboles; tenía una fuerte conexión con la naturaleza. Era todo lo que yo conocía. Cuando la familia salía en coche por el campo, parábamos en algún sitio y mi padre montaba una tienda de campaña; nunca nos hospedábamos en moteles. En aquellos tiempos había zonas de acampada cerca de las carreteras, pero eso ya es historia. En el rancho todo tenías que hacértelo tú, de modo que había montañas de herramientas para cualquier cosa, y mi padre siempre tuvo su taller de carpintería. Era un artesano y arreglaba instrumentos musicales que la gente le llevaba; construyó incluso diez o doce violines.

¡Proyectos! La palabra «proyecto» generaba verdadero entusiasmo entre los miembros de mi familia. Se te ocurre una idea para un proyecto y echas mano de las herramientas necesarias. ¡Las herramientas son una de las maravillas de este mundo! Que la gente invente cosas para hacer las cosas mejor me parece algo increíble. Como decía Peggy, mis padres se lo tomaban siempre en serio cuando a mí se me ocurría una idea para hacer algo.

Mis padres eran muy cariñosos y buenas personas. También sus padres lo habían sido, y a todo el mundo le caían bien mis padres. Eran gente buena, tal cual. Estas cosas uno raramente las piensa, pero luego oyes hablar de historias que les pasan a otros y te das cuenta de la suerte que tuviste. Mi padre era todo un personaje. Yo siempre decía que si lo dejabas suelto se te iba derecho al bosque. Una vez fui con él de cacería. Cazar formaba parte del mundo en que se había criado; todo quisque tenía armas de fuego y salía un poco a cazar, así que él era cazador, pero no un cazador voraz. Y si mataba un ciervo, nos lo comíamos. Alquilabas un congelador para guardar la carne y de cuando en cuando ibas al sótano a por un trozo. Siempre detesté cenar venado. No le he disparado a un ciervo en mi vida, y me alegro.

En fin, yo entonces tendría unos diez años y mi padre quería ir a cazar. Salimos de Boise y tomamos una carretera de dos carriles. Es noche cerrada y no hay más luz que la de los faros del coche. Ahora cuesta imaginarse algo así, porque casi nunca vas totalmente a oscuras por una carretera. Bueno, al menos en Norteamérica. En fin, que aquello está oscuro como boca de lobo y son pistas de montaña con muchas curvas. De pronto se nos cruza un puercoespín. Mi padre odia los puercoespines porque se comen las copas de los árboles y los matan, así que intenta atropellar al pobre bicho pero el bicho se le escapa. Entonces mi padre se arrima al arcén, frena en seco, abre la guantera, saca su pistola del 32 y dice: «¡Vamos, Dave!». Atravesamos corriendo la carretera y empezamos a perseguir al puercoespín monte arriba, y como el terreno es pedregoso nos hace resbalar; en vez de subir, bajamos, y cuando por fin coronamos la loma vemos que hay allí tres árboles. El puercoespín ha trepado a uno de ellos, así que empezamos a lanzar piedras para ver qué árbol es de los tres. Cuando estamos seguros, mi padre empieza a trepar por el tronco y dice: «¡Dave! Tira una piedra y mira si se mueve. ¡No lo veo!». Y yo voy y tiro una piedra, y mi padre grita: «¡A mí no, hombre!». Total, que lanzo unas cuantas piedras más, mi padre lo oye correr y —¡pum!, ¡pum!, ¡pum!— el bicho cae del árbol. Volvemos al coche y luego, de regreso de la cacería, paramos allí otra vez y encontramos al puercoespín, todo lleno de moscas. Yo me llevé un par de púas de recuerdo.

Hice segundo en Durham, Carolina del Norte, y mi profesora era la señora Crabtree. Mi padre había reanudado sus estudios en Durham, así que yo hacía los deberes sentado a la mesa de la cocina y estudiábamos juntos. Yo era el único chico de mi clase que sacaba todo sobresalientes. Mi novia de entonces, Alice Bauer, tuvo algún notable, o sea que quedó segunda. Una noche estamos papá y yo en la cocina, estudiando, y oigo que mi madre y él se ponen a hablar de un ratón que corre por allí. El domingo, mi madre se lleva a mi hermano y mi hermana a la iglesia con la idea de que papá se quede en casa para ocuparse del ratón. Mi padre me pidió que le ayudara a mover los fogones, y de repente el ratoncito sale corriendo de la cocina, cruza la sala de estar y se mete de un salto en un armario con ropa colgada. Mi padre agarró un bate de béisbol y la emprendió a golpes con la ropa hasta que el ratón cayó sangrando al suelo.

Idaho City fue la ciudad más grande del estado de Idaho, pero cuando nosotros nos mudamos a Boise debía de haber un centenar de personas viviendo en Idaho City en verano, y medio centenar en invierno. Allí era donde estaba el centro de investigación del Bosque Nacional Experimental de Boise, y mi padre era el encargado del Bosque Experimental. ¡Qué bonita es la palabra «experimental»! Me encanta. Hacían pruebas sobre erosión, insectos y enfermedades e intentaban encontrar la manera de que los árboles estuviesen más sanos. Todos los edificios eran blancos con molduras verdes. En el patio había unos postes con casitas de madera en lo alto. Eran un poco como pajareras con puertas, y dentro había todo tipo de artilugios midiendo cosas como la humedad y la temperatura. Estaban muy bien hechas, las casitas, y también eran blancas con molduras verdes. En una especie de despacho había millones y millones de cajoncitos, y dentro de ellos insectos prendidos con alfileres. Había también enormes invernaderos con plantones y retoños, y si te adentrabas en el bosque veías que muchos árboles lucían pequeñas etiquetas de algún experimento o cosa parecida. Los controlaban uno por uno.

En esa época yo solía cazar ardillas listadas. Mi padre me llevaba al bosque en la camioneta del Servicio Forestal. A mí me encantaban aquellas pickups; eran palacios rodantes, y encima de color verde bosque. Yo me bajaba con mi carabina del 22 y mi almuerzo y papá venía a recogerme cuando anochecía. Me dejaban disparar a todas las ardillas listadas que encontrara, porque en aquel bosque había exceso de ellas, pero a pájaros no. Una vez estaba yo allí en el bosque y un pájaro alzó el vuelo desde la copa de un árbol muy alto; levanté la escopeta y apreté el gatillo sin pensar en ningún momento que podía darle, pero imagino que le di de lleno, porque vi una explosión de plumas y el pájaro que caía girando sobre sí mismo hasta precipitarse a un arroyo. La corriente se lo llevó.

En Boise vivíamos en Parke Circle Drive y nuestros vecinos eran los Smith. Además del matrimonio, había cuatro chicos —Mark, Randy, Denny y Greg— y la abuela, a la que llamaban Nana. Nana siempre estaba ocupada en el jardín, y uno sabía que estaba allí fuera porque se oía el tintineo de los cubitos de hielo en un vaso. Siempre la veías allí con sus guantes de jardinero, en una mano un combinado y en la otra un desplantador. Conducía el Pontiac que mis padres les vendieron a los Smith. No estaba sorda del todo, pero sí lo suficiente como para tener que pisar el gas a fondo para oír si el motor había arrancado o no. El rugido que se oía en el garaje era la señal de que Nana se marchaba en el Pontiac. Los domingos, la gente de Boise iba a la iglesia. Los Smith, que eran de la episcopaliana, solían ir juntos en un Ford familiar y el matrimonio se sentaba en primera fila del templo con un cartón de tabaco; no un par de cajetillas, no. Un cartón entero.

Los chavales de entonces tenían mucha libertad de movimientos. Nosotros íbamos a todas partes y durante el día nunca estábamos en casa, siempre fuera, haciendo cosas. Era fantástico. Es espantoso que los críos ya no puedan crecer así. ¿Cómo lo hemos permitido? En casa no tuvimos televisor hasta que yo iba a tercero, y de niño veía un poco la tele pero no mucho. Perry Mason era lo único que me interesaba de verdad. La televisión hizo lo que internet está haciendo ahora y con creces: homogeneizarlo todo.

Es algo que no va a volver y que en los años cincuenta era muy importante: cada sitio tenía su propio estilo. En Boise las chicas y los chicos vestían de una determinada manera, y si ibas a Virginia vestían de una manera completamente diferente. O en Nueva York, igual, vestían también de otra manera y escuchaban otro tipo de música. En Queens, por ejemplo, las chicas tenían unas pintas como jamás habías visto en tu vida. ¡Y las de Brooklyn tampoco van como las de Queens! Aquella famosa foto de Diane Arbus de la pareja con el bebé, donde la chica lleva un determinado peinado, con mucho volumen; bueno, pues en Boise o en Virginia era imposible ver nada semejante. Y la música. Solo con captar la onda de la música de un sitio determinado, solo con mirar a las chicas y escuchar lo mismo que ellas, uno ya está al tanto de todo. Viven en un mundo totalmente extraño y singular y uno quiere saber de qué va la cosa y qué es lo que les gusta. Pues bien, esa clase de diferencias prácticamente ha desaparecido. Quedan algunas, pero son muy pequeñas; por ejemplo, los hipsters de tu ciudad son casi idénticos a los que puedes encontrar en otras ciudades.

Ya desde muy pequeño tuve una novia cada año, y todas eran estupendas. Cuando hacía párvulos iba al cole con una niña y llevábamos cada cual su mantita para la siesta. Era lo que hacías con las chicas cuando ibas a párvulos. Mi amigo Riley Cutler (mi hijo Riley se llama así por él)… bueno, en cuarto yo tenía una novia que se llamaba Carol Cluff, y cuando pasamos a quinto se hizo novia de Riley y a día de hoy siguen siendo marido y mujer. Judy Puttnam fue novia mía en quinto y en sexto, y más adelante, ya en el instituto, cambié de novia cada dos semanas o así. Tenías una novia, te duraba unos días y luego pasabas a otra. Conservo una foto en que se me ve besando a Jane Johnson en una fiesta que hubo en un sótano. El padre de Jane era médico y ella y yo mirábamos libros de medicina juntos.

Te cuento lo de un beso que recuerdo muy bien. El jefe de mi padre era el señor Packard y un verano la familia Packard vino a pasar unos días en el centro de investigación. Los Packard tenían una hija guapísima, Sue, que era de mi edad, y Sue vino acompañada de un chaval vecino suyo con el que tenía sexo. Yo estaba muy lejos de semejante cosa, o sea que me quedé pasmado de que fueran tan displicentes como para hablarme de ello. Un día, Sue y yo le dimos esquinazo al vecino y nos largamos solos. En el lecho de un bosque de pino ponderosa suele haber un colchón de agujas de casi dos palmos. A eso lo denominan mantillo. Es increíblemente blando, y Sue y yo corríamos entre los árboles y en una de esas nos lanzamos al mantillo y nos dimos un beso larguísimo. Fue alucinante. El beso iba siendo cada vez más íntimo, y alguna cosa empezó a prender.

Me acuerdo especialmente de los veranos porque el invierno significaba cole, y los seres humanos le ponemos un velo al colegio porque es horrible. Apenas si recuerdo estar dentro de un aula; de las clases solo me acuerdo de la de arte. Aunque mi profesor de arte era muy conservador, las clases me gustaban mucho. Pero aún me gustaba más estar al aire libre.

Esquiábamos en un sitio llamado Bogus Basin, que estaba a unos treinta kilómetros siguiendo unas pistas de montaña con muchas curvas, y la nieve era realmente buena, mucho mejor que la de Sun Valley. El lugar era pequeño, pero cuando eres un chaval todo te parece grande. En verano podías sacarte un pase de temporada trabajando unos cuantos días en Bogus Basin; había que limpiar maleza o cosas por el estilo. Un verano estábamos allí, trabajando, y encontramos el cadáver de una vaca junto a un riachuelo. Como llevábamos unas piquetas, se nos ocurrió reventar a la pobre vaca, que estaba toda hinchada. La piqueta tiene un lado afilado y el otro extremo es un trozo de acero en punta, así que le hincamos a la vaca el extremo puntiagudo, pero enseguida vimos que teníamos un problema. Al darle con la piqueta al animal, la herramienta salía rebotada… podría haber matado a alguien. Si le atizabas muy fuerte, la vaca parecía soltar un pedo, y el olor era nauseabundo de verdad porque la vaca estaba en proceso de descomposición. No hubo modo de reventarla. Creo que al final lo dejamos correr. No sé por qué queríamos reventarla, la verdad. Ya se sabe cómo son los chavales… siempre haciendo cosas.

En Bogus Basin había un telesquí en lugar de telesilla para subir a lo más alto, y en verano siempre te encontrabas cosas allí donde la gente hacía cola para subir. Se les caían al suelo nevado, y nosotros las encontrábamos cuando la nieve empezaba a fundirse: billetes de cinco dólares, todo tipo de calderilla… Era fantástico encontrar dinero. Una vez, saliendo yo del instituto para tomar el autobús que iba a la montaña —habría unos quince centímetros de nieve acumulada—, vi en el suelo un pequeño monedero de color azul. Abultaba bastante. Lo cogí —estaba empapado de la nieve— y al abrirlo vi un fajo de billetes canadienses, que en Estados Unidos tienen mucho valor. Aquel día me gasté una buena parte del botín solo esquiando. En la tienda vendían galletas danesas y creo que compré varias para mis amigos. El resto del dinero me lo llevé a casa, pero mi padre me hizo poner un anuncio en el periódico local por si alguien lo reclamaba; no fue así y me pude quedar el dinero.

A mi profesora de cuarto, la señora Fordyce, le pusimos por mote Cuatro Ojos. Yo me sentaba en la cuarta o quinta fila y tenía detrás a una niña que llevaba una pulsera y no paraba de frotarse. Como si no pudiera parar de hacerlo. Yo sabía más o menos lo que estaba haciendo, pero no del todo. Estas cosas los chavales las aprenden poquito a poco. Mi novia de sexto, Judy Puttnam, tenía una amiga que se llamaba Tina Schwartz. Un día les pidieron a todas las chicas que fueran a un aula diferente y luego volvieron. A mí me picaba la curiosidad. ¿De qué iba la cosa? Por la tarde fui a buscar a Judy y después fuimos juntos a casa de Tina Schwartz, y Tina va y dice: «Os enseñaré lo que nos han explicado». Entonces saca un tampón, se pone en cuclillas y hace una demostración de cómo había que meterse aquello. Fue todo un descubrimiento para mí.

En los años cincuenta la gente tardaba mucho más en hacerse mayor. Cuando iba a sexto se comentaba de uno de nuestra clase que tenía que afeitarse y era más grande que la mayoría de los chavales. Decían que entró en el aseo de chicos y se hizo aquello en el pene y le salió un fluido de color blanco. Yo no me lo podía creer, pero algo me decía que era verdad. Lo comparo con trascender durante la meditación. No acabas de creerte que alguien pueda volverse un iluminado, pero en tu fuero interno sabes que podría ser verdad. Pues aquello era lo mismo. Y pensé: Lo voy a probar esta noche. Tardé una eternidad. No pasaba nada de nada, ¿vale? Y de repente aquella sensación, y yo pensé: ¿De dónde viene esta sensación? ¡Madre mía! Resulta que lo que contaban era verdad y era increíble. Fue como descubrir el fuego. Fue igual que la meditación. Uno aprende la técnica y, mira por dónde, las cosas empiezan a cambiar. Real como la vida misma.

Recuerdo que también descubrí el rock’n’roll por esa época. El rock’n’roll te hace soñar y te aporta una sensación, y la primera vez que lo oí fue muy potente. La música ha cambiado bastante desde el nacimiento del rock’n’roll, pero cuando surgió este estilo fue toda una revolución, porque lo que lo precedía era completamente diferente. Como si hubiera salido de la nada. Entonces ya se hacía rhythm & blues pero nosotros no lo escuchábamos; tampoco escuchábamos jazz, ya puestos, exceptuando a Brubeck. En 1959 el Dave Brubeck Quartet sacó «Blue Rondo à la Turk» y para mí fue la locura. El señor Smith tenía el disco y yo iba a su casa a escucharlo y me enamoré de aquella música.

El cine no contaba mucho en Boise durante los cincuenta. Recuerdo que fui a ver Lo que el viento se llevó en un cine al aire libre que montaron en Camp Lejeune, Carolina del Norte, sobre un césped muy cuidado. Ver aquella película al aire libre, en una pantalla gigante, una noche de verano… estuvo muy bien. No recuerdo hablarle de cine a mi hermano y tampoco me acuerdo de la primera vez que vi El mago de Oz, pero esta película se me quedó grabada. No fui el único: a mucha gente se le quedó grabada.

El rollo de pueblo típico de los cincuenta es algo peculiar, y captar esa atmósfera tiene su intríngulis. Yo diría que es como un sueño. Sin embargo, el rollo de los cincuenta no siempre es positivo; siempre supe que pasaban cosas. A menudo salía de noche a dar una vuelta en bici y veía casas con las luces encendidas, luces que me parecían acogedoras, o sabía qué personas vivían allí. Pero en otras casas las luces eran mortecinas y yo no conocía a los que vivían en ellas. La sensación que me daban era que allí pasaban cosas que no eran muy alegres. No le daba más vueltas al asunto, pero sabía que detrás de aquellas puertas y ventanas ocurrían cosas.

Una noche estaba fuera con mi hermano, al final de la calle donde vivíamos. Ahora todo está iluminado por la noche, pero en los cincuenta, en pueblos como Boise, había unas farolas que daban una luz mortecina y estaba todo mucho más oscuro. Eso hace que la noche tenga algo de mágico, porque las cosas se funden en la negrura. Total, estábamos al final de la calle y de repente surge de la oscuridad —fue algo increíble— una mujer desnuda de piel muy blanca. Quizá fue la calidad de la luz y el hecho de que surgiera de lo oscuro, pero me pareció que su piel tenía el color de la leche, y había sangre en su boca. No podía andar muy bien, y tenía mala pinta y estaba completamente desnuda. Yo nunca había visto nada igual. La mujer venía hacia nosotros pero no nos veía. Mi hermano se puso a gritar y ella se sentó en el bordillo. Yo quería ayudarla, pero era pequeño aún y no sabía qué hacer. Podría haberle preguntado si se encontraba bien, si le pasaba algo. Ella no dijo nada. Tenía miedo, le habían pegado una paliza, pero era hermosa incluso traumatizada como estaba.

No siempre me veía con mis amigos cuando salía de la casa de Parke Circle Drive. Un día salí y estaba bastante nublado, puede que fuera muy de mañana. La casa siguiente a la de los Smith era la de la familia Yontz, y el césped de los Smith se fundía, por decirlo así, con el de los Yontz, y entre las dos casas había un pequeño espacio con arbustos en un lado y una cerca en el otro y una cancela que daba a una calle sin salida. De este lado de la cancela, sentado en el suelo, había un chico al que yo no había visto nunca. Estaba llorando. Me acerqué a él y le pregunté si se encontraba bien, pero no me contestó. Me acerqué un poco más, le pregunté qué le pasaba y me dijo: «Se ha muerto mi padre». Lloraba de tal manera que apenas si le salían las palabras, y la forma en que lo dijo me apabulló. Me senté un rato a su lado, pero enseguida comprendí que no podía ayudarle. De niño la muerte te parece algo lejano y abstracto, no te preocupas gran cosa por ella, pero estando al lado de aquel chico tuve una sensación de lo más horrible.

En Vista Avenue había toda clase de pequeños comercios, como tiendas de coleccionismo y ferreterías, y allí compramos material para fabricar bombas. Aprendimos a hacer bombas caseras e hicimos tres en el sótano de Riley Cutler, bastante potentes. Riley hizo explotar una él solo cerca de un canal de riego que había allí y dijo que fue increíble. Yo lancé la segunda frente a la casa de Willard Burns. Todos jugábamos al béisbol, o sea que teníamos buenos brazos. Lancé la bomba bastante alto, empezó a bajar, chocó y rebotó… pero nada. Fui a buscarla y la lancé de nuevo, pero esta vez cuando chocó contra el suelo, rebotó y estalló de qué manera. El tubo que utilizábamos para la carcasa se convirtió en metralla y reventó la cerca de Gordy Templeton, el vecino de al lado. Gordy estaba en el trono en ese momento y salió de la casa agarrándose los pantalones y con un rollo de papel higiénico en la otra mano. Y entonces pensamos: Ojo, podríamos haber matado a alguien o acabar volando nosotros por los aires, así que la última bomba decidimos lanzarla a una piscina vacía, donde no podría hacer daño a nadie.

El ruido que produjo cuando explotó en la piscina fue descomunal; Gordy y yo salimos disparados en una dirección y todos los demás en la otra. Yo fui a casa de Gordy, en cuya sala de estar tenían una ventana panorámica. Nos instalamos en el sofá y la señora Templeton nos preparó emparedados de atún con patatas fritas, algo que en casa yo no veía nunca, como no fuera para acompañar un atún a la cazuela. Eran las únicas patatas fritas que probaba. Y en cuanto a dulces, como mucho galletas de avena con pasas. Comida sana, ya ves. En fin, estábamos allí sentados comiendo y de pronto aparece frente a nosotros, enmarcado por la ventana panorámica, una gigantesca motocicleta de color dorado, negro y blanco, conducida por un poli igual de gigantesco. El poli se puso el casco bajo el brazo, se acercó a la puerta, llamó al timbre y se nos llevó a comisaría. Yo era presidente del séptimo curso y me obligaron a redactar un escrito sobre los deberes y obligaciones de los que mandan.

Hubo otro asunto peliagudo. Mi hermana Martha estaba en primaria cuando yo empecé la secundaria, y para ir al colegio tenía que pasar por delante del instituto. Yo le dije a mi querida hermanita que cuando pasara por allí enseñara el dedo corazón a la gente porque eso era un símbolo de amistad. No sé si llegó a hacerlo, pero Martha se lo consultó a mi padre y este se enfadó mucho conmigo. En otra ocasión un chaval le robó a su padre un puñado de balas del calibre 22 y me dio unas cuantas. Son muy pesadas, las del calibre 22, y parecen joyas en pequeño. Las guardé un tiempo, pero luego empecé a pensar que podía meterme en un lío por tenerlas en casa, así que las envolví en papel de periódico, las metí en una bolsa y las tiré al cubo de la basura. En invierno mi madre solía quemar basura en la chimenea, y cuando tiró todo aquel papel al hogar y le prendió fuego, al poco rato empezaron a salir balas volando en todas direcciones. Me vi metido en un buen lío.

Habíamos organizado un campeonato de bádminton en el patio de los Smith y un día oímos una tremenda explosión y salimos corriendo a la calle. Vimos una columna de humo al final de la manzana. Al acercarnos allí nos encontramos a Jody Masters, un chaval que era mayor que nosotros. Estaba construyendo un cohete con un trozo de tubería y al encenderlo sin querer el cohete le había cortado un pie. Salió su madre, que estaba embarazada, y vio que su hijo mayor no podía levantarse del suelo. Lo intentaba, pero tenía el pie colgando de los tendones en medio de un charco de sangre y miles de cabezas de cerillas gastadas. Al final volvieron a coserle el pie y no pasó nada. En Boise mucha gente fabricaba bombas o jugaba con gasolina.

De allí nos mudamos a Alexandria, Virginia, después de terminar yo octavo. Me enfadé mucho cuando nos fuimos de Boise. No puedo expresar hasta qué punto me afectó aquella mudanza. Además, era el fin de una época; tiene razón mi hermano cuando dice que ese fue el momento en que la música paró. El verano siguiente a terminar yo noveno, volvimos a Boise en tren mi madre, mi hermana, mi hermano y yo.

Mi abuelo paterno falleció aquel verano. Yo fui el último que lo vio con vida. Le habían amputado una pierna y no se le acababa de curar, porque mi abuelo tenía muy mal las arterias. Vivía en una casa del vecindario con otras cinco o seis personas, al cuidado de unas enfermeras. Mi madre y mi abuela iban a verle cada día, pero una vez no les fue posible y me dijeron: «David, ¿te importaría ir tú hoy a visitar al abuelo, ya que nosotras no podemos?». Les dije que iría. Pasaron las horas, era ya bastante tarde, y entonces me acordé de que tenía que ir a ver al abuelo. Le pedí prestada la bici a un chico, delante de la piscina del instituto South, y fui pedaleando por Shoshone Street. Encontré al abuelo en su silla de ruedas, estaba tomando el fresco en el patio de delante. Me senté allí con él y mantuvimos una larga e interesante conversación. No logro recordar de qué hablamos —puede que le preguntara por los viejos tiempos, y hubo ratos también en los que ni él ni yo dijimos nada—, pero a mí siempre me gustaba hacerle compañía. Y entonces me dijo: «Oye, Dave, será mejor que entre», y yo: «Como quieras, abuelo». Monté en la bici y, justo cuando me marchaba, volví la cabeza y vi que unas enfermeras corrían hacia él. Yo estaba pedaleando, y en ese momento un garaje de madera pintado de verde me tapó la vista, así que la última imagen que tuve de él fue la de unas enfermeras saliendo de la casa para atenderle.

De allí me fui a casa de Carol Robinson porque su primo, Jim Barratt, había fabricado una bomba del tamaño de un bate de béisbol y pensaba detonarla ese día. Colocó la bomba sobre el césped recién cortado del patio de atrás. Qué bien olía aquello. No he vuelto a disfrutar de ese olor en muchos años, y aquí en Los Ángeles no sé de ningún césped recién cortado. Bueno, el caso es que había una jofaina de porcelana como de un palmo y medio de diámetro. Jim la colocó encima de la bomba, encendió la mecha y aquella cosa pegó un pedo de la hostia. Lanzó la jofaina a cincuenta metros de altura o más, escupió tierra en todas direcciones, y del césped salía una preciosa columna de humo de tres o cuatro metros. Fue todo un espectáculo.

Al cabo de un rato oigo sirenas y pienso que es la policía que viene de camino, así que vuelvo a toda leche a la piscina y le devuelvo al chico su bicicleta. Mientras voy andando al piso donde viven mis abuelos, veo a mi madre delante. Iba hacia el coche, pero al verme empieza a gesticular como una loca, así que aprieto el paso y cuando llego a su altura le pregunto qué pasa. «Es el abuelo», me dice. Conduje a toda velocidad hasta un hospital del centro, donde habían ingresado a mi abuelo, aparqué en doble fila y mi madre entró. Al cabo de un cuarto de hora vuelve a salir, y me di cuenta enseguida de que algo pasaba. Cuando montó en el coche dijo: «El abuelo acaba de morir».

Yo había estado con él un cuarto de hora antes. Rebobinando ahora, estoy seguro de que cuando me dijo «Dave, será mejor que entre», él sabía que le pasaba algo (creo que tuvo una hemorragia interna) y no quiso decirlo delante de mí. Aquella noche, mi abuela me pidió que le contara todos los detalles de la visita. Después até cabos y entendí que las sirenas no eran por la bomba casera; era la ambulancia que iba a buscar a mi abuelo. Fue el primer abuelo que se me murió; yo les tenía mucho apego a los cuatro, y a él lo quería mucho. Fue un golpe muy duro para mí, que se muriera.

Volví a Boise una vez, en 1992, para averiguar qué le había pasado a una amiga que se suicidó en los años setenta. La historia empezó mucho antes. Cuando yo dejé Boise camino de Alexandria después de terminar octavo, mi novia era Jane Johnson, y ese primer año que pasé en Alexandria (el peor de todos, noveno curso) Jane y yo nos carteamos y la relación se mantuvo más o menos viva. Luego, en 1961, cuando fuimos a Boise aquel verano, Jane y yo rompimos a los quince días. Pero mientras estábamos allí yo empecé a salir con otra chica, y fue con ella con quien mantuve correspondencia de vuelta en Alexandria. Nos escribimos cartas durante años, y las cartas de entonces solían ser largas.

Cuando terminé secundaria fui en un autobús Greyhound a visitar a mi abuela. El autobús tenía un motor enorme que hacía mucho ruido y el conductor iba a ciento veinte o ciento treinta por carreteras de dos carriles. Campos de artemisa a ambos lados durante todo el trayecto. Recuerdo que uno de los pasajeros tenía pinta de cowboy auténtico. Llevaba un sombrero de cowboy sucio de sudor y mugre, la cara era un mapa de arrugas, toda cuarteada, y tenía unos ojos de un azul metálico. Se pasó todo el viaje mirando por la ventanilla. Un cowboy de la vieja escuela. Bueno, pues llegamos a Boise y voy a casa de mi abuela, que entonces vivía con la señora Foudray, y las dos ancianas me mimaban de qué manera. Yo les parecía guapísimo. Una delicia.

La abuela me dejaba usar su coche y fui hasta el hotel. En el entresuelo, que era oscuro y como extraño, había una heladería y era donde trabajaba la chica con la que yo me carteaba. Le pregunté si quería ir esa noche al autocine, y después de cenar con la abuela y la señora Foudray, fuimos al autocine la chica y yo. En aquellos tiempos había muchos autocines. Era fantástico. Total, empezamos a besuquearnos en el coche y ella me cuenta cosas íntimas y empiezo a darme cuenta de que es una chica de armas tomar. Después de aquello tuvo novios bastante extraños, supongo que porque los chicos «normales» como yo le tenían un poco de miedo. Recuerdo que me dijo: «La gente en general no sabe lo que quiere, y tú tienes la gran suerte de que sabes lo que quieres hacer». Creo que su vida ya había tomado un rumbo oscuro.

Seguimos carteándonos durante un tiempo; de hecho, yo aún le escribía, y a otras dos chicas también, cuando me casé con Peg­gy. Llevaba años escribiendo cartas a esas tres chicas y un día Peggy me dice: «David, eres un hombre casado; tienes que dejar de cartearte con esas chicas». Peggy no era celosa en absoluto, pero me dijo: «Mira, escríbeles una cartita amable y ellas lo entenderán», como si yo fuera un crío. No volví a mandarles ninguna carta.

Muchos años después, en 1991, durante el rodaje de Twin Peaks: Fuego camina conmigo (Twin Peaks: Fire Walk with Me), yo solía ir a meditar a mi remolque. Un día, después de la meditación, abro la puerta de la caravana y alguien del equipo dice: «Ha venido un tal Dick Hamm que dice que te conoce». Y yo: «¿Dick Hamm? ¿Estás de guasa?». Dick Hamm y yo habíamos hecho primaria juntos y no nos veíamos desde hacía décadas. Fui a donde me estaba esperando; había venido con su mujer, que era de Nueva York. En un momento dado le pregunté si había visto a aquella chica con la que yo había ido al autocine, y va Dick y me dice: «No, murió. Se quitó la vida tirándose al canal». Yo empecé a preguntarme qué habría detrás, qué le habría pasado a la chica. Así que una vez terminado el rodaje, volví a Boise e investigué un poco. Fui a la biblioteca y leí las crónicas que hablaban de la chica, y vi los partes de la policía correspondientes al día en que se suicidó.

La chica se había casado con un hombre mayor al que su hermano y su padre odiaban, y paralelamente tenía una historia con un destacado ciudadano de Boise. Un viernes por la noche, el tipo rompió con ella y la chica se vino abajo. No podía disimular su tristeza, y deduzco que su marido debió de sospechar algo. El domingo por la mañana, un matrimonio vecino había organizado un brunch y la chica y su marido acudieron por separado. Según parece, el marido se marchó a casa; un poco más tarde llega ella, va al dormitorio, coge un revólver del 22 tipo peli del Oeste, se mete en el lavadero, se apunta al pecho, aprieta el gatillo y luego sale tambaleándose de la casa y cae muerta en el jardín. Yo pensé: si te vas a suicidar, ¿para qué demonios salir al jardín?

En cuanto a la investigación, creo que el tío con el que ella estaba saliendo fue a la policía y les dijo: «Esto es un suicidio; no metáis las narices porque voy a salir yo mal parado; no menéis el asunto, tíos. Dadle carpetazo y punto». Fui a comisaría e intenté colarles que estaba buscando argumento para una película: «¿Sabéis de alguna chica que se suicidara durante esos años?» No salió bien, porque ellos no estaban dispuestos a sacar a relucir esa historia. Obtuve permiso para hacer una foto de la escena del crimen/suicidio. Rellené los formularios, los presenté, y me dijeron: «Lo sentimos mucho, pero todo el material de ese año fue a parar a la basura». Yo conocía a esa chica desde que era muy joven, y no puedo explicar por qué la vida se le complicó de esa manera.

Lo que sí sé es que gran parte de lo que somos está ya determinado cuando venimos al mundo. Lo llaman la rueda del nacimiento y la muerte; yo creo que hemos estado aquí muchas, muchas veces. Hay una ley natural que dice que uno siembra lo que recoge y que nacemos con la certeza de que una parte del pasado nos va a influir de por vida. Imaginaos una pelota de béisbol; le pegas con el bate y la pelota sale disparada y no vuelve hasta que choca con algo y empieza a retroceder. Hay tanto espacio vacío que puede que no vuelva durante mucho tiempo, pero luego lo hace y viene otra vez hacia ti, la persona que puso la pelota en movimiento.

Yo opino que el destino también juega un importantísimo papel en nuestra vida, porque si no es imposible explicar ciertas cosas. ¿Cómo es que me concedieron una beca de cine independiente y pude entrar en el Centro de Estudios Cinematográficos Avanzados del American Film Institute? ¿Cómo es que conoces a ciertas personas y te enamoras de ellas y en cambio no conoces a otras muchas? Al nacer, uno ya es, en buena medida, de una manera determinada, y aunque padres y amigos pueden influir un poco, básicamente uno es lo que es ya desde el principio. Mis hijos son todos diferentes entre sí y llegaron al mundo teniendo su propia pequeña personalidad. Uno los va conociendo y los quiere, pero eso en realidad tiene poco que ver con el camino que van a seguir en la vida. Ciertas cosas están ya fijadas. Eso sí, las experiencias de la niñez pueden moldearte, y los años que yo pasé en Boise fueron tremendamente importantes para mí.

Agosto de 1960, nuestra última noche en Boise. Un triángulo de hierba separa nuestro camino de entrada del de la casa de los Smith, y mi padre, mi hermano, mi hermana y yo estábamos en ese triángulo despidiéndonos de los chicos Smith: Mark, Denny, Randy y Greg. De pronto aparece el señor Smith y veo que habla con mi padre y le estrecha la mano. Contemplando aquella escena, fui consciente de lo serio de la situación, de la enorme importancia de aquella última noche. En todos los años que los Smith habían sido nuestros vecinos, yo no había hablado ni una sola vez cara a cara con el señor Smith, y allí estaba él ahora, dirigiéndose hacia mí. Me tendió la mano y yo se la cogí. Creo que dijo algo como «Te echaremos de menos, David», pero yo no le oí porque me eché a llorar sin más. Me di cuenta de la importancia que tenía para mí aquella familia, así como la de todos los amigos que dejaba en el pueblo. La sensación fue en aumento y me produjo una profunda tristeza. Y luego vi las tinieblas de lo desconocido que se me venía encima. Con lágrimas en los ojos, miré al señor Smith mientras nos estrechábamos la mano. Era incapaz de hablar. Aquello fue, sin duda alguna, el final de una época dorada y maravillosa.

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Lynch, c. 1967. «Esta foto la tomaron en Filadelfia, en la casa Padre, Hijo y Espíritu Santo.» Fotografía de C. K. Williams.

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Lynch con uno de sus cuadros en la casa de sus padres de Alexandria, Virginia, en 1963. «Era un óleo sobre lienzo de una escena de embarcadero, y creo que le di ese cuadro a Judy Westerman. Creo que lo tiene su hija.» Fotografía de Donald Lynch.  

Alexandria, Virginia, era otro mundo. Una ciudad relativamente sofisticada a once kilómetros al sur del centro de Washington, D.C., venía a ser como un barrio de las afueras en el que miles de funcionarios gubernamentales han fijado su residencia. A comienzos de la década de 1960 la población de Alexandria era cinco veces la de Boise, pero a Lynch no pareció abrumarle el mundo más grande en el que se había adentrado. «Por lo que he oído decir, David fue una estrella en el instituto y daba la impresión de ser el chico de oro —señaló Peggy Reavey—. Tuvo eso desde el principio.»

El rumbo de la vida de Lynch se clarificó considerablemente cuando al poco tiempo de empezar el instituto trabó amistad con Toby Keeler. «Conocí a David delante de la casa de su novia, y quien me causó impresión fue ella, no él», comentó Keeler, que empezó a ir detrás de la novia, Linda Styles, hasta que se la robó. «David vivía en otra parte de la ciudad, pero en Alexandria la edad de conducir era a los quince años, y él la había acompañado a casa en el Chevy Impala de grandes alas de su familia. David me cayó bien enseguida. Siempre ha sido una de las personas más agradables del planeta, y hemos bromeado durante años sobre el hecho de que le robara la novia. Los dos estudiábamos en el instituto Hammond y pertenecíamos a una fraternidad cuyo lema secreto era “Confianza de principio a fin”, pero el David que yo conocí no era el típico chico de fraternidad al que le va la juerga.»[1]

Lynch se hizo amigo íntimo de Keeler, pero fue el padre de este, el artista Bushnell Keeler, quien cambiaría su vida. «Bush ejerció una gran influencia en David, porque tuvo el coraje de romper con la vida que había estado viviendo para montar un estudio y empezar a hacer arte —comentó Toby—. David decía que le estalló una bomba en la cabeza cuando se enteró de lo que había hecho Bushnell. “¿Pintor artístico? ¿Se puede ser eso?”»

El hermano menor de Bushnell Keeler, David, lo recordaba como un «tipo muy inestable. Bush se licenció en administración de empresas por el Dartmouth College y se casó con una chica de una familia adinerada de Cleveland. Se convirtió en un joven ejecutivo y le iba bien, pero no soportaba su trabajo, de modo que se trasladó con la familia a Alexandria con la idea de estudiar para ser ordenado pastor. Al cabo de dos años se dio cuenta de que tampoco quería ser eso. Era un joven airado que siempre lo cuestionaba todo, y consumía muchas drogas que le alteraban el estado de ánimo, lo que no ayudaba. Al final comprendió que lo que realmente ambicionaba era ser artista, y eso es lo que hizo. Su matrimonio no superó esa decisión.

»Bush entendió algo que nadie más había entendido aún, y era que David quería realmente ser artista —añadió David Keeler sobre su hermano, que falleció en 2012—. Bush consideró que estaba en un buen momento de su vida para recibir el empujón que seguramente no iban a darle sus padres, de modo que lo apoyó totalmente. David se quedaba muchas veces en su casa, y Bush le hizo sitio en su estudio para que trabajara.»[2]

El compromiso de Lynch con el arte se hizo aún más firme cuando conoció a Jack Fisk durante el primer año, y ambos pusieron los cimientos de una amistad profunda que continúa viva hoy día. Un director y diseñador de producción de gran renombre en la actualidad, Fisk —que entonces se llamaba Jhon Luton— era un chico atractivo y larguirucho que había nacido en Canton, Illinois, el segundo hijo de tres. Su hermana Susan tenía cuatro años más que él, y su hermana Mary, uno menos. Al morir su padre en un accidente de avión, su madre se casó con Charles Luton, cuyo trabajo como supervisor en la construcción de fundiciones obligaba a la familia a mudarse con frecuencia. (Más tarde Fisk recuperó el apellido de nacimiento, al igual que su hermana Mary.) De niño Fisk asistió a una escuela militar católica, y en diferentes momentos la familia vivió en Kalamazoo, Michigan; Richmond, Virginia, y Lahore, Pakistán. Cuando por fin se establecieron en Alexandria, Fisk tenía catorce años.

«David y yo nos conocíamos de oídas pues a los dos nos interesaba pintar —señaló Fisk—. Lo recuerdo de pie en una entrada del instituto, presentándose; me dijo que iba a segundo, pero yo sabía que solo estaba en primero. A veces nos reímos de que me mintiera ese día. Yo trabajaba en el Herter’s Drug store sirviendo refrescos de soda, y él se presentó allí y consiguió empleo como repartidor de medicamentos a domicilio con el jeep de la empresa.»[3]

El trabajo de Lynch le hacía ir por toda la ciudad y no pasó inadvertido. «Yo repartía periódicos, y unos dos años antes de conocerlo personalmente lo veía con esas bolsas pequeñas, llamando a las puertas —comentó el artista Clark Fox, que iba al instituto con él—. No encajaba del todo. Si tenías el pelo largo entonces recibías críticas, pero él lo llevaba todo lo largo que era posible sin meterse en líos, y era muy pálido. Siempre iba con americana y corbata cuando trabajaba para el drugstore. Era inconfundible.»[4]

Fisk había tenido una niñez inestable mientras que la de Lynch había sido bucólica y segura, y eran muy distintos de manera de ser, pero tenían en común la meta de dedicar su vida al arte y sintonizaron. «Yo había vivido en muchos lugares diferentes y era algo así como un chico solitario, pero David tenía facilidad para hacer amigos. Caía bien a todo el mundo —comentó Fisk—. Cuando él habla uno quiere escucharlo, siempre ha sido así. También fue excéntrico desde el principio. Íbamos a un instituto convencional en el que había fraternidades… todo el mundo pertenecía a una excepto yo, y todos los tíos llevaban camisas de madrás y pantalones caqui. David se presentó para el cargo de tesorero, el eslogan de su campaña fue “Save with Dave” [Ahorra con Dave], y en la asamblea en la que hablaban los candidatos, él se levantó vestido con un mil rayas y zapatillas de tenis. Hoy día no parece estrafalario, pero en esa época a nadie se le ocurriría llevar zapatillas de deporte con un traje.»

Lynch ganó la votación para tesorero del instituto, pero alrededor de esa época su interés por la pintura empezó a eclipsar prácticamente todo lo demás. «Ya no quería dedicarse a cosas como ser el tesorero del instituto —recordaba Fisk—. No sé si lo destituyeron o dimitió, pero no duró mucho.»

La rebelión es una parte normal de la adolescencia de casi todas las personas, pero la actitud recalcitrante de Lynch se distinguía en que él no se rebelaba solo para divertirse; se rebelaba porque había descubierto algo fuera del instituto que era de vital importancia para él. «No era corriente en esa época y ese lugar que alguien como David mostrara tanto interés en la pintura al óleo —señaló John Lynch—, y a nuestros padres les preocupó que se descarriara. Su rebelión empezó en noveno curso, y aunque nunca tuvo problemas con la ley, hubo fiestas y alcohol, y el primer año en Alexandria salió unas cuantas veces por la noche a hurtadillas y lo pillaron. Luego estaba la comida. Mi madre preparaba platos normales, pero a David le parecían demasiado normales; “¡Tu comida es demasiado limpia!”, le decía. En Boise se había tomado en serio los Boy Scouts, pero cuando se trasladó a Virginia también se rebeló contra ello. Mi padre insistió en que continuara y alcanzara el grado de Eagle Scout, y David así lo hizo, pero creo que fue en parte por nuestro padre.»

Lynch se despidió de los Scouts el día que cumplió quince años, cuando se encontró entre un puñado de Eagle Scouts seleccionados para ocupar los asientos VIP en el desfile inaugural de la ceremonia de investidura de John Kennedy. Recuerda que vio pasar a Kennedy, Dwight Eisenhower, Lyndon Johnson y Richard Nixon en limusinas a pocos metros de donde él estaba.

Fue sin duda impresionante, pero él tenía la cabeza en otras cosas. «Poco después de que nos trasladáramos a Alexandria —comentó Martha Levacy—, lo único que David quería era pintar, y yo hice de mediadora. Hablaba con él de lo que les preocupaba a mis padres, y luego exponía a mis padres el punto de vista de él, e intentaba mantener la paz. Nuestros padres tenían mucha paciencia y David siempre era respetuoso con ellos, de modo que no había altercados fuertes, pero sí discusiones.»

Su prima Elena Zegarelli describió a los padres de Lynch como «personas muy rectas, conservadoras y religiosas. Sunny era una mujer atractiva con una voz suave y melodiosa, pero era estricta. Recuerdo un día que estábamos toda la familia en un restaurante de Brooklyn celebrando el cumpleaños de nuestra bisabuela Hermina. Todos bebían vino, pero aunque David tenía dieciséis años, su madre no le dejó probarlo. Cuando ves la obra de David, cuesta creer que él venga de la misma familia. Tengo la impresión de que tener una familia tan mojigata lo hizo ir en la otra dirección.»

Pese a las restricciones que encontraba en casa, Lynch ya estaba en camino. «David había alquilado una habitación a Bushnell Keeler cuando nos conocimos —recordaba Fisk—, y me dijo: “¿Quieres que compartamos estudio?”. Era minúsculo, pero acepté pues costaba veinticinco dólares al mes, y Bushnell venía a ver nuestra obra y hacía de crítico. Le habló del libro de Robert Henri, El espíritu del arte, y David me introdujo a él, se sentaba a leerlo y me hablaba de él. Fue increíble encontrar a alguien que escribiera sobre la experiencia de ser pintor… de pronto ya no te sentías solo. Gracias al libro de Henri supimos de artistas como Van Gogh y Modigliani, y cualquiera que hubiera estado en Francia en los años veinte nos interesaba.»

Una figura destacada en el movimiento estadounidense conocido como la Escuela Ashcan, que defendía un realismo crudo y descarnado, Robert Henri era un maestro reverenciado entre cuyos alumnos estaban Edward Hopper, George Bellows y Stuart Davis. El espíritu del arte, publicado en 1923, es una útil síntesis de las clases que impartió a lo largo de varias décadas, y tuvo un gran impacto sobre Lynch. El lenguaje y la sintaxis del libro suenan anticuados hoy día, pero el sentimiento que expresa es atemporal. Es un libro discretamente extraordinario y alentador con un mensaje sencillo: ponte como misión expresarte con la máxima libertad y de la forma más completa posible, ten fe en que merece la pena el esfuerzo y cree en tu potencial para hacerlo.

A comienzos de 1962 Lynch, que tenía dieciséis años, decidió que era el momento de dejar el estudio de Bushnell Keeler y buscar uno para él, y sus padres accedieron a pagar parte del alquiler. «Fue un gran paso para ellos», señaló Levacy. John Lynch recordaba que «Bushnell habló con nuestros padres de que David quería su propio estudio y añadió: “David no pierde el tiempo. Utiliza el estudio para pintar”. David se buscó un trabajo y ayudó a pagarlo, y era realmente barato. En los años sesenta había una zona llamada Old Town que era como los bajos fondos de Alexandria. [Hoy día es un barrio en alza lleno de boutiques y emporios de café caro.] Las calles estaban bordeadas de viviendas de ladrillo que se habían construido doscientos años atrás y eran poco más que una ruina, y la que David y Jack alquilaron era menos que eso. Ocuparon el segundo piso, y en el edificio había una vieja escalera estrecha que crujía al pisar los peldaños. Organizaban alguna juerga, pero lo utilizaban realmente como estudio, y David iba todas las noches y se quedaba hasta muy tarde. Tenía un toque de queda, y había un reloj eléctrico que se suponía que tenía que desenchufar al llegar a casa para que nuestros padres no supieran a qué hora había regresado. Aun así, siempre le costaba despertarse por la mañana, y papá a veces le ponía un paño mojado en la cara. David no lo soportaba».

Durante la secundaria, tanto Fisk como él asistieron a la Corcoran School of Art de Washington, D.C., y su atención se desplazó cada vez más hacia la vida fuera del recinto del instituto. «Recibí aviso de que iba a suspender arte, y creo que a David también le estaba yendo mal en la clase de arte, pero pintábamos todo el tiempo y compartimos muchos estudios juntos —contó Fisk—. Recuerdo uno en Cameron Street donde logramos alquilar un edificio entero, y pintamos toda una habitación de negro y allí era donde íbamos para pensar. Cuando conocí a David, pintaba escenas callejeras de París, y las hacía con una técnica de cartón y pintura al temple bastante bonita. Un día vino con un óleo de un barco en un embarcadero. En esa época aplicaba una capa de pintura muy gruesa y una polilla había quedado atrapada en ella, y al intentar escapar había dejado un bonito remolino en el cielo. Recuerdo lo que se emocionó contemplando esa muerte mezclada con la pintura.

»Si David iba en una dirección con su arte, yo hallé otro camino que seguir —continuó Fisk—. Siempre nos dábamos caña mutuamente para mejorar y eso nos ayudaba a evolucionar. Mi obra era cada vez más abstracta, y los cuadros de David se volvieron más oscuros: muelles nocturnos, animales moribundos… temas realmente fúnebres. Él nunca ha dejado de tener un carácter alegre y una personalidad risueña, pero siempre le han atraído las cosas oscuras. Ese es uno de los misterios que lo envuelven.»

Mientras tanto, los padres de Lynch estaban desconcertados. «David podía pintar el Capitolio a la perfección y hacía dibujos de las casas de nuestros abuelos por ambos lados que eran fabulosos —contaba Levacy—. Recuerdo a mi madre preguntándole: “¿Por qué no dibujas algo que sea bonito como hacías antes?”.» Lynch se estaba armando de valor para desafiar lo que se consideraba el comportamiento normal, y esos cambios en su personalidad lo llevaron a un período de arenas movedizas en casa. Sin embargo, ciertas cosas en él nunca cambiaron. Lynch era en esencia una persona amable, y eso se ponía de manifiesto en algo tan simple como su forma de tratar a su hermano pequeño. «David y yo compartimos habitación durante la secundaria, y nos peleábamos, pero él me hacía favores —contaría John Lynch—. Era muy popular en el instituto, pero lejos de avergonzarse de su hermano pequeño me llevaba con él, y yo me juntaba con sus amigos y mis amigos pasaron a formar parte del grupo. Algunos de mis amigos también eran bichos raros.»

El cine estadounidense estaba de capa caída durante la primera mitad de los años sesenta, cuando Lynch era adolescente. La revolución social que le infundiría nueva vida aún no había empezado, y los estudios producían castas comedias románticas protagonizadas por Doris Day, musicales de Elvis Presley y las llamadas beach-party movies, o épicas históricas sobredimensionadas. Sin embargo, el cine extranjero estaba viviendo una edad de oro, y durante esos años Pier Paolo Pasolini, Roman Polanski, Federico Fellini, Michelangelo Antonioni, Luis Buñuel, Alfred Hitchcock, Jean-Luc Godard, François Truffaut e Ingmar Bergman hicieron obras maestras. Stanley Kubrick era uno de los pocos cineastas estadounidenses que estaban abriendo nuevos caminos, y Lynch ha expresado gran admiración por su adaptación de la erótica comedia de Vladimir Nabokov, Lolita (1962). También tiene buen recuerdo de En una isla tranquila al sur, con Sandra Dee y Troy Donahue. Aunque su hermano lo describe viendo películas de Bergman y Fellini en aquellos años, David no las recuerda.

La novia más importante en la adolescencia de Lynch fue Judy Westerman. Los eligieron la pareja más guapa del instituto, y en el anuario hay una foto de ambos en una bicicleta para dos. «David tenía una novia formal, pero también salía con algunas de las chicas más “lanzadas” del instituto —comentó Clark Fox—. Hablaba de lo que llamaba las wow women o mujeres para quitar el aliento, y aunque no entraba en muchos detalles, sé que eran algo desenfrenadas. Le intrigaba el lado salvaje de la vida.»

Fisk recordaba que «David y Judy estaban muy unidos, pero no era de esas relaciones que daban paso a algo físico. Él no era mujeriego, pero las mujeres le despertaban fascinación». Cuando Lynch conoció a la hermana pequeña de Fisk, Mary, la fascinación no fue instantánea, pero los dos recuerdan ese primer encuentro. «Yo tenía catorce o quince años cuando conocí a David —contó Mary Fisk, que se convirtió en su segunda esposa en 1977—. Estaba sentada en el salón de casa y Jack cruzó la habitación con él y dijo: “Esta es mi hermana Mary”. En el salón había un recipiente de latón con cigarrillos, y supongo que le chocó verlo, porque su familia no fumaba. No sé por qué, pero él siempre me ha asociado con el tabaco; me lo ha dicho muchas veces.»

«Lynch iba en serio con Judy Westerman entonces, pero en realidad estaba enamorado de Nancy Briggs —continuó Mary Fisk—. Yo me enamoré de David el verano anterior a mi último año y estaba loca de amor; es asombrosa la facilidad que tiene para conectar con la gente. Salimos unas cuantas veces pero nunca fuimos en serio, porque los dos teníamos pareja entonces. Eso fue el verano siguiente de que David y Jack terminaran el instituto, de modo que ese otoño cada uno se fue por su lado.»[5]

Lynch acabó la secundaria en junio de 1964, y tres meses después el trabajo de su padre llevó a la familia a Walnut Creek, California, justo cuando Lynch iniciaba sus clases en la escuela del Museo de Bellas Artes de Boston. Al mismo tiempo Jack Fisk empezó a estudiar en Cooper Union, una universidad privada de Manhattan. Era y es una escuela excelente —en esa época entre los profesores estaban Ad Reinhardt y Josef Albers—, pero Fisk abandonó los estudios un año después y se fue a Boston para juntarse de nuevo con Lynch. «Me quedé parado cuando entré en su apartamento porque estaba lleno de cuadros, y los había de muy distintos tipos —comentó—. Eran naranjas y negros, lo que parecía un tanto brillante para él, y me impresionó lo mucho que había pintado. Recuerdo que pensé: Dios mío, cómo ha trabajado. Una razón era porque se quedaba en casa para pintar en lugar de ir a clase. Las clases eran una distracción para él.»

Es interesante señalar las diferencias entre la implicación de uno y otro en el arte, y lo que estaba sucediendo en Manhattan, que entonces era el centro internacional del mundo del arte. La época de apogeo del expresionismo abstracto había pasado, y el modernismo tardío estaba cediendo terreno al arte pop, que se había colocado a la vanguardia de la narrativa de la historia del arte. Robert Rauschenberg y Jasper Johns estaban desarrollando nuevas estrategias para salvar la brecha entre el arte y la vida, y el conceptualismo y el minimalismo se hallaban en camino. Boston se encontraba a un corto trayecto en tren de Manhattan, donde Fisk vivía, pero lo que ocurría fuera de sus estudios parece haber tenido interés marginal para Lynch y Fisk, que se dejaban guiar por Robert Henri antes que por Artforum. Para ellos el arte era una vocación noble que exigía disciplina, soledad y una determinación feroz; el frío sarcasmo del pop y los cócteles del mundo del arte de Nueva York no tenían cabida en sus prácticas artísticas. Eran románticos en el sentido clásico de la palabra y se movían en otra trayectoria.

Hacia el final del segundo semestre de Lynch en Boston, sus notas eran cada vez peores, y después de suspender las asignaturas de escultura y diseño dejó la escuela. Pero irse de Boston no estuvo exento de complicaciones. «Había ensuciado el apartamento en Boston con sus óleos, y el casero insistió en que pagara los daños, de modo que mi padre tuvo que contratar a un abogado para que llegara a un acuerdo —contó John Lynch—. Papá no te gritaba, pero sabías cuándo estaba enfadado, y creo que se quedó decepcionado con David.»

¿Adónde dirigirse a continuación? El hermano de Bushnell Keeler tenía una agencia de viajes en Boston y les consiguió vuelos gratuitos a Europa como guías turísticos; sus obligaciones se reducían a reunirse con un grupo de chicas en el aeropuerto y encargarse de que se subieran a un avión. Así, a finales de primavera de 1965 Fisk y Lynch se marcharon juntos a Europa con la intención de estudiar en la Academia Internacional de Verano de Artes Plásticas de Salzburgo, una institución situada en un castillo conocido como la fortaleza de Hohensalzburg. También conocida como la «Escuela de la Visión», fue fundada en 1953 por el pintor expresionista austríaco Oskar Kokoschka en la ciudad donde transcurre el impecable musical Sonrisas y lágri

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