Prólogo
Joyce se plantó en su habitación de prestado con el camisón embarrado, las pantorrillas llenas de arañazos, los huecos de los dedos de los pies llenos de ramitas y el corazón desbocado. Agarraba la caja donde albergaba su reciente adquisición con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos, pero ni siquiera se daba cuenta de ello. Era su doncella, la amable muchacha de veinte años que la había ayudado a colarse en la mansión de esa guisa, quien advertía que su señora no era la misma que se había marchado horas antes.
—Tendría que echarle una bronca por haber salido así, milady —anunció, mirándola con ternura—. Por no hablar de cómo se ha puesto.
Buscar la mirada de Joyce fue una pérdida de tiempo. Sus ojos, de un inusual tono entre gris y verde, estaban perdidos en el espacio, como si quisieran abarcar toda la habitación y, al mismo tiempo, desprenderse de sus detalles hasta que fuera un abstracto borrón de colores.
Ante su silencio, la doncella actuó como mejor pudo. La condujo al borde de la cama, donde la sentó con cuidado. Se arrodilló en el suelo para meterle los pies sucios en un barreño que llevaba horas preparado.
Cuando dejaba el dedo índice para frotar el pulgar, al menos unos veinte minutos después, Joyce salió de su ensimismamiento y la miró de manera indescifrable.
—Lo he visto.
El corazón de la doncella se saltó un latido, así como el de lady Joyce lo había hecho al intercambiar una sola mirada con aquel hombre. Siguió un prolongado silencio en el que pareció que la joven se sumergía en el reciente recuerdo.
—¿Y bien? ¿Cómo es? ¿Ha hablado con él?
—Un poco —murmuró, escondiendo el rostro entre la cortina de cabello naranja—. Al principio no sabía que se trataba de él, así que me puse a parlotear como una gallina clueca. No dije más que estupideces, Darleen.
—Estoy segura de que eso no es así, milady.
Joyce levantó la mirada y la clavó en los ojos de la doncella.
—Si lo hubieras visto, sabrías que cualquier cosa que pudiera haber salido de mi boca habría sido una bobada.
—Oh, no... ¿Es esa clase de hombre que juzga a la mínima y desprecia las opiniones de las mujeres?
—No. Eso sería ser un hombre común, y él no lo es. Dammit, Darleen, no lo es —gimoteó—. ¿Qué se supone que podré esperar de alguien así?
—Pero... ¿A qué se refiere con que no es común? ¿Es... un monstruo?
—Sí, lo es —musitó—. Pero es un monstruo hermoso. De los que no tienen corazón pero no pretenden arrancar el de otros para volver a sentir. Está orgulloso de estar muerto, Darleen.
Joyce respiraba artificialmente. A pesar de estar temblando de pies a cabeza, un rubor revelador designaba la existencia de una emoción oculta tras la desconfianza que el hombre le inspiraba. Darleen la reconoció enseguida: no solo enrojecía su piel pálida, sino que estaba grabada en sus ojos. La nostalgia de haber perdido lo que aún no había tenido. Melancolía por saber que nunca sería suyo lo que en realidad debería pertenecerle.
Darleen soltó el frágil tobillo de la joven para mirarla seriamente.
—¿De qué tiene miedo, milady?
Ella la miró perturbada por la intensidad de sus emociones. Arrugó el entrecejo como si no conociera todavía la respuesta, o quizá sabiéndola pero odiándola en mayor medida. Se llevó una mano al pecho y la apretó, notando el corazón a punto de atravesar la piel y salir corriendo.
—De que no me ame como yo a él.
Un silencio.
—¿Está segura de que lo ama? —preguntó, sabiendo cuál era la respuesta. No cabía otra verdad en sus desorbitados ojos claros—. Estuvo todo el camino llorando porque se alejaba de Aidan, milady.
—Es distinto.
—Con Aidan no habría tenido ninguna oportunidad —adivinó—. El barón, en cambio, es una posibilidad factible. Por eso lo desea.
—No me entiendes, Darleen. Ese hombre está más lejos de mí que la Luna —replicó con amargura—. Y Aidan... Aidan nunca me hizo sentir como él lo ha hecho en veinte minutos. Parecía que estaba de pie en la cuerda floja y en cualquier momento podía caerme. Estaba en la tierra, aferrada con pies y manos, y esta se sacudía hasta sus cimientos. No puedo explicarlo, es solo que...
Se miró las palmas, aterrorizada. Darleen las tomó suavemente y se las besó, intentando calmar ese temblor violento.
—La literatura nunca exagera cuando habla de sentimientos, milady.
1
«En la Divina comedia se dice que temer se debe solo a aquellas cosas que pueden causar daño. Pero ¿y cuando lo que no debería causar daño lo hace? ¿Y cuando se ama lo que hiere? ¿Qué se hace entonces?»
Extracto de las cartas de Joyce a Jasper
Surrey, Inglaterra. 1880
Hacía horas que se había cansado del incesante parloteo sobre negocios que constituía cualquier tediosa reunión masculina. Las cenas no le disgustaban: disfrutaba de las pequeñas cosas de la vida, como en ese caso la comida, y también le entretenía jugar a sacarle los colores a alguna debutante tímida. No obstante, en esa velada en especial habían pasado directamente al puro, sin posibilidad de degustar un postre que aminorase la carga del humo. Y eso significaba tener que tragarse una mala noticia tras otra sin ninguna compensación, porque después de las acaloradas discusiones sobre asuntos empresariales o políticas económicas, vendría la cama. Que era, para una mente activa como la suya, el peor momento del día. Sobre todo cuando se tenían motivos de sobra para temer al amanecer.
Pero Derek no estaba asustado, y si lo estaba, nadie se percataría. Derek tampoco huía, por lo que su tranquila retirada del salón tuvo más similitudes con un paseo sin regreso que con la escapada de un hombre hastiado. Justo lo que era.
Una fiesta de compromiso era la clase de acontecimiento ineludible, más aún si el padrino del novio y primo de la novia era un duque obligado a satisfacer los deseos de sus semejantes. Semejantes que, a pesar de despreciarle en privado, seguían teniendo las narices tan largas que las metían en su vida conyugal. Una lástima para todos los invitados que la novia aún no hubiera llegado, y una gran alegría para Derek. No conocía a la muchacha y dudaba que le cayera en gracia si era como la habían pintado, pero a esas alturas se compadecería hasta de un monstruo de seis cabezas si tuviera que pasar una velada acompañado de esos hipócritas.
Derek lanzó una mirada vacía al cielo. Se llevó las manos a las cervicales, que masajeó suavemente por encima de la chaqueta, mientras se preguntaba qué podría depararle el día siguiente. Eso era justo lo que tendría que haber hecho desde que se levantó, pensar sobre lo que le parecía su destino, y no servir a una absurda cantidad de lores y damas a los que perfectamente podría partir un rayo.
Por suerte ya era libre de máscaras y disfraces. Podía dedicarse a observar el movimiento de las nubes mientras atardecía sin que nadie le molestara con su charla insulsa, sin contaminar más aún su esencia.
Al día siguiente estaría casado y no había visto a la novia. No era ningún caso excepcional y tampoco sería el último: hacía décadas que esa era la única coyuntura posible cuando se hablaba de matrimonio. El novio no conocía a su esposa, y hasta que no retiraba el velo no le veía la cara. Por supuesto era una gran idea cuando la susodicha era un espantapájaros, ya que pocos caballeros que de veras honrasen su posición echarían a correr tras conocerla. Pero su cara no era lo que le importaba.
Joyce Flanagan era la prima del duque de Saint-John, y dado que su excelencia había resultado lo suficientemente atractivo como para que su antigua prometida se viera tentada por él hasta el punto de, eufemísticamente, elegirlo, suponía que su futura esposa no sería desagradable a la vista. Y aunque lo fuera, le importaría un bledo. No era como si tuviera intención de comportarse como un burgués enamorado de su esposa.
Derek comenzó a caminar alrededor de la mansión, sin demasiado interés por la majestuosa vegetación que constituía uno de los jardines más esplendorosos del sur de Surrey. Saint-John se había tomado la libertad de celebrar en su propiedad tanto la fiesta de compromiso como la boda y el banquete. No porque le importase un carajo el enlace, eso desde luego. Aunque la excusa podía ser válida dado que tenía en alta estima a lady Joyce, Derek apostaba por que estaba tan arrepentido por sus actos que necesitaba redimirlo de alguna manera.
Medio sonrió cínicamente y más tarde descartó sus pensamientos. Al igual que no huía y no tenía miedo, Derek no guardaba rencor. Entre otras cosas porque si tuviera que odiar a todo aquel que le arrebató algo que amaba, nunca podría estar en paz consigo mismo. Y necesitaba un mejor amigo entre aquel nido de víboras, aunque este en cuestión hubiera resultado ser el peor traidor del colectivo.
La cuestión era si la boda, ese último paso para alcanzar el equilibrio mental, saldría bien. Le quedaba el consuelo de saber que la novia era extranjera, por lo que ningún otro amigo suyo —en caso de tenerlo— podría utilizar el pretexto de una pasión de años para llevársela al catre.
Derek encogió un hombro, como si estuviera manteniendo una conversación con alguien que pudiera verlo. Acabó volviendo a sonreír sin ganas, divertido con la idea. ¿Qué sería capaz de hacer si la novia se fugaba con otro hombre de nuevo? ¿Se la echaría sobre un hombro para impedirlo, como los piratas...?
Si fuera un poco más cínico echaría la culpa a las féminas de su mala suerte. «El hombre propone, Dios dispone y la mujer descompone», había oído decir al señor Talbot, uno de los nuevos ricos. No, no creía en eso. Seguramente él fue el único culpable de que su anterior compromiso con la mujer a la que aún le dolía mirar se hubiera ido al traste. Lo que no quería decir, por supuesto, que no considerase al género femenino en su máxima extensión un verdadero tormento. El enemigo de una mente sana y fuerte.
Dobló la esquina y siguió el sendero que se alejaba de la mansión para adentrarse en el bosque. Incluso aquella zona tan salvaje había sido podada y pelada por órdenes del duque para presentar un aspecto ideal, como si todo lo bello en sí mismo debiera desaparecer o poner sus virtudes a disposición del hombre para no contrariarlo. Como si el hombre fuera la primera potencia en el universo, y no tan insignificante como el resto de animales. Como si algo tan grande como la magia de la Tierra se pudiera erradicar o subordinar a fuerzas menores.
Negándose a seguir dándole vueltas a las cuestiones de la boda y de su casi matrimonio, continuó caminando tranquilamente por la senda hasta que una figura de blanco le distrajo del desorden de vegetación. Siguió andando un rato, aunque ralentizando el paso, y forzó la vista, percatándose al instante de que se trataba de una mujer en camisón. El contrito asombro le hizo frenar y alzar las cejas, y la curiosidad lo animó a acercarse.
Al estar inclinada sobre Dios sabía qué, tenía la espalda completamente recta, como una plancha, lo que ofrecía una generosa visión de la curva de sus caderas y el relieve de su trasero. Por este caía la cola de finos volantes del camisón, que se mecían suavemente en los brazos de los vientos del este. Le pareció que era pelirroja, aunque con la luz del atardecer cualquier cabello habría sido rojizo.
—Venga, sal de una vez... —escuchó que susurraba, con una voz que incitaba a la poesía—. Le do thoil... No puedo estar aquí todo el día. Darleen dice que tengo que dormir al menos siete horas o no estaré presentable.
Derek sonrió por inercia.
—Si el cuento no me engaña, Alicia, tiene que tirarse por la madriguera. El conejo con el reloj de bolsillo no va a hacerle caso en toda la historia si le pide las cosas por favor.
La muchacha se sobresaltó de tal manera por el sonido repentino de la voz, que, al intentar incorporarse y girarse al mismo tiempo, se resbaló y cayó hacia delante, clavando las rodillas y las manos en el pequeño hoyo que había estado observando. Derek, entre divertido y preocupado solo por educación, se acercó para tenderle una mano. Pero no le hizo ninguna falta, porque ella dio la vuelta aún sin incorporarse y levantó la barbilla para mirarlo.
Derek alzó las cejas en el acto. Una mueca de irritación lo habría poseído si la sorpresa no le hubiera ganado por goleada. No supo por qué le molestó el conjunto de sus rasgos, si fue que estuviera manchada de barro hasta la nariz, o tuvo algo que ver que lo mirase como si no hubiera visto nada igual en la vida. Lo único de lo que estuvo seguro fue de que, a partir de aquel día, empezaría a valorar más las palabras, porque todas se acababan de dar en retirada.
Ella terminó por esbozar una minúscula sonrisa, como todo lo que había en su cara. Nariz pequeña, boca pequeña, barbilla pequeña; un cuello tan estrecho que no sabía cómo podía sostener el peso de su cabeza.
—Nunca he entendido por qué Alicia estaba tan interesada en un conejo con reloj —comentó, como si no acabara de perder toda la dignidad cayéndose en una piscina de barro. Se apartó el pelo —más rubio que pelirrojo, pero pelirrojo también— de la cara con cuidado de no mancharlo—. Creo que por separado las dos cosas son mucho más interesantes.
—¿Por qué?
—Debido a su practicidad, claro. Si todos los relojes se redujeran al que lleva un animal nervioso de un lado para otro, no encontraría manera de saber la hora sin que una reina tratara de destruirme.
Derek medio sonrió. Sí, él sabía lo que era una reina tratando de destruirle, y no se lo recomendaba a nadie.
—Entonces, ¿qué buscaba con tanto interés? Si no es una falta de discreción, por supuesto.
La muchacha se levantó con brío y sacudió la parte del vestido que se había manchado. Si devolverlo a su estado original era el objetivo, no tuvo ningún éxito. Pero Derek no se fijó en el barro, ni en las diminutas manos que pendían de dos frágiles muñecas o los largos pero increíblemente estrechos dedos que se estiraban como tallos de hoja. Se fijó en el electrizado cabello naranja que le llegaba hasta las corvas de la rodilla y la hacía parecer más pequeña de lo que ya era.
—Una araña.
Derek alzó las cejas otra vez.
—Las mujeres nunca dejan de sorprenderme. ¿Pretende completar una especie de colección excéntrica? ¿O es algo que hacen las jóvenes en su tiempo libre?
Ella se encogió de hombros de una manera que le descolocó. Había resignación y al mismo tiempo determinación en su gesto.
—Mañana me caso y la araña es una de las tradiciones en el proceso.
—¿Ya no se intercambian anillos? Qué mal ha envejecido la institución del matrimonio.
La pequeña Alicia soltó una disimulada carcajada que sonó al rasgueo despreocupado de las cuerdas de un arpa. La edición limitada del sonido vino acompañada de una caricia a uno de los mechones, que enredó en sus dedos para apartárselo de la cara.
—¿No ha oído hablar de la tradición de la araña? Si antes de ponerse el vestido, la novia encuentra una pequeña entre los volantes o en cualquier otra parte, significa que tendrá mucha suerte. Concretamente, le garantizará un matrimonio lleno de fidelidad. Es importante que esté viva y que se la aparte con cuidado, sin hacerle daño, o tendrá el efecto contrario —concretó, dándose la vuelta y volviendo a arrodillarse entre el campo de flores de azahar que había aplastado con su peso—. No se sabe de dónde viene la tradición, pero no seré yo la que corra el riesgo de casarse con un semental.
La fresca desenvoltura con la que añadió la frase final hizo reír a Derek, que tras meditarlo un segundo, se animó a quitarse la chaqueta y remangarse la camisa para imitar su postura. A la muchacha le sorprendió su colaboración, porque ladeó la cabeza para mirarlo con los ojos muy abiertos. De cerca no solo eran grises, sino de un verde tan desvaído que dentro de sus iris se confundían vetas de toda la gama cromática.
—Entonces está buscando su propia suerte —dedujo Derek, observando con verdadero interés el grueso mechón que le tapaba un ojo. Su cabello parecía tener vida propia: estaba más que resuelto a ocultar el rostro de hada de su dueña—. ¿No cree que no servirá de nada si la coloca adrede? Se supone que debe encontrarla de casualidad.
Ella sonrió débilmente, pero detrás del gesto creyó ver florecer el coraje del corsario más audaz.
—No voy a poner mi futuro en manos de la casualidad. O por lo menos no me voy a arriesgar a que todo salga mal porque no se haya paseado un arácnido por mi vestido.
—¿Y si sale mal igualmente?
—Podré culparme a mí misma sin subterfugios de ninguna clase —declaró, apartando la mirada de él y palpando la tierra bajo unos matorrales con la mano—. El ser humano es el único animal capaz de achacarle cualquier desgracia a algo tan simple como un insecto solo para sentirse mejor. Pretendo no caer en ese juego, y... ¡Ay!
Se incorporó bruscamente, agarrándose el dedo índice la mano derecha. Derek se fijó primero en su expresión enfurruñada, y luego prestó atención a la yema que se observaba con los labios apretados.
—¿Ortigas? —inquirió él, echándole un vistazo. Tomó sus manos con cuidado, acercándoselas a la cara para fijarse en la pequeña púa que se le había clavado—. Ah, no. Es una espina. Se la quitaré... Guarde cuidado.
—Espere —intervino ella, apartándole la mano de sopetón. Derek alzó la barbilla para mirarla interrogante, sorprendiéndose no solo al verla ruborizada, sino percatándose de que estaban tan cerca que sus narices podían rozarse—. ¿Me va a doler?
—No demasiado. Piense que