Fuimos soldados (Edición 2021)

Marcelo Larraquy

Fragmento

Capítulo 1

Capítulo 1

No sé, y no creo que sepa nunca, el nombre de Lazarte. Pero conozco su historia casi hasta el final. Sé que en marzo de 1977 Lazarte vivía en México, sé que había sido expulsado de Montoneros, sé que tenía un pelotón de soldados diezmados en Brasil que buscaban refugiarse en la caridad de alguna agencia de la ONU o involucrarse en alguna guerra revolucionaria para continuar la lucha. Sé que ese pelotón, que no tenía pasaportes, dinero ni destino, dormía en los fondos de las iglesias y esperaba instrucciones de Lazarte. Sé también que Lazarte, pensando en sus soldados, planeaba un secuestro. O mejor dicho, que decidió incorporarse a un plan de secuestro. El blanco era un vigoroso empresario, el presidente de la filial mexicana de la papelera Kimberley Clark, una multinacional norteamericana con oficinas en distintos países del mundo. El equipo comando ya tenía registrados los horarios de sus movimientos, la dirección de su casa y de su empresa, y las calles que recorría para llegar de un lugar al otro; pero para que el plan fuera efectivo les faltaba infraestructura, y sobre todo, mano de obra capacitada.

La información que tengo es que el secuestro fue una opción desesperada para Lazarte, la única solución que tenía a la vista, pero también lo único con lo que podía sentirse realmente seguro. Desde el día en que llegó a México, Lazarte era un capitán sin tropa ni recursos. Sólo tenía un objetivo: reagrupar a sus soldados. En busca de solidaridad, de contención o de lo que fuera, visitó el Comité de Solidaridad del Pueblo Argentino, donde empezaban a acercarse los montoneros que escapaban de la Argentina, y pidió dinero y pasaportes en blanco. Se los negaron. Aunque los hubiesen tenido, era lógico que se los negaran. Porque el pelotón que comandaba Lazarte, los restos de la Columna Norte montonera, había sido expulsado en su totalidad por conspirar contra la Conducción Nacional. Es decir, ya no eran más montoneros.

El futuro de Lazarte y sus soldados dependía del secuestro.

El comando operativo era un rejunte de guerrilleros al borde de la disolución, con la sangre todavía hirviendo por el dolor y la derrota, pero con el impulso de sobrevivir en cualquier terreno, en honor a sus muertos y también a sus propias vidas. Eran, o habían sido, guerrilleros urbanos. O por lo menos militantes políticos con práctica armada, que se habían lanzado a la lucha revolucionaria de los años setenta con una claridad ideológica que a esa altura de la historia se estaba volviendo grisácea. Pero había una delgada línea moral que todavía los unía.

No tengo en claro cómo Lazarte ubicó a un ex montonero, un tipo del que todavía no sé el nombre, pero que en la vertiginosa debacle de la Organización se cruzó al ERP 22, donde se reagruparon los trotskistas de paladar negro. Me parece que fue, o debe de haber sido, en la Casa de Alabama, otro punto de exiliados montoneros, después de morder el polvo varias veces. Alguien le habrá pasado el dato a Lazarte de que este tipo lo estaba buscando. Si esto es cierto, entiendo que fue la manera más correcta de que se lo sacaran de encima. Lo que sigue explica la perseverancia de Lazarte: la cita con el tipo del ERP 22 fue convenida en un sector lateral del Parque Hundido y fracasó en siete oportunidades consecutivas, porque Lazarte mantenía en México el mismo método y la misma rigurosidad de las citas clandestinas que aplicaba en las calles argentinas; es decir, cinco minutos después de la hora convenida se retiraba y regresaba al lugar una hora después, para volver a retirarse de inmediato. El tipo del ERP 22 se demoró el primer día y a la semana siguiente, en forma casual, encontró a Lazarte sentado en un banco, en la estrecha franja horaria en la que concurría al parque, todos los días.

Esa misma noche, Lazarte abandonó su pensión y llevó su valija a la casa del hombre que organizaba el secuestro. Él vivía con su pareja. Ella cargaba un embarazo avanzado. Lazarte también encontró a los otros dos participantes: un militante del maoísta Partido Comunista Revolucionario Argentino, y una mexicana que se había enganchado con él y que aportó los datos de la futura víctima, con cuyo rescate, cada uno a su modo, pero con un sentimiento colectivo, pensaban tomar revancha, revertir el resultado de una guerra perdida. Querían volver a la batalla.

Lo que Lazarte aportó en la primera reunión de trabajo fue la logística, o las ideas para la logística del secuestro. Es decir, su oficio. Por un lado, recomendó alquilar una casa con entrada de autos, con una habitación y baño para el cautivo; aconsejó cerrarla con una reja, tapizar las paredes con envases de cartón para huevo, para amortiguar sonidos, y disponer de otra habitación, bien separada, para la guardia. También programó el sistema de cobranza. Como confiaba en la inteligencia y los recursos técnicos de la policía mexicana, suponía que el familiar o allegado de la víctima que transportara el dinero llevaría transmisores para interceptarlos; entonces, para neutralizar las ondas de radio, armó la ruta del pago con muchos viajes en subte. Por último, Lazarte dijo que se necesitaba una persona más en el plan operativo. En realidad, no conocían mexicanos que pudieran incorporarse ni tampoco creían conveniente divulgar la oferta de trabajo en la comunidad de montoneros exiliados. Podía ser un paso en falso. Pidió dinero para rescatar al menos uno de sus soldados en Brasil. Nadie quiso invertir lo poco que tenía.

Al tercer mes de análisis y estudio, el plan ya se había encarrilado. Estaba la casa acondicionada, estaba el sistema de cobro chequeado y perfeccionado, y estaba la víctima, o eso parecía. El primer seguimiento lo realizaron con dos autos. La mexicana iba en el primero y, mientras pasaba al auto del empresario, lo miró, y dijo “Es él”, pero luego se dio vuelta, quiso asegurar su percepción y titubeó. No estaba del todo convencida. Lo debatieron en un bar y ella les confirmó que era. O que no había dudas de que debía ser.

La noche anterior al secuestro fue Lazarte el que terminó de complicar las cosas. Diría que fue a causa de sus principios morales. Hablo de los principios morales que Lazarte aplicaba para ejecutar una operación militar, basados en la inteligencia, la prolijidad organizativa, el riguroso profesionalismo e incluso en el cuidado humanitario, en definitiva el humanismo, que trasmitía para proteger a sus soldados. Sé que Lazarte y el tipo del ERP 22 habían realizado operaciones juntos en su pasado montonero, operaciones de las que no obtuve detalle, de modo que estoy obligado a pensar que dejaron algún muerto. Pero sobre todo sé que a Lazarte no le gustaba que el tipo bebiera. Fuera de esa conducta ocasional que lo volvía poco confiable, lo consideraba un buen combatiente. En México, el exilio o el alcohol, o las dos cosas juntas, habían fermentado. El tipo del ERP 22 era muy violento. Se peleaba constantemente con su mujer, la maltrataba; cada cena era un suplicio que Lazarte soportaba, en silencio. La noche previa al secuestro, cuando debía estar sereno y concentrado, el tipo intentó pegarle a su mujer embarazada. Lazarte intervino, no como mediador sino en franca defensa de ella. Tuvieron una discusión muy violenta pero no llegaron a golpearse. Lazarte le criticó su falta de convicciones ideológicas y de compromiso revolucionario. Si hubieran estado en la Argentina, si hubiera sido subordinado suyo, lo habría reducido y encarcelado esa misma noche hasta que concluyera la operación de secuestro. Y hasta habría conseguido un reemplazo de urgencia. Pero no daba. El mapa había cambiado. Esa misma noche, Lazarte fue echado de la casa y volvió a la pensión.

El plan del secuestro se fue al demonio. Lazarte quedó otra vez a la deriva. En medio de la fuerte tensión en la que se encontraba, se obligó a reflexionar. Esta vez no veía en su acción ninguna otra virtud más que la de pararle la mano a un borracho, pero esa acción, no exenta de responsabilidad con la operación, quizás estaba exenta de cálculo estratégico para con sus soldados. Era poco profesional operar con un tipo al que el alcohol le hacía perder de vista el significado de la lucha que habían emprendido, pero también era poco inteligente sacrificar, por un asunto doméstico, una posibilidad concreta para rescatar a su pelotón.

Esa noche, Lazarte sintió en su conciencia un golpe seco mucho más demoledor e inesperado que el que había recibido en la última cita con el último jefe oficial de la Columna Norte, la tarde en que fue expulsado de Montoneros, no sé si por primera o segunda vez. Fue no mucho antes de enero de 1977 o diciembre de 1976. Entonces había acordado un encuentro con su jefe, el Gallego Willy, en los jardines públicos de un complejo de viviendas para mantener una discusión política. Los dos llegaron con ánimo de romper algo de la posición del otro. Lazarte había ido al encuentro caminando, tenía el pelo recortado, un traje oscuro, corbata; aparentaba ser un hombre de treinta y tres o treinta y cuatro años, con una ocupación definida y la vida resuelta o en camino a eso. Llevaba enrrollado en la mano el diario del día, en el que escondía una granada a la que le había quitado la chaveta. Si abría el diario, exponía la granada como una flor, y a los tres segundos explotaría todo lo que lo rodeaba. Incluso él mismo. En su cinturón, tapada por el saco, Lazarte llevaba una cartuchera desabrochada con la pistola amartillada. El Gallego Willy, con una campera liviana y cerrada hasta el pecho, bajó de un Renault 4 en el que permaneció su asistente. Willy había sido un combatiente montonero de los “originales”, que participó en la primera y fracasada toma de un pueblo. Con el correr de los años se había transformado en uno de los cuadros más leales de la Conducción. Se sentía, y lo era, un montonero con historia, que llegaba a tratar de imponer su autoridad en la Columna Norte en los tiempos en que la Columna Norte ya había sido arrasada y no quedaba nada, o nada más que el pelotón de Lazarte. El pelotón de Lazarte —esto es histórico— rechazaba la línea política que imponía cada nueva jefatura que llegaba al territorio para intervenir la Columna sin conocer nada del territorio. Y digo cada nueva, porque en esos meses las jefaturas iban cayendo una tras otra bajo las balas, o en las redadas del Ejército y la Marina, mientras que los soldados de Lazarte lograban sobrevivir, según supe por los soldados de Lazarte que sobrevivieron, por rebelarse a las órdenes de funcionamiento interno de la conducción montonera.

En ese marco, esa tarde, con una granada en la mano, una pistola en el cinturón y la muerte acechando por los jardines públicos, Lazarte le recriminó al Gallego Willy que la Conducción Nacional se hubiese retirado del país. “Nos mandan a nosotros al combate y ni siquiera son capaces de quedarse”, le dijo. Bastó para enfurecerlo. Estaba dudando de la valentía de Firmenich. El Gallego Willy le exigió que no volviera a hacerlo, pero Lazarte continuó en la línea crítica, o la línea de la provocación, y le preguntó a qué se arriesgaba Firmenich, al final. “¿Se arriesga a que cruzando la Plaza Roja de Moscú el frío le provoque un paro cardíaco? ¿A eso se arriesga, mientras nos cagamos a tiros en la Argentina?” El Gallego Willy comenzó a bajar el cierre relámpago. “Hijo de puta”, pensó o le dijo. En ese momento ninguno de los dos se escuchaba. Decidió matarlo. Sería una sentencia del Tribunal Revolucionario que le dictaría y aplicaría él mismo, in situ, por traidor, por conspirador; en resumen, por hijo de puta. Pero mientras sacaba su arma de la campera, ya tenía la de Lazarte acomodada en la boca de su estómago. “Quieto o te limpio”, dijo Lazarte. Una vecina que pasaba se alejó rápido. “Estás expulsado de la Organización”, le dijo el Gallego Willy, haciendo valer lo último que quedaba de su autoridad. ¿Pero a quién iba a expulsar? “¿A quién vas a expulsar?”, le volvió a preguntar Lazarte, “si nosotros somos más montoneros que ustedes. Nosotros seguimos combatiendo y ustedes se van del país. Cagones”. “Expulsado, hijo de puta”, reafirmó el Gallego Willy. Tenía la pistola y la voz ahogadas en su estómago.

Muchas veces, escuchando el relato de los ex guerrilleros, intentando captar sus sensaciones, el sentido de sus experiencias, su significado, me preguntaba si estas cosas realmente pasaban, o si con el paso del tiempo las habían reinterpretado o imaginado de una manera tan potente, tan verosímil, que la exposición de los hechos de veinticinco años atrás era más real que la propia realidad que habían vivido. ¿Cómo entenderlos? Dos montoneros a punto de matarse entre ellos en un jardín público, con vecinas que se alejaban frente al temor de quedar involucradas en un ajuste de cuentas de ladrones, en el momento más salvaje y eficiente del aniquilamiento, cuando Henry Kissinger autorizaba a los militares argentinos a aplicar la represión más implacable, siempre que lo hiciesen rápido. Pasaban estas cosas. Y creo que pasaban no porque estuvieran locos, sino porque se sentían soldados, soldados nacidos en los Altos de San Isidro y en la villa La Cava, soldados que incluso después del golpe de Estado, ante la caída de un oficial, realizaban una formación en la calle, designaban a su reemplazante y se arengaban a continuar la lucha revolucionaria hasta el final. Soldados que se desmoronaban día a día, en medio de una batalla que los estaba exterminando.

Para entender la discusión política entre Lazarte y el Gallego Willy, hay que conocer las diferencias históricas entre la Conducción Nacional y la Columna Norte. El oficialismo quería mantener su autoridad: centralizar el poder, las armas, el dinero, especializar pelotones montoneros, hacer la guerra contra las Fuerzas Armadas de “aparato a aparato”, atentar contra ellos, hacer crecer la dialéctica del enfrentamiento, sacar a los militares a la calle para que el pueblo conociera el verdadero rostro del enemigo. Cuando la Organización pasó a la clandestinidad en septiembre de 1974, miles de militantes públicos quedaron a la intemperie, sin viviendas ni recursos, como blancos visibles de una cacería. La Conducción ordenó que “se refugiaran en el pueblo”. No podían darle otra cobertura porque ellos eran revolucionarios y no “gerentes del Banco Hipotecario”. Los rebeldes de la Columna Norte discutieron la política oficial. Discutían el poder, en realidad. Querían organizar un congreso montonero con el secreto fin de derribar la Conducción, en tanto reclamaban formar “cuadros integrales” para no perder el contacto con “las masas”, operar en lo militar y en lo político, y tener sus propios fusiles largos, autonomía de finanzas y de funcionamiento. La Conducción los acusó de “cobardes” que rehuían el combate. Entonces los rebeldes se propusieron ser más duros que el oficialismo. Quisieron demostrar que eran los mejores combatientes montoneros. Tengo un ejemplo concreto para explicar esto. Cuando la Conducción creó el Ejército Montonero puso en concurso una ametralladora Halcón para incentivar la moral de los soldados. La entregaría a la unidad de combate que más operaciones realizara en el curso de un mes contra el enemigo: la policía, los militares, la oligarquía. Era como dar una medalla. Una Orden al Mérito Montonero. Tenía un valor especial. Y además no era una ametralladora común. Tenía doble gatillo. Uno para disparar en tiros y otro en ráfagas. Era, había sido, propiedad del dueño de la fábrica Halcón. Parte del botín robado en una incursión guerrillera. Y el premio a la máxima cantidad de operaciones militares, que se publicaban en la revista Evita Montonera, se lo llevó la Unidad de Combate de Columna Norte de Lazarte. Y la Conducción se la entregó a Lazarte.

Bajo el peso de la represión militar, las diferencias entre el oficialismo montonero y los rebeldes se profundizaron. Comenzaron los traslados, las intervenciones orgánicas, y también las caídas, los secuestros, las delaciones. La tarde en que el Gallego Willy y Lazarte se citaron en el jardín público, prácticamente no quedaba casi nada de la Columna, o, como ya dije, nada más que los soldados del pelotón de Lazarte. La Conducción quería terminar con las disidencias y cerrar el funcionamiento. “La guerra popular y prolongada contra el Ejército” por el momento se suspendía. Lazarte le aseguró que su pelotón seguiría operando sin el mando montonero. Willy sonrió: “Ya estás condenado, si no te vas del país, te matamos”. Lazarte le quitó el arma del estómago. Buscó resolver el problema de los soldados. Empezaron a caminar por los senderos del jardín. Él aceptaba su expulsión, pero en ese momento, “como oficial montonero”, le exigió que la Organización se hiciera cargo de su pelotón, “veintiocho hombres entre suboficiales y soldados”, y que les devolvieran las armas que les había retenido en el inventario anual, que les consiguieran lugares donde refugiarse y documentos falsos para los que quisieran irse del país. Lazarte pidió oficializar la entrega de mando de su pelotón, la semana próxima, en un bar de zona norte. Su estrategia conciliatoria fue un fracas

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